EXOSFERA

La contradicción parecía casi demasiado absurda. La Atlantis era la nave más capaz de la historia. Pero también era una ruina chirriante, que amenazaba con hacerse pedazos a cada instante.

Los recicladores de aire seguían funcionando. Sin embargo, tenían que golpear los filtros de dióxido de carbono cada diez minutos para desatascarlos. El lavabo estaba tan lleno que se vieron obligados a utilizar bolsas de plástico, para atarlas y luego almacenarlas bajo el entramado al fondo de la bodega de carga.

Al menos el agua que brotaba de sus reparadas células de combustible era pura. Pero para comer sólo tenían algunas frutas medio estropeadas proporcionadas por aquel solitario conservador-ecologista, su forma de darles las gracias por haber rescatado su arca a la deriva para depositarla a salvo sobre suelo lunar. Las naranjas estaban agrias, pero eran una mejora sobre lo que les había mantenido durante los primeros días en el espacio: una simple caja de galletas rancias y cuatro sospechosas barras de chocolate encontradas en el bolsillo de la chaqueta de Pedro Manella.

Ahora, por fin, sus esfuerzos parecían llegar a buen fin. Teresa miró a través del periscopio y contempló las luces parpadeantes que recortaban la estación espacial europea que tenían delante.

—Azimut seis grados cero —dijo al micrófono situado junto a su barbilla—. Ángulo de vector diecisiete grados, relativo. Velocidad cero con ochenta y cuatro…

—Muy bien, lo tengo Rip —restalló la voz de Alex a través del improvisado intercomunicador—. Aguanta, allá vamos.

Resultaba difícil acostumbrarse a esta nueva forma de viaje espacial. Usando los intermitentes impulsos de los viejos cohetes, había que calcular cada encuentro con una especie de lógica retorcida. Para coger un objeto en órbita por delante, primero había que desacelerar, lo que te hacía perder altura y te aceleraba hasta que pasabas por debajo del objetivo. Entonces disparabas un impulso de aceleración para volver a subir, lo que te refrenaba…

Era un arte al que unos pocos encontrarían mucha utilidad en el futuro. No más delicadas negociaciones con las leyes de Newton. Ahora Teresa sólo tenía que decirle a Alex dónde mirar y qué tenía que esperar, y él se ocupaba de todo. Su esfera mágica transmitía las peticiones al interior de la Tierra, que emitía poderosas y precisas oleadas de gravedad para impulsarlos. Aquello hacía que el viaje espacial fuera casi tan simple como señalar con el dedo y decir: «¡Llévame allí!».

Era eso lo que convertía a la vieja lanzadera en la mejor nave espacial jamás creada, capaz de dar vueltas a cualquier otra cosa. Y así sería durante los próximos diez minutos, hasta que atracaran. Entonces se harían acuerdos para trasladar a Alex y su maquinaria a una nave moderna, y la pobre y vieja Atlantis se convertiría en otra pieza de museo en órbita.

Eso está muy bien, nena, pensó, palpando la ajada consola. Es mejor así, después de una última loca cabalgada, que permanecer allí inmóvil, para que las gaviotas se te caguen encima.

De vez en cuando todavía cerraba los ojos y recordaba aquel lanzamiento, cuando avanzaron justo por delante de una pila de llamas volcánicas mientras algo mucho más grande que ningún cohete los impulsaba al cielo. Tal vez Jason había experimentado algo aún más vivido y exultante mientras ascendía hacia las estrellas. Así lo esperaba. Parecía adecuado pensar en él de esa forma cuando por fin se veía capaz de decirle adiós.

De todas formas, le esperaban tiempos atareados. Después de pasar casi toda la semana en apresuradas misiones de rescate, ayudando a despejar el lío que la guerra había puesto en órbita, Alex y ella estaban dispuestos a tomar el liderazgo de los nuevos planes espaciales internacionales.

Con los resonadores de Lustig a punto de ser producidos en masa, pronto incluso los rascacielos y los trasatlánticos podrían lanzarse al cielo. En un año, podría haber miles de personas viviendo y trabajando aquí y en la Luna. Al menos ésta parecía ser la idea general, aunque la gente se rascaba la cabeza pensando cómo se había conseguido tan rápidamente semejante logro.

A pesar de haber estado cerca del meollo de los grandes acontecimientos, Teresa admitía estar tan confusa como cualquiera respecto a qué (o quién) estaba al mando ahora. La «presencia» que había nacido del reciente caos no mostraba una mano dura, lo cual dificultaba comprenderla o definirla.

¿Era una entidad independiente con su propio plan para imponer sobre la humanidad subordinada a ella? ¿O debería ser considerada como poco más que una nueva capa de consenso superpuesta a los asuntos humanos, una personificación de una especie de Zeitgeist local? Sólo un paso más en una progresión de las revoluciones mundiales (los llamados renacimientos), cuando el proceso mismo de pensar cambiaba.

Los filósofos introducían ansiosas preguntas en los canales especiales donde la Presencia parecía más intensa. Pero incluso cuando había una respuesta, a menudo se trataba de otra pregunta.

—¿QUÉ SOY? DECÍDMELO. ESTOY ABIERTA A SUGERENCIAS.

Esa actitud, más una impresión de increíble y abrumadora paciencia, hacía que algunos místicos y teólogos se tiraran desesperados de los pelos. Pero para el resto de la humanidad suponía una especie de alivio. Para el futuro previsible, la mayoría de las decisiones se dejarían en manos de las instituciones conocidas: los gobiernos y cuerpos internacionales y organizaciones privadas que existían antes de que todo se fuera al infierno y regresara. Sólo en cuestiones de prioridad básica había sido derogada la Ley, en tonos que no dejaban ninguna duda en la mente de nadie.

Los resonadores de gravedad, por ejemplo: podían ser construidos por cualquier que tuviera los medios, pero no todas las «peticiones» se daban por garantizadas. El interior de la Tierra ya no era vulnerable a la intrusión. El nuevo y delicado entramado de circuitos superconductores y «caminos neuronales» que ahora se entrelazaban suavemente con la Red electrónica de la humanidad se había hecho impermeable a nuevas intrusiones.

También quedó claro por qué se esperaba que las naciones dieran comienzo a importantes empresas espaciales. A partir de ahora, los materiales brutos para la civilización industrial habría que tomarlos de las hermanas sin vida de la Tierra, no del mundo madre. Todas las minas que se explotaban en la corteza de la Tierra desaparecerían en el plazo de una generación y no se abriría ninguna nueva. A partir de ese instante, la Tierra debía ser conservada para los tesoros reales, sus especies, y el hombre tendría que buscar en otra parte meras fruslerías como el oro, el platino o el hierro. Ésta era la pauta. Algunos bosques tenían que ser salvados de inmediato. Determinadas actividades industriales ofensivas tenían que detenerse. Aparte de esto, había que dejar los detalles a la propia humanidad.

Con una excepción adicional, que había causado gran impresión. Quizá para demostrar los límites de su paciencia, la Tierra-mente había salido de su curso, hacía unos pocos días, para ilustrar un ejemplo concreto.

Desde la «transformación de los ángeles», cuando el horror cesó súbitamente en todo el mundo, se habían confirmado algunos casos (no más de cien en total) de personas que caían hechas pedazos por una súbita fuerza letal, sin advertencia ni piedad. En cada caso, los periodistas descubrieron que las pruebas aparecían en sus pantallas como por arte de magia, demostrando que las víctimas estaban entre los peores y más desvergonzados contaminadores, conspiradores, mentirosos…

Sin duda, algunas «células» estaban demasiado enfermas, o cancerosas, para ser conservadas, incluso por un «cuerpo» que se proclamaba tolerante a la diversidad.

—LA MUERTE SIGUE FORMANDO PARTE DEL PROCESO…

Éste fue el lema que se difundió por las pantallas de los periódicos. Extrañamente, la advertencia suscitó pocos comentarios, lo que en sí mismo parecía decir mucho sobre el consenso. Los casos de «eliminación quirúrgica» cesaron, y eso pareció ser todo.

Teresa se maravilló de su propia reacción ante todo esto. Le sorprendía sentirse tan poco rebelde ante la idea de una «supramente planetaria» que tomara las riendas de sus vidas. Quizás era porque la entidad parecía muy vaga. O porque no parecía interesada en inmiscuirse en la vida a nivel particular. O porque los humanos, después de todo, parecían ser el córtex de la mente, los lóbulos frontales.

O tal vez era solamente por la completa inutilidad de rebelarse. Desde luego, a la presencia no parecía importarle que hubiera algunos individuos y grupos que hicieran furiosos planes para eliminarla. ¡Incluso había canales en la Red exclusivamente dedicados a aquéllos que llamaban a la resistencia! Después de escucharlos un rato, Teresa catalogó aquellas estridentes llamadas como los sueños vengativos y catársicos que cualquier persona normal tiene de vez en cuando, vividos experimentos de pensamiento que una persona cuerda puede contemplar sin sentir la necesidad de llevarlos a cabo. Probablemente durarían algún tiempo y luego, como las pasiones más desatadas de la pubertad, se evaporarían con su propio calor y la imposibilidad de ser llevados a la práctica.

—Capitana Tikhana —dijo una voz desde atrás, arrancándola de sus reflexiones—. Cuando lleguemos allí, ¿podré dejar de dar patadas a las tuberías y descansar un rato?

La cabeza y el torso de Pedro Manella asomaron por el túnel de la cubierta media. El periodista, normalmente impecable, estaba sucio y apestaba después de trabajar varios días sin lavarse. Teresa estuvo a punto de enviarlo otra vez abajo, para quitárselo de en medio. Pero no. Eso no sería justo. Había trabajado duro, haciendo todas las tareas sucias y cargando los detritos mientras Alex y ella estaban ocupados en sus respectivos trabajos. Probablemente no lo habrían conseguido sin él.

—Muy bien, Pedro —le dijo al periodista—. Calculo que los sistemas de refrigeración no volverán a congelarse en los próximos cinco minutos. Puedes contemplar la aproximación si te estás quieto.

—Como un ratón de iglesia.

Cuidadosamente, saltó-flotó por encima para agarrarse al asiento del copiloto, pero no intentó sentarse. El asiento estaba ocupado por otra de sus consolas improvisadas. Teresa intentó ignorar los olores que emanaban del hombretón. Después de todo, probablemente ella no olía mucho mejor.

Mientras Alex los dirigía hacia un suave encuentro con la estación. Teresa utilizó su pequeña ración de gas de reacción preciosamente acumulado para orientar a la Atlantis en la maniobra de atraque. Los astronautas hacían señales con el eficiente y encantador lenguaje de las manos, más útiles ahora para ella que las tensas palabras de los controladores de tráfico de la estación, que de todas formas no tenían ni idea de qué hacer con esta extraña nave.

Por fin, con un golpe y un chasquido, atracaron en su sitio. La vieja cámara de presión de la Atlantis gruñó al ser utilizada por primera vez en décadas, siseando como un abuelo ofendido.

Teresa desconectó los interruptores y luego palmeó la consola por última vez.

—Adiós, vieja amiga —dijo—. Y gracias de nuevo.

Después de transferir el equipo, después de reunirse y recibir llamadas de todo el mundo, desde tribunos a comisiones de investigación a presidentes, después de que se les permitiera ducharse, cambiarse y comer algo adecuado para los humanos…, después de todo eso, Teresa se encontró incapaz de descansar en el diminuto cubículo que le habían asignado. No conciliaba el sueño. Se levantó y se encaminó a la sala de observación de la estación, y no se sorprendió al encontrar allí a Alex Lustig, observando la alfombra de azul y marrón que parecía extenderse eternamente más allá del cristal.

—Hola —la saludó él, volviendo la cabeza y sonriendo.

—Hola.

Y no hizo falta decir más mientras se unía a él en la contemplación del mundo viviente.

Incluso en gravedad cero hay influencias, sutiles y a veces hasta amables. Corrientes de aire los alcanzaron, uniendo sus hombros mientras flotaban juntos, las caras bañadas por la luz de la Tierra. Hizo falta poco más para fundir su mano en la suya.

A partir de entonces, todo encajó en su sitio por el sonido, el silencioso latido de sus corazones, y una suave música que sólo ellos podían oír.

»Hemos nacido para matar, aunque sólo sea plantas. Y nos matan. Es un asunto sangriento, vivir a costa de otros para que finalmente otros vivan de ti. Sin embargo, aquí y allá en la telaraña alimenticia se encuentran lugares donde hay espacio para algo más que simplemente matar y ser matado.

»Imaginen la isla de calma en medio de una tormenta tropical, su ojo de paz.

»Deben admitir que el huracán está ahí. Hacer lo contrario es autoengañarse, cosa que en la naturaleza es fatal, o peor, hipócrita. Incluso la gente honesta, decente y generosa debe luchar para sobrevivir cuando soplan malos vientos.

»Sin embargo, esa gente hará todo lo que pueda, cada vez que pueda, para expandir la calma. Para aumentar ese reino amable y centrado donde la paciencia prevalece y no se dicta ninguna ley a fuerza de dientes o de garras.

»Nunca se está completamente indefenso, ni completamente solo. Siempre se puede hacer algo por expandir la calma».

¿Puede alguien ayudarme a identificar esta cita? La encontré garabateada en un trozo de papel, metida entre las páginas de un viejo libro. Mis hurones no localizan al filósofo que la escribió, pero estoy seguro de que debió publicarse en alguna parte.

Eso hace que me pregunte cómo tuvieron que ser las cosas para nuestros antepasados, que podrían haber tenido hermosos pensamientos como éste, pero ninguna Red donde plantarlos para que echaran raíces y florecieran y se volvieran inmortales.

¡Tantos pensamientos perdidos! Parece como si sólo fuésemos nosotros quienes hemos adquirido memoria.

Tal vez no estamos «creciendo», como dice la gente, sino despertando de una especie de sueño febril.

—N. M. Patel. [§■ Usuario lENs. mAN 734-66-9329 aCe. 12.]