Hay muchas formas de reproducirse. (¡Qué palabra tan hermosa!). A estas alturas de su larga vida, Jen Wolling pensaba que las conocía casi todas. Sobre todo cuando el término se refería a la biología, a todas las diversas formas que la Vida empleaba para engañar a su gran enemigo, el Tiempo. Había tantas formas que algunas veces Jen se preguntaba por qué todo el mundo armaba tanto alboroto con la más tradicional, el sexo. Cierto, el sexo tenía sus atractivos. Ayudaba a asegurar la variedad en una especie. Mezclar tus propios genes con los de otra persona era un juego donde se apostaba que los aspectos benéficos sobrepasarían a los inevitables errores. De hecho, el sexo había servido a la mayor parte de las formas de vida superiores bastante bien y durante mucho tiempo, y se había visto reforzado por muchas respuestas hormonales y placenteras.
En otros tiempos, Jen había surcado estos caminos en vivo y de buena gana. También había cartografiado con más precisión aquellos mismos caminos, en mapas de matemáticas claras y sin embargo apasionadas. Sus modelos de ordenador habían sido los primeros en mostrar bases teóricas para la sensación, racionalidades lógicas para el éxtasis, incluso teoremas para el misterioso arte de la maternidad.
Con dos maridos, tres hijos, ocho nietos, y un posterior Premio Nobel, Jen conocía la maternidad desde todos los ángulos, a pesar de que sus fieros flujos hormonales se habían convertido en meros recuerdos. Ah, bueno. Había otras formas de perpetuarse. Otras formas con las que incluso una mujer vieja podía dejar su huella en la historia.
—¡No, Nena! —reprendió, retirando una brillante manzana roja de los barrotes que dividían en dos el espacioso laboratorio. Un tentáculo gris se agitó ante las barras de acero, en dirección a la fruta—. ¡No! Hasta que lo pidas con amabilidad.
Desde una mesa cercana, una joven negra suspiró.
—Jen, ¿quieres dejar de atormentar a la pobre criatura? —Pauline Cockerl sacudió la cabeza—. Sabes que Nena no te comprenderá a menos que acompañes las palabras con signos.
—Tonterías. Comprende perfectamente. Observa.
El animal dejó escapar un chirriante bufido de frustración. Complaciente, echó hacia atrás su trompa para pasar la punta alrededor de una mata de pelo que colgaba sobre sus ojos.
—Buena chica —dijo Jen, y lanzó la manzana. Nena la agarró con habilidad y la aplastó felizmente.
—Puro condicionamiento operativo. —La mujer más joven hizo una mueca—. No tiene nada que ver con la inteligencia o el conocimiento.
—El conocimiento no lo es todo —replicó Jen—. La amabilidad, por ejemplo, debe inculcarse a niveles más profundos. Menos mal que he venido. Se está volviendo maleducada.
—Buf. Si me preguntas mi opinión, estás racionalizando otro brote de SPN.
—¿SPN?
—Síndrome Post-Nobel —explicó Pauline.
—¿Todavía? —Jen arrugó la nariz—. ¿Después de todos estos años?
—¿Por qué no? ¿Quién ha dicho que sea curable?
—Hablas como si fuera una enfermedad.
—Lo es. Mira la historia de la ciencia. La mayoría de los científicos que obtienen premios se convierten en defensores acérrimos del status quo, como Hayes y Kalumba, o iconoclastas como tú, que insisten en lanzar piedras a las vacas sagradas…
—Una metáfora mixta —señaló Jen.
—… y en preocuparse por detalles mínimos, hasta que se convierten en una molestia.
—¿Soy una molestia? —preguntó Jen, inocentemente.
Pauline alzó los ojos al cielo.
—¿Quieres decir aparte de venir aquí por las buenas, sin anunciarte, y entrometerte en el entrenamiento de Nena?
—Sí. Aparte de eso.
Con un suspiro, Pauline desenchufó una placa de datos de un puñado de aparatos de lectura delgadísimos. Señalaba el último número de Nature, una página de la sección de cartas al director.
—Oh, eso —observó Jen.
Había venido aquí, a la hermética pirámide con aire acondicionado del Arca de Londres, para escapar del alud de llamadas telefónicas y de la Red que se amontonaban en su propio laboratorio. Inevitablemente, una sería del director del St. Thomas, para invitarla a un agradable almuerzo frente al río, donde había dado a entender una vez que una emérita profesora de noventa años debería pasar más tiempo en el campo, contemplando cómo los rayos ultravioleta teñían los rododendros de sombras púrpura, en vez de dar vueltas por el mundo metiendo la nariz en los asuntos de otros investigadores y haciendo declaraciones acerca, de temas que no eran asunto suyo.
Si alguien hubiera hablado como ella lo había hecho en la Conferencia Mundial sobre el Ozono celebrada en la Patagonia la semana anterior, habría encontrado en casa más cartas y llamadas telefónicas. Con el clima político de hoy en día, la salida más amable podría ser el retiro forzoso. Adiós al laboratorio en la ciudad. Adiós a las generosas asesorías y los viajes pagados.
Desde luego, aquella medallita sueca tenía sus compensaciones. Convertirse en laureada era como transformarse en aquel famoso gorila de mil kilos, el que arrasaba con todo lo que se le antojaba. Al contemplar su huesudo y diminuto reflejo en la ventana del laboratorio, Jen encontró la comparación deliciosa.
—Sólo he señalado lo que cualquier idiota debería ser capaz de ver —explicó—. Que gastar miles de millones para insuflar ozono artificial en la estratosfera no solucionará nada. Ahora que esos idiotas avariciosos han dejado de llenar el aire con compuestos de cloro, la situación se arreglará pronto.
—¿Pronto? —preguntó Pauline, incrédula—. ¿Décadas es lo bastante pronto para restaurar la capa de ozono? Díselo a los granjeros, que tienen que tapar los ojos a su ganado.
—De todas formas no se debería de comer carne —gruñó Jen.
—Entonces, díselo a todos los humanos que tienen lesiones en la piel porque…
—Las Naciones Unidas suministran sombreros y gafas de sol para todo el mundo. Además, con gastarse cuatro perras en crema se elimina el peligro del cáncer…
—¿Qué hay entonces de los animales salvajes? Los babuinos de la sabana no tenían problema, declararon seguro su hábitat hace diez años. Ahora muchos se están quedando ciegos, hay que recluirlos en arcas de todas formas. ¿Cómo suponen que vamos a enfrentarnos con el problema aquí?
Pauline hizo un gesto hacia el vasto atrio del Arca de Londres, con sus innumerables filas de hábitats artificiales cerrados. El enorme edificio de jardines flotantes y entornos meticulosamente regulados era muy diferente a su origen en el zoo de Regent's Park. Y era sólo una estructura entre casi un centenar, esparcidas por todo el mundo.
—Haréis lo mismo que habéis hecho siempre —respondió Jen—. Ampliaréis las instalaciones, trabajaréis horas extras, os las arreglaréis.
—¡Por ahora! ¿Pero qué hay de mañana? ¿Y la siguiente catástrofe? Jen, no puedo creer lo que estás diciendo. ¡Tú encabezaste la lucha por las arcas, desde el principio!
—¿Sí? ¿Entonces soy una traidora si digo que parte del trabajo ha tenido éxito? Vaya, en algunos sitios incluso hemos aumentado el fondo genético, como con Nena aquí. —Hizo un gesto hacia el paquidermo peludo de la jaula—. Deberías tener fe en nuestro trabajo, Pauline. La restauración del hábitat será un problema resuelto algún día. La mayoría de esas especies podrán regresar dentro de unos cuantos siglos…
—¡Siglos!
—Sí, naturalmente. ¿Qué son unos pocos siglos comparados con la edad de este planeta?
Pauline hizo una mueca, dudosa. Pero Jen la interrumpió antes de que pudiera decir nada, introduciendo un deje de acento cockney.
—Encanto, ¿por qué te lo tomas tan a pecho? Da marcha atrás un momento. ¿Qué es lo peor que podría pasar?
—¡Podríamos perder todas las especies terrestres no protegidas que pesen más de diez kilos! —replicó ferozmente la mujer más joven.
—¿Sí? Entonces, echemos por la borda los contenidos de estas arcas, las especies protegidas, y a todos los seres humanos. A los diez mil millones. Eso sí que sería todo un holocausto.
»Pero ¿qué diferencia comportaría para la Tierra, Pauline, digamos al cabo de diez millones de años? Apuesto a que no mucha. La vieja dama nos sobrevivirá. Lo ha hecho antes.
Pauline se quedó con la boca abierta, la expresión aturdida. Por un momento, Jen se preguntó si esta vez se había pasado realmente.
Su joven amiga parpadeó. Entonces mostró una sonrisa recelosa que se fue extendiendo.
—¡Eres horrible! Por un momento casi empecé a tomarte en serio.
Jen sonrió.
—Venga, me conoces bien.
—¡Sé que eres una cascarrabias incorregible! Vives para sacar a la gente de sus casillas, y algún día tu costumbre de llevar la contraria te llevará a la perdición.
—Bah. ¿Cómo crees que he permanecido tanto tiempo interesada en la vida? Buscando formas de divertirme: ése es el secreto de mi longevidad.
Pauline devolvió la placa de lectura a la atestada mesa.
—¿Por eso vas a Sudáfrica el mes que viene? ¿Porque molestará a todo el mundo en ambos bandos?
—Los ndebele quieren que eche un vistazo a sus arcas desde una perspectiva macrobiológica. Sean cuales sean sus problemas raciales y su política, siguen siendo miembros vitales del Proyecto Salvación.
—Pero…
Jen dio una palmada.
—Ya basta. No tiene nada que ver con nuestro pequeño proyecto de estirpecultura, Mammut americanum. Vamos a examinar el archivo de Nena, ¿quieres? Puede que esté jubilada, pero apuesto a que todavía soy capaz de recomendar un factor de gradiente neural más apropiado que el que estáis usando.
—¡Haz lo que quieras! Está en la otra habitación. Vuelvo en seguida.
Con una gracia juvenil que Jen observó amorosamente, Pauline salió del laboratorio y la dejó reflexionando sobre las misteriosas formas de la ambigüedad en el lenguaje.
En efecto, su hábito de jugar con la gente era una mala costumbre. Pero a medida que transcurrían los años, se hacía más fácil. Todos la perdonaban, casi como si se lo esperaran… o lo pidieran. ¡Y como ella ponía a prueba a todo el mundo, tomando posturas contrarias sin prejuicios, cada vez menos gente parecía creer que hablara alguna vez en serio!
Tal vez, admitió Jen con sinceridad, ésa sería la venganza a largo plazo contra ella. Achacar a broma todo lo que decía. Ése sería un triste destino para alguien considerada «la madre del moderno paradigma de Gaia».
Jen frotó la trompa de Nena, acariciando la abultada frente donde la neotenia inducida había dado al híbrido de elefante y mamut un córtex ampliado. El pelaje de Nena era largo y graso, y desprendía un olor fuerte y ácido, aunque agradable. La cadena mundial de arcas genéticas tenía un surtido de paquidermos, incluso de esta nueva especie, «Mammontelephas», en el que la mitad de los genes procedían de un cadáver de veinte mil años que había quedado al descubierto en la tundra canadiense en la retirada del hielo. De hecho, se reproducían tan bien que quedaban algunos para hacer experimentos sobre la infancia ampliada en los mamíferos. Bajo la estricta supervisión de los tribunales científicos y los comités proderechos de los animales, por supuesto.
Desde luego, la criatura parecía bastante feliz.
—¿Qué te parece, Nena? —murmuró Jen—. ¿Estás contenta de ser más lista que el elefante medio? O preferirías estar en las llanuras, revoleándote por el barro, desarraigando árboles, quejándote por cualquier cosa y quedándote preñada antes de cumplir los diez años. La trompa de punta rosada se enroscó en su mano. Jen la acarició cariñosamente.
—Sin duda eres importante para ti misma, ¿verdad? Y formas parte del todo. ¿Pero importas realmente, Nena? ¿Importo yo?
De hecho, pensaba en serio todo lo que le había dicho a Pauline, el hecho de que incluso la extinción en masa carecería esencialmente de significado a la larga. Toda una vida construyendo los cimientos básicos de la biología la habían convencido de ello. La homeostasis del planeta, de Gaia, era lo bastante poderosa para sobrevivir incluso a grandes cataclismos.
Muchas veces, súbitas oleadas de muerte habían aniquilado especies, géneros, incluso órdenes enteros. Los dinosaurios eran solamente las víctimas más románticas de un episodio. Y sin embargo, después de cada abismo asesino, las plantas seguían eliminando dióxido de carbono del aire. Los animales y los volcanes continuaban devolviéndolo, porcentaje más o porcentaje menos.
Incluso el efecto invernadero por el que todo el mundo se había preocupado, los casquetes polares fundidos, la desertización, la muerte de millones de seres por la subida de las aguas, incluso aquel catastrófico resultado de los excesos humanos nunca rivalizaría con las grandes inundaciones que siguieron al período Pérmico.
Jen aprobaba la forma en que todo el mundo actuaba, hablaba y escribía hoy en día, promulgando leyes y diseñando tecnologías para «salvar la Tierra» de los errores del siglo XX. Después de todo, sólo las criaturas estúpidas ensuciaban su propio nido, y la humanidad no podía permitirse más estupideces. Sin embargo, ella adoptaba su excéntrica visión, basándose en una identificación personal con el mundo viviente. En el atrio, un leve murmullo se repitió en las paredes de la caverna de cristal. Reconoció el ronroneo de un tigre, su animal totémico según el shaman con quien había pasado un verano, antes de que terminara el siglo anterior. Le había dicho que el suyo era «el espíritu de una gran madre gata…».
Vaya tontería. ¡Pero qué hombre más guapo era! Jen recordaba su aroma a hierbas y humo de madera y olor masculino, aunque ahora mismo le resultaba difícil acordarse de su nombre.
No importaba. Él había muerto. Algún día, a pesar de los esfuerzos de la gente como Pauline, también los tigres podrían desaparecer.
Pero algunas cosas perduraban. Jen sonrió mientras acariciaba la trompa de Nena.
Si los humanos nos aniquilamos, hay suficientes genes mamíferos para sustituirnos por otra raza más sabia al cabo de unos pocos millones de años. Tal vez sean descendientes de coyotes o de mapaches, criaturas demasiado adaptables para tener necesidad de refugiarse en arcas. Demasiado duras para ser borradas por cualquier calamidad como las que nosotros creamos.
Oh, la delicada especie de Nena no nos sobrevivirá, pero seguro que las ratas de Noruega lo harán. Me pregunto qué tipo de custodios planetarios serán sus descendientes.
Nena barritó suavemente. El híbrido de mamut y elefante la observaba con suaves ojos que parecían preocupados, como si de algún modo la criatura percibiera los inquietos pensamientos dejen. Ella se echó a reír y palmeó la áspera piel grisácea.
—Oh, Nena. ¡Abuelita no cree en la mitad de las cosas que dice o piensa! Sólo lo hago para divertirme.
»No te preocupes. No dejaré que pasen cosas malas. Siempre te estaré cuidando.
»Estaré aquí. Siempre.
Red Mundial de Noticias: Canal 265/Interés General/Nivel 9+(transcripción).
«Tres millones de ciudadanos de la República de Bangladesh contemplaron impotentes la desaparición de sus granjas y aldeas mientras los monzones llegados antes de tiempo reventaban los diques construidos a mano, convirtiendo los restos del estado devastado en un reino de alfaques pantanosos cubiertos por la Bahía de Bengala…» | [Imagen de rostros oscuros y sollozantes contemplando aturdidos los cuerpos hinchados de animales y las granjas destrozadas.] |
[■ Opción del espectador: Para detalles de la tormenta citada, voz-enlazar TORMENTA 23 ahora.]
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«Éstos son los recalcitrantes, que han rehusado todas las ofertas anteriores para volver a establecerse. Sin embargo, parece que ahora se enfrentan con una amarga elección. Si aceptan la condición de refugiados totales y se unen a sus parientes en las Nuevas Tierras de Siberia o Australia, eso implicará la aceptación adicional de todas las condiciones impuestas, particularmente el juramento para mantener las restricciones de población…» | [Imagen de una mujer embarazada, con cuatro niños llorosos, mientras empuja a su asustado marido hacia un grupo de médicos de piel clara. Zoom sobre la hoz y el martillo en la hombrera de un médico, la hoja de arce de una enfermera canadiense. Miembros del equipo con sonrisas amables. Demasiado nervioso para la tienda de campaña.] |
[■ Para información sobre juramentos específicos, voz-enlazar REFUGIO 43.]
[■ Para procedimientos médicos específicos, voz-enlazar VASECT 7.]
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«Tras haber llegado al límite de su resistencia, muchos han accedido a los términos de las naciones anfitrionas. Sin embargo, se espera que algunos rechacen esta última oportunidad y elijan en cambio la vida dura, aunque no reglamentada, de los ciudadanos del Estado del Mar, cuyas burdas almadías surcan ya los pantanos y bajíos donde antiguamente se alzaban grandes extensiones de cáñamo…» | [Panorámica de balsas, almadías, pecios de todas las formas y tamaños, arracimados bajo la lluvia. Burdas dragas sondean los esqueletos de un antiguo poblado, sacando troncos, muebles, cachivaches que usar o vender. Otros barcos más rápidos persiguen bancos de plateadas anchoas a través de los diques inundados.] [■ Imagen en directo 2376539.365x-2270.398, satélite DISPAR XVII. 1,45 $/minuto.] |
[■ Para información general, enlazar ESTADOMAR 1.]
[■ Para datos sobre la flotilla específica, enlazar MAR BANGLA 5.]
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«Los portavoces del Estado del Mar ya han reclamado su derecho de soberanía sobre los nuevos territorios de pesca…» [Ref. Documento ONU 43589.5768/ ONURRS 87623ba.] |
[Diplomáticos en salones de mármol, rellenando documentos.] [Exploradores cartografiando extensiones oceánicas.] [Imágenes en diferido APW72150/09, Associated Press 2038.6683.] |
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«Como era de esperar, la República de Bangladesh ha dirigido una protesta a través de su delegación en las Naciones Unidas. Sin embargo, con su capital sumergida, las protestas empiezan a parecer un trágico fantasma…» | [Escena de un joven de piel oscura con un sucio pañuelo en la cabeza, agarrado a una oxidada barandilla y mirando hacia un futuro incierto.] |