Alex encontró a Pedro Manella junto a una de las grandes ventanas que daban al espacio en el salón de observación, contemplando una vasta y deslumbrante extensión de grúas y cables. Más piezas enviadas desde la Tierra estaban siendo montadas para crear una segunda estación espacial en forma de rueda. Trabajadores y enjambres de pequeñas piezas se congregaban alrededor del último gigantesco carguero gravitatorio, enviado recientemente sobre una columna de espacio-tiempo convulso.
Bueno, no se puede retrasar más, pensó Alex.
Después de meses de duro trabajo, la dirección práctica de la grandiosa empresa había pasado finalmente a otras manos, liberándolo para que se concentrara de nuevo en las cuestiones básicas. Pronto, Teresa y él regresarían a la Tierra para unirse a otros investigadores fascinados por la incertidumbre de este nuevo campo. Se alegró de saber que Stan Goldman estaría allí. Y George Hutton y Tía Kapur. Todos se habían ganado su puesto en los concejos informales que se reunían para discutir todos los porqués, los cornos y los para qué.
Tal vez, entre deliberaciones, Teresa y él encontrarían tiempo para estar a solas, para explorar hasta dónde querían llevar las cosas, además de compartir simplemente la confianza más profunda que ninguno de los dos había conocido jamás.
Le esperaba todo eso. Sin embargo, antes de volver a la Tierra, tenía que encargarse de un asunto pendiente.
—Hola, Lustig —saludó Pedro en tono amistoso.
—Manella —asintió Alex—. Sabía que te encontraría aquí.
—¿Ah sí? Bueno. ¿Qué puedo hacer por ti?
Alex permaneció inmóvil durante un instante, apreciando la sensación de gravedad creada por la fuerza centrífuga de la estación al rotar. Una percepción tranquilizadora, aunque ahora había otros medios de duplicar la proeza. Medios inimaginables hacía siquiera un año, pero que ahora constituían los cimientos de nuevos tecnologías, nuevas capacidades, nuevas oportunidades.
Medios que también habían estado a punto de destruirlo todo para siempre.
—Puedes empezar diciéndome quién demonios eres —soltó Alex de pronto, incapaz de anular por completo el temblor nervioso de su voz—. Puedes decirme por qué has estado enredando con nuestro mundo.
Mantuvo las manos sobre la barandilla, contemplando el espacio. Pero se sentía dolorosamente consciente de la gran figura que tenía al lado y que ahora se volvía a mirarlo. Para su sorpresa, Manella no pretendió siquiera ignorancia.
—¿Quién más lo sospecha?
—Sólo yo. Era una idea demasiado extraña para decírsela a Teresa o a Stan.
Eso protegía al menos a aquéllos a quien amaba. Si Manella estaba dispuesto a matar para mantener su secreto, entonces que terminara aquí. Es decir, si en efecto había un secreto.
El hombretón pareció leer los pensamientos de Alex, que por lo visto aparecían escritos en su rostro.
—No te preocupes, Lustig. No te haría daño. Además, no está del todo claro que pudiera. La supramente de este mundo te tiene afecto, muchacho.
Alex tragó saliva.
—Entonces, tu trabajo aquí…
—¿Ha terminado? —Manella se sopló el bigote—. Si te respondiera a esta pregunta, estaría admitiendo que tienes toda la razón en tu descabella intuición. Con todo, sólo estoy siguiendo la corriente a un divertido juego de suposiciones, inventado por mi amigo el doctor Alex Lustig.
—Pero… —farfulló Alex, frustrado— acabas de confesar.
—Que sé lo que sospechas de mí. Gran cosa. Me he dado cuenta de cómo me has vigilado los últimos días, y sé que has estado haciendo preguntas. Yo también he hecho un estudio de tu vida. ¿No crees que pueda saber lo que estás pensando?
»Pero, por favor, dilo tú por mí. Estoy muy interesado.
Alex descubrió que no podía mantener la compostura mirando directamente a Manella. Se volvió de nuevo hacia la ventana.
—Ha habido muchas coincidencias. Y demasiadas giran a tu alrededor, Manella. O en hechos bajo tu control. Mientras los sucesos se desarrollaban con tanta rapidez, no tuve tiempo para sumar dos y dos. Pero llevo unas semanas con la impresión de que todo fue demasiado oportuno.
—¿Qué fue demasiado oportuno?
—La forma en que fui contratado por esos generales, por ejemplo, quienes me dieron carta blanca para experimentar con singularidades cavitrónicas, aunque sólo había vagas esperanzas de que pudiera darles lo que querían en secreto.
—¿Me estás acusando de manipular a generales para tu beneficio?
Alex se encogió de hombros.
—Suena ridículo. Pero con el resto de la historia, no me sorprendería. Lo que sí es irrefutable es tu papel en lo que siguió: encargarte de que esos disturbios hicieran caer la singularidad Alfa justo cuando acababa de descubrir un fallo en la vieja física y estaba a punto de desconectarla yo mismo.
—Estás dando a entender que yo hice caer a Alfa a propósito. ¿Qué motivo podría tener?
—Sólo el motivo más evidente. Hacer que me obsesionara con volver a encontrar lo que había perdido, buscar apoyo en Stan y luego en George Hutton, hasta que por fin construyéramos un resonador capaz de localizar a Alfa…
—… y de paso detectar también a Beta —terminó Manella—. ¿Y eso qué significa?
Alex notaba que el hombre estaba jugando con él, obligándolo a mostrar todas sus cartas. Muy bien.
—¡Encontrar a Beta fue la clave de todo lo que vino a continuación! Pero no importa. Tu tenacidad para seguirme hasta Nueva Zelanda fue otra hazaña que cabe dentro de lo creíble. Igual que la forma en que reuniste a un equipo cuyas habilidades complementaban a las que teníamos en Nueva Zelanda. Así, cuando los dos grupos se mezclaron…
—… la suma fue más grande que sus partes. Sí, unimos a gente competente. Pero claro, fue tan difícil mantener las cosas en secreto después de eso…
—No me apuntes, Pedro —replicó Alex—. Es vejatorio.
—Lo siento. De veras. Continúa.
Alex suspiró.
—Secretos, sí. Resultaste ser sorprendentemente hábil a la hora de crear interferencias en la Red a nuestro favor. Incluso con todos sus recursos, Glenn Spivey se maravilló de lo difícil que le resultó localizarnos, hasta que finalmente lo hizo. Se supone que fue esa tal McClennon quien le filtró las pistas, pero…
—Pero sugieres que yo le di el soplo a ella. Bueno. Sigue. ¿Qué viene a continuación?
Alex contuvo su irritación.
—Luego viene tu desaparición en Waitomo, cuando abandonaste a Teresa en el sendero al llegar Spivey…
—Presto. —Manella chasqueó los dedos.
—… y tu reaparición igualmente dramática en Rapa Nui, justo a tiempo de influir mi investigación e impedir el sabotaje de June Morgan.
Manella se encogió de hombros.
—Bien que me das las gracias.
—Lo suficiente para no preguntarte cómo rescataste a Teresa de aquel pozo, o cómo conseguiste ser la única persona en toda la isla capaz de atravesar con vida los ángeles de la muerte y llamar a la puerta de la Atlantis, justo a tiempo de hacer un viaje…
Se interrumpió cuando Manella alzó una mano carnosa.
—Siguen siendo pruebas circunstanciales, Lustig.
—¡Circunstanciales!
—Vamos. Todas esas cosas podrían haber sucedido sin que yo fuera… lo que das a entender. ¿Dónde están tus pruebas? ¿Qué estás intentando decir?
Alex se volvió ahora a contemplar a Manella. Estaba nervioso y ya no se sentía reticente.
—Ahora recuerdo que fuiste tú quien propuso la idea de pedirle ayuda a mi abuela para emplazar un resonador en Sudáfrica. ¡A cambio, te aseguraste de que tuviera acceso al ordenador en todo momento!
—Bien, soy un tipo agradable. Al final las cosas salieron de forma que ella estuvo en su lugar para crear la diferencia. Con todo, sigues teniendo un castillo de naipes de débiles suposiciones.
—Supongo que no te molestaría mucho si insistiera en que pasaras un examen médico —gruñó Alex.
—En absoluto…
—¿Incluyendo el nivel de una comprobación de tu ADN? ¿No? —Alex suspiró—. Podría ser un farol.
—Podría ser. Pero sabes que no lo es. Este cuerpo es humano, Alex. Si yo fuera un bicho verde dentro de este caparazón, si esto fuera una especie de disfraz grande y feo, ¿no crees que ya me habría asfixiado? ¿No crees que me habría ocupado de obtener un modelo con mejor aspecto? —Manella se atusó el bigote en el reflejo de la ventana—. Aunque te advierto que ninguna dama se ha quejado.
Exasperado, Alex luchó por no gritar.
—¡Maldición, tú y yo sabemos que no eres humano!
La alta figura se volvió y le miró a los ojos.
—¿Cómo defines «humano»? No, en serio. Es un concepto fascinante. ¿Incluye a tu abuela, por ejemplo? ¿En su estado actual?
»¡Es una discusión tan divertida! Pero para no perder el hilo, sigamos con tu razonamiento. Supongamos que admitimos que tienes motivos para sospechar (y ninguna prueba, te recuerdo) que soy inusitado en ciertos aspectos.
Alex volvió a tragar saliva.
—¿Qué eres?
Manella volvió a encogerse de hombros.
—Un periodista. Nunca te he mentido en eso.
—Mierda…
—Pero en pro de la discusión, consideremos la posibilidad de que un tipo como yo, que ha estado envuelto en tantas cosas como yo he estado, pudiera tener además otro trabajo.
—¿Sí?
—Bueno, hay posibilidades. Veamos… —Pedro alzó una ceja—. ¿Tal vez como amistoso policía de barrio? ¿O asistente social? —Hizo una pausa—. ¿O comadrona?
Alex parpadeó una vez, dos.
—Oh —dijo.
Por primera vez, la expresión de Manella se volvió pensativa, intensa.
—Adivino lo que estás pensando, Lustig. Que todas tus conclusiones en Waitomo deben de estar equivocadas. Que Beta no podría haber sido una máquina asesina, un arma enviada para destruir la Tierra. ¡Porque mira lo que sucedió al final! En vez de arrasar un mundo, Beta fue parte esencial para dar vida a todo un planeta.
—Tía Kapur me dijo que «buscara la sabiduría del esperma y el óvulo». ¡Oh, esas malditas metáforas! —Alex sintió que le dolían las sienes—. ¿Está diciendo que Beta fue enviada aquí para fertilizar…?
—Eh, nunca he admitido saber más que tú. Sólo estamos haciendo suposiciones bizantinas, ¿de acuerdo? ¡Sinceramente, después de todas las cosas que me han llamado en la vida, resulta refrescante que me consideren un alienígena amistoso, para variar!
Manella se echó a reír.
—Imagina a un puñado de paramecios inteligentes intentando representar una obra de Shakespeare con las ondas que producen en el agua cada vez que agitan sus flagelos. Es igual que decir que tú y yo comprendemos a un planeta viviente.
—Pero los efectos de Beta…
—Esos efectos, combinados con tu intervención, combinados con mil factores más, incluyendo mi pequeña influencia…, sí, claro, esas cosas ayudaron a crear algo nuevo y maravilloso. Y tal vez acontecimientos similares hayan sucedido antes en esta galaxia, acá y allá.
»Tal vez los resultados no son siempre tan agradables o tan sanos como lo que sucedió aquí. Tal vez los humanos son especiales, después de todo. A pesar de tantos defectos, éste puede ser un mundo muy especial. Tal vez otros seres detectaron que aquí había algo que merecía la pena conservar y alentar.
El calor en la voz de Pedro sorprendió a Alex.
—¿Quieres decir que no tenemos enemigos ahí fuera?
—¡Yo nunca he dicho eso! —Las cejas de Manella se arquearon con súbita intensidad. Entonces, con la misma rapidez, se retiró visiblemente a su pose de juguetona despreocupación—. Por supuesto, sólo estamos hablando hipotéticamente. Inventas sugerencias interesantes, Lustig. Ésta resulta intrigante.
»Digamos que una posibilidad es que Beta vino en un momento oportuno. Después de una dolorosa transición, fue convertido en un instrumento de dicha. Pero ¿se desprende de eso necesariamente que el “padre” de este esperma concreto fue un amigo? Es una posibilidad. Otra es que este mundo ha conseguido obtener lo mejor de un caso de intento de violación.
Alex miró a Manella. El hombre hablaba, pero de algún modo nada de lo que decía parecía tener sentido.
—Sé que no quieres oír más metáforas —continuó Pedro—. Pero últimamente he pensando mucho en todos los diferentes papeles que la humanidad tiene que desempeñar en el nuevo ser planetario que ha nacido. Los humanos y las máquinas creadas por los hombres contribuyen a la porción más importante de su materia «cerebral». Serán sus ojos, sus manos, mientras aprenda a dar forma y extender la vida a otros mundos de este sistema solar.
»¡Pero la mejor analogía puede ser equipararlo a los glóbulos blancos de la sangre! Después de todo, ¿qué más da que el universo sea un lugar peligroso además de hermoso? Será vuestro trabajo, y el de vuestros hijos y nietos, proteger lo que ha nacido aquí. Para servirla y sacrificarse por Ella si es necesario.
»Y luego, claro, está la cuestión de la reproducción…
Los panoramas que Manella presentaba, incluso hipotéticamente, eran demasiado vastos. Siguió hablando, pero de pronto sus palabras parecieron carecer de ninguna importancia.
Del mismo modo, a Alex dejó de preocuparle que sus sospechas acerca del hombre fueran válidas o nuevos símiles indemostrables, contra el infinito número de coincidencias y correlaciones del universo. La última comparación de Manella provocó en Alex pensamientos sobre Teresa, en cómo la sentía en la sangre, en la piel, y en los latidos de su corazón. Descubrió que estaba sonriendo.
—… me gustaría considerarlo así —continuaba Pedro al fondo, como si pronunciara una conferencia—. Que podrían existir otros seres esparcidos entre las estrellas que previeron algo de lo que estaba destinado a suceder aquí. Y que tal vez consiguieron que un poco de ayuda llegara a tiempo.
»Tal vez se alegran por esta rara victoria, y nos desean lo mejor…
Una idea realmente interesante. Pero los pensamientos de Alex ya habían ido más allá de eso, hacia implicaciones que Manella probablemente no alcanzaba a imaginar, fuera cual fuese su naturaleza. Miró hacia delante, más allá de los astilleros, a lo largo de la tenue capa de aire y humedad que cubría la suave piel del planeta. Esquivando el cálido y firme brillo del sol, los ojos de Alex contemplaron la polvorienta extensión de la rueda galáctica. Mientras sus perplejos pensamientos se dirigían hacia fuera, sintió que una presencia familiar pasaba cerca momentáneamente, una proximidad invisible y a la vez tan real como cualquier otra cosa en el universo.
—SÍ, CONTINÚA —pareció susurrarle al oído el espíritu de su abuela—. CONTINÚA Y CONTINÚA Y CONTINÚA…
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Los estandartes, con su aleteo, proclaman CONDENADO; y las luces de advertencia laten diciendo PROHIBIDO EL PASO. Pero ni siquiera las historias de mutantes radiactivos pueden impedir que algunas personas regresen finalmente a casa. Ni siquiera en los Alpes Glarus, donde las cavernas cubiertas de cristal siguen brillando de noche, donde el furioso fuego fundió en una ocasión los glaciares y resquebrajó fortalezas de montaña hasta sus mismas raíces.
Extraños árboles cubren las faldas de las montañas que antes fueron granjas y prados. Sus ramas se retuercen y se enredan, creando espectáculos inusitados. Bajo el techo del bosque, sin objetos metálicos ni electrónicos, una banda de trashumantes podría encontrarse a salvo. De cualquier forma, aunque los localizaran, ¿por qué debería temer el gran mundo a una aldea restaurada de pastores en estas montañas?
—¡Vigila los perros, Leopold! —le dice un anciano a su hijo más joven, que conoce mejor los callejones de las ciudades y la vida en el mar que estas colinas ancestrales—. Encárgate de que no pierdan de vista a las ovejas.
El joven contempla el valle de sus antepasados, los torturados picos de las montañas. Sus contornos hacen que se le encoja el corazón y el aire sabe puro, familiar. Sin embargo, durante un momento, le parece ver algo que se mueve en los acantilados y picos nevados. Es transparente, aunque de muchos colores. Hermoso, aunque elusivo.
Tal vez es un presagio. Se persigna y luego añade un movimiento circular sobre su corazón.
—Sí, padre —dice el joven, sacudiendo la cabeza—. Ahora mismo.