Cuando todavía era estudiante, Stan Goldman y sus amigos solían entretenerse haciendo especulaciones.
—¿Cuánto tiempo crees que tardaría Isaac Newton en resolver este problema? —se preguntaban unos a otros—. Si Einstein estuviera vivo hoy, ¿crees que se molestaría en cursar un postgrado?
Era el mismo tipo de ociosa discusión que no conducía a ninguna parte que oyó debatir a sus amigos músicos en una ocasión.
—¿Qué crees que haría Mozart con nuestra música si lo trasladáramos de su época a 1990? —discutían entre botella y botella de cerveza—. ¿Se enfadaría y diría que todo es maldito ruido? ¿O se pondría al día, usaría gafas oscuras y grabaría un álbum inmediatamente?
En ese punto, Stan solía intervenir.
—¿A qué Mozart os referís? ¿Al arribista social? ¿Al artesano de las biografías? ¿O al insolente rebelde de Amadeus?
Los compositores y músicos parecieron confundidos por su argumento.
—Bueno, al real, por supuesto.
Su respuesta le convenció de que, a pesar de su cercanía y su conocida afinidad, los físicos y los músicos nunca se comprenderían completamente.
Oh, ya veo. El real…, por supuesto…
Pero ¿qué es la realidad?
A través de un grueso portal de cuarzo fundido, mediatizado por una serie de trescientos semiespejos de campo reforzados, Stan contemplaba ahora la esencia de la nada. Suspendida en un vacío cerrado, una singularidad potencial giraba y danzaba en la no existencia.
En otras palabras, la cámara estaba vacía.
Sin embargo, pronto la potencialidad se convertiría en realidad. Lo virtual se convertiría en verdadero. El espacio retorcido esparciría luz y el torturado vacío produciría brevemente materia. Sucedería lo completamente improbable.
O al menos ésa era la idea general. Stan observaba y esperaba sin impacientarse.
Hasta el final de su vida, Albert Einstein luchó contra las implicaciones de la mecánica cuántica.
Había ayudado a inventar la nueva física. Llevaba su impronta tanto como la de Dirac, o Heisenberg, o Bohr. Sin embargo, como Max Planck, siempre se sintió incómodo con sus implicaciones, insistiendo en que las reglas de Copenhague sobre naturaleza probabilística debían ser meras aproximaciones burdas a las pautas reales que gobernaban el mundo. Bajo la temible ambigüedad cuántica, sentía que debía haber la firma de un diseñador.
Sólo que el diseño se le escapaba a Einstein. Su elegante precisión huía ante los experimentadores, que descubrieron primero los átomos, luego los núcleos, y por fin las llamadas partículas «fundamentales». Siempre, cuanto más profundamente sondeaban, más complicada aparecía la materia de la creación.
De hecho, para una generación posterior de físicos, la ambigüedad no fue un enemigo. En cambio, se convirtió en una herramienta. Era la ley. Stan creció imaginando a la Naturaleza como una diosa caprichosa. Parecía decir: Miradme desde lejos, y podéis pretender que hay reglas firmes, que aquí hay causa y allá efecto. ¡Pero recordad, si necesitáis este consuelo, quedaos atrás y forzad la vista!
Si, por otro lado, os atrevéis a acercaros, si queréis examinar el tejido y la trama de mis ropajes, bien, entonces no digáis que no os lo he advertido.
Con esta máquina, Stan Goldman esperaba mirar más de cerca que nunca antes. Y no esperaba encontrar mucha seguridad.
—¿Estás preparado ahí abajo, Stan?
La voz de Alex Lustig sonó a lo largo del conducto. Estaba con los demás, en el centro de control, pero Stan se había ofrecido voluntario para montar guardia junto a la mirilla. Era un trabajo vital, pero que no requería la rapidez de los físicos más jóvenes. En otras palabras, era lo más adecuado para un viejo fósil como él.
—Del todo, Alex —respondió.
—Bien. Tu cronómetro debe empezar a correr… ¡ahora!
Fiel a las palabras de Alex, la pantalla situada a la izquierda de Stan empezó a descontar veloces milisegundos.
Después de la Guerra de Gaia, cuando las cosas se calmaron lo suficiente para permitir una reanudación de la ciencia básica, sus esfuerzos regresaron pronto a la naturaleza básica de las singularidades. Ahora, en este laboratorio emplazado más allá de la órbita de Marte, habían recibido permiso para embarcarse en el experimento más osado jamás intentado.
Stan se secó las palmas de las manos en los pantalones de trabajo y se preguntó por qué estaba tan nervioso. Después de todo, había participado en la creación de objetos extraños antes. En su juventud, en el CERN, había un zoo de partículas subatómicas, producidas en el calor de un gran acelerador. Incluso en aquellos días, los nombres que los físicos daban a las partículas que estudiaban decían más de sus propias personalidades que las cosas que perseguían.
Recordó los grafitis del lavabo de caballeros en Ginebra.
Pregunta: ¿Qué se obtiene al mezclar un encantador quark rojo con uno raro que es verde y un tercero que es azul?
Debajo habían garabateado las respuestas, con letras distintas y muchos idiomas:
¡No sé, pero para mantenerlos unidos hace falta un gluón que esté dispuesto!
¡Parece lo que han servido hoy en la cafetería!
Por cierto, ¿conoce alguien el Sabor de la Belleza?
¿No depende de quién esté Arriba y quién Abajo?
Me está entrando un hadrón sólo con pensarlo.
¡Eh! ¿A qué bosón se le ha ocurrido la pregunta?
Sí. ¡Hay un tipo que debería ser un leptón!
Stan sonrió al recordar los buenos tiempos. En aquellos días los demás y él eran cazadores que perseguían y capturaban especímenes de elusivas especies microscópicas, expandiendo el bestiario de los quarks hasta que empezó a emerger una «teoría de todo». Gravitones y gravitinos. Monopolos magnéticos y fotinos. Con la unificación llegó el poder de mezclar y encajar y utilizar la ambigüedad de la naturaleza.
Sin embargo, nunca soñó con que un día pudieran jugar con singularidades, microagujeros negros, y usarlos como elementos de circuito de la misma forma que un ingeniero podía unir inductores y resistencias. Pero los jóvenes como Alex parecían aceptarlo sin problemas.
—¡Tres minutos, Stan!
—¡Sé leer el reloj! — replicó, tratando de parecer más irritado de lo que estaba en realidad. Para ser sincero, había perdido la noción del tiempo. Su mente parecía moverse ahora en tangente con ese fluido, casi paralelamente, aunque no del todo, al suceso del mundo objetivo.
Nos han dicho que la, subjetividad, el viejo enemigo de la ciencia se convierte en su aliada al nivel cuántico. Algunos afirman que es sólo la presencia de un observador lo que causa que la onda de probabilidad se colapse. Es el observador quien, en última instancia, advierte la caída de un electrón de su órbita, o de un gorrión en el bosque. Sin observadores, no sólo es un árbol que cae sin sonido: es un concepto sin significado.
Últimamente Stan se había estado preguntando más acerca del tema. La naturaleza, incluso hasta el más bajo quark, parecía estar actuando, como ante un público. Los argumentos oscilaban entre las versiones fuerte y débil del principio antrópico: si los observadores eran una exigencia del universo o resultaban meramente convenientes. Pero todo el mundo estaba ahora de acuerdo en que tener público importaba.
Se acabó, entonces, el debate sobre lo que diría Newton si lo arrancaran de su tiempo y lo trajeran al presente. Su mundo mecánico era tan extraño para el de Stan como el de un chamán tribal. De hecho, en cierto modo, el chamán superaría al viejo cascarrabias de Isaac. Al menos, imaginaba que el chamán sería probablemente mejor compañía en una fiesta.
—¡Un momento! No pierdas de vista el…
La voz de Alex se cortó súbitamente cuando los relojes automáticos cerraron las puertas. Stan se sacudió, devolviendo su mente al asunto y haciendo un esfuerzo por concentrarse. Habría sido diferente si hubiera tenido algo que hacer. Pero todo estaba secuenciado, incluso la recolección de datos. Más tarde, los examinarían todos y discutirían. Por ahora, sólo tenía que mirar. Observar…
Antes del hombre, se preguntó, ¿quién ejecutaba este papel para el universo?
No parece haber ninguna regla para que el observador tenga que ser consciente. Los animales podrían haber servido sin ser autoconscientes. En otros mundos pueden haber existido criaturas mucho antes de que la vida llenara los mares de la Tierra. No es necesario que cada hecho, cada desprendimiento de rocas, cada cuanto de luz sea apreciado, sólo que un fragmento de ello, en alguna parte, llame la atención de alguien que lo advierta y se preocupe.
—Pero, entonces —se preguntó Stan en voz alta—, ¿quién lo advirtió o se preocupó al principio? ¿Antes de los planetas? ¿Antes de las estrellas?
¿Quién estaba en la nada de la precreación para observar la fluctuación de vacío más grande de todos los tiempos? ¿La que se convirtió en el Big Bang?
En sus pensamientos, Stan respondió a su propia pregunta.
Si el universo necesita al menos un observador para poder existir, entonces es el único argumento preciso para la existencia de Dios.
El contador llegó a cero. Bajo él, el panel de cuarzo fundido permaneció negro. No importaba. Stan sabía que algo estaba sucediendo. En las entrañas de la cámara, el estado de energía del vacío puro estaba siendo obligado a cambiar.
Inseguridad. Ésa era la clave. Tomemos un cubo de espacio de un centímetro de lado. ¿Contiene un protón? En ese caso, hay un límite a cuánto puede saberse con seguridad sobre ese protón. No se puede conocer su cantidad de movimiento más precisamente que con un valor dado sin destruir tu oportunidad de saber dónde está. O si encuentras un medio de acercarte al cubo hasta que la localización del protón sea increíblemente exacta, entonces tu conocimiento de su velocidad y dirección tiende a cero.
Otro par relacionado de valores es energía y tiempo. Puedes pensar que sabes cuánta energía, mucha o poca, contiene ese cubo (en el vacío tiende a cero). Pero ¿qué hay de las fluctuaciones? ¿Y si trocitos de materia y antimateria aparecen de repente, para desaparecer bruscamente otra vez? Entonces la media seguiría siendo la misma, y todos los libros de contabilidad cuadrarían.
Dentro de esta cámara, la tecnología moderna estaba usando ese mismo agujero para espiar en la pared de la naturaleza.
Stan miró el contador de masa. Subió en la escala rápidamente. Femtogramos, picogramos, nanogramos de materia se fundieron en un espacio demasiado pequeño para ser medido. Microgramos, miligramos, cada pareja recién nacida de hadrones titiló durante un momento demasiado estrecho para ser advertido. Partícula y antipartícula trataron de huir, trataron de aniquilarse. Pero antes de que pudieran volver a cancelarse, cada una fue atraída a una trampa de espacio plegado, sorbida a través de un estrecho túnel de gravedad más pequeño que un protón, sin más personalidad que una mancha de negro.
La singularidad empezó a adquirir un peso perceptible. El contador de masa chirrió. Los kilogramos se convirtieron en toneladas. Las toneladas en kilotones. Peñascos, colinas, montañas avanzaron, un torrente que caía en la ansiosa boca.
Cuando Stan era joven, la gente decía que no se podía sacar algo de la nada. Pero la naturaleza te permitía a veces tomar prestado. La máquina de Alex Lustig estaba tomando prestado del vacío, y lo devolvía al instante a la singularidad.
Éste era el secreto. Cualquier banco te prestará un millón de pavos, mientras sólo los quieras durante un microsegundo.
Megatones, gigatones… Stan había ayudado a crear agujeros antes. Singularidades más complejas y elegantes que ésta. Pero nunca habían intentado algo tan drástico o momentáneo. El ritmo se aceleró.
Algo se agitó tras sus ojos. La advertencia llegó momentos antes de que los gravímetros empezaran a cantar una melodía de alarma, vanos segundos por delante de los primeros sonidos chasqueantes que procedían del interior de las paredes reforzadas.
Vamos, Alex. Prometiste que no se te escaparía de las manos.
Habían emplazado este laboratorio en un distante asteroide por si algo salía mal. Pero Stan se preguntaba de qué serviría aquello si su intervención conseguía rasgar el tejido primordial. Se contaba que los científicos del Proyecto Manhattan habían compartido un miedo similar. «¿Y si la reacción en cadena no queda restringida al plutonio, sino que se extiende al hierro, al silicio, y al oxígeno?», se preguntaron. En teoría era absurdo, pero nadie lo supo con certeza hasta el destello de Trinity, cuando la bola de fuego se deshizo finalmente en poco más que una nube terrible y deslumbrante.
Ahora Stan experimentaba un temor similar. ¿Y si la singularidad ya no necesitaba la máquina de Lustig para arrancar materia del vacío? ¿Y si el efecto seguía y seguía, con su propio impulso?
Puede que esta vez hayamos ido demasiado lejos.
Las sentía ahora. Las oleadas. Y en la ventana de cuarzo, mediado por trescientos semiespejos, un fantasma tomó forma. Era microscópico, pero los colores resultaban cautivadores.
La escala de masa giró, Stan sintió la horrible atracción de la cosa. En cualquier momento rebasaría las paredes, la estación, el planetoide. ¿Se detendría entonces?
—¡Alex! —gritó cuando el flujo gravitacional le estiró la piel.
Las vísceras emigraron a su garganta mientras, inútilmente, se abrazaba los pies.
—Maldición, tú…
Stan parpadeó. No podía respirar. El tiempo parecía suspendido.
Entonces lo supo.
Había desaparecido.
La piel se le estremeció en la estela de la ola. Miró al contador de masa. Cero. En un momento estuvo allí, y al siguiente desapareció.
La voz de Alex sonó en el intercomunicador, llena de satisfacción.
—Justo según lo previsto. Es hora de tomar una cerveza, ¿eh? ¿Decías algo, Stan?
El viejo físico rebuscó en su memoria y encontró de algún modo el truco para respirar. Dejó escapar un estremecedor suspiro.
—Yo… —Intentó lamerse los labios, pero ni siquiera consiguió humedecerlos. Roncamente, volvió a intentarlo—. Iba a decir… que será mejor que tengas algo más fuerte que la cerveza. Porque lo necesito.
2
Hicieron pruebas a la cámara de todas las maneras imaginables, pero allí no había nada. Durante un momento contuvo la masa de un pequeño planeta. El agujero negro había sido palpable. Real. Ahora había desaparecido.
—Dicen que una singularidad gravitacional es un túnel hacia otro lugar —musitó Stan.
—Eso piensan algunos. Los agujeros de gusano y similares pueden conectar una parte del espacio-tiempo con otra —asintió Alex. Estaba sentado frente a Stan, en el salón oscuro lleno de los restos de la celebración de la noche. Todos los demás se habían ido a la cama, pero los dos hombres se habían quedado a contemplar el paisaje estrellado a través de las ventanas—. En la práctica, esos túneles probablemente son mutiles. Nadie los usará como medio de transporte, por ejemplo. Está el problema de la huida ultravioleta.
—No hablo de eso. —Stan sacudió la cabeza—. Lo que quiero decir es, ¿cómo sabemos que el agujero que hemos creado no ha estallado para convertirse en un peligro para otros pobres desgraciados?
Alex parecía divertido.
—Esto no funciona así, Stan. La singularidad que creamos hoy era especial. Creció demasiado rápido para que nuestro universo la contuviera.
»Estamos acostumbrados a considerar un agujero negro, incluso un microagujero, como algo similar a un túnel en el tejido del espacio. Pero en este caso, ese tejido rebotó, se plegó, cerró la brecha. El agujero se ha ido, Stan.
Goldman se sentía agotado y un poco achispado, pero en modo alguno iba a permitir que aquel joven alocado le diera lecciones.
—¡Ya lo sé! Todos los enlaces de esa causalidad con nuestro universo han sido cortados. Ya no hay ninguna conexión con esa cosa. Pero sigo preguntándome, ¿adónde se fue?
Hubo un momento de silencio.
—Probablemente ésa no sea la pregunta adecuada, Stan. Una mejor manera de expresarlo sería: ¿en qué se ha convertido la singularidad?
El joven genio volvía a tener aquella expresión en los ojos, la filosófica.
—¿A qué te refieres? —preguntó Stan.
—Me refiero a que el agujero y toda la masa que le lanzamos «existe» ahora en su propio universo de bolsillo. Ese universo nunca compartirá nada ni contactará con el nuestro. Será un cosmos en sí mismo, ahora y para siempre.
La declaración pareció contener un tono de finalidad, y hubo poco que decir después de eso. Durante un rato, los dos permanecieron sentados en silencio.
3
Después de que Alex se fuera a la cama, Stan se quedó detrás y se distrajo con sus amigos, los números. Permaneció muy quieto y usó un lápiz mental para escribirlos sobre la ventana. Las ecuaciones se extendieron sobre la Vía Láctea. No tardó mucho en comprender que Alex tenía razón.
Lo que habían hecho hoy era crear algo de la nada y luego exiliarlo rápidamente. Para Alex y los demás, eso era todo. Todas las cuentas cuadraban. Lo que había sido tomado prestado fue devuelto. Al menos en lo referido a este universo de materia y energía.
¡Pero había algo diferente, maldición! Antes, hubo fluctuaciones virtuales en el vacío. Ahora, en alguna parte, había nacido un cosmos diminuto.
Y de repente Stan recordó algo más. Algo llamado «inflación». Y en este contexto el término no tenía nada que ver con la economía.
Algunos teóricos sostienen que nuestro universo comenzó como una gran fluctuación en el vacío primordial. Que durante un intenso instante, masa superdensa y energía estallaron para dar inicio a la expansión de todas las expansiones.
Sólo que no pudo haber en ningún lugar cercano suficiente masa para explicar lo que ahora vemos: todas las estrellas y galaxias.
El término «inflación» servía como truco matemático, una forma para que un explosión media o incluso de pequeño tamaño se convirtiera en una grande. Stan anotó más ecuaciones en su pizarra mental y llegó a ver algo que no había advertido antes.
Por supuesto, ahora lo comprendo. La inflación que ocurrió hace veinte mil millones de años no fue ninguna coincidencia. Al contrario, fue un resultado natural de una creación anterior, más pequeña. Nuestro universo debió de tener su propio inicio en una diminuta y comprimida bola de materia no más pesada que…, no más pesada que…
Stan sintió los latidos de su corazón mientras la figura parecía brillar ante él.
No más pesada que el pequeño «cosmos de bolsillo» que hemos creado hoy.
Jadeó.
Eso significaba que en alguna parte, completamente fuera de contacto, su inocente experimento podría haber…, debía haber… iniciado un principio. Un principio universal.
Fiat lux.
Hágase la luz.
—Oh, Dios mío —susurró, completamente inseguro con qué sentido, entre los miles posibles, lo decía.