NOTAS FINALES

Esta novela describe una de las muchas formas que podría adoptar el mundo dentro de cincuenta años. Es sólo una extrapolación, lo que un físico llamaría un gedankenexperiment, nada más.

Sin embargo, mientras me siento a escribir este postfacio, se me ocurre que podemos aprender algo mirando en dirección opuesta. Por ejemplo, hace exactamente cincuenta años, Europa estaba todavía en paz.

Oh, en agosto de 1939 la noticia estuvo cantada. Después de haber aplastado a varios vecinos más pequeños, Adolf Hitler firmó ese mes un aciago pacto con Joseph Stalin, con lo cual se selló el destino de Polonia. China ya estaba en llamas.

Sin embargo, muchos todavía esperaban que los estadistas del mundo se detuvieran al borde de la guerra. El futuro parecía prometedor, además de amenazante.

Por ejemplo, en la Feria Mundial de Nueva York, se podía recorrer la exhibición de Westinghouse y ver las maravillas del mañana. Un futurama mostraba la «ciudad típica de 1960», rebosante de todos los artilugios técnicos que los norteamericanos de la Era de la Depresión podían imaginar, desde lavavajillas eléctricos y superautopistas a robots domésticos y autogiros personales. Naturalmente, la pobreza no existiría en esa época tan lejana. La frase «degradación ecológica» aún no se había acuñado.

Hoy podríamos sacudir la cabeza ante la ingenuidad de la gente de 1939. Acertaron al predecir las autopistas y la televisión, pero ¿quién sabía entonces nada acerca de las bombas atómicas? ¿O los misiles disuasorios? ¿O los ordenadores? ¿O los residuos tóxicos? Unos pocos escritores de ciencia ficción, tal vez, cuyos proféticos relatos parecen de todas formas frágiles y simplistas para los gustos de hoy en día.

Cincuenta años es mucho tiempo, y el ritmo del cambio no ha hecho más que acelerar.

Sin embargo, y aquí está lo curioso, hay mucha gente en este momento que ha vivido desde agosto de 1939 hasta el presente. Para ellos, el mundo de los noventa no resulta extraño ni sorprendente. Ha evolucionado, poco a poco, paso a paso, cada hecho se ha desprendido de forma bastante creíble de lo que sucedió el día anterior.

Eso es lo que hace que las proyecciones a medio siglo de distancia sean las novelas especulativas más difíciles de escribir. Para proponer un futuro a corto plazo, digamos cinco o diez años, un escritor sólo necesita coger el mundo presente y exagerar algunas tendencias para conseguir efectos dramáticos. Por otro lado, retratar sociedades situadas dentro de muchos siglos, es relativamente fácil también (todo vale, mientras lo hagas vagamente plausible). Pero cinco décadas es un lapso lo bastante corto para exigir una sensación de familiaridad, y lo bastante lejano para demandar incontables sorpresas también. Hay que hacer creíble que muchas personas que viven en este mismo instante también existan en ese tiempo futuro y encuentren las condiciones, si no comunes y corrientes, sí al menos normales.

De ahí mis disculpas. Esta novela no es una predicción. Tierra describe sólo un mañana posible, que a algunos parecerá demasiado optimista y a otros demasiado sombrío. Así sea.

¿Qué es un mundo? Una miríada de temas e ideas contradictorias, todas inmersas en una ciénaga de detalles. Por eso Tierra tuvo que incluirlo todo, desde la pérdida de la capa de ozono y el aumento del efecto invernadero, a la geología y la evolución. (¡Y ya que estamos en ello, incluyamos los medios electrónicos, la hipótesis de Gaia, y la naturaleza de la consciencia!).

En el transcurso de la investigación previa a la redacción de este libro, escuchaba las noticias de los terremotos armenios y los desastres provocados en Alaska por los superpetroleros, y constantemente me sorprendía pensando lo estúpidas que parecen nuestras ilusiones de estabilidad y ausencia de cambio, aupados como estamos en la temblorosa corteza de un planeta activo. La historia y la geología muestran que sólo ha transcurrido un parpadeo desde la aparición de nuestra cómoda cultura actual. Sin embargo, esa cultura está consumiéndolo todo a un ritmo feroz.

Con todo, hay signos positivos, prueba de que, en el último momento, la humanidad tal vez esté despertando. ¿Lo haremos con la suficiente rapidez para salvar al mundo? Nadie puede saberlo.

Una cosa garantizada para las décadas que nos esperan será la ironía. Supongamos, por ejemplo, que la paz se produce en efecto entre las naciones. La inventiva y los recursos empleados ahora en armas podrán ser dirigidos a otros temas, de manera que se propiciará una fantástica creatividad sobre nuestras necesidades más acuciantes. Pero claro, ¿qué dirá la historia en retrospectiva sobre las bombas de hidrógeno, si conseguimos retirarlas todas? ¿Que esos horribles artefactos asustaron al hombre del siglo XX y le hicieron cambiar sus acciones? ¿Que ayudaron a mantener un equilibrio de poder al permitir que, comparado con generaciones anteriores, una fracción más pequeña de la humanidad fueran soldados (o se les armara como a tales)? Pobre consuelo para Camboya, Afganistán y Líbano, donde la media no ha bajado. Qué extraño sería que la bomba acabara considerándose el vehículo principal de nuestra salvación.

¿Y si todos esos ingenieros cambiaran el enfoque de su trabajo de la disuasión a la productividad? Algunas perspectivas son asombrosas: animación suspendida, órganos artificiales, ampliación de la inteligencia, viajes espaciales, máquinas inteligentes…, la lista es deslumbrante y un poco aterradora. Si esos poderes casi divinos fueran alguna vez nuestros, seguramente nos encontraríamos con preguntas similares a las que nos formulamos acerca de la bomba. Por ejemplo: ¿cómo adquirir la sabiduría que debe acompañar a todos esos logros deslumbrantes?

Circula un mito popular. Mantiene que hay algo particularmente corrupto en la civilización occidental, como si la guerra, la explotación, la opresión y la contaminación fueran un invento exclusivo de ella. Si así fuera, los problemas del mundo podrían ser resueltos simplemente volviendo a «estilos mejores y más antiguos». Muchos se aterran a la fantasía de que esta o aquella cultura no occidental tiene la patente de la felicidad universal. Ay, si fuera tan fácil…

En su libro A Forest Journey: From Mesopotamia to North America, John Perlin muestra que las vastas y fértiles llanuras de Grecia, Turquía y el Medio Oriente fueron convertidas en cañadas yermas por las antiguas civilizaciones. El registro de la rapiña se remonta a miles de años hasta el primer poema épico conocido, Gilgamesh, donde un rey taló los primordiales bosques de cedros para conseguir leña para su ciudad-estado de Uruk. Poco después, sequías e inundaciones plagaron la tierra, pero ni Gilgamesh ni ninguno de sus contemporáneos supieron ver la conexión.

La civilización sumeria se dedicó a conseguir roble en Arabia, enebro en Ciria, cedro en Anatolia. Los ríos del Oriente Próximo se llenaron de sedimentos, que atascaron puertos y canales de irrigación. Los dragados sólo dejaron al descubierto las capas salinas de debajo, que con el tiempo estropearon el suelo que no había sido barrido por los vientos. El resultado, con el paso de los siglos, es una región que ahora conocemos como un reino de arenas y vientos amargos, pero que una vez fue llamada la «media luna fértil», la tierra de la leche y la miel.

No necesitamos ninguna conjetura mística sobre «ciclos de la historia» para explicar, por ejemplo, la caída de Roma. Perlin demuestra que el Imperio Romano, la civilización egea de la antigua Grecia, la China imperial, y muchas otras culturas anteriores adoptaron la misma actitud, destruyendo ignorantes sus propios nidos, agotando la tierra, envenenando el futuro para sus hijos. Los historiadores ecologistas empiezan por fin a comprender que esto es simplemente la consecuencia natural cada vez que un pueblo adquiere más poder físico que capacidad de reflexión.

Aunque es romántico imaginar que los pueblos tribales (bien en los bosques antiguos o en los de hoy) vivían en armonía con la naturaleza, de forma feliz e igualitaria, las investigaciones actuales demuestran que esto dista mucho de ser verdad de modo uniforme, y con mucha frecuencia es falso. A pesar de un ferviente deseo de creer lo contrario, las pruebas revelan que los miembros de casi todas las sociedades «naturales» han cometido depredaciones en su entorno y sus vecinos. El daño que causaron quedó limitado principalmente por la escasa tecnología y su modesto número.

Lo mismo se aplica a la hora de condenar a la especie humana como conjunto. Oh, tenemos mucho que expiar, pero el caso no se refuerza por exageraciones que están simplemente equivocadas. Stephen Jay Gould ha condenado «como una tontería romántica la común letanía de que “sólo el hombre mata por deporte, pero los demás animales matan sólo para alimentarse o para defenderse”». Todo aquél que haya visto a un gato casero con un ratón, o a los machos de una manada luchando por el dominio, sabe que los humanos no son tan destructivos por culpa de algo fundamentalmente pernicioso en su naturaleza. Es nuestro poder lo que amplía el daño que hacemos, hasta amenazar al mundo entero.

Mi propósito al decir esto no es insultar a otras culturas o especies. En cambio, intento argumentar que los problemas con los que nos enfrentamos están profundamente enraizados en una larga historia. La ironía de los mitos del noble salvaje, del noble animal, es que son esgrimidos sobre todo por occidentales mimados cuya cultura es la primera que se siente lo bastante cómoda para promover una nueva tradición de autocrítica. Y es este mismo hábito de la crítica, incluso el autorreproche, lo que hace de la nuestra la primera sociedad humana con la oportunidad de evitar los errores de nuestros antepasados.

De hecho, la carrera entre nuestra consciencia creciente y el impulso de nuestra avaricia podría hacer que el siguiente medio siglo fuera el mayor interludio dramático de todos los tiempos.

En este aspecto, podría haber escrito una narración puramente admonitoria, como hizo John Brunner en El rebaño ciego, que muestra el colapso ecológico de la Tierra con aterradora viveza. Pero los relatos de condenación inevitable nunca me han parecido realistas. Como los escenarios mecanicistas del marxismo, parecen suponer que la gente será demasiado estúpida para darse cuenta de las calamidades que se avecinan e intentar impedirlas.

En cambio, veo a mi alrededor a millones de personas que se preocupan activamente por los peligros y tendencias, incluso por algo tan lejano como un girón de gas perdido en el polo sur. Incontables personas escriben cartas y marchan para salvar especies sin ningún beneficio posible para sí mismos.

Oh, claro, una buena dosis de culpa aquí y allá puede motivarnos a portarnos mejor. Pero no veo nada útil en mirar hacia atrás para salvarnos o modelarnos según las tribus antiguas. Nosotros, aquí y ahora, somos la generación que debe llevar una carga realmente aterradora, para atender y conservar un oasis planetario, con toda su delicadeza y diversidad, para los milenios futuros y más allá. Los que claman encontrar respuestas a dilemas tan complejos en las sagas de tiempos pretéritos sólo están trivializando la enorme magnitud de nuestra tarea.

Hasta ahí las motivaciones. En mi sección de agradecimientos, reconozco la colaboración de docenas de personas que leyeron amablemente borradores de esta obra y ofrecieron su experto consejo. Sin embargo, por tratarse de un trabajo de ficción, cualquier opinión, exceso u error no puede atribuirse a nadie más que a mí. Mea culpa.

En algunos casos, las libertades que me he tomado requieren una explicación.

Primero, en aras del drama, exageré la subida en el nivel del mar que el calor del efecto invernadero puede producir para el año 2040. Aunque el desgaste puede ser grande, pocos científicos creen que la fusión de los glaciares haya progresado tanto como yo describo. El consenso parece indicar que la placa de hielo de la Antártida estará a salvo hasta finales del siglo próximo. Del mismo modo, simplifiqué las pautas del clima en la India para crear un argumento dramático.

Otra suposición que he hecho es que regresarán las crisis de energía. La mayoría de los expertos consideran que es algo muy probable, pero yo admito (y espero) que la mengua de las reservas de petróleo quede paliada en parte por nuevos descubrimientos. Desde luego, nuevos logros en energía solar, o acceso a recursos espaciales, o incluso algo completamente inesperado, podría alterar las cosas para mejor (al mismo tiempo, nuestra lista de catástrofes potenciales también crece. ¿Quién puede decir que no hemos imaginado todavía lo peor? Yo no apostaría mi dinero).

Algunos de los rasgos geológicos que describo encajan con las mejores teorías modernas. Otros, como el posible control de superconductores a alta temperatura, son especulaciones y no hay que tomarlos demasiado en serio.

Del mismo modo, la trama de esta novela órbita en torno a una bestia salvaje concreta, un tipo de singularidad gravitacional que haría que gente como Stephen Hawkins o Kip Thorne quedara boquiabierta. Estos físicos, y otros, calculan que el universo contiene probablemente bastantes agujeros negros grandes de los que tanto hemos oído hablar, y los astrónomos afirman haber encontrado pruebas de la existencia de varios. Puede que incluso haya gigantescas «cuerdas» cósmicas que ocupen el vacío entre las galaxias. Por otro lado, los microagujeros negros son totalmente teóricos. Las cuerdas sintonizadas y los «nudos» cósmicos son invención propia.

Sin embargo, resulta interesante que después de terminar Tierra me enterase de que dos astrónomos de la Universidad de Cambridge, lan Redmount y Martín Ress, hayan predicho que desde determinados objetos superpesados de ahí fuera se podría haber emitido radiación gravitacional. ¿Quién sabe? En cualquier caso, aunque tengo mi título de físico, no estoy especializado en el tema concreto de la relatividad general. La ciencia de la «cavitrónica» puede ser descartada por completo como un acto de buena fe.

Por supuesto, Beta tiene en el libro una función superior a hacer conjeturas sobre la física. El taniwha me permitió incluir las propias entrañas del planeta, su manto y su núcleo en capas, como preocupaciones centrales de mis personajes. (¿Qué libro podría sostener que trata de la Tierra entera si dejara fuera más del noventa y nueve por ciento de la masa y el volumen del planeta?). De cualquier forma, nada sazona mejor una novela que un monstruo que amenaza con tragarse el mundo.

Las tendencias sociológicas son aún más problemáticas que la física del mañana. Mientras trabajaba en este libro, los cambios en el mundo real parecían siempre a punto de superar mis más descabelladas especulaciones. Un resultado: los lectores de los primeros borradores sugirieron que estaba siendo demasiado optimista al predecir un fin a las tensiones de la guerra fría. ¡Pero en el borrador final, algunos se quejaban de mi estrechez de miras, porque las alianzas de seguridad como la OTAN no podrían existir dentro de cincuenta años! No había tanta diferencia entre un borrador y otro. Fue el mundo el que entró en un modo acelerado de reescritura.

(Tampoco estoy muy seguro de que nos esperen tiempos relajados sólo porque hayan caído unos cuantos muros. Puede discutirse que la guerra fría disminuye porque ningún bando puede permitírsela. Otras amenazas serías acechan para ocupar su lugar. Además, las naciones probablemente seguirán haciendo y deshaciendo alianzas mientras luchan por los recursos cada vez más escasos).

Me aburrió la moda actual de describir un futuro dominado por el imperialismo económico japonés. ¿No recuerda nadie cuando parecía que los árabes estaban destinados a poseerlo absolutamente todo? Antes de eso, los europeos expresaron su preocupación por el dinamismo industrial americano. Cuidado con las suposiciones que parecen «evidentes» en una década. Pueden pasar de moda en la siguiente.

La vida diaria puede ser aún más difícil de predecir que la política global. Una crisis que veo acercarse está relacionada con la situación de las mujeres, que parece destinada a ir más allá de los asuntos típicamente señalados en la actualidad por las feministas. Hay que conseguir igualdad ante la ley y el trabajo, por supuesto (y en muchas partes del mundo esa batalla apenas ha empezado). Pero una preocupación para las mujeres de occidente es un problema del que apenas he oído hablar a todos esos teóricos de salón. El problema es la crisis del matrimonio y la familia como forma de vida sacrificable. Es un tema tan difícil (y tan peligroso para un autor varón) que me temo que lo he pasado un poco por alto en esta novela, a pesar de mi creencia de que llegará a su clímax durante las próximas décadas.

Tal vez la cuestión de la barrera generacional me haya salido un poco mejor. Contrariamente a los autores de las historias «cyberpunk», no me parece plausible que los jóvenes antisociales e hinchados de hormonas cambien miles de años de fijación en las exhibiciones musculosas y se dediquen a dominar la alta tecnología durante el próximo siglo. Dejando de lado ese improbable tópico, me divertí sugiriendo que los descendientes de las cámaras de vídeo portátiles puedan ser usados como armas por los comités de vigilancia de los ancianos. La demografía en países como Estados Unidos, Japón, y China parece apuntar a un período que algunos ya llaman «imperio de la tercera edad».

Mientras tanto, en Kenya, la edad media actual es de sólo quince años; y la tasa de natalidad, altísima.

En lo que respecta a algunas ideas, estoy en deuda con varios autores. Ya me he referido a John Brunner, cuya premiada obra Todos sobre Zanzíbar figura entre las mejores novelas de proyección a cincuenta años vista jamás escritas. De igual forma, la obra de Aldous Huxley me sirvió de inspiración.

La idea de una «singularidad cultural» humana, donde nuestro poder y conocimiento pueden acelerarse tan rápidamente que el ritmo crezca exponencialmente en meses, semanas, días, de forma que en un momento se conviertan en académicos todos los problemas actuales, lleva algún tiempo cociéndose, pero fue descrita en la novela de Vernor Vinge Naufragio en el tiempo real. La idea de aplicar la pena capital por «desmembramiento» procede de las novelas de Larry Niven.

Muchos autores desde De Chardin han escrito sobre la creación de una especie de «supramente» en la que la consciencia humana podría evolucionar o incluirse algún día. Esto se presenta como una simple elección entre el individualismo más obstinado por un lado, o ser homogeneizado y absorbido por otro. Siempre he considerado simplista esta dicotomía y he intentado presentar un punto de vista diferente en este tema. Con todo, el concepto básico se remonta muy atrás.

La idea para describir una lanzadera espacial varada en la isla de Pascua fue provocada por un relato de ciencia ficción de Lee Correy, «Shuttle Down», que apareció en la revista Analog hace una década.

Gran parte de la discusión sobre la consciencia humana se inspiró en artículos aparecidos en respetables revistas de neurología, o cribada de pensadores innovadores como Marvin Minsky, Stanley Ornstein, e incluso Julián Jaynes, cuyo famoso libro sobre el origen de la consciencia bien podría haber sido una espléndida novela de ciencia ficción.

Sobre la Guerra Helvética, por otra parte, no puedo echar la culpa a nadie más que a mí mismo (espero que no me cause demasiados problemas). Sin embargo, para este libro necesitaba un conflicto oscuro y traumático que reverberara en el pasado de mis personajes, como Vietnam, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto hacen todavía que nuestros contemporáneos se estremezcan con el recuerdo. Tenía que ser a la vez algo atractivo y sorprendente, como han sido tantos hechos de los últimos cincuenta años. (Y, francamente, ya estaba harto de estereotipados esquemas de superpotencias, accidentales lanzamientos de misiles, y otros tópicos semejantes). Así que intenté proporcionar un escenario que, siendo bastante improbable, fuera al menos plausible en su propio contexto. Entonces decidí centrarlo en una nación que se encuentra actualmente entre las últimas a las que nadie consideraría como una amenaza seria a la paz.

No digo que funcione, pero hasta ahora ha hecho que unas cuantas personas se agiten y digan: «¡Vaya!». Es suficiente para mí.

Hablando de guerras, un lector me preguntó por qué apenas me refería a una de las principales preocupaciones de hoy: La Gran Guerra contra las Drogas. ¿Habrá sido resuelta para el año 2038?

Bueno, en ese caso no habrá sido gracias a ningún programa o acercamiento que se esté intentando ahora, desde luego. No soy fatalista. Parece lógico regular cuándo y cómo los ciudadanos autodestructivos sacien sus tendencias, sobre todo en público. Las sanciones sociales han demostrado ya ser más efectivas que las leyes para reducir el consumo del alcohol y el tabaco en Norteamérica. Tanto que las destilerías y las fábricas de tabaco están en un estado de pánico demográfico.

Pero para intentar erradicar las drogas, ahora mismo parece que sólo intentamos subir los precios Los adictos cometen crímenes para costear sus hábitos, y proporcionan miles de millones de dólares a los traficantes que están, indiscutiblemente, entre los peores seres humanos vivos. De cualquier forma, está demostrado que algunos individuos pueden segregar endorfinas y otras hormonas a voluntad, usando meditación o autohipnosis o biorretroalimentación. Si estas técnicas se vuelven comunes (como lo harán sin duda, tal como pasa con todo), ¿prohibiremos entonces la meditación? ¿Deberá entonces la policía someter a pruebas a cualquiera que esté dormitando en un parque, para asegurarse de que no se está dragando con sus encefalinas autoproducidas?

Reductio ad absurdum. O como dijo Harry el Sucio, tenemos que conocer nuestras limitaciones.

Esto sólo conduce a un problema mucho más profundo que ha plagado la sociedad desde antes de Darwin. El problema es la ambigüedad moral.

Todas las culturas anteriores a la nuestra tuvieron códigos que definieron con suma precisión la conducta que era aceptable y prescribieron sanciones para reforzar la obediencia. Esas reglas, fueran religiosas, culturales, legales o tradicionales, eran similares a las que los padres imponen a sus hijos pequeños (y en la que los propios hijos insisten). En otras palabras, eran explícitas, claras, diáfanas.

Con el tiempo, algunos adolescentes superan la necesidad de tener verdades delineadas y perfectas. Incluso aprenden a saborear un poco de ambigüedad. Mientras tanto, los demás se quejan o se van al extremo opuesto, usando la ambigüedad como una excusa para negar cualquier restricción ética. Vemos las tres reacciones en la sociedad contemporánea cuando se pide a individuos y gobiernos que luchen individualmente con temas complejos anteriormente referidos a Dios.

Por ejemplo, mientras algunos insisten en que la vida humana comienza en el mismo instante de la concepción, otros proclaman ideológicamente que no se produce hasta el momento mismo del nacimiento. Ninguno de los extremos representa a la incómoda mayoría, que (apoyada por la embriología) considera que la batalla del aborto se libra en aguas pantanosas, sin fronteras claras ni señales de carretera.

Abundan las incertidumbres. ¿Ha conseguido ya la humanidad «crear vida en una probeta»? Eso depende de cómo se defina la vida, por supuesto. Según un punto de vista, ese hito se superó en los años setenta. Según otro, se alcanzó a mitad de los ochenta. Según un tercero, quizá no ha sucedido todavía, pero lo hará pronto.

A medida que los ancianos se hagan más numerosos en las sociedades industriales, y a medida que el poder y el gasto en medicina moderna alcance cotas cada vez más espectaculares, la cuestión de la muerte también vendrá a preocuparnos. Ya nos hemos pasado una década argumentando sobre el «derecho a morir» del paciente terminal, si se enfrenta a la alternativa de vivir de forma prolongada y dolorosa con el apoyo de una máquina.

Parece que se está llegando a un consenso sobre ese tema, pero ¿qué hay de la siguiente dificultad inevitable, cuando los jóvenes contribuyentes del próximo siglo se encuentren pagando los interminables y hercúleos cuidados médicos exigidos por millones de octogenarios producto de la explosión demográfica que los superarán en número, en tendencias de voto, y se habrán pasado toda la vida acostumbrados a conseguir lo que hayan querido?

¿Qué significará, además, estar muerto en el futuro? Algunos predicen que pronto será posible enfriar a los seres humanos hasta cerca (o incluso más allá) de la congelación para suspender los procesos vitales, quizá de forma que la gente pueda ser revivida más tarde. De hecho, según estándares primitivos, eso ya ha sucedido, por ejemplo, en casos de hipotermia. El barril de gusanos que este asunto podría abrir es preocupante. Sin embargo, los entusiastas de este nuevo campo de la «criogénesis» responden a las dudas morales y las definiciones estrictas sobre la muerte preguntando: «¿Por qué aplicar leyes binarias a un mundo analógico?». (En otras palabras, la mayoría de los códigos morales dicen «o esto-o lo otro», mientras que el universo mismo parece lleno de un montón de «quizá»).

Para algunos, esta aceleración de las complejidades no es más que una parte natural de la maduración de nuestra cultura. Para otros, la perspectiva de que toda certeza se disuelva en un charco de ambigüedad parece aterrador. Si me viera obligado a hacer una sola predicción para el siglo XXI, sería que sólo hemos visto la primera oleada de estos preocupantes y a veces apasionados dilemas.

¿Nos enfrentaremos directamente a estos temas? ¿O huiremos una vez más al refugio de las antiguas simplezas? Creo que éste será el dilema central moral e intelectual que nos aguarda.

Finalmente, déjenme cerrar esta larga diatriba con una nota acerca del tema central de este libro.

Mucho se ha hablado en los últimos años sobre la Mamada hipótesis de Gaia, que aunque ha sido acreditada a James Lovelock, tiene una historia moderna que se remonta a 1780 y al geólogo escocés James Hutton. Últimamente ha habido signos de compromiso. Las propuestas se han reducido un poco a la hora de comparar demasiado al planeta con un organismo vivo, mientras que críticos como Richard Dawkings y James Kirchner admiten ahora que el debate sobre Gaia ha sido útil a la ecología y la biología, al estimular muchos nuevos caminos de investigación.

En esta novela, por supuesto, retrato a Gaia como algo más que una mera metáfora. Algunos de mis colegas científicos seguramente sacudirán la cabeza ante mi recurso dramático, acusándome de «teleología» y otros pecados. Sin embargo, ¿no sugiere el reputado físico llya Prigogine que los ordenados procesos de las «estructuras disipativas» conducen casi inevitablemente a niveles superiores de organización? El filósofo de Cambridge John Platt ilustra esta aceleración progresiva con un claro ejemplo: la habilidad de la vida para enclaustrarse.

Comenzó con las membranas que rodeaban la química de una sola célula, quizás hace cuatro mil millones de años. Durante mucho tiempo, las células únicas fueron el límite, flotando y duplicándose en el mar. Pero luego, hace cuatrocientos millones de años, se produjo un gran cambio. Las criaturas empezaron a trasladarse a la tierra, cubiertas de gruesas escamas, o conchas o corteza.

En el último medio millón de años, las ropas y los refugios artificiales proporcionaron la siguiente oportunidad, al permitir a los humanos expandir enormemente su alcance, que en la décima parte más reciente de ese período incluye incluso las altas montañas y los desiertos árticos. Por fin, en las últimas décadas, hemos aprendido a llevar nuestro clima con nosotros, en entornos autocontenidos y enclaustrados, para explorar el espacio exterior y el fondo del mar.

De hecho, no hay nada místico ni teológico en esta aceleración. Cada especie construye en el enclave de técnicas acumuladas por sus antepasados, y para nosotros este proceso es simplemente genético. Nuestra cultura se beneficia de las reflexiones adquiridas lentamente por generaciones anteriores, quienes trabajaron en la semiignorancia hacia una luz distante que entonces sólo percibían unos pocos. Si ahora nosotros nos encontramos en un punto de despegue, encaminados a la desesperación o hacia algo maravilloso, es sólo porque siempre hubo, entre la gente cegata y guerrera de tiempos pasados, algunos que creyeron que había que acumular esa luz, para nutrirla y hacerla crecer. Eso pueden pensar de nosotros quienes sigan nuestros pasos.

Buscamos soluciones, discutiendo con vehemencia sobre las formas de salvar el mundo. Entre tantos discursos dignos, tendemos a olvidar que las «soluciones» apasionadamente defendidas del ayer se convierten a menudo en los problemas del mañana. Por ejemplo, la fisión nuclear se consideró en su momento una causa «liberal». Igual que la energía eólica y oceánica (aunque ahora que se están construyendo molinos y presas de marea, y se obtiene dinero de ello, hay quienes señalan pérdidas, penalizaciones e intercambios). No solía importarnos qué tipos de árboles plantaban las compañías madereras después de que terminaran de despejar un bosque, sólo que plantaran «sustitutos» (y esto fue todo un logro, comparado con las actitudes anteriores). Ahora, sin embargo, consideramos las vastas y estériles plantaciones de pinos como otra forma de desierto.

¿A cuántas otras soluciones conducirá esto? Nos estamos sensibilizando mucho a los errores, ¿acaso esta actitud nos dejará pronto demasiado paralizados para actuar? En ese caso, sería una lástima. Citando a Paul Ehrlich de la Universidad de Stanford, «la situación va cuesta abajo a un ritmo vertiginoso. Por otro lado, nuestro potencial para resolver los problemas es absolutamente enorme».

Algunas soluciones son realmente obvias. «No existe la basura —dice Hazel Henderson—. Tenemos que reciclar, como hacen los japoneses. Una razón de que tengan tanto éxito es que reciclan más del cincuenta por ciento».

Otras soluciones podrían resultar controvertidas, incluso dolorosas. Los próximos cincuenta años podrían llevar el pragmatismo a una escala que parecería aborrecible según los niveles de hoy. Como dice Garret Hardin de la Universidad de California, podríamos incluso «dejar de enviar comida a las naciones hambrientas. Simplemente apretaremos los dientes y les diremos: “Estáis solos y tenéis que conseguir que vuestra población cuadre con la capacidad de vuestra propia tierra”».

Una dura forma de contemplar las cosas, y aterradora en sus implicaciones para los frágiles consensos de tolerancia del mundo actual. ¿Es de extrañar que yo quisiera experimentar en esta novela con un mañana un poco más amable? ¿Una mañana donde la gente se haya vuelto un poco más sabia, en sintonía con el crecimiento de sus problemas?

Después de acabar con la filosofía y las especulaciones, todavía nos encontramos sólo con palabras, metáforas. Son nuestras herramientas para comprender el mundo, pero siempre está bien recordar que sólo son un convenio con la realidad.

La realidades este mundo, el único oasis que conocemos. Todos los astronautas que han tenido oportunidad de verlo desde arriba han regresado con el ferviente convencimiento de que hay que salvarlo. Mientras atisbos de paz y madurez política brotan aquí y allá por todo el globo, quizás el resto de nosotros rechace las ideologías y otras autoindulgencias y empiece también a tomar nota.

Citando de nuevo a Hazel Henderson: «Es casi como si la Madre Naturaleza empujara a la familia humana para que crezca. Ahora todos estamos en el mismo barco, y no tiene sentido dedicarnos a juegos cuyo único final será hundirnos».

Lo que hereden nuestros nietos depende por completo de nosotros. Y, francamente, preferiría que nos recordaran por haberles dejado un poco de esperanza.

DAVID BRIN, agosto de 1989.

Y ahora, para recompensar a quienes se han atascado en estas notas, una especie de regalo, una historia extra, situada en el mismo universo de Tierra, pero unos pocos años más tarde.