EXOSFERA

La Pléyades hundió el morro, y Teresa Tikhana dio de nuevo la bienvenida a las estrellas. Hola, Orion. Hola, Siete Hermanas, saludó silenciosamente a sus amigas. ¿Me habéis echado de menos?

Todavía eran pocas las estrellas que asomaban ante las ventanillas de proa de la lanzadera, y las que lo hacían brillaban débilmente junto a la deslumbrante Tierra, con sus blancas tormentas giratorias y sus refulgentes panoramas de marrón y azul. Ríos sinuosos y escarpados picos montañosos, incluso las columnas de humo de los cargueros que cruzaban los mares caldeados por el sol, todo componía un paisaje siempre cambiante mientras la Pléyades rotaba para salir de la orientación del despegue.

Naturalmente, era hermoso: sólo allá abajo podían vivir los humanos sin depender por completo de las caprichosas máquinas. La Tierra era el hogar, el oasis, no hacía falta decirlo.

Sin embargo, Teresa encontraba molesto el cercano fulgor del planeta. Aquí, en órbita baja, su brillantez diurna ocupaba la mitad del cielo, ahogándolo todo menos las estrellas más brillantes.

Los cohetes auxiliares latieron, ajustando la rotación de la nave. Válvulas y circuitos se cerraron con chasquidos y risas bajas, una música de suave funcionamiento. Sin embargo, ella lo verificó todo: comprobando, siempre comprobando.

Una pantalla de plasma mostraba su guía en tierra, a unos pocos cientos de kilómetros de la península de Labrador, en dirección este sureste. Los boletines informativos de la NASA mostraban predilección por los indicadores de terreno, pero la verdad es que eran casi inútiles para la navegación seria. En cambio, Teresa contempló la afilada cimitarra del horizonte hacerse a un lado para dejar al descubierto más estrellas.

Hola, Mamá Osa, pensó. Me alegra ver tu cola apuntando hacia donde yo esperaba.

—Ahí está la Polar —rezongó a su derecha Mark Randall—. Cálculo de puntos P y Q. —El copiloto de Teresa comparó dos listas de cifras—. El trazador estelar coincide en cinco dígitos con el sistema de posición global, en los nueve grados de libertad. ¿Satisfecha, Terry?

—Te va muy bien el sarcasmo, Mark. —Ella comprobó las cifras por sí misma—. Pero no te acostumbres a llamarme Terry. Pregúntale alguna vez a Simón Bailie por qué volvió a casa de aquella misión de observación con un brazo en cabestrillo.

Mark sonrió pensativamente.

—Dice que fue porque se enrolló contigo en el ascensor de la Estación Cárter.

—Eso quisiera él. —Teresa se echó a reír—. Simón tiene delirios de grandeza.

Por buenas razones, Teresa comprobó los datos del satélite y el trazador estelar con el sistema inerte de guía de la nave. Tres medios independientes de verificar la situación, el impulso y la orientación. Sus comprobaciones compulsivas se habían hecho famosas, una especie de marca de fábrica entre sus compañeros. Pero desde niña había sentido aquella necesidad (un motivo más para convertirse en piloto, después astronauta) de aprender más formas de saber exactamente dónde se hallaba.

«Los niños saben dónde está el norte», solían decirle otros niños con la seguridad de la sabiduría transmitida. «¡Las niñas entienden a las personas!».

Teresa había sido impermeable a las tradiciones más sexistas. Pero aquélla parecía prometer explicaciones, por ejemplo, a su persistente impresión de que todos los mapas en cierta medida se equivocaban. Luego, durante su formación, la sorprendieron con la noticia de que su sentido de la orientación estaba muy por encima de la media. «Agudeza hiperkmestética», diagnosticaron los médicos, lo cual se traducía con perceptible gracia en todo lo que ella hacía.

Sólo que ella no se sentía así. Si esto era superioridad, Teresa se preguntaba cómo podían los demás ir del dormitorio al cuarto de baño sin perderse. En sueños, todavía sentía algunas veces que el mundo estaba a punto de cambiar caprichosamente, sin previo aviso. En ocasiones, aquello le había hecho cuestionarse su cordura.

Pero todo el mundo tiene sus manías, incluso (sobre todo) los astronautas. La suya debía de ser inofensiva, o de otro modo los médicos de la NASA no la habrían dejado pilotar un aparato espacial americano.

Al pensar en las lecciones de la infancia, Teresa deseó que al menos la otra parte del mito fuera cierta. Si el simple hecho de ser una hembra te daba automáticamente capacidad para comprender a la gente; si así fuera, ¿cómo se habían vuelto las cosas tan amargas en su matrimonio?

El secuenciador zumbó.

—De acuerdo —suspiró Teresa—. Vamos bien de tiempo, orientados para la ignición de encuentro. Conecta los OMS.

—Sí, bwana. —Mark Randall pulsó los interruptores—. Sistema de maniobra orbital conectado. Presiones nominales. Ignición dentro de ciento noventa segundos. Lo comunicaré a los pasajeros.

Un año antes, el sindicato de transportistas había ganado una concesión. Quienes no fueran miembros viajarían a partir de entonces abajo, en la cubierta media. Ya que este viaje no llevaba a ningún especialista de la NASA, sólo oficiales de la inteligencia militar, Mark y ella eran los únicos que ocupaban la cubierta principal, libres de las distracciones de las azafatas.

Con todo, había cortesías mínimas. A través del intercomunicador, el tono bajo de Mark adoptó la falsa confianza de un piloto típico de líneas aéreas.

—Caballeros, por el hecho de que sus ojos han dejado de girar en sus órbitas ya se habrán dado cuenta de que hemos dejado de rotar. Ahora nos preparamos para la ignición que nos llevará a la cita, cosa que ocurrirá exactamente dentro de dos minutos y medio…

Mientras Mark seguía hablando, Teresa comprobó los paneles superiores para asegurarse de que la célula de combustible número dos no empezara a actuar otra vez. Los encuentros orbitales siempre la ponían nerviosa, con más motivo cuando pilotaba una lanzadera modelo uno. Los ruidos que hacía la Pléyades (sus chirriantes huesos de aluminio, el susurro del refrigerante al viejo estilo, el sonido viscoso del fluido hidráulico al anegar los impulsores) eran como los suspiros de un viejo campeón que aún competía, pero sólo porque a los poderes existentes les parecía más barato que sustituirla por otra.

Las lanzaderas más nuevas eran más simples, diseñadas para propósitos más concretos. Teresa suponía que tal vez la Pléyades era la máquina más compleja jamás construida. Y tal como estaban las cosas, nunca volvería a construirse nada parecido.

Un destello cerca de Sagitario le llamó la atención. Teresa lo identificó sin necesidad de comprobarlo: la vieja misión internacional a Marte, desguazada en busca de componentes, con sus restos aparcados en órbita alta cuando la última aventura fue cancelada, en los tiempos en que ella todavía estaba en el instituto. La nueva regla para los tiempos duros era simple: el espacio tenía que sufragarse a sí mismo. Ningún pastel en el cielo. Ninguna inversión en imponderables. No cuando el hambre seguía siendo una perspectiva demasiado inmediata para una parte tan grande de la humanidad.

—… comprobamos nuestra trayectoria por tres medios diferentes, amigos, y la capitana Tikhana ha declarado que todo va bien. Las leyes físicas no se han venido abajo…

Sobre las constelaciones había gráficos multicolores que mostraban los parámetros orbitales de la nave. En la ventanilla de proa, Teresa también veía su reflejo. Una mancha se había instalado en su mejilla, cerca del lugar donde un rizo de cabello castaño oscuro había escapado de su casco, probablemente una mancha de grasa por haber ajustado el asiento de algún pasajero antes del despegue. Pero al frotarse se extendió, acentuando sus fuertes pómulos.

Magnífico. Justo lo que hacía falta, par a que Jason piense que estoy perdiendo el sueño por él. Teresa no necesitaba más complicaciones, no cuando estaba a punto de ver a su marido por primera vez en dos meses.

En contraste, el reflejo de Mark Randall parecía infantil, descuidado. Su pálido rostro (enmarcado en el blanco de su traje espacial por el casco anodizado) no mostraba ninguno de los estigmas de radiación que ahora marcaban las mejillas de Jason, el llamado «bronceado de Río», adquirido tras abrirse paso a través del infierno de cellisca en la anomalía magnética del Atlántico Sur. Aquella escapada, un año antes, había hecho que Jason consiguiese un ascenso y un mes de hospitalización para tratamientos anticáncer. También fue aproximadamente entonces cuando los problemas en su matrimonio salieron a la superficie.

Teresa lamentó la suave tez de Mark. Tendría que haber sido un solterón empedernido como él quien debió ofrecerse voluntario para salir y cerrar aquella portilla de observación, en vez de Jason estoy-casado-pero-qué-demonios Stempell.

También tendría que haber sido algún soltero quien se ofreciera para trabajar hombro con hombro con aquella tempestuosa rubia, June Morgan. Pero ¿quién levantó la mano una vez más?

Tranquila, chica. No te enciendas la sangre. El objetivo es la reconciliación, no un enfrentamiento.

Mark todavía informaba a los hombres de las Fuerzas Aéreas de abajo.

—… recuérdenme que les cuente la vez en que ella y su marido consiguieron meter de contrabando un sextante casero en una misión. Cualquier otra pareja casada habría elegido algo más útil, como…

Con la mano derecha, Teresa hizo un gesto cuyo significado había cambiado poco desde los días de Caballo Loco. El idioma de signos espacial para «corta el rollo».

—Um, pero supongo que tendremos que dejar la historia para otro día. Por favor, permanezcan en sus asientos mientras hacemos nuestra última ingnición antes del encuentro con la estación. —Randall desconectó el intercomunicador—. Lo siento, jefa. Se me fue un poco la lengua.

Teresa sabía que no estaba arrepentido en lo más mínimo. De cualquier forma, aquel episodio del sextante no era gran cosa comparado con las historias que se contaban sobre algunos astronautas. Nada de aquello importaba. Lo que sí era importante era que tú vivías, la nave vivía, la misión se cumplía y te pedían que volvieras a volar.

—Ignición en cinco segundos… —informó ella, contando hacia atrás—, tres, dos, uno…

Un profundo gruñido gutural llenó la cabina mientras los motores hipergólicos entraban en ignición, aumentando su velocidad hacia delante. Como estaban en su apogeo orbital, esto significaba que el perigeo de la Pléyades aumentaría. Irónicamente, aquello los frenaría, permitiendo que su destino, la estación espacial, los alcanzara desde atrás.

Las señales de la estación aparecían en el radar como una ordenada fila de blips situados a lo largo de una cadena, que señalaban hacia la Tierra. La mota más baja era su destino, Punto Cercano, donde dejarían el cargamento y los pasajeros.

A continuación llegó el grupo de puntitos que indicaban el Complejo Central, veinte kilómetros más allá, donde se desarrollaba el trabajo científico y de investigación en condiciones de caída libre. El blip más alto representaba un grupo de instalaciones situado aún más arriba, el laboratorio de investigación de Punto Lejano, donde trabajaba Jason. Habían acordado reunirse en el vestíbulo a medio camino, si la descarga iba bien por parte de ella y si sus experimentos le permitían salir a él.

Tenían que hablar de un montón de cosas.

Todos los motores quedaron desconectados cuando un secuenciador situado junto a la rodilla de Teresa anunció cero. La débil presión en su espalda volvió a desaparecer. Lo que la reemplazó no fue un «cero g». Después de todo, había bastante gravedad inundando el espacio que los rodeaba. Teresa prefería el término clásico «caída libre». Una órbita, después de todo, no es más que una caída a plomo que sigue perdida.

Por desgracia, ni siquiera las caídas benignas son siempre divertidas. Teresa no había sufrido nunca mareo espacial, pero probablemente la mitad de los pasajeros se sentían ahora fatal. Demonios, incluso los mirones eran personas.

—Comienza la maniobra de desvío y giro —anunció.

Los ordenadores se las apañaban bien hasta el momento. Los impulsores en el morro y la cola de la lanzadera (más pequeños que los brutos OMS) dieron el impulso necesario para que el horizonte girara en una compleja rotación de dos ejes. Se dispararon otra vez para estabilizarse en una nueva dirección.

—Ésa es mi chica —le dijo Mark suavemente a la nave—. Puede que estés ganando años, pero sigues siendo mi favorita.

Muchos astronautas coqueteaban con la última lanzadera tipo Columbia. Antes de subir a bordo palmeaban las siete estrellas pintadas en la escotilla de acceso. Y, aunque no se decía en voz alta, algunos pensaban claramente que fantasmas benévolos dirigían a la Pléyades, protegiendo todos sus vuelos.

Tal vez tenían razón. La Pléyades había escapado de momento al desguace que había sido el destino de la Discovery y la Endeavor, o al embarazoso final que había sufrido la vieja Atlantis.

Sin embargo, en privado, Teresa pensaba que era una lástima que la vieja nave no hubiera sido reemplazada hacía mucho tiempo, no por otro modelo tres, sino por algo nuevo, mejor. La Pléyades no era una auténtica nave espacial, después de todo. Sólo un autobús. Un carguero.

Y a pesar del romanticismo inherente a su profesión, Teresa sabía que ella misma era poco más que una conductora de autobuses.

—Maniobra completa. Cambio a programa de enganche.

—De acuerdo —reconoció Teresa. Jugueteó con el enlace de banda Ku—. MCC Colorado Springs, aquí Pléyades. Hemos terminado de lanzar los residuos de los tanques externos a las células de recuperación y lanzamos el ET. Circulación completa. Pedimos información para acercarnos a Ere… —Se interrumpió, recordando que hablaba con las Fuerzas Aéreas—. Para acercarnos a la Estación Reagan.

La diminuta voz del controlador llenó sus auriculares.

—Roger, Pléyades. Comprobación de alcance, noventa y un kilómetros…, cambio.

—¿A cuánto? —interrumpió Mark con una sonrisita. Era un chiste viejo que, afortunadamente, control no oyó.

—Doppler a veintiún metros por segundo…, cambio. Tangente, cinco punto dos mps…, cambio.

Teresa efectuó una rápida comprobación.

—Verificado, control. Estamos de acuerdo.

—Por allí resopla —dijo Mark, mirando a través de la ventanilla superior—. Erehwon, según lo previsto.

—Calla, Mark. El micro está abierto.

Randall hizo un gesto de indiferencia con la mano.

Roger, Pléyades —dijo la voz de Colorado Springs—. Les paso al control de la Estación Reagan. MCC fuera.

—Reagan lo que digan —murmuró Mark cuando la línea quedó despejada—. El paraíso de los mirones.

Teresa fingió no oírlo. Pulsó en el panel situado junto a su rodilla derecha el botón PROG, luego 319 EXE.

—Programa de encuentro y recogida activado —informó.

Entre sus consolas apareció una imagen holográfica de la propia Pléyades, un dardo aguzado, negro por abajo y blanco por arriba, los radiadores de la bodega de carga abiertos a la refrescante oscuridad del espacio. Llenando la mayor parte de la bodega había un bote cerrado de polvillo azul. La preciosa materia espía de los mirones. El tesoro del coronel Glenn Spivey. Y que el cielo ayudara a quien le pusiera un dedo encima.

Tras las diversas esferas blancas del cargamento había toneladas de propulsores superfríos, recuerdos del tanque externo después de que éste hubiera impulsado a la lanzadera durante el despegue. Arrojar el tanque de dos millones de litros al océano índico había sido su preocupación a principios de la inserción orbital, una rutina que solía molestar a Teresa, pero a la que ya no prestaba atención. Al menos en la actualidad rescataban los residuos. Todo aquel oxígeno e hidrógeno que sobraba tenía incontables usos en el espacio.

Mientras Mark hablaba con el control de Erehwon[1], Teresa hizo que el mecanismo prensor se despegara del borde de la bodega de carga. El grueso brazo, más ancho que el manipulador remoto utilizado para la descarga, extendió una punta telescópica terminada en un garfio abierto.

—Erehwon confirma telemetría —anunció Mark—. Aproximación nominal.

—Entonces disponemos de unos pocos minutos. Iré a echar un vistazo a los pasajeros.

—Sí, adelante. —Por supuesto, Mark sabía que tenía otro motivo para levantarse. Pero esta vez, juiciosamente, guardó silencio.

Tras soltarse el cinturón y volverse para usar el respaldo del asiento como impulsor, Teresa se abalanzó hacia la parte trasera de la cubierta de vuelo. Antes de la automatización, un especialista de la misión solía vigilar el cargamento desde allí. Ahora sólo quedaba una ventanilla. A través de ella, Teresa contempló el grupo de mirones, y más allá, los criotubos. Si la maniobra de enganche salía bien, ahorrarían la mitad de la hidrazina y el tetróxido de dinitrógeno, otro valioso suplemento para despegar. De lo contrario, la mayor parte de las reservas se utilizarían para equiparar las órbitas.

Acercó la cabeza a la gélida ventanilla para contemplar el brazo prensor que se alzaba de la plataforma. Estaba cerrada, como decía el ordenador. Sólo compruebo, pensó Teresa, sin arrepentirse de su necesidad de verificar en persona.

Se retorció y se zambulló a través de una apertura circular en el «suelo». Cinco oficiales de las Fuerzas Aéreas, vestidos con el uniforme azul de despegue, alzaron la cabeza para mirarla cuando entró en la espaciosa cabina conocida como cubierta media. Dos de los pasajeros parecían mareados y evitaron su mirada cuando Teresa pasó flotando. Al menos aquí no había ventanillas, lo cual les ahorraba la miseria añadida de la desorientación horizontal. De todas formas, un tercio de los novatos tenía que adaptarse durante varios días antes de que sus agitados estómagos les permitieran disfrutar del panorama.

—Buen despegue, capitana —enunció cuidadosamente el mayor de los oficiales mareados. Llevaba dos implantes liberadores de droga tras una oreja, pero seguía pareciendo bastante tembloroso. Teresa conocía al hombre de otros vuelos, y también en ellos se había mareado.

Debe de ser irremplazable si signen mandándolo aquí arriba. Como pintorescamente lo expresaba Mark, los tipos como aquél nunca tenían que demostrar que tenían agallas.

—Gracias —replicó ella—. Intentamos satisfacerles. Quería ver cómo se encuentran y decirles que nos reuniremos con el cepo de Punto Cercano en unos veinte minutos. El personal de la estación necesitará una hora para efectuar la descarga y recuperar los residuos. Entonces será su turno de subir al ascensor de Central.

—Eso será si consigue enganchar el cepo, señora Tikhana. ¿Y si falla?

Esta vez fue el hombre sentado a la izquierda, un tipo regordete con ojos ensombrecidos por tupidas cejas y brillantes insignias de coronel en un hombro. Manchas blancas le salpicaban la basta piel, un entramado producido por tratamientos repetidos para mantener a raya capas precancerígenas. Al contrario que los Chicos Ra u otros fetichistas terrestres, Glenn Spivey no había adquirido aquella pigmentación en una playa. Se había ganado el dudoso honor de la misma forma en que lo había hecho Jason: por encima de Uruguay, protegido solamente por el tejido de su traje mientras luchaba por salvar un experimento de alto secreto. Pero, claro, a fin de cuentas, ¿qué eran una docena de rads para un patriota?

Obviamente, no le habían importado a Jason. O eso había dado a entender su marido desde la cama donde se recuperaba, después de su propio encuentro con la zona de radiación del Atlántico Sur.

—Eh, mira, cariño. Esto no cambia nuestros planes. Hay bancos de esperma. O, cuando estés preparada, podemos hacer cualquier otro arreglo. Alguno de nuestros amigos debe de tener buena calidad… Eh, nena, ¿qué pasa ahora?

¡La moral de aquel hombre! ¡Como si eso fuera lo que tenía ella en mente mientras él yacía en un hospital, con los brazos llenos de tubos! Más tarde, el tema de los hijos contribuyó a ensanchar la barrera entre ellos. Pero, en ese momento, su único pensamiento fue: ¡Idiota, podrías haber muerto!

Con frialdad profesional, Teresa respondió al coronel Spivey.

—¿Si la estación no puede enganchar a la Pléyades cuando pase? En ese caso haremos otra ignición para equiparar las órbitas al viejo estilo. Eso requerirá tiempo, claro. Y no habrá ningún propulsor residual para despegar después del atraque.

—Tiempo e hidracina. —Spivey arrugó los labios—. Mercancías valiosas, señora Tikhana. Buena suerte.

El coronel había consultado dos veces su reloj desde que ella bajara allí, como si a las leyes de la naturaleza pudiera metérseles prisa igual que a los oficiales novatos, con una mirada severa. Teresa intentó ser comprensiva. Si no fuera por paranoicos vigilantes tipo espía como Spivey, siempre mirando y espiando para ver si las previsiones de los Tratados de Río se cumplían, ¿habría durado la paz tanto como lo había hecho? ¿Desde la Guerra Helvética?

—La seguridad es lo primero, coronel. No querrá que nos veamos envueltos en veinte kilómetros de material de residuos de fibra espectral, ¿verdad?

Uno de los mirones más jóvenes se estremeció. Pero Spivey la miró a los ojos comprensivamente. Cada uno tenía sus prioridades. Era mucho más importante que se respetaran mutuamente a que se apreciaran.

De vuelta a su consola, Teresa contempló la parte baja de la estación que aparecía a la vista: un manojo de tanques abultados y bombeantes que colgaban de una fila plateada. Muy por encima, otros componentes de la estación brillaban como joyas desprendidas de un collar muy largo. Más distante, invisible excepto al radar, se encontraba el Conjunto Punto Lejano, donde Jason seguía trabajando en asuntos que ella desconocía aún.

Ahora pasaban sobre los Alpes, una cordillera arrugada e irregular, cuyos cráteres causados por las bombas emergían de la capa de nieve invernal. Era una horrible yuxtaposición, y mostraba lo que las fuerzas naturales y las artificiales podían hacer si se enfurecían.

Pero Teresa no tenía tiempo para entretenerse contemplando postales. Concentró su atención en Punto Cercano, que colgaba como un péndulo, más inmediato a la Tierra.

Justo por debajo de la bombeante estación colgaba un botalón que se flexionaba y se estiraba a medida que su operador lo manejaba como una caña de pescar, en busca de la pieza más grande.

Los ojos de Teresa repasaron los instrumentos, la estación, las estrellas, absorbiéndolo todo. Momentos como éste hacían que todo el trabajo duro mereciera la pena. Sintió todo su ser unificado, desde las manos que manejaban tranquilamente los controles de la Pléyades a los hemisferios gemelos de su cerebro. Ingeniera y bailarina eran una sola cosa.

Por el momento, las ansiedades, las preocupaciones, se desvanecieron. De todos los incontables trabajos que una persona podía tener, en el mundo o fuera de él, éste le daba lo que más necesitaba.

—Allá vamos —susurró.

Teresa sabía exactamente dónde se encontraba.

»Érase una vez, el gran héroe Rangirua perdió a su hermosa Hinemarama. Ella murió y su espíritu fue a Rarohenga, la tierra de los muertos.

»Rangirua estaba loco de pena. Inconsolable, declaró que seguiría a su esposa al inframundo y la devolvería a Aomarama, el mundo de la luz.

»Con Kaeo, su fiel compañero, Rangirua se dirigió a las turbulentas aguas que guardaban la entrada a Rarohenga. Allí, Kaeo y él se zambulleron en la boca del infierno, por donde los latidos del corazón de Manata envían escalofríos a través de la tierra. Nadaron y nadaron contra este poder, hasta que, por fin, llegaron a la otra orilla, donde el espíritu de la amada esposa de Rangirua le esperaba.

»Ahora bien, para ser justos, hay que decir que Rangirua y Kaeo tal vez no fueran los únicos mortales en conseguir esa proeza. Los paheka cuentan una historia similar de alguien llamado Orfeo, que hizo lo mismo por su amada, y se dice que incluso consiguió cruzar el río solo.

»Pero Rangirua superó a Orfeo en lo más importante. Pues cuando Rangirua emergió de nuevo a la luz del padre sol, tanto su amigo como su amada estaban junto a él.

»Y es que Orfeo fracasó porque, como todos los paheka, no logró concentrar su mente en una sola cosa».