Habían venido a disolver el Estado del Mar, y nadie, ni siquiera la marina suiza, se dispuso a detenerlos.
Aunque ya no había gran cosa por lo que luchar, supuso Crat. La mayoría de los habitantes de la nación de las barcazas chirriantes habían venido por que no tenían ningún lugar adonde ir y ser sus propios amos. Ahora, sin embargo, había sitios de sobra. De algún modo la gente había dejado de preocuparse tanto por ser los amos de nadie.
En cubierta, Crat contemplaba el desmembramiento gradual de la ciudad que hasta hacía tan sólo unas pocas semanas parecía tan valerosa y vital. Bajo la Torre del Almirante, ordenadas filas de familias abordaban zepelines que los llevarían a sus nuevos hogares en las zonas limpias, áreas despejadas de vida humana durante el breve terror de los ángeles de la muerte. Ahora que los ángeles habían sido transformados, había ciudades vacías enteras esperando ser ocupadas, con espacio suficiente para todos.
De todas formas, la autoridad superior había dejado claro que los océanos eran demasiado delicados para tolerar Estados del Mar y similares. Otros territorios, como el sur de California, parecían pedir a gritos el ruido y el abuso generado por los humanos. Que los refugiados se dirigieran hacia allí entonces, para rehacer el crisol multilingüe que había borboteado en aquel lugar antes de la crisis, y sorprendieran al mundo con los resultados.
Así lo había expresado un comentarista y a Crat le gustó la imagen. Incluso sintió la tentación de ir allí y tener una bonita casa en Malibú, quizás. Aprender surf. ¡Tal vez llegar a convertirse en una estrella de cine!
Pero no. Sacudió la cabeza mientras las gaviotas se zambullían y chillaban, compitiendo por los últimos restos de lo que era una rica porción de basura del Estado del Mar. Crat escuchaba su estrepitoso júbilo y decidió que ya estaba harto de los estúpidos pájaros, incluso de los listos delfines. El océano, después de todo, no era para él.
Ni la Patagonia, sobre todo ahora que el polvo volcánico amenazaba con invertir el efecto invernadero y devolver el hielo a los climas polares.
Ni siquiera Hollywood.
No. El espacio es lo que me conviene. Ahí es donde hay sitio de verdad. Donde estarán las grandes recompensas para un tipo como yo. Tipos dispuestos a correr riesgos.
Primero, naturalmente, tenía que terminar de conducir a los peces gordos al lugar donde se encontraba el misterioso laboratorio de la compañía. Al parecer, allá abajo se habían producido algunos sucesos desagradables, pero nadie parecía hacerle responsable. De hecho, uno de los investigadores lo llamó «un tipo formal y un gran trabajador», y le prometió una buena recomendación. Si los trabajos en las minas de la Luna llegaban a producirse algún día, aquella referencia le vendría al pelo.
Me pregunto qué pensarían Remi y Roland. Yo, un tipo formal; tal vez incluso consiga ir a fundir rocas a la Luna.
Pero primero tenía que llegar allí. Y eso significaba abrirse paso a través del Pacífico, arrastrando los restos del Estado del Mar a muelles de reclamación, ahora que arrojar vertidos al océano no sólo era ilegal, sino tal vez incluso suicida. Le llevaría meses, pero ahorraría para comprar ropas y comodidades y una nueva placa, y cintas para estudiar de forma que no pensaran que era un completo ignorante cuando rellenara las solicitudes.
—¡Eh! ¡Escúchate! —se rió de sí mismo mientras saltaba sobre los estrechos andamios hasta la cubierta donde tenía que reunirse su equipo de trabajo—. Te estás convirtiendo en un intelectual, ¿eh?
Para demostrar que no era por completo un hijo de papá, escupió por encima de la borda. Hacer una cosa así no la lastimaría. Ella lo reciclaría, igual que haría con su cadáver cuando llegara el momento, y buena suerte.
Sonó un silbato para llamar a la tripulación a sus puestos. Sonrió cuando el ejecutivo del remolcador lo saludó. Todavía había tiempo de sobra, pero Crat quería llegar temprano. Era lo que se esperaba de él.
Los otros miembros de su equipo se fueron colocando en sus puestos, uno a uno y por parejas. Crat miró con el ceño fruncido a los dos últimos, que llegaron justo antes del último pitido.
—Muy bien —indicó al grupo—. Aquí vamos a tirar de cables, no de cremalleras de niñitas. Si queréis vuestra paga, poned manos a la obra, ¿me oís?
Ellos gruñeron, asintieron, sonrieron en una docena de dialectos y modos culturales diferentes. Crat pensó que eran la escoria de la Tierra. Como él mismo.
—¿Listos, entonces? —gritó cuando el contramaestre ordenó que empezaran el trabajo. Los hombres cogieron la pesada cuerda—. Muy bien, vamos a enseñarle a mamá de lo que es capaz la escoria. ¡Todos juntos ahora! ¡Tirad!