MESOSFERA

Para Stan Goldman fue una revelación ver a Alex Lustig correr de un sitio de trabajo a otro bajo la cúpula de roca. Nunca conoces a alguien hasta que lo ves en una crisis, musitó.

Allí estaba, por ejemplo, la familiar forma que tenía Alex de caminar encorvado. Aquí abajo, a medio kilómetro bajo tierra, ya no parecía perezosa o letárgica. Al contrario, se diría que el muchacho se inclinaba hacia delante para equilibrarse mientras avanzaba, empujando un tractor lento aquí, una perforadora recalcitrante allá, o simplemente instando a los trabajadores a continuar. La resistencia del aire podría haber sido lo único en frenarlo.

Stan no era el único que observaba a su antiguo pupilo, ahora transformado en una delgada y castaña tormenta de catálisis. A veces, los otros hombres y mujeres que trabajaban en esta profunda galería lo contemplaban, atraídos por tanta intensidad. Un grupo tenía problemas al conectar las líneas de datos para el gran analizador. Lustig estaba allí al instante, arrodillado en el antiguo suelo de guano cocido, improvisando una solución. Otro equipo, retrasado por un fallo en el suministro de energía, recibía un componente nuevo por parte de Alex en cuestión de minutos: simplemente lo había sacado del ascensor.

—Supongo que el señor Hutton se dará cuenta cuando nadie puede subir a cenar —oyó que decía un técnico mientras se encogía de hombros—. Tal vez utilizará una cuerda para bajarnos un componente de repuesto.

—No —replicó otro—. George en persona bajará la cena. A menos que el doctor Lustig nos enchufe a todos sondas intravenosas para que no tengamos que pararnos a comer.

Los comentarios se hacían con buen humor. Se dan cuenta de que éste no es simplemente otro trabajo apresurado, sino algo verdaderamente urgente. Con todo, Stan se alegraba de que la necesidad lo obligara a permanecer junto a su ordenador. De lo contrario, sin hacer caso de su edad ni de su antigua posición, Alex lo habría reclutado ya para ayudarle a pasar cables a través de las paredes de piedra caliza.

En cuestión de momentos, un laboratorio tomaba forma bajo la montañosa espina dorsal de la isla Norte de Nueva Zelanda.

Ellos tres (Stan, George y Alex) eran los únicos que sabían de la singularidad perdida, el agujero negro de Iquitos que ahora mismo podría estar devorando el interior del planeta. A los técnicos les habían dicho que estaban buscando una «anomalía gravitacional» a mucha más profundidad de lo que ninguna sonda anterior en busca de yacimientos o metano escondido había explorado nunca. Pero la mayoría de ellos reconocía una historia falsa cuando la escuchaban. El rumor más frecuente, intercambiado con sonrisas huidizas, era que el jefe había encontrado un mapa que conducía al Mundo Perdido subterráneo de Verne y Burroughs y las películas de serie B del siglo XX.

Habrá que decírselo pronto, pensó Stan. Alex y yo no podremos manejar solos los escáners. Buscar un objeto más pequeño que una molécula a través de millones de kilómetros cúbicos de minerales prensados y metal líquido sería como buscar una aguja móvil en incontables pajares.

Como si pudieran hacer algo si encontraban al taiwha allí abajo. Ni siquiera Stan, que comprendía gran parte de las nuevas ecuaciones de Alex, era capaz de creer en los aterradores resultados durante más de unos segundos.

Tengo cuatro nietos, un jardín, estudiantes brillantes con todas sus vidas creativas por delante, una mujer que ha llenado mi vida durante décadas… Hay libros que he dejado para leer «más adelante». Puestas de sol. Pinturas. Posesiones…

Tanta riqueza, modesta en términos económicos, hacía sin embargo que los miles de millones de George Hutton no fueran gran cosa en comparación. Resultaba difícil y doloroso verse obligado a estas alturas a hacer inventario y darse cuenta de aquello.

Soy un hombre rico. No quiero perder la Tierra.

El ordenador portátil de Stan trinó, interrumpiendo sus morbosos pensamientos. En un pequeño volumen sobre el maletín abierto tomó forma una imagen, un brillante cilindro cuya lisa superficie no era del todo metálica, ni plástica, ni cerámica. No obstante, brillaba viscosamente, como un líquido contenido en un molde de fuerza tubular.

Ha tardado mucho, pensó irritado, comprobando las cifras. Bien. La antena principal se puede construir usando la tecnología actual. Nada complicado, sólo simples microconstructores. Pero programar los pequeños puñeteros…, eso va a ser todo un quebradero de cabeza. No puedo permitirme ningún fallo en la retícula, o las ondas de gravedad que irradie se extenderán por todo el lugar.

Durante más tiempo del que alcanzaba a recordar, Stan había oído excitadas predicciones acerca de cómo las nanomáquinas transformarían el mundo, creando riqueza de la basura, construyendo nuevas ciudades y salvando a la civilización de la sombría perspectiva de las fuentes siempre menguantes. También purgarían las arterias, restaurarían el tejido cerebral hasta el vigor de la juventud, y tal vez incluso eliminarían el mal aliento. En la realidad, sus usos eran limitados. Los robots microscópicos eran glotones energéticos, y requerían entornos absolutamente ordenados para trabajar. Incluso trazar una antena cristalina uniforme, molécula a molécula en un baño nutritivo-químico, requería preparar por anticipado cada detalle.

Con sumo cuidado, utilizó las ecuaciones de Alex para ajustar el diseño, haciendo que el cilindro adoptara la forma exacta para enviar delicadas sondas de radiación a través de aquellos fieros e infernales círculos inferiores, en busca de un monstruo elusivo. Era un trabajo maravillosamente distraído.

Cuando se produjo la explosión, la onda inicial de sonido casi derribó a Stan de su taburete. Los ecos reverberaron por las galerías de roca. Siguió un grito y un rugido siseante.

Hombres y mujeres soltaron sus herramientas y se abalanzaron hacia una curva de la caverna, donde se detuvieron, horrorizados. Alex Lustig se abrió paso hacia el lugar de la conmoción. Stan se levantó, parpadeando.

—¿Qué…? —Ninguno de los técnicos se detuvo a responder a su pregunta.

—¡Traed una escalera! —exclamó alguien.

—¡No hay tiempo! —gritó otro.

Sorteando un amasijo de tuberías y cables que cubrían el suelo, Stan consiguió por fin abrirse paso por entre las filas de espectadores y pudo ver lo que había sucedido. Al principio le pareció que una tubería se había roto, esparciendo vapor caliente por toda una pared cubierta de un entramado en forma de parrilla. Pero el viento que súbitamente le alcanzó no era caliente. Lo derribó con una andanada de frío amargo.

¿Es el hidrógeno líquido?, se preguntó Stan, encogiéndose ante la fría vaharada. ¿O se ha perforado también la tubería de helio? Lo primero sería una contingencia. Lo segundo podría significar la catástrofe.

Consiguió reunirse con un grupo de técnicos que se protegían tras uno de los receptáculos de quimiosíntesis. Agarrándose las ropas de trabajo que revoloteaban, los otros atisbaban hacia la maraña de andamios, donde un tubo roto vomitaba frío cortante. Metros más allá de aquella barrera infranqueable, dos figuras se agarraban a un frágil andamio. Los trabajadores estaban aislados, tiritando, sin ninguna forma visible de alcanzar la válvula de interrupción en lo alto de los tanques criogénicos.

Alguien señaló más arriba, cerca del techo abovedado, y Stan se quedó boquiabierto. ¡Allí, agarrado a un puñado de estalactitas, estaba colgado Alex! Tenía un brazo introducido en una abertura entre dos de las estalactitas, justo encima de donde se unían. Parecía un asidero horriblemente precario.

—¿Cómo se ha subido ahí?

Stan tuvo que repetir la pregunta por encima del rugido del frío gas a presión. Una mujer ataviada con una bata blanca señaló una escalerilla de metal, cristalizada, que se sacudía por efecto de la escarcha aturdidora.

—¡Intentaba dejar atrás el chorro para llegar a la válvula de cierre, pero la escalera se rompió! ¡Ahora está atrapado!

Desde su peligrosa situación, el joven físico hizo señas y gritó. Uno de los técnicos, un maorí de pura raza del mismo que George Hutton, empezó a buscar piezas de maquinaria. Pronto hizo girar un objeto pesado en el extremo de un cable y lo envió volando en un arco. Alex no consiguió asir la herramienta, pero atrapó el cable con el brazo izquierdo. Fragmentos de piedra se desmoronaron cuando usó los dientes y una mano para rebobinar un taladro con un tornillo ya colocado en su sitio.

¿Cómo puede encontrar equilibrio para…?

Sorprendido, Stan contempló a Alex pasar las piernas alrededor de la columna. Agarrado a la estalactita, aplicó el taladro a la sección más fuerte, justo por encima de su cabeza. La roca colgante se estremeció. Aparecieron grietas por toda la columna. Si Alex caía, introduciría por carambola trozos del andamio caído en el chorro superfrío.

Stan contuvo la respiración mientras Alex clavaba la broca, la probaba, y pasaba rápidamente un lazo de cable por la anilla. Se agarró a ella cuando la parte más grande de la estalactita cedió y cayó para alcanzar con gran estrépito los escombros de abajo. La muchedumbre gritó. Colgando en el aire, Alex se debatió en busca de un asidero mejor mientras todos los de abajo veían la herida que la piedra le había abierto en el interior de los muslos. Arroyuelos sangrantes goteaban por los jirones de sus pantalones rasgados, uniéndose a ríos de sudor mientras él se esforzaba en atar un lazo. Al encontrarse con el gas rugiente, las gotas de sangre explotaban en chorros de nieve rojiza.

Stan volvió a respirar cuando Alex pasó los hombros a través del lazo y dejó que el cable aceptara su peso. Todavía jadeando, el joven científico se volvió y gritó por encima del ruido.

—¡Aflojad!… ¡Tirad!

Dos de los técnicos que sujetaban el cable parecían sorprendidos. Stan casi se abalanzó hacia delante para darles explicaciones, pero el ingeniero maorí se le adelantó. Haciendo gestos hacia los otros, empezó a soltar más cuerda y luego tiró justo antes de que los pies de Alex se acercaran al chorro helado. Repitió el proceso, soltando primero cuerda, tirando después. Era un ejercicio simple de resonancia armónica, como con el columpio de un niño, sólo que aquí el plomo era un hombre. Y no aterrizaría en una caja de arena.

El arco de Alex creció mientras la maniobra se alargaba. Con cada paso, se acercaba a la corriente superfría de aire licuado, una tormenta de chispeantes copos de nieve que giraban en su estela. Gritó a los que manejaban el cable en tensión.

—Cuarta sacudida…, ¡soltad!

Entonces, en el siguiente paso:

—¡Tres! ¡Dos!

Su voz sonaba cada vez más ronca. Stan estuvo a punto de gritar al ver que el arco se desarrollaba. ¡Iban a soltar demasiado pronto! Sin embargo, antes de que pudiera hacer nada, los hombres soltaron con un grito. Alex pasó por encima de la corriente, dejando atrás a los dos supervivientes aislados, para chocar contra el entramado del tanque criogénico central. De inmediato, buscó asidero en la superficie helada. La mujer que estaba junto a Stan le agarró el brazo y jadeó bruscamente cuando Alex empezó a deslizarse fatalmente… y se detuvo justo a tiempo, pasando un brazo alrededor de un tubo.

Un brusco chasquido metálico hizo que Stan diera un salto atrás cuando uno de los tanques de quimiosíntesis más cercanos crujió y se dobló hacia dentro a causa del frío. Líneas de control finas como fibras coletearon igual que serpientes heridas hasta que se encontraron con la corriente de helio, donde se convirtieron instantáneamente en vidriosos fragmentos.

—Han cortado la corriente ascendente —informó alguien.

Stan se preguntó si la presión parcial del helio sería ya lo bastante alta para afectar la transmisión del sonido o si la voz del hombre temblaba de puro miedo.

—Pero hay demasiado en esos tanques —apuntó otro—. Si no puede detenerla, perderemos la mitad de los aparatos de la caverna. ¡Nos retrasaremos semanas!

También hay tres vidas en juego, pensó Stan. Pero claro, la gente tenía sus propias prioridades. Unas manos volvieron a agarrarle por la manga: esta vez varios ingenieros veteranos organizaban una evacuación ordenada. Stan sacudió la cabeza, negándose a marcharse, y nadie insistió. Siguió contemplando cómo Alex se abría paso hacia la válvula de cierre, arrastrándose mano sobre mano. Las tuberías habían perdido su color. Parches de piel congelada mezclados con sangre, advirtió Stan con una nauseabunda sensación.

Centímetro a centímetro, Alex se acercó al andamio caído. Una argolla permanecía en la pared, rodeada de roca. Casi ciego, Alex tuvo que buscarla a tientas, y su pie falló repetidamente el asidero.

—¡A la izquierda, Alex! —gritó Stan—. ¡Ahora arriba!

Con la boca completamente abierta, exhalando una espuma de vapor cristalizado, Alex encontró la cornisa y descargó su peso en ella. Sin pausa, lo empleó para impulsarse hacia la válvula.

Después de todos sus esfuerzos por llegar allí, girar la manivela resultó desconcertantemente fácil. Al menos aquella parte del sistema criogénico había sido construida a conciencia. El chirriante gemido se apagó, junto con la presión helada. Stan avanzó, tambaleándose.

Los equipos de rescate lo adelantaron, llevando escaleras de mano y camillas. Tardaron tan sólo unos instantes en bajar a los dos trabajadores heridos y retirarlos. Pero Alex descendió por su cuenta, torpemente. Arropado en mantas, los brazos enlazados en quienes le guiaban, a Stan le pareció una especie de legendario Yeti, su cara sin sangre, pálida y chispeante, cubierta de una capa de cristalina escarcha. Hizo que sus escoltas se detuvieran cerca de Stan y consiguió pronunciar unas palabras mientras le castañeteaban los dientes.

—C-culpa mía. Me-metí prisa… —Las palabras se ahogaron entre temblores.

Stan cogió a su joven amigo por los hombros.

—No seas gilipollas, has estado genial. No te preocupes, Alex. George y yo lo tendremos todo arreglado para cuando vuelvas.

El joven físico asintió temblorosamente. Stan lo observó mientras los enfermeros se lo llevaban.

Vaya, pensó, maravillado por lo que había quedado revelado en el lapso de unos pocos minutos. ¿Había existido esta faceta de Alex Lustig todo el tiempo, oculta en su interior? ¿O el destino la propiciaba a cada hombre, como sin duda había sucedido con aquel pobre muchacho, para que combatiera a demonios mientras el destino del mundo estaba en juego?

■ Hace mucho tiempo, incluso antes de que los animales aparecieran sobre la tierra seca, las plantas desarrollaron un compuesto químico, la lignina, que les permitió desarrollar largos tallos para alzarse por encima de sus competidores. Fue uno de los logros que cambiaron las cosas para siempre.

Pero ¿qué sucede después de la muerte de un árbol? Sus proteínas, celulosa, e hidratos de carbono pueden ser reciclados, pero sólo si se trata primero la lignina. Sólo entonces puede el bosque reclamar a la muerte la materia de la vida.

Las hormigas descubrieron y explotaron una respuesta a este dilema. Un trillen de hormigas, segregando ácido fórmico, ayudan a impedir un desarrollo que de otro modo podría ahogar al mundo bajo una capa de madera impermeable e impútrida. Por supuesto, lo hacen para su propio beneficio, sin pensar en las ventajas que reporta al Todo. Y sin embargo, el Todo queda mejorado, limpiado, renovado.

¿Fue casual que las hormigas evolucionaran por este camino para encontrar un hueco y salvar al mundo?

Por supuesto. Igual que los incontables milagros casuales que hacen funcionar esta maravilla. Les digo que algunos accidentes son más fuertes y más sabios que ningún plan previo. Y si al decirlo me convierto en una hereje, que así sea.

—Jen Wollmg, de El Blues de la Madre Tierra, Globe Books, 2032 [■ Código de acceso hiper 7-tEAT-687-56-1237-65p.]