BIOSFERA

Desde el piso superior del arca vital, Nelson veía la Tierra, que giraba lentamente contra la Vía Láctea. Era la única pincelada de color en un cosmos oscuro, y a esta distancia uno nunca podría imaginar el caos que acababa de reinar en aquel globo de aspecto pacífico. Ni siquiera la oscura capa producida por los volcanes todavía humeantes resultaba visible desde aquí, aunque los científicos ya predecían que les esperaba un duro invierno.

Hasta hacía poco, Nelson había estado demasiado ocupado manteniéndose con vida a sí mismo y a la mayoría de sus animales. Ahora, mientras el arca se dirigía gradualmente hacia una llanura polvorienta de color marrón grisáceo, por fin consiguió robar un momento para contemplar maravillado el planeta oceánico, cubierto en su cara iluminada por hilos de nubes de algodón. A la izquierda, en la cara nocturna, las luces de las ciudades eran testigo de que la humanidad había conseguido escapar a su condena, aunque parches oscuros también mostraban el terrible precio que se había cobrado la última batalla.

Este conflicto había acabado ahora, garantizado con más certeza que ningún tratado de paz jamás firmado. Por todo el mundo, hombres y mujeres todavía discutían acerca de qué podía asegurarlo. Pero pocos dudaban ya de que una presencia se había dado a conocer, y que a partir de ahora nada sería lo mismo.

Arca cuatro, estamos a cuatro kilómetros de altitud. Descienda bajo control en cinco minutos para aterrizar. Confirme que está preparado, por favor.

Nelson abandonó el mundo verdiazul y miró al norte, entre el paisaje estelar. Allí estaba la lanzadera, gravitando sobre las montañas que bordeaban Mare Crisium. Era una carcasa vieja, como algo robado de un museo olvidado. Sin embargo volaba más poderosamente, con más seguridad, que ninguna otra cosa jamás creada por manos humanas. Alzó el micro de cinturón.

—Sí… Mm, quiero decir, Roger, Atlantis. Supongo que estamos listos.

Bajó el teléfono, pensando. Claro. Pero ¿cómo se puede estar preparado cuando nos hemos presentado para ser los primeros residentes voluntarios de otro mundo?

Sintió que le tiraban de los pantalones. Shig, el pequeño babuino, chilló para pedir que lo cogiera en brazos. Nelson sonrió.

—¿Ah, sí? Ibas a todas partes cuando estábamos en caída libre. Pero ahora, un poco de gravedad y vuelves a ser perezoso, ¿eh?

Shig pasó de su brazo a su hombro, encaramándose allí para contemplar su nuevo hogar, más seco y vacío que las sabanas de África, desde luego, pero suyo de todas formas, para bien o para mal. Desde la barandilla cercana, la madre de Shig miró a Nelson, formulándole una pregunta muda. Él se encogió de hombros.

—No sé dónde está el río más próximo, Nell. Dicen que nos enviarán hielo con el primer grupo de gente. No me preguntes cómo lo conseguirán, pero estaremos bien hasta entonces. No te preocupes.

La expresión de Nell parecía decir «¿Quién está preocupada?». Desde luego, después de lo que habían vivido juntos, no podía achacárselas que estuvieran un poco engreídos.

Arrancada del suelo de África y puesta en órbita, el arca experimental cuatro de Kuwenezi vivió horas, días enteros, en que el desastre no los alcanzó por cuestión de segundos. Por ejemplo, si algunos circuitos hubieran fallado durante aquellos primeros instantes críticos, Nelson no habría, podido ordenar que la mayor parte de la pirámide quedara sellada contra el vacío. Ni podría haber cambiado los fluidos de un vasto tanque de almacenaje a otro, amortiguando gradualmente la torpe órbita del improvisado satélite.

De cualquier forma, una tercera parte de los hábitats de la biosfera habían muerto, sus habitantes habían resultado asfixiados o se habían aplastado contra las durísimas barreras de cristal, o simplemente habían sucumbido por las circunstancias alteradas drásticamente.

Nelson nunca habría conseguido salvar al resto sin Shig y Nell, cuya habilidad en caída libre los hacía inapreciables para agarrar herramientas flotantes o para dirigir a las criaturas aterrorizadas hacia los corrales improvisados donde podían ser encerrados y sedados. Incluso así, el trabajo pareció completamente inútil, retardando fútilmente lo inevitable, hasta aquel extraño momento en que Nelson sintió que algo le tocaba el hombro.

Vencido por la sorpresa y el cansancio, se volvió rápidamente para encontrar que allí no había nadie, sin embargo, aquella interrupción alucinatoria había bastado para sacarlo del sopor producido por el agotador trabajo y hacerle advertir que su teléfono-cinturón estaba sonando.

—¿Di-diga? —preguntó, incapaz de creer que nadie supiera o se preocupara por su situación, arrojado de la Tierra, condenado al olvido a bordo de un Holandés Errante de acero y cristal.

Hubo una larga pausa llena de estática. Entonces, una voz dijo:

—NELSON…

—Eh… ¿sí?

—QUERÍA QUE SUPIERAS… VIENE AYUDA EN CAMINO. NO TE HE OLVIDADO.

Recordó haber parpadeado, aturdido.

—¿D-doctora Wolling? ¿Jen?

Ya no podía estar seguro. La voz le pareció diferente en incontables formas. Distante. Preocupada. Sin embargo, de algún modo, consiguió que las horas de duro trabajo que siguieron fueran más soportables al saber que no lo habían olvidado, que alguien sabía que los animales y él estaban aquí arriba, y se preocupaba.

Así que no fue una sorpresa total cuando, después de encerrar a la última bestia, tras sellar la última grieta sibilante y ajustar los niveles de gas y aireación de los complejos paneles que reciclaban el material de la vida básico para la supervivencia del arca, súbitamente oyó de nuevo el teléfono, y alzó los ojos para ver una flecha blanca y negra que se acercaba a su pequeño mundo flotante.

Los conocimientos que Nelson tenía de física eran demasiado escasos para hacerle apreciar en todo su significado el hecho de que el piloto de la. Atlantis le prometiera proporcionarle de nuevo gravedad para los cansados habitantes del arca. Sólo sintió gratitud cuando la tripulación de la lanzadera se acercó, danzando arriba y abajo mientras enviaba una especie de magia generada a distancia. Entonces empezaron a tirar de la torre oscilante, hacia la promesa de un nuevo hogar.

En ruta, Nelson tuvo finalmente tiempo para escuchar los resúmenes de lo que había sucedido en la Tierra. Todo era demasiado complicado y extraño para entenderlo a la primera, en su aturdido estado. Pero más tarde, después de haber podido dormir de verdad, comprendió en sueños parte de lo ocurrido.

En un momento vio una serpiente desmembrada que se rebullía y unía sus muchas partes. Oyó un centenar de instrumentos chirriantes que se afinaban bajo la batuta de un director para crear sinfonías donde antes sólo había mero ruido.

E pluribus unum, murmuró una voz. Muchos pueden componer un todo.

Ahora, mientras se acercaba el momento de aterrizar, Nelson se preguntó si alguien en la Tierra comprendía mejor que él lo que había sucedido.

Todos están tan ocupados argumentando, discutiendo sobre el cambio y lo que significa…

Los galanos sostienen que es su Tierra Madre, que ella ha despertado por fin, para intervenir y salvar a la estúpida humanidad y todas sus otras criaturas.

Otros dicen que no, que es la Red, la suma de todo el conocimiento humano que se vertió en todos esos insospechados nuevos circuitos del interior de la Tierra. Todo ese poder informático virgen, súbitamente multiplicado, tenía que conducir de modo natural a una especie de autoconsciencia.

Las teorías no tenían fin. Nelson oyó que los jungianos proclamaban que una consciencia de especie se había manifestado durante la crisis, una consciencia que había estado allí, esperando, desde el principio. Mientras tanto, cristianos, judíos y musulmanes hacían tanto ruido como los gaianos, sólo que parecían oír la voz susurrante de un «padre» cuando sintonizaban con uno de aquellos canales especiales que ahora transmitían nuevas y asombrosas melodías. Para ellos, los recientes milagros eran sólo lo que las profecías habían prometido desde siempre.

Nelson sacudió la cabeza. Nadie parecía comprender que ellos (sus propios argumentos y discusiones) estaban ayudando a definir a la propia cosa. Sí, un nivel de mente superior había nacido, pero no como algo separado, o por encima de la humanidad. Todas las ruidosas voces que argumentaban, incluso de forma contradictoria, por todo el planeta, formaban parte de la nueva entidad, igual que el ser humano consta de muchas personalidades en disputa.

Nelson recordó la última conversación con su maestra, cuando el tema la llevó a su último proyecto: un nuevo y atrevido modelo de consciencia. Un modelo que, lo sabía, debía de haber desempeñado un papel clave en la reciente fusión.

El problema de una visión de la mente de arriba abajo es éste, Nelson —le había dicho ella—. Si la personalidad que está arriba debe gobernar como un tirano, ordenando a todos las demás pequeñas subpersonalidades como una reina termita, entonces el resultado inevitable será algo parecido a una colonia de termitas. Oh, podría ser poderoso, impresionante. Pero también será rígido. Simplificado en exceso. Insano.

»Mira a todas las personas más felices y sanas que has conocido, Nelson. Escúchalas. Apuesto a que encontrarás que no temen una pequeña incongruencia o inseguridad de vez en cuando. Oh, siempre intentan ser fieles a sus creencias, para conseguir sus objetivos y mantener sus promesas. Sin embargo, también evitan una excesiva rigidez, perdonan las contradicciones originales y los pensamientos inesperados. Están contentos de ser plurales.

Recordar aquellas palabras hizo sonreír a Nelson. Se volvió de nuevo a contemplar la Tierra, el oasis que todo el mundo consideraba ahora como un ser vivo. Apenas importaba que fuera un hecho nuevo o no. Que la IgNor Ga predicara que Gaia siempre había estado allí, consciente y paciente. Que los otros señalaran que había sido necesaria la tecnología y la intervención humana para producir el violento nacimiento de una mente planetaria activa. Cada visión extrema era absolutamente correcta a su modo, y cada una estaba equivocada por completo.

Era así como tenía que ser.

Competición y cooperación, yin y yang. Cada, uno de los que participamos en el debate es como uno de los pensamientos que burbujean en mi propia cabeza, esté concentrado en un problema o divagando ante una nube. ¿Se preocupa un pensamiento concreto por su «independencia perdida» si adviene que forma parte de algo mayor?

Bueno, supongo que algunos sí, probablemente. Otros no se preocupan en lo más mínimo. Lo mismo sucede con nosotros.

Nelson reflexionó sobre sus meditaciones, y se echó a reír en silencio. ¡Escúchate! Jen tenía razón. Eres un filósofo nato. En otras palabras, estás lleno de mierda.

Pero también tenía una respuesta para eso. Puede que seamos meros pensamientos, cada uno de nosotros un fragmento. ¡Pero eso no significa que algunos pensamientos no sean importantes! Los pensamientos podrían ser lo único que nunca muere.

Un bramido ascendió por los conductos de ventilación. Los sedantes estaban perdiendo su efecto y algunas de las bestias salvajes despertaban. Tal vez presentían la inminente llegada. Pronto Nelson estaría ocupado al máximo, atendiendo este primer vástago producido por el mundo madre, el primero de una infinidad que podrían ir surgiendo si las nuevas tecnologías gravitatorias demostraban ser fiables. Y si las naciones de la Tierra accedían a tan atrevida empresa.

Y si la nueva Presencia lo permitía.

De todas formas, hasta que llegara la ayuda prometida, Nelson estaría demasiado ocupado para dedicarse a filosofar, por el bien de Gaia o por el suyo propio. Al oeste, las montañas de la Luna se alzaban más y más altas. Las llanuras subían rápidamente. No demasiado lejos por debajo logró divisar la sombra del arca. Aquella oscura zona se hizo más intensa y luego se amplió sobre los abiertos cimientos que la esperaban, recién tallados y vitrificados por la magia de la Atlantis.

Nelson abrazó a Shig y Nell durante el descenso final, que terminó con un golpe tan suave que resultó casi un anticlímax. Las pequeñas variaciones fluctuantes de gravedad desaparecieron, y el leve pero firme pulso de la Luna los agarró por fin.

Hola, arca cuatro —saludó la voz de la mujer piloto—. Adelante, arca. Aquí la Atlantis. ¿Va todo bien por ahí?

Nelson alzó su micrófono.

—Hola, Atlantis. Todo va bien. Bienvenidos a nuestro mundo.

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… encontrado una antigua novela del siglo XX donde algo parecido a nuestra Red actual es dominada por «dioses y demonios» de software basados en una secta caribeña. Si está sucediendo eso, nos enfrentamos a un problema grave. Pero lo que vemos no parece ser nada similar…

¿Cómo lo sé? Sí, sé que resulta difícil dar una respuesta explícita a la Presencia, sea lo que sea. Pero estoy seguro. Llámenlo un presentimiento.

¡Oh, sí, estoy de acuerdo con eso! Nos esperan tiempos muy interesantes…