NÚCLEO

Una deidad furiosa observaba a Alex. La luz del sol proyectaba sombras sobre las mejillas talladas y la lengua asomada del Gran Tu, el dios maorí de la guerra.

Un dios con dispepsia, pensó Alex al contemplar la talla. Yo me sentiría igual si estuviera aquí clavado, decorando la pared del despacho de un multimillonario.

A Alex se le ocurrió que la nariz del Gran Tu parecía el gnomon de un reloj de sol. Su sombra anunciaba la hora, arrastrándose según el medido tictac del reloj del abuelo, originario del siglo XX, que se hallaba en un rincón. La silueta se estiraba lenta, amorosamente, hacia una chispeante geoda de amatista, otro más de los tesoros geológicos de George Hutton. Alex se apostó consigo mismo a que la sombra no llegaría a su objetivo antes de que el sol quedara oculto por las colinas del oeste.

Y a este paso, tampoco lo haría George Hutton. ¿Dónde demonios está ese hombre? ¿Por qué accedió a esta reunión si no tenía pensado aparecer?

Alex volvió a consultar su reloj, aunque sabía la hora. Se contuvo nerviosamente cuando vio que estaba golpeando con un zapato la pata de la mesa cercana.

¿Qué te han dicho siempre Jen y Stan? «Intenta ser paciente, Alex».

No era su mejor virtud. Pero había aprendido mucho en los últimos meses. Era sorprendente cómo podías enfocar la mente cuando guardabas un secreto que podía significar el fin del mundo.

Miró a su amigo y antiguo mentor, Stan Goldman, que había dispuesto esta cita con el presidente de Tangoparu Ltd. Sin inmutarse en lo más mínimo por la tardanza de su jefe, el viejo y escuálido teórico estaba inmerso en el último número de Physical Review.

No había ninguna esperanza de distracción por ese lado. Alex suspiró y dejó que sus ojos recorrieran una vez más el despacho de George Hutton, esperando obtener una medida del hombre.

Por supuesto, la mesa de conferencias estaba equipada con las mejores placas de último modelo para acceder a la Red Mundial de Datos. Una pared entera aparecía cubierta por una pantalla de hechos activos, un montaje de panorámicas en directo de lugares aleatorios repartidos por toda la Tierra: zepelines volando sobre Wuhan, el amanecer en una aldea del norte de África, las luces de alguna ciudad lejana.

Esculturas holográficas originales de bestias míticas brillaban en la entrada de la suite, pero junto a la mesa se hallaban los tesoros más queridos de Hutton: minerales y menas recolectados tras toda una vida de remover la corteza del planeta, incluyendo un gran circonio color sangre que resplandecía en un pedestal, justo debajo de la máscara de guerra maorí. Alex cayó en la cuenta de que ambos objetos eran productos de fieros crisoles, uno mineral, el otro social. Cada uno mostraba resistencia a la presión. Quizás esto también decía algo acerca de la personalidad de George Hutton.

Pero tal vez no significaba nada. Alex nunca había sido un gran psicólogo. Buena muestra de ello eran los sucesos del último año.

Con un súbito chasquido y un zumbido, las puertas del pasillo se abrieron y apareció un hombre alto, de piel cobriza, que respiraba con dificultad y estaba cubierto de sudor.

—¡Ah! Se han puesto cómodos. Bien. Lamento haberte hecho esperar, Stan. Doctor Lustig. Discúlpenme, ¿quieren? Sólo será un momento. —Se quitó un jersey empapado de los anchos hombros y pasó ante una ventana que permitía ver los barcos de vela de la bahía de Auckland.

George Hutton, supongo, pensó Alex mientras bajaba su mano extendida y volvía a sentarse. Qué poco formal. Está bien, supongo.

—¡Nuestro juego sufrió un retraso tras otro por culpa de las lesiones! —gritó Hutton desde la puerta abierta del cuarto de baño—. Poca cosa, afortunadamente. Pero ya comprenderán que no podía dejar tirado al equipo de Tangoparu cuando más falta hacía. ¡No durante la final con Nippon Electric!

En general, hubiese parecido extraño que un hombre de negocios cincuentón descuidara una cita por un partido de fútbol. Pero el oscuro gigante que se secaba con una toalla en el lavabo parecía completamente inconsciente de ello, radiante por la victoria. Alex miró a su antiguo profesor, que ahora trabajaba para Hutton aquí en Nueva Zelanda. Stan se limitó a encogerse de hombros, como diciendo que los multimillonarios tenían sus propias reglas.

Hutton salió vestido con una bata y secándose el pelo con una toalla de felpa.

—¿Puedo ofrecerle algo, doctor Lustig? ¿Y a ti, Stan?

—Nada, gracias —dijo Alex.

Menos reticente, Stan aceptó un Glenfiddich y agua mineral. Entonces Hutton se acomodó en un sillón giratorio, estirando las largas piernas junto a la mesa de madera kaurí.

Pase lo que pase, aquí termina el camino, pensó Alex. Ésta es mi última esperanza.

El ingeniero y hombre de negocios maorí lo observó con sus penetrantes ojos marrones.

—Me han dicho que quiere discutir el incidente de Iquitos, doctor Lustig. Y el agujero negro en miniatura que dejó que se le escapara de las manos. Francamente, creía que ya estaría harto de pasar por ese mal trago. ¿Cómo lo llamaron algunos periodistas de la prensa amarilla? ¿Un posible «Síndrome de China»?

—Unos cuantos sensacionalistas provocaron el pánico durante cinco minutos en la Red Mundial —intervino Stan—, hasta que la comunidad científica demostró a todo el mundo que las singularidades diminutas como las de Alex se disipan de manera inofensiva. Son demasiado pequeñas para durar mucho tiempo.

Hutton alzó una oscura ceja.

—¿Es así, doctor Lustig?

Alex se había enfrentado a aquella pregunta muchas veces desde lo de Iquitos. Ya tenía almacenadas incontables respuestas: desde mordiscos de cinco segundos para las videocámaras hasta nanas de diez minutos para los investigadores del Senado, pasando por horas de complejas matemáticas para tranquilizar a sus colegas físicos. Realmente, debería estar ya acostumbrado. Sin embargo, la pregunta continuaba quemando, igual que lo había hecho la primera vez.

Dígame, Lustig —había preguntado el periodista Pedro Manella, durante aquella tarde cenicienta en Perú, mientras contemplaban a los estudiantes amotinados incendiar el lugar de trabajo de Alex—. Dígame que esa cosa que ha creado no va a abrirse paso hasta China.

Mentir se había vuelto un reflejo tan natural desde entonces que debió esforzarse en romper la costumbre.

—Mm, ¿qué le ha contado Stan? —le preguntó a George Hutton, cuyos anchos rasgos todavía brillaban bajo una fina capa de sudor.

—Sólo que afirma tener un secreto. Algo que ha ocultado a los periodistas, tribunales, e incluso a las agencias de seguridad de una docena de naciones. En estos tiempos, eso ya es impresionante de por sí.

»Pero los maoríes de Nueva Zelanda tienen un dicho —continuó—. Un hombre que puede engañar a jefes, e incluso a dioses, aún debe enfrentarse a los monstruos que él mismo ha creado.

»¿Ha creado usted a un monstruo, doctor Lustig?

La pregunta directa. Alex se dio cuenta de por qué Hutton le recordaba a Pedro Manella en aquella húmeda tarde en Perú, cuando el gas lacrimógeno arrasaba las calles y canales rebosantes de basura. Los dos hombres tenían voces parecidas a las de las deidades hollywoodenses. Los dos estaban acostumbrados a recibir respuestas.

Manella había seguido a Alex hasta aquel chirriante balcón del hotel para obtener una buena visión de la central nuclear en llamas. El periodista conectó su cámara cuando el principal edificio de contención se derrumbó entre nubes de cemento pulverizado. Los estudiantes, al vitorear, proporcionaron a Manella una vivida escena en directo para sus espectadores de la Red.

Cuando la muchedumbre cortó los cables de energía, Lustig —preguntó el insistente periodista mientras rodaba—, el agujero negro escapó de su jaula magnética. Entonces cayó a la Tierra, ¿no? ¿Qué pasará ahora? ¿Volverá a emerger, arrasando e incinerando cualquier lugar desafortunado a medio mundo de distancia?

».¿Qué ha creado usted ahí, Lustig? ¿Una bestia que nos devorará a todos?

Incluso entonces, Alex reconoció el mensaje oculto entre aquellas palabras. El célebre investigador no buscaba la verdad, sino tranquilidad.

No, por supuesto que no —recordó Alex haberle asegurado a Manella aquel día, como había repetido con todo el mundo desde entonces. Ahora, con alivio, se desprendió de la mentira.

—Sí, señor Hutton. Me parece que creé al mismo diablo.

Stan Goldman alzó la cabeza. Hasta este momento, Alex ni siquiera se había confesado a su antiguo mentor. Lo siento, Stan, pensó.

El silencio se extendió mientras Hutton lo observaba.

—¿Está diciendo que la singularidad no se disipó como afirmaron los expertos? ¿Que todavía podría estar ahí abajo, absorbiendo materia del núcleo terrestre?

Alex comprendía la incredulidad del hombre. Las mentes humanas no estaban hechas para imaginar algo más pequeño que un átomo y que sin embargo pesaba megatones. Algo lo bastante estrecho como para deslizarse a través de la roca más densa, pero destinado a circundar el centro del planeta en una pavana de gravedad. Algo inefable pero insaciablemente hambriento, y que se volvía aún más hambriento cuanto más comía…

Sólo pensarlo creaba dudas sobre las mismas nociones de arriba y abajo. Desafiaba la fe en el suelo que pisabas. Alex trató de explicarse.

—Los generales me mostraron su central de energía, me ofrecieron un cheque en blanco para construir su núcleo. Así que acepté su palabra de que conseguirían el permiso pronto. «Un día de éstos», seguían diciéndome. —Alex se encogió de hombros ante su antigua ingenuidad. Una vieja historia, aunque muy amarga—. Como todo el mundo, estaba seguro de que el Modelo Físico Estándar era correcto, que ningún agujero negro más liviano que la propia Tierra podría ser estable. Sobre todo uno tan diminuto como el que creamos en Iquitos. Después de todo, se suponía que iba a evaporarse a ritmo controlado. Su calor proporcionaría energía a tres provincias. La mayoría de mis colegas piensa que esos avances podrán utilizarse dentro de una década.

»Pero los generales querían saltarse la moratoria…

—Idiotas —interrumpió Hutton, sacudiendo la cabeza—. ¿De verdad imaginaron que podrían mantener en secreto una cosa como ésa? ¿Hoy en día?

Por primera vez desde que Alex dejara caer su noticia bomba, Stan Goldman intervino.

—Bueno, George, seguramente pensaron que la central estaba bien aislada en el Amazonas.

Hutton bufó, dubitativo, y en retrospectiva Alex estuvo de acuerdo con él. La idea era una insensatez. Había sido un ingenuo al aceptar las palabras de los generales de que trabajaría en un entorno tranquilo, lo cual resultó tan falso como los modelos estándar de la física.

—De hecho —continuó Goldman—, fue necesaria una filtración de un servicio secreto de registro para poner a ese Manella tras la pista de Alex. De no haber sido por eso, Alex podría estar aún atendiendo a la singularidad, a salvo dentro de su campo de contención. ¿No es cieno, Alex?

El bueno de Stan, pensó Alex con afecto. Todavía excusando a su estudiante favorito, como solía hacer en Cambridge.

—No, no lo es. Verán, antes de los disturbios, yo estaba preparándome ya para sabotear la central.

Aunque esto pareció sorprender a Goldman, George Hutton sólo ladeó ligeramente la cabeza.

—Había descubierto algo raro en su agujero negro.

Alex asintió.

—Antes del 2020, nadie imaginaba que esas cosas pudieran crearse en un laboratorio. Cuando se descubrió que podía plegarse el espacio en una caja y crear una singularidad, esa sorpresa debería habernos enseñado humildad. Pero en cambio el éxito nos volvió arrogantes. En seguida imaginamos que comprendíamos las malditas cosas. Pero hay sutilezas que nunca sospechamos.

Extendió las manos.

—Empecé a dudar porque las cosas se desarrollaban demasiado bien. La central de energía era extremadamente eficiente, ya me entienden. No teníamos que suministrarle demasiada materia para impedir que se disipara. Por supuesto, los generales estaban encantados. Pero yo empecé a pensar: ¿no podría haber creado por casualidad un nuevo tipo de agujero negro en el espacio? ¿Uno estable? ¿Capaz de crecer devorando simple roca?

Stan abrió la boca. También Alex se sintió aturdido cuando advirtió aquello por primera vez, y luego sufrió lo indecible durante semanas antes de decidirse a tomar cartas en el asunto, desafiar a sus jefes y mostrar los dientes a la bestia diminuta y voraz que había ayudado a crear.

Pero Pedro Manella llegó primero, entre un revoltijo de acusaciones, y de repente fue demasiado tarde. El mundo de Alex se derrumbó a su alrededor antes de que fuera capaz de actuar o averiguar con seguridad qué había creado.

—De modo que es un monstruo, un taniwha —suspiró George Hutton. La palabra maorí sonaba terrible. El hombretón hizo tamborilear los dedos sobre la mesa—. Veamos si lo he entendido bien. Tenemos un aparente agujero negro estable que, según usted, puede orbitar a miles de kilómetros bajo nuestros pies, posiblemente creciendo de manera imparable mientras hablamos. ¿Correcto? Supongo que quiere mi ayuda para encontrar lo que perdió de forma tan descuidada.

Alex estaba tan impresionado por la rapidez de Hutton como irritado por su actitud.

Reprimió una respuesta acalorada.

—Supongo que podría llamarlo así—respondió con calma.

—Bien. ¿Sería demasiado preguntar cómo pretende buscar un monstruo tan elusivo? Resulta un poco difícil ir a excavar al núcleo de la Tierra.

Obviamente, Hutton pensaba que estaba siendo irónico. Pero Alex le dio una respuesta sincera.

—Su compañía ya fabrica la mayor parte del equipo que me haría falta, como esos escáners superconductores de gravedad que utilizan para las excavaciones mineras. —Alex empezó a buscar su maletín—. He anotado algunas modificaciones…

Hutton alzó una mano. Todo rastro de sarcasmo había desaparecido de sus ojos.

—Aceptaré su palabra por ahora. Saldrá caro, ¿verdad? No importa. Si no encontramos nada, deduciré el coste de su pellejo de paheka. Le despellejaré y venderé su blanca piel en una tienda para turistas. ¿De acuerdo?

Alex tragó saliva, incapaz de creer que podría ser tan simple.

—De acuerdo. ¿Y si lo encontramos?

El entrecejo de Hutton se llenó de arrugas.

—Bueno, entonces el honor me obligaría a arrancarle la piel de todas formas, tohunga. Por crear un demonio capaz de consumir la Tierra, debería…

El hombretón se detuvo súbitamente. Se levantó, sacudiendo la cabeza. Ante la ventana, Hutton contempló la ciudad de Auckland, sus luces nocturnas que se esparcían como piedras preciosas espolvoreadas sobre las colinas. Más allá de la metrópoli se encontraban las pendientes boscosas que conducían a la bahía de Manukau. Nubes manchadas por el crepúsculo llegaban desde el mar de Tasmania, cargadas de lluvia fresca.

La escena recordó a Alex un momento de su infancia, cuando su abuela lo llevó a Gales para ver el cambio de las hojas en otoño. Entonces, como ahora, le sorprendió lo temporal que parecía todo, la vegetación, las nubes en movimiento, las pacientes montañas, el mundo.

—¿Sabe? —dijo lentamente George Hutton, todavía contemplando el pacífico panorama de fuera—. Cuando los imperios ruso y americano se enfrentaban al borde de la guerra nuclear, la gente del hemisferio norte soñaba con escapar aquí. ¿Lo sabía, Lustig? Cada vez que se producía una crisis, las compañías aéreas se saturaban con viajes de «vacaciones» a Nueva Zelanda. La gente debía de pensar que éste era un sitio ideal para escapar de un holocausto.

»Y eso no cambió con los Tratados de Río, ¿verdad? La Gran Guerra se disipó, pero entonces llegaron la plaga del cáncer, el calor del efecto invernadero, la desertización… y un montón de pequeñas guerras, por supuesto, por un oasis aquí o un río allá.

»No obstante, durante todo el tiempo, los kiwis nos sentimos afortunados. Nuestras lluvias no nos abandonaron. Nuestros bancos de peces no murieron.

»Ahora todas las ilusiones se han desvanecido. Ya no queda ningún lugar a salvo.

El magnate-ingeniero se volvió a mirar a Alex, y a pesar de sus palabras no había repulsa en sus ojos. Ni siquiera frialdad. Sólo lo que Alex consideró resignación.

—Ojalá pudiera odiarle, Lustig, pero es evidente que se encargó con bastante habilidad de ese asunto. Y por eso me priva incluso de la venganza.

—Lo siento —se disculpó Alex sinceramente.

Hutton asintió. Cerró los ojos y respiró hondo.

—Muy bien entonces, pongámonos a trabajar. Si Tañe, el padre de los maoríes, pudo meterse en las entrañas de la Tierra para combatir con monstruos, ¿quiénes somos nosotros para negarnos?

■ Durante más de dos décadas, en La Madre hemos llevado nuestra famosa lista de Reservas Naturales de Tranquilidad: lugares raros en la Tierra donde una persona podría sentarse durante horas y no oír más ruidos que los de la naturaleza.

Nuestros treinta millones de suscriptores por todo el mundo se han destacado en la vigilancia que exige la protección de esas reservas. Sólo es necesario un simple acto irreflexivo cometido por los controladores del tráfico aéreo, por ejemplo, para convertir un precioso santuario en otro lugar ruidoso y molesto, echado a perder por el estentóreo clamor de la humanidad.

Por desgracia, incluso los avisos oficiales «orientados hacia la conservación» todavía parecen obsesionados con las arcaicas formas de conservación del siglo XX. Creen que basta con salvar unas pocas áreas de bosque aquí y allá del desarrollo inmobiliario, de los vertidos químicos o la lluvia ácida. No obstante, incluso cuando tienen éxito, lo celebran abriendo senderos para excursionistas y animando avalanchas cada vez mayores de turistas, quienes como era de esperar dejan basura, estropean las raíces, causan erosión y, lo peor de todo, gritan con toda la potencia de sus pulmones al experimentar la arrebatadora excitación de «sentirse con la naturaleza».

Es sorprendente que los pocos animales que quedan puedan encontrarse unos a otros para reproducirse en medio de ese manicomio.

Dejando aparte a Groenlandia y la Antártida, en nuestra última ronda se informó de setenta y nueve Reservas de Tranquilidad. Lamentamos decir que dos de ellas no pasaron la prueba de este año. A este ritmo, pronto no quedará ninguna zona de silencio terrestre.

Además, nuestros corresponsales en Oceanía informan que las cosas empeoran también allí. Demasiados destrozatierras parecen desviarse de las rutas habituales, gente de vacaciones que busca la serenidad de la naturaleza, pero que al hacerlo así llevan a los lugares silenciosos la plaga de sus propias voces.

(¡Y está esa catástrofe del Estado del Mar, que quizá sea mejor no mencionar aquí, si no queremos acabar completamente desesperados!).

Incluso el sur del océano índico, la última frontera de soledad de la Tierra, tiembla bajo la cacofonía de nuestros malditos diez mil millones de seres y sus máquinas. Francamente, a este escritor no le sorprendería que si Gaia despertara de su profundo sueño, decidiera que ya ha tenido bastante y respondiera a nuestro ruido con una sacudida como nunca ha conocido este cansado planeta.

—De la edición de marzo del 2038 de La Madre. [■ Acceso a la Red PI-63-AA-1-888-66-7767.]