—Muy bien, nena. El primer ascensor que baje estará repleto de carga, pero Glenn Spivey ha intercedido, así que podré ocupar el siguiente. Puede que esté en Central antes que tú.
Teresa sacudió la cabeza, sorprendida.
—¿Spivey lo arregló? ¿Estamos hablando del mismo coronel Spivey?
El rostro de su marido sonrió desde la pantalla del telecomunicador.
—Tal vez no conoces a Glenn como yo. Por debajo de ese exterior de berilio, hay un corazón de puro…
—… de puro titanio. Sí, ya sé. —Teresa se echó a reír, contenta de compartir siquiera un chiste flojo para fundir la tensión.
Por ahora, bien. En aquel momento era magnífico tan sólo mirarle, sabiendo que se hallaba apenas a cuarenta kilómetros de distancia, y que pronto estaría mucho más cerca. También Jason parecía ansioso por intentarlo.
Alguien le había dicho una vez a Teresa que era una lástima lo de la sonrisa de su esposo, pues a veces transformaba sus inteligentes rasgos en los de un cachorrillo torpe. Pero Teresa encontraba encantadora su expresión. Jason podía ser insensible en ocasiones, incluso un poco gilipollas, pero estaba segura de que nunca le mentía. Algunos rostros, simplemente, no estaban hechos para soportar el peso de una mentira.
—Por cierto, te he visto enganchar ese lazo. ¿Has vuelto a desconectar el ordenador? Ninguna máquina pilota tan bien.
Teresa supo que se estaba ruborizando.
—Me pareció que el programa titubeaba, y…
—¡Ya lo decía yo! Ahora tendré que fanfarronear insufriblemente en las reuniones. Si pierdo a mis amigos aquí arriba, será por culpa tuya.
La maniobra de captura resultó ser mucho más simple de lo que parecía.
La Pléyades colgaba ahora suspendida por debajo de la estación espacial, gracias a un cable que se mantenía tenso por las mareas gravitacionales. Cuando fuera hora de irse, se limitarían a soltar el garfio y la lanzadera reemprendería su elipse original, regresando a la madre Tierra después de haber ahorrado muchas toneladas de precioso combustible.
—Bueno, reconozco que soy tejana en parte —murmuró ella, aunque era la primera en su familia que veía el estado de la Estrella Solitaria—. De ahí mi facilidad con el lazo.
—Eso explica también por qué sus ojos son marrones —intervino Mark Randall.
La imagen de Jason se volvió con una sonrisa hacia el copiloto de Teresa.
—No me atrevo a hacer comentarios sobre eso, así que fingiré no haberlo oído. —Se volvió nuevamente hacia Teresa—. Te veré dentro de un rato, Rip. Reservaré una habitación para nosotros en el Hilton.
—Me encargaré de que tenga cuarto de baño —respondió ella, y se preguntó si Randall no lo interpretaría mal.
Algunas personas no podían imaginar que un matrimonio, al encontrarse por primera vez en meses, pudiera querer sobre todas las cosas entablar contado, hablar tranquilamente y conservar algo que ninguno quería perder.
—Veré qué puedo conseguir. Stempell cierro.
Después de asegurar el garfio, la primera tarea fue descargar toneladas de hidrógeno y oxígeno líquidos, así como los propulsores extra para la maniobra orbital que el cuidadoso pilotaje de Teresa había ahorrado. Cada kilo de materia prima en órbita era valioso, y el personal de descarga de la estación ejecutó los procedimientos con meticuloso cuidado.
La imagen del holograma mostraba a la Pléyades suspendida, el morro hacia arriba, justo por debajo de la porción inferior de la estación, el Punto Cercano, la sección más inmediata a la Tierra. Era un laberinto de tuberías y maquinaria industrial colgando de finos hilillos plateados que se extendían durante muchos kilómetros hacia el pozo de gravedad del planeta. Teresa observó nerviosamente mientras tres operarios de la estación, ataviados con trajes espaciales, terminaban de vaciar los tanques de popa. Sólo cuando retiraron por fin las mangueras se permitió liberar un nudo de tensión. La idea de tener líquidos explosivos y corrosivos a unos metros de su escudo contra el calor siempre la ponía nerviosa.
—El jefe del equipo solicita permiso para comenzar la descarga —dijo Mark.
—Concedido.
Del laberinto que tenían situado encima, un gigantesco brazo manipulador articulado empezó a acercarse a la bodega de carga de la Pléyades. Una figura enfundada en un traje espacial, hizo señas desde allí, guiando el brazo hacia el misterioso paquete de las Fuerzas Aéreas.
El coronel Glenn Spivey observaba desde la ventanilla situada sobre la bodega.
—Con suavidad. ¡Vamos, hijos de puta, no está hecho de goma! Si le dais un golpe…
Por suerte, el equipo de trabajo no le oía. Y a Teresa no le importaba. Después de todo, el coronel estaba a cargo del material valorado en varios cientos de millones de dólares. En este punto, maldecir un poco era comprensible.
Entonces ¿por qué detesto tanto a este hombre?, se preguntó.
Durante meses, Spivey había estado trabajando de cerca con su marido en un proyecto secreto. Quizás era su repulsa al ser excluida, o aquella desagradable palabra: «secreto». O tal vez el resentimiento proviniera simplemente de ver que el coronel requería toda la atención de Jason, en un momento en que ella sentía ya celos de los demás.
«Los demás» eran naturalmente aquella June Morgan. Teresa se permitió una pizca de rencor. No dejes que cause una discusión, se recordó. No esta vez. No aquí arriba.
Se volvió y comprobó de nuevo los cuadros de mandos: la altura, la tensión del enganche, el gradiente de gravedad. Todo parecía completamente normal.
Además del truco del atraque, complejidades de enganche como éstas ofrecían muchas ventajas sobre las anticuadas estaciones espaciales «de juguete». Las largas correas metalizadas podían obtener energía directamente del campo magnético de la Tierra, o permitir un impulso al rotar contra aquellos campos para maniobrar sin combustible. También, siguiendo otro capricho más de las leyes de Kepler, las dos puntas de la estructura en forma de bola experimentaban una leve gravedad artificial (una centésima parte de un g), que servía para poder instalarse y manejar líquidos.
Teresa apreciaba cualquier recurso que ayudara a trabajar en el espacio. Sin embargo, utilizó los controles remotos para examinar los cables. Superfuertes en su tensión, eran vulnerables a los microscópicos detritos espaciales que podían arrastrarlos, incluso a los meteoritos. La tranquilidad que daba la estadística no era tan segura como comprobar por sí misma, así que lo verificó todo hasta estar completamente convencida de que las fibras no estaban a punto de deshacerse.
Al oír a Spivey riéndose como una gallina nerviosa mientras su cargamento despejaba la bodega, Teresa sonrió. Supongo que en ciertos sentidos no somos tan diferentes.
Los rusos y los chinos tenían en órbita instalaciones similares, igual que Nihon y los euros. Pero la otra docena aproximada de naciones capaces de instalarse en el espacio habían abandonado sus avanzadillas militares cuando los costes aumentaron y los cielos quedaron cada vez más sometidos al control civil. Se rumoreaba que la gente de Spivey intentaba hacer todo el trabajo clandestino posible antes de que el «secreto» quedara tan pasado de moda aquí arriba como abajo.
El operario de la grúa introdujo el cargamento del coronel en un viejo tanque de lanzadera (ahora el montacargas de la estación), y lo envió hacia el complejo libre de peso, veinte kilómetros más por encima.
—Solicito permiso para preparar la escotilla de tránsito, capitana. —Spivey estaba ya a medio camino de la cubierta media, impaciente por reunirse con su misteriosa máquina.
—Mark le ayudará en cuanto el túnel quede presurizado, coronel.
Un astronauta examinó el tubo de tránsito transparente que conectaba la escotilla de la Pléyades con Punto Cercano. Hizo algunos gestos hacia la ventanilla trasera, para comunicar que todo estaba asegurado.
—Voy a ver a Spivey —dijo Mark, y empezó a soltar sus correas de sujeción.
—Bien.
Sin embargo, Teresa se quedó observando al astronauta del exterior. Había permanecido en la bodega después de terminar, y le intrigaba el motivo.
Tras subir a uno de los tanques en el extremo de popa, el hombre de la estación aseguró su cuerda a la esfera superior más aislada; entonces se quedó completamente inmóvil, los brazos extendidos ante él en la postura fláccida y relajada conocida como «las cuclillas del hombre del espacio».
Teresa reprimió su momentánea preocupación. Por supuesto. Ya lo tengo.
Un poco adelantado a los planes por una vez, el hombre aprovechaba una oportunidad que se producía en muy pocas ocasiones. Estaba contemplando a la Tierra que pasaba.
El planeta llenaba la mitad del cielo, extendiéndose hacia horizontes distantes y neblinosos. Directamente por debajo se extendía un brillante panorama que nunca se repetía, topografías ampliadas que resultaban familiares y a la vez sorprendentes. En este momento, su ruta orbital se acercaba a España por el oeste. Teresa lo sabía porque, como siempre, había comprobado su situación y dirección tan sólo unos momentos antes. En seguida, el Peñón de Gibraltar apareció ante sus ojos.
Grandes olas de presión se apilaban contra las Columnas de Hércules, como lo habían hecho desde aquel día, muchos miles de años antes, en que el océano Atlántico se abrió paso a través del cuello de tierra que conectaba Europa con África para vertirse en la llanura que acabaría por convertirse en el Mediterráneo. Con el tiempo, un nuevo equilibrio había acabado por instalarse entre mar y océano, pero desde entonces había sido un equilibrio precario.
Donde una vez brotó la gran catarata, ahora las mareas diurnas interactuaban en complejas pautas de cancelación y refuerzo, enfocadas y reflejadas por el embudo formado entre la península Ibérica y Marruecos. Desde lo alto, las olas parecían extenderse durante cientos de kilómetros, sin embargo aquellos picos y canales acuosos eran bastante superficiales y se habían descubierto sólo después de que las cámaras salieran al espacio.
Para Teresa, las pautas demostraban una vez más, de una forma maravillosa, la relación amorosa entre la naturaleza y las matemáticas. Y no solamente el mar mostraba el movimiento de las olas. También le gustaba mirar desde arriba los altos estratocúmulos y los extendidos cirros. Desde el espacio, la atmósfera parecía terriblemente tenue, una película demasiado débil para confiarle todas las vidas. Y sin embargo, desde aquí, también se percibía el gran poder de aquella capa.
Los demás también lo sabían. Los aguzados ojos de Teresa distinguieron destellos chispeantes, aparatos aéreos, jets y los más comunes zepelines en forma de ballena. Advertidos por los avisos meteorológicos de la Red, se volvían para escapar de una tormenta que se formaba al oeste de Lisboa.
Mark Randall llamó desde el túnel de la cubierta media.
—¡Este tipejo impaciente ya ha abierto la puerta interior! Será mejor que me haga cargo antes de que cause una perturbación en la unión.
—Hazlo —respondió ella tranquilamente. Mark podía encargarse de los pasajeros. Estaba de acuerdo con el estibador de la bodega. Durante un raro instante, ningún deber llamaba a la puerta. Teresa se permitió compartir el maravilloso momento, sintiendo la respiración, los latidos del corazón y la rotación del mundo.
Dios mío, es maravilloso…
Así lo contemplaba todo directamente, no a través de los múltiples instrumentos de la Pléyades, cuando el color del mar cambió, sutil, rápidamente. Las pulsaciones impulsaban las nubes de tormenta mientras ella parpadeaba, asombrada.
Entonces la Tierra pareció inclinarse repentinamente ante ella. Fue una sensación extraña. Teresa no sintió ninguna aceleración. Sin embargo, de algún modo, supo que se estaban moviendo, rápidamente y sin inercia, desafiando las leyes de la naturaleza.
Se le ocurrió que podía deberse a algún tipo de mareo espacial, o tal vez sufría un infarto. Pero ninguna consideración redujo el reflejo que envió su mano hacia la alarma de emergencia. Con el mismo fluido movimiento, Teresa agarró el casco espacial. En aquel instante eterno, mientras giraba para volver a tomar el mando de la nave, Teresa captó una imagen indeleble del hombre de la bodega de carga, quien se había vuelto, la boca abierta en un sorprendido y silencioso grito de alerta.
Durante su formación, los otros candidatos solían quejarse de los timbres de emergencia, que parecían diseñados para sorprender e incluso derrumbar a los tipos duros que hasta el momento no se habían dejado engañar. Cada vez que los aspirantes sentían que habían cogido el tranquillo, o que conocían la sirena para cada contingencia, algún listillo vestido de blanco ideaba inevitablemente algún nuevo sistema para hacer la siguiente práctica aún más desagradable. El jefe de simulaciones contrataba a ingenieros con imaginación sádica.
Pero Teresa nunca maldijo a aquellos equipos, ni siquiera cuando le lanzaban lo peor. Consideraba las sirenas como un interminable ejercicio de habilidad. Tal vez por eso no titubeó ni se asustó ahora, cuando una tormenta de ruido la asaltó.
La alarma principal apenas precedió a la primera llamada del giroscopio de refuerzo de la lanzadera. Mientras la apagaba, el zumbido característico de la conexión hidráulica número uno empezó a canturrear. El Control de la Estación no se quedó muy atrás.
—La tengo, Pléyades, estamos en ello… Parece… no…
Sonaban gritos al fondo. Mientras tanto, los acelerómetros de la Pléyades empezaron a entonar su única y gimoteante melodía.
Teresa protestó. ¡No podemos estar acelerando! Pero su sentido interno le indicaba lo contrario. La lógica la habría hecho desconectar los sensores, que daban sin lugar a dudas lecturas falsas. En cambio, conectó la grabadora principal de la lanzadera.
Destellaron luces ámbar. Teresa actuó rápidamente para cerrar una conexión de presurización OMS crítica. Entonces, como si no tuviera ya problemas suficientes, su visión periférica empezó a nublarse. Aún tenía visión a través de un túnel. Pero la zona se fue estrechando mientras gritaba.
—No. ¡Maldita sea, no!
Los colores ondulaban a través de la cabina, convirtiendo los intrincados mandos del panel en el dibujo de un esquizofrénico. Teresa sacudió bruscamente la cabeza, esperando anular su nueva angustia.
—Control, aquí Pléyades. Estoy experimentando…
—¡Terry! —un grito a sus espaldas—. Allá voy. Aguanta…
—Pléyades, aquí Control. Tenemos… algunos problemas.
Un chirrido interrumpió el enlace abierto con Erehwon, haciendo que Teresa diera un respingo al reconocerlo.
—¡Mark, comprueba el botalón! —gritó Teresa por encima de su hombro mientras miraba a través de un estrecho istmo el panel del ordenador situado junto a su rodilla derecha. El instrumento era tan obsoleto que ni siquiera aceptaba órdenes orales de manera fidedigna. Así, más por instinto que por otra cosa, conectó un interruptor a MANDO MANUAL.
—Pléyades, nos quedamos ciegos…
—¡Igual que aquí! —replicó ella—. También tengo aceleración, como ustedes. ¡Díganme algo que no sepa!
La voz se abrió paso a través de la estática acumulada.
—También tenemos un aumento anómalo en la tensión del cable…
Teresa sintió un escalofrío.
—¡Mark! ¡Te he dicho que compruebes el botalón!
—¡Lo estoy intentando! —gritó él desde la portilla del techo—. Parece…, parece que está bien, Terry. El botalón está en su sitio…
—… corrientes eléctricas extremadamente anómalas en el cable…
Dos destellos ámbar cambiaron a rojo.
—Ponte el casco y prepárate para soltar el tubo de tránsito —indicó Teresa a su copiloto mientras más alarmas silbaban melodías que nunca había oído fuera de un simulador.
Sintió más que vio a Mark ocupar su asiento mientras ella retiraba la cobertura de un interruptor y pulsaba el botón rojo de debajo. Al instante, oyeron un rumor distante cuando las cargas explosivas destrozaron el túnel de plástico recientemente adherido a su compuerta.
—Tubo de tránsito suelto —confirmó Mark—. Terry, ¿qué demonios está…?
—Prepárate para volar el botalón —ordenó ella. A tientas, Teresa pulsó los botones del autopiloto digital, poniendo en marcha los pequeños motores de control de reacción de la lanzadera—. PAD a manual. RCS listo. Cuando nos soltemos, nos aguantaremos durante un minuto antes de caer. Pero creo…
Teresa hizo una súbita pausa cuando una de las manchas rojas se volvió ámbar.
—Creo…
Otro interruptor cambió de escarlata a amarillo dorado. Y otro más. Entonces una luz ámbar se volvió verde.
Tan rápidamente como había llegado, el aterrador arco iris empezó a disolverse. Teresa parpadeó dos, tres veces. Al mirar hacia el centro, sus ojos se despejaron. La precisión regresó mientras las luces de advertencia y las alarmas musicales remitían una a una.
—Pléyades… —El Control de la Estación parecía inquieto. También allí los zumbidos se apagaban—. Pléyades, parece que regresamos…
—Lo mismo aquí —interrumpió ella—. ¿Pero qué pasa con la tensión del cable?
—Pléyades, la tensión… se afloja. —El tono de Control parecía aliviado.
—Debe de haber sido pasajero, fuera lo que demonios fuese. Pero puede que haya una sacudida…
Mark y Teresa se miraron mutuamente. Ella se sintió estirada, lastimada, utilizada. ¿Había acabado de verdad? Cuando se apagaron más luces ámbar, hicieron inventario de los daños. Milagrosamente, la Pléyades parecía ilesa.
Excepto, por supuesto, el tubo de tránsito de un millón de dólares que acababan de soltar. A los pasajeros no iba a gustarles tener que ser transportados en ferry como si fueran pelotas de playa, dentro de cápsulas de supervivencia personal. Pero su resentimiento no podría compararse con el de los contables de Washington, si no encontraban ninguna justificación.
—Vaya. ¿Y si hubiéramos seguido adelante y volado el botalón? —murmuró Mark—. Será mejor que pongas el seguro, Terry. —Hizo un gesto hacia el primer gatillo, que destellaba peligrosamente entre sus asientos.
—Espera un momento. —Los ojos de Teresa recorrieron la cabina, buscando… cualquier cosa. Cualquier clave para el misterioso episodio. Pulsó el micro de su garganta—. Control, aquí Pléyades. Confirme su estimación de que la sacudida será mínima. No queremos enfrentarnos…
Entonces su mirada se posó en el sistema de guía inerte, que mostraba dónde pensaba su giroscopio láser que se encontraban en el espacio. Lo leyó como si fuera la cabecera de un periódico. Los números resultaban extraños y cambiaban rápidamente de una forma que no gustó en absoluto a Teresa.
De una ojeada captó las lecturas correspondientes del trazador espacial y los sistemas de navegación satélite. Estaban en conflicto total, y ninguno concordaba con lo que su instinto le decía.
—¡Control! Voy a soltarme bajo protocolo de emergencia.
—¡Espere Pléyades! No hay necesidad. ¡Podría incrementar nuestra sacudida!
—Correré ese riesgo. Mientras tanto, será mejor que comprueben sus propias unidades inertes. ¿Tienen un gravitómetro?
—Afirmativo. Pero ¿qué…?
—¡Compruébenlo! Pléyades cierro.
Se volvió hacia Mark.
—Vuela el botalón, yo me encargaré del DAP. Lanzamiento a la cuenta de tres. ¡Uno!
Randall tenía la mano sobre el panel, pero vaciló.
—¿Estás segura? Será un infierno.
—¡Dos! —Teresa agarró la palanca de control.
—Terry…
Su intuición cosquilleaba. Lo sentía, fuera lo que fuese, regresando cargado de venganza.
—¡Vuélalo, Mark!
Antes de sentir siquiera la vibración de las cargas, Teresa activó los jets de mando de modo translacional, haciendo lo que cualquier buen piloto decidiría en una crisis: guiar a su nave fuera de cualquier cosa que fuera más sustancial que un pensamiento o una nube.
—¿Qué demonios está pasando aquí arriba? ¿Han perdido ustedes dos el juicio?
Una voz brusca a sus espaldas. Ella replicó, sin volverse:
—¡Coronel Spivey, abróchese el cinturón y cierre el pico!
Su tono seco y profesional tuvo más efecto que cualquier maldición o amenaza. Spivey podía resultar molesto, pero no era ningún tonto. Ella sintió su rápida marcha y lo barrió de su mente mientras los jets de reacción apartaban lentamente la pesada masa del orbital de la maraña de vigas y tanques de almacenamiento de la estación. A Teresa se le erizó el vello de la nuca.
—Pléyades, tiene razón. El fenómeno es periódico. La tensión anómala regresa. El gravitómetro se ha vuelto loco, oleadas sin precedentes.
Una segunda voz intervino, interrumpiendo al controlador.
—Pléyades, le habla el comandante Pérez. Prepárese para recibir telemetría de emergencia.
—Afirmativo. —Teresa deglutió, sabiendo lo que aquello significaba.
Sintió que Mark se inclinaba hacia delante para asegurarse de que las cajas negras de la nave funcionaban a toda velocidad. De aquella forma registraban cualquier anomalía con un solo propósito: para que los astronautas en peligro pudieran obedecer la regla número uno de su profesión:
Deja que el siguiente tipo sepa qué te mató.
El comandante de la estación lanzaba su estado operativo sobre la Pléyades en directo, una medida extraña para ser el jefe de una estación militar secreta. Aquello hizo que Teresa se sintiera aún más ansiosa por quitarse de en medio.
Ignoró las ayudas de navegación, comprobando la orientación por instinto y cálculo. Gruñó al advertir que dos de los impulsores principales apuntaban hacia los tanques criogénicos de Punto Cercano, por lo que se arriesgaba a provocar una titánica explosión si los encendía. Eso sólo dejaba a los diminutos auxiliares para hacer maniobrar la pesada lanzadera. Emprendió una maniobra de rotación, maldiciendo la lentitud del giro.
—¡Oh, mierda! Mark, ¿está aún ese tipo en la bodega de carga?
La extraña náusea regresaba, lo percibía mientras luchaba contra la lenta nave espacial. Cerca, Mark se echó a reír de repente, con cierta estridencia.
—Todavía está allí. El casco pegado a la ventanilla. Ese tipo está loco, Terry.
—¡Deja de llamarme Terry! —exclamó ella y se volvió a mirar de nuevo Punto Cercano. Si los tanques estaban ya despejados…
Teresa se quedó mirando. ¡Ya no estaban allí!
No había nada. Tanques, hábitats, grúas…, ¡todo había desaparecido!
Las alarmas reemprendieron sus atronadoras advertencias. Mientras los instrumentos se volvían nuevamente ámbar y rojo, Teresa decidió que Erehwon no era ahora asunto suyo. Pulsó los botones marcados X-TRASLACIÓN y ALTURA, y luego apretó la barra para disparar un rugido hiperbólico que enviaría a la Pléyades a donde ella suponía que no estaban ni la estación ni el garfio.
Mark indicaba las presiones y las ratios de flujo. Teresa contó los segundos mientras la vista volvía a nublársele.
—Muévete, zorra torpe. ¡Muévete! —maldijo a la lenta y enorme nave.
—He conseguido encontrar la estación —anunció Mark—. Por Dios. ¡Mira eso!
A través de un estrecho túnel, Teresa observó la pantalla del radar. Se quedó boquiabierta. La parte inferior estaba a más de cinco kilómetros bajo ellos, y se retiraba rápidamente. El cable se había estirado de repente, como si fuera el juguete de goma de un niño.
—¡Maldición! —oyó exclamar a Mark. Entonces Teresa tuvo problemas para ver u oír nada.
Esta vez la sensación aplastante se transmitió directamente de sus ojos al cerebro. El tronar de las nuevas alarmas se mezcló con los extraños sonidos que se originaban en el interior de su propio cráneo. Una alerta canturreó la amarga canción de un sistema refrigerador que se había vuelto loco. Incapaz de averiguar qué porción, Teresa manipuló los interruptores al tacto para desconectar todos los bucles de intercambio. Hizo que Mark cerrara también las células de combustible. Si la situación no se resolvía antes de que se quedaran sin energía, ya no importaría.
—¡Las tres UPA son inoperables! —gritó Mark a través de un rugido de locos sonidos.
—Olvídalas. Déjalas desconectadas.
—¿Todas?
—¡He dicho que todas! El problema está en las conexiones hidráulicas, no en las UPA. Todas las conexiones largas de fluido están afectadas.
—¿Cómo cerramos las puertas de la bodega de carga sin hidráulicos? —protestó él a través de la creciente estática que casi ahogaba sus palabras—. ¡No podremos… hacerlo… durante la reentrada!
—Déjame eso a mí—respondió ella—. ¡Cierra todas las conexiones menos las hipergóhcas traseras, y reza para que aguanten!
A Teresa le pareció oír el asentimiento del copiloto y un chasquido que podría haber sido el de los interruptores al cerrarse. O tal vez fuera otra extraña distorsión sensorial.
Sin hidráulicos, no podían disparar los principales cohetes para maniobrar. Tendría que hacerlo con los jets RCS, volando a ciegas en un claroscuro de distorsión y sombra. A tientas, Teresa desconectó por completo el piloto automático. Disparó los pequeños jets de dos en dos, fiándose sólo de la vibración para verificar una respuesta. Era volar por puro instinto, sin ninguna confirmación de que apartara la Pléyades de aquel cable peligrosamente extendido, o si lo acercaba hacia él…
El sonido se convirtió en olor. Imágenes giratorias le arañaron la piel. Entre la cacofonía de la estática, a Teresa le pareció oír a Jason llamándola por su nombre. Pero la voz se perdió en la ruidosa galerna antes de que lograra averiguar si era realidad o un fantasma, una de las incontables quimeras que la bombardeaban desde todos los ángulos.
Por lo que sabía, estaba permanentemente ciega. Pero eso no importaba. Nada importaba excepto la batalla por salvar su nave.
La visión se aclaró por fin con la misma sorprendente velocidad con que la había perdido. Un estrecho túnel se enfocó, expandiéndose rápidamente hasta que sólo la periferia chispeó con aquellas extrañas sombras. Los gritos de las alarmas empezaron a desvanecerse.
La transición dejó aturdida a Teresa, quien miraba con incredulidad la cabina antaño familiar. El cronómetro indicaba que habían transcurrido menos de diez minutos. Habían parecido horas.
—Mm —comentó con la garganta seca.
Una vez más, la Pléyades tuvo el coraje de empezar a actuar como si nada hubiera sucedido. Las luces rojas se volvieron ámbar; las ámbar, verdes. Teresa estaba convencida de que no se recuperaría tan rápidamente.
Mark jadeó con fuerza terrible.
—¿Dónde…, dónde está Erehwon? ¿Dónde está el garfio?
Unos pocos minutos de impulso no podían haberlos llevado muy lejos. Pero la pantalla de aproximación y encuentro no mostraba absolutamente nada. Teresa cambió a escala mayor.
Nada. La estación no aparecía por ninguna parte.
—¿Qué le ha sucedido? —susurró Mark.
Teresa cambió los encuadres del radar, ampliando de nuevo la escala y ordenando un examen doppler en toda la banda del espectro. Esta vez, por fin, apareció un grupito disperso de blips. Sintió un sabor a ceniza en la boca.
—Hay pedazos.
Un puñado de grandes objetos había entrado en una órbita superior, alzándose rápidamente mientras la Pléyades retrocedía en su propia elipse. Uno transmitía una señal de emergencia que lo identificaba como parte del complejo central de la estación.
—Será mejor que demos una pasada para ver si podemos rescatar a alguien —sugirió Mark.
Teresa parpadeó una vez más. Tendría que haber pensado en eso.
—Comprueba…, comprueba primero todos los tanques y las conexiones de presión —dijo ella, mientras contemplaba todavía el amasijo que había sido el núcleo de la Estación Reagan. Algo había roto los garfios y todas las grúas que conectaban los módulos. Aquella fuerza podría regresar en cualquier momento, pero debían a sus compañeros astronautas un intento por salvar a quienes quedaran con vida.
—Las presiones parecen bien —informó Mark—. Dame un minuto para programar una ignición. Será difícil.
—Muy bien. Utilizaremos nuestras reservas. Kennedy y Kourou ya estarán preparando lanzaderas. —Se detuvo, los oídos alerta a un extraño tamborileo. ¿Otro síntoma? No, venía de su espalda. Se giró, furiosa. Si aquel maldito Spivey había vuelto…
Una cara en la ventana trasera hizo que Teresa diera un respingo. Entonces suspiró. Era sólo su pasajero inadvertido, el astronauta de la estación, cuyo casco aún se apretaba contra la pantalla.
—Mm —comentó ella—. Nuestro huésped no parece tan jodido como antes. —De hecho, la expresión tras el visor mostraba una sonrisa plena de gratitud—. Supongo que habrá visto Punto Cercano saltar en pedazos. Pero ahora ya debe de estar en la atmós…
Se detuvo súbitamente.
—¡Jason!
—¿Qué? —Mark alzó la mirada del ordenador.
—¿Dónde está la punta superior? ¿Dónde está Punto Lejano?
Teresa manipuló la pantalla del radar, la reajustó a su máxima escala de comprobación de autofrecuencia y captó la negrura lejos de la Tierra justo a tiempo de advertir un gran blip que dejaba atrás el borde exterior de la pantalla.
—¡Dulce Gea, mira el doppler! —Randall se quedó boquiabierto—. Se mueve a… a… —No terminó. Teresa podía leer la pantalla tan bien como él.
Las letras brillantes permanecieron, aun después de que el huidizo blip desapareciera. Ardieron en la pantalla y en sus corazones.
Jason, pensó Teresa, incapaz de comprender o asimilar lo que había visto. Encontró la voz y cuando finalmente habló, fue simplemente para decir:
—Seis mil kilómetros por segundo.
Era imposible, desde luego. Teresa sacudió la cabeza, aturdida e incrédula. ¡Jason no podía haberle hecho esto!
—Kakashkiya —susurró—. Me deja… al dos por ciento de la maldita velocidad de la luz…
■ Fue Até, la primera hija de Zeus, quien utilizó la manzana dorada para tentar a tres diosas casquivanas y preparó el escenario para la tragedia. Es más, fue Até quien hizo que Paris se enamorara de Helena, y Agamenón de Breises.
Até llenó los corazones de los troyanos de amor hacia los caballos, cuyas resplandecientes crines llenaron de gracia las llanuras de Ilion. A Ulises lo imbuyó de la pasión por las cosas nuevas.
Por éstas y otras innovaciones, Até fue conocida como la Madre de la Pasión. Por eso, también la llamaron Sembradora de la Discordia.
¿Se dio cuenta de que su invención llevaría finalmente a la angustia de Hécuba sobre las rotas murallas de Troya? Algunos afirman que esparcía la discordia siguiendo el mandato de su padre, que el propio Zeus la impulsó a hacer estallar aquella terrible guerra, «para que su carga de muerte pudiera aligerar a la dolorida tierra del peso de tantos hombres».
Sin embargo, cuando comprobó el doloroso resultado, Zeus se arrepintió. Los dioses que habían apoyado a Troya se unieron a los que respaldaban a Helias, y todos convinieron en culpar a Até.
Desterrada a la Tierra, se llevó consigo su invención, y sus efectos demostraron ser tan extensos como su primer intento: el don de Prometeo. En efecto, ¿qué podía hacer la Razón por la humanidad, sin la Pasión para darle fuerza?
La pasión se extendió, para bien o para mal. La vida, antaño simple, se volvió intensa, desafiante, confusa. Los corazones se aceleraron. Las venas canturrearon, inquietas. Las apuestas salvajes recabaron fantásticos dividendos, o se convirtieron en fiascos memorables.
Entonces llegó a la Tierra una cosa llamada «amor». La pasión cambió para siempre el mundo. Por eso algunos lo llaman el «Prado de Até».