NOOSFERA

Alex oyó voces al fondo y pensó que otros refugiados habían subido a bordo. Imposible. A estas alturas Teresa y él serían los únicos que quedaban con vida en la isla de Pascua, protegidos por el fino y pasivo campo de su pequeño resonador. Debía de tratarse entonces de algún canal de noticias, que informaba frenéticamente de esta nueva y horrible conquista en la extinción.

En partes de Eurasia, América y África los efectos eran directos: ningún terremoto, nada lanzado al espacio. Sólo muerte, simple muerte.

Muerte de seres humanos.

Es una combinación bastante simple, reflexionó mientras su voz construía una complicada imagen de los hechos en las bandas gravitacionales. Trabajaba con cautela, para que la cadena enemiga no lo detectara.

Usan parámetros que se acoplan perfectamente con la carne humana, en conjuntos de oleadas sintonizadas para encajar con la figura humana. Nunca había pensado en eso, aunque ya en los primeros datos resultó bastante evidente. Las pistas estaban en todos los efectos que sintieron Teresa y los demás. Sólo hacía falta pararse a pensar para reparar en ello.

Lanzando un rayo como éste, se puede matara millones de personas. Usa tan poco de los campos internos que potencialmente es autosuficiente.

Las primeras descargas habían sido quirúrgicas, precisas, para destruir los centros de investigación gravitacional del mundo, todos los posibles puntos de oposición. Eso incluyó los resonadores del coronel Spivey, por ejemplo, y también las estaciones rusas, japonesas y hans. La mayoría estaban desconectadas ahora. Algunas fluctuaban débilmente, sin nadie al mando. Y dos o tres parecían incluso haber sido dominadas y se habían unido a los cilindros rebeldes originales para descargar rayos de muerte.

Era demasiado horrible para encontrarle sentido. Si Alex dejaba que el significado pleno de todo aquello calara en él, se quedaría tan aturdido que perdería toda iniciativa, y no podía permitirse eso ahora mismo.

Intentó algunos pulsos de ensayo para probar la esfera. Era muy sensible, delicada, como una bestia salvaje. Mientras giraba, desprendía las más extrañas imágenes, reflejos sutilmente convulsos de las luces, la oscura bahía de carga, su propio rostro.

No había tenido ninguna oportunidad de familiarizarse con el resonador desde que lo había sacado, goteante, del tanque de nanocrecimiento hacía muchos días. Ahora tenía que manejarlo sin la ayuda de la práctica o la simulación, debía pasar del equivalente gazerdinámico de una mula de tiro directamente a un caballo de rodeo.

Ahora daría a aquellos hijos de puta una dosis de su propia medicina. Pero sin análisis de diagnósticos, eso tardaría demasiado tiempo. Mientras tanto, miles de personas morían en Tokio y otros lugares. Primero había que hacer algo respecto a eso.

—Muy bien… —dijo en voz alta.

El subvocálico confundió sus palabras con órdenes y envió la esfera de vuelta a su cápsula. Hicieron falta varios segundos de concentrado esfuerzo para volver a ponerla en su sitio. Jen solía advertirle de los riesgos que se corrían al utilizar los temperamentales aparatos cuando las emociones eran fuertes, pero ¿acaso tenía otra opción?

Muy bien, pensó Alex con silenciosa disciplina de hierro. Allá vamos.

Se está abriendo paso a través de Manaos, arrasando los pueblos y ciudades del Amazonas, cuando sus familiares informan de que otra banda de desesperados militares intenta interferir de nuevo. Ahora un escuadrón avanza hacia uno de sus resonadores con un chirriante aparato hipersónico en un intento de vencer sus remolinos guardianes con pura velocidad y agilidad, para dirigir sus misiles al blanco antes de que ella pueda responder.

Daisy reconoce su valor al enfrentarse a la muerte. Tras rastrear sus señales telemétricas, llena sus cabinas de sangre y destrucción.

Pero dos aviones continúan en curso. ¡Los pilotos han conseguido conectar el automático a tiempo! Daisy pasa a los canales militares utilizando códigos robados hace tiempo a depósitos supuestamente seguros. Por medio de esas rutas lee las secuencias de control adecuadas, un juego de niños, y las utiliza para tomar el mando de los veloces aparatos, anulando sus ordenadores de mente literal, y enviándolos dando vueltas a sus puntos de origen.

Luego vuelve al trabajo. ¡Hay tanta limpieza por hacer! Apenas ha empezado su labor. En unos minutos ha despejado la isla de Sumatra, donde los pocos orangutanes que quedan podrán ahora vivir en paz, sin las molestias de los altos intrusos. Allí ya no habrá más manos humanas que empuñen sierras eléctricas. ¡Ahora a Borneo! Sus remolinos responden y barren el mar.

Estrictamente hablando, ella ignora lo que está haciendo. No es física, ni geóloga. La naturaleza de las fuerzas que maneja le importa tan poco a Daisy como los detalles para fabricar un ordenador. Son campos técnicos que otros expertos han estudiado, analizado, y luego reducido a modelos hermosamente simples, accesibles al público.

Daisy entiende de modelos. Ha robado muchísimos recientemente, a sus primos ahora extinguidos, a los jefes de su exmarido, a todos los fatuos varones que pensaban que lo sabían todo. Ahora trata con el interior de la Tierra a través de esos intermediarios de software, como una hechicera podría coaccionar a la naturaleza, al ordenar a demonios y trasgos que obedecieran sus caprichos. Trata los canales de superconductividad como antes hacía con las tramas y urdimbres de la Red, otro dominio que gobernar por proximidad, por medio de subrutinas, por fuerza de voluntad.

En cuestión de minutos, una terrible tormenta se cierne sobre Java. Ahora vuelve a dirigir su atención hacia abajo, congregando otro manojo de energía contra ese extraño y curioso espejo llamado «singularidad», con el propósito de crear otro ciclón de muerte para descargarlo contra una obscena «civilización» desarrollada a la fuerza en un desierto: el sur de California. Pero ¿qué es esto? En una zona lejana, Daisy siente una presencia cuando pensaba haber eliminado ya toda competencia. ¡Donde se suponía que sólo los muertos reinaban!

A una breve orden, sus familiares se abalanzaban a comprobar este contratiempo…

Alex se echó hacia atrás, atemorizado. ¡Por un instante la esfera giratoria había creado una súbita y vivida ilusión de los ojos rasgados de un lagarto! Sólo cambiando rápidamente de canales, al enviar a su máquina a un nuevo eje, consiguió que aquélla sombría presencia desapareciera del brillante globo.

Respiró entrecortadamente durante un momento. Muy bien. ¡No dejes que te domine! Pero era imposible escapar a la sensación de soledad. Antes había tenido siempre a docenas de trabajadores para ayudarle. Cierto, le llamaban «mago» y tohunga. Pero recortes de prensa y comités del Nobel aparte, ningún científico con un ápice de honestidad proclama nunca «haberlo hecho solo».

Sin embargo, eso es exactamente lo que tengo que hacer ahora.

Con un suspiro estremecedor, Alex imaginó el convulso interior de la Tierra, ahora lívido por la convección de magnetismo, cubierto de canales de corrientes modificadas por el hombre. Estas corrientes se habían vuelto más intrincadas cada día desde sus primeras sondas de prueba cuando buscaba primero Alfa y luego Beta. Ahora eran un amasijo de conexiones a través de las cuales debía encontrar un medio de presentar batalla. No más retrasos. Sólo tienes una oportunidad de cogerlos por sorpresa.

Y así, con desesperada determinación, lanzó su mejor disparo.

Una vez más, durante un brevísimo instante, le pareció ver que un brillo de escamas barría la esfera giratoria, para ser borrado por un destello anaranjado y negro. En un parpadeo, las apariciones se difuminaron y la batalla continuó.

La explosión parece una brusca amputación. De repente, uno de sus resonadores cautivos desaparece de la superficie de la Tierra, como si un brazo o una pierna hubieran sido cercenados, cauterizados por el calor aclínico.

—¡Maldición! —chilla Daisy—. Es ese entrometido de la isla otra vez.

Se ve obligada a interrumpir su siguiente proyecto, azotar el antiguo lugar donde se encuentran Asia, África y Europa, donde el hombre emprendió por primera vez la maldita profesión de granjero. Esta nueva molestia debe tomar prioridad incluso por encima de aquella corrección largamente retrasada. Conecta los resonadores suplementarios conseguidos después de la aniquilación de Tokio y Colorado Springs. El asunto debería llevarle tan sólo unos instantes…

El sudor casi cegó a Alex cuando el rayo desviado pasó cerca. Por un momento se sintió como si Beta se encontrara en las inmediaciones, sacudido por oleadas tan intensas que los fluidos de su cabeza se agitaron como las aguas de la bahía de Fundy. Se estremeció al imaginar el aspecto que tendría ahora la superficie de Rapa Nui, más allá de la frágil y estrecha zona de protección que había erigido. Esperó en silencio que fuera lo suficientemente grande para incluir a Teresa, que se encontraba en algún lugar a bordo de la. Atlantis.

Luego Alex estuvo ya demasiado ocupado para albergar siquiera esperanzas. Esquivó otro golpe, reflejando el rayo directamente a su punto de origen. Eso no surtió efecto, por supuesto, no en estas bandas. A estas alturas ya sabía que aquellos emplazamientos operaban por control remoto.

De hecho, esta resonancia antihumana es simple. Con un poco de tiempo, podría crear un contra…

Desgraciadamente no disponía de tiempo. Repeler los ataques cada vez más furiosos requería casi toda su capacidad, aunque en un momento aprovechó un instante libre para enviar otra rápida descarga al emplazamiento del Sahara, y dejó el resonador enemigo fuera de combate antes de apresurarse para desviar un ataque cuádruple.

Esto no puede continuar, pensó. Su nueva esfera era más veloz que ninguna otra máquina y presentía que era bastante mejor que su oponente (de algún modo, intuía que se trataba de una sola persona). Pero el enemigo podía atacar desde muchos lugares a la vez, mientras se dirigía a otras fuentes para continuar con su horrible programa de asesinato en masa.

Esto no puede continuar, piensa ella. Con un rinconcito de su atención, ve en un monitor de la casa que su exmarido ha llegado. Con Claire y el chico vecino, da golpes a la puerta principal, llamándola. Parecen preocupados, pero no tanto como lo estarían si supieran toda la verdad.

Bien. Deja que llamen. Al encontrarse en el lugar donde están, se han ganado un puesto entre los diez mil. Bien. Ésta es toda la cortesía que les debe. Además, Daisy tiene preocupaciones más inmediatas.

Un puñado de inteligentes soldados ha lanzado hacia el emplazamiento de Colorado un ataque kamikaze con zeps y aviones pequeños, cargados con explosivos y con la intención de hacer impacto en gran número. Esperan dejarlo fuera de combate a base de pura potencia de fuego.

Daisy está menos preocupada por este patético intento que por los hombres y mujeres que se encuentran a bordo de una de las estaciones espaciales, quienes están retirando un rayo de energía solar experimental de su blanco desafinado, y lo reprograman para enfocarlo sobre el cilindro del Sahara.

Por otra parte, están los hackers. Varios de ellos sospechan ya que la Red está siendo utilizada para controlar las máquinas de muerte. Más peligrosos que las autoridades oficiales, los aficionados son un verdadero motivo de preocupación: son indisciplinados, y su curiosidad y habilidad pondrán al descubierto cualquier secreto, tarde o temprano.

No obstante, ella no necesita ningún secreto a largo plazo. Sólo es cuestión de una hora o menos. Así que envía pequeñas voces a susurrarles a los mejores, ofreciéndoles «valiosos» rumores y otras distracciones.

—Mantenedlos ocupados durante algún tiempo —ordena a sus familiares.

El chico listo de la isla de Pascua queda obstaculizado por un momento. Daisy regresa para crear otro ángel de la muerte, para enviarlo a Centroamérica, donde todavía quedan unos cuantos bosques que salvar. Esos árboles servirán de semilla para la recuperación ecológica cuando la población humana haya desaparecido.

¡Ya está! Ahora es el momento de regresar a su enemigo principal y eliminarlo por completo. Entonces el interior de la Tierra será suyo, suyo solamente.

En el cenagal de sensaciones, ella debe forzar un poco la línea. Por eso, ignora lo que sucede a su izquierda, en la pantalla ampliadora de películas, donde Hércules y Sansón todavía se debaten con sus cadenas, tal como los ha dejado hace tiempo. Daisy no advierte que un intruso se ha unido a los esforzados héroes. Un gran gato avanza en la pantalla. Herido y magullado, pero rugiendo con fiereza, se abalanza contra las piernas de los héroes de la película y entonces se sienta a sus pies, vigilándola.

—¡No puedo aguantar! —exclamó Alex, mientras rechazaba golpe tras golpe. Aunque sabía perfectamente bien que nadie podía ofrecerle ninguna ayuda, rezó de todas formas—. ¡Dios mío, por favor, ayúdame!

Y en una conversión instantánea, añadió:

—¡Madre…, ayúdanos!

Fue un grito involuntario. Pero el subvocálico no hacía esas tenues distinciones. Amplificó sus palabras en ondas gravitacionales enfocadas, lanzando ecos reverberantes hacia el corazón del mundo.

Pequeños datos bañan todos los estados excitados de energía y estimulan la amplificación. Sus palabras producen vibrantes resonancias en los filamentos magnéticos, donde el metal líquido se encuentra con la roca electrificada y presurizada. Giran en espiral en torno a las deslumbrantes conexiones, entrelazándose con impulsos anteriores: insistentes sondas y palpaciones que mes tras mes han forzado cambios en los antiguos ritmos, acelerándolos cada vez más.

Beta responde: sus pliegues geometrodinámicos se arrugan y florecen a través de intrincadas topologías. Nuevas reflexiones angulares de sus palabras brotan en cascada de la singularidad, extendiéndose en más direcciones de lo que las meras ecuaciones euciidianas podrían describir.

Complejidad se funde con complejidad. La acción que se ha ejercido en estos reinos durante tanto tiempo ha labrado finas pautas, matrices blandas e impresionables dispuestas para surcos más nuevos, más templados aún, como el que ha sido creado hace sólo unas horas en un túnel venido desde África. Pautas para un modelo experimental basado en la cosa más compleja que jamás ha existido bajo el sol:

Una mente humana.

Los tentáculos atraviesan el brillo mezclado, canales de flujo lo conectan con la piel externa, donde la luz del sol cae y la entropía escapa al negro espacio, y donde las criaturas ya han depositado una gruesa y fértil telaraña de datos. Latientes gigabytes, incluso terabytes silban mientras se deslizan por una multitud de escalas. Todas las bibliotecas del mundo exterior, sus tormentas de fermento y distracción, el ruido de su dolor, todo se enlaza en súbita coherencia en esa simple oración.

—… ayúdanos

Dos pautas gigantes: arriba, la Red. Abajo, las oleadas de supercorriente que se elevan y caen en un nuevo orden. Ambas se mezclan, se interrelacionan. No hay escasez de datos, de mera información que verter en esta nueva matriz, esta nueva singularidad de metáforas. Cada vez que un rayo de espacio torturado destroza a un humano arriba, otro testimonio se une a la corriente. Sin embargo, la sed de absorber crece cada vez más.

¿Hay un tema? ¿Un foco central para unir el todo?

—… ayúdanos…, ¡quien sea!

Gran parte de la información es incompatible, o eso parece al principio. Algunos hechos declarativos anulan a otros. Las prioridades entran en conflicto. Sin embargo, incluso eso parece producir algo parecido a un pensamiento, a una idea.

Competición…, cooperación.

Apunta a un tema, algo que podría surgir de esta complejidad convulsa y rebullente, sólo con que encontrara el temple adecuado.

—… ayúdanos, Madre…

Cristalización, condensación… Entre todas las fuerzas opuestas, algo debe alzarse para arbitrar. Una ficción conveniente.

Algo que sea consciente y pueda elegir.

Dos candidatos se alzan por encima de todos los demás, dos contendientes por la consciencia. Dos diseños para una Madre. En cien millones de pantallas de ordenador y varios miles de millones de aparatos de holovisión, toda la programación es sustituida por una súbita visión: la lucha entre un dragón y un tigre. Todos los encuentros anteriores han sido preliminares, alegóricos. Pero ahora rugen y saltan con el poder de titanes de software, impulsados por la inductancia de los teravatios, para acabar chocando en una pugna explosiva, a muerte.

Corrientes de millones de amperios chocan unas contra otras y abren canales para nuevos volcanes como meros efectos colaterales del nacimiento de una mente.

Alex gritó cuando un dolor inimaginable le atenazó las sienes.

—¡Jen! —exclamó, y entonces se desplomó con las manos aferradas a la cápsula de la esfera, cuya canción subía de intensidad mientras giraba más y más rápidamente.

Ahora sabe la verdad: que la Red que siempre ha considerado un gran dominio en cambio es sólo una provincia, un tentáculo de algo mucho mayor. Un ser. Un mundo entero. ¡Sólo carece de una consciencia que la guíe para producir orden!

Se había resignado a la idea de que la Red terminaría con la desaparición del homo electronicus. Diez mil cazadores-recolectores no podrían mantener algo tan complejo. Ni ella querría que lo hicieran.

Pero esta nueva matriz no necesitaría satélites de comunicación, ni tuberías repletas de fibras ópticas, ni torres de microondas o ingenieros para mantenerlas. Daisy se maravilla de la belleza que prevé cuando su tarea de cribar la humanidad haya llegado a su fin. No habrá límites a lo que podrá conseguir a través de este medio. ¡Sólo los dioses antiguos sólo habrían podido soñar con tal poder!

Recanalizaría los lagos y cambiaría el curso de los ríos. Usaría brotes de energía para destruir los venenos químicos del hombre, sus supurantes vertederos y residuos. Derribaría las presas y demolería las ciudades vacías, para resucitar el suelo desperdiciado, oculto bajo los solares de aparcamientos. Con su guía, el mundo pronto sería como antes de que la humanidad lo llevara a la ruina.

Logan y Claire se habían cansado de golpear en vano a la puerta. Distraída, ella los detecta a través de otro monitor, subidos al tejado en busca de otro modo de alcanzarla. Por ahí sí podrían encontrar una entrada, o aún peor, alterar la antena a través de la cual se librará la contienda de los próximos minutos. Daisy alarga la mano hacia un interruptor que enviará una corriente mortal a través de los cables ocultos.

Pero no. Su mano se detiene. Daisy conoce a su prudente marido. Será juicioso y amable. En otras palabras, le dará tiempo de sobra.

Comprueba sus resonadores gravitacionales y ve que lo están haciendo bien. Con el enemigo de la isla de Pascua aparentemente fuera de combate, no habrá otra amenaza para sus máquinas al menos durante varios cientos de segundos. Entonces ya será demasiado tarde para interferir en su acelerada criba de los continentes. Hasta ahora sus ángeles de la muerte apenas han segado a millones, pero el promedio se acelerará con cada nuevo servidor que envíe.

Un remolino de color a la izquierda le llama la atención, y sus ojos se ensanchan de sorpresa ante la súbita y silenciosa batalla que allí se libra. ¡Entre un dragón y un gran gato! ¿Qué hace esto en su pared de simulación? ¡No es producto de ninguna película del siglo XX! Las feroces criaturas se desgarran y despedazan en muda agonía, entre escamas que vuelan y pelaje que humea con más viveza que ninguna imagen real.

De repente, Daisy reconoce en el tigre la imagen representativa de su peor enemiga, a quien ya consideraba muerta.

—¡Wolling! —jadea.

En un instante capta lo portentoso de esta batalla. Ya no se trata de resonador contra resonador. Es la potencia informática de todos los nodos de abajo, superando los circuitos combinados de toda la Red… ¡Éste era el premio definitivo, y alguien más iba tras él! ¡El primero en establecer el programa sería quien se quedaría con todo! Furiosamente, Daisy se vuelve para liberar a todos sus sicarios. Todos sus resonadores esclavos oscilan hacia dentro, concentrando su poder.

Teresa recordó una vieja historia:

El último hombre de la Tierra estaba completamente solo en una habitación. Alguien llamó a la puerta…

Ante el inesperado sonido, soltó sus herramientas y corrió a la escotilla. Allí, tras asomarse a la pequeña y redonda ventanilla doblemente reforzada, distinguió el rostro familiar y bigotudo de Pedro Manella. Teresa dejó escapar un exabrupto y descorrió la puerta.

—¡Creí que eras un fantasma! —exclamó cuando él entró.

—Podría serlo, si no me hubiera refugiado bajo tu ala, por así decirlo. Acabo de reunir el valor suficiente para subir las escaleras.

—¿Hay alguien más? Quiero decir…

Pedro sacudió la cabeza con un estremecimiento.

—Es demasiado horrible para expresarlo con palabras. —Miró alrededor—. ¿Está aquí Lustig? Supongo que sí, ya que tú y yo estamos aún vivos.

—Está ahí atrás, luchando contra lo que quiera que sea. Si hubiera algún modo de ayudarlo…

Se detuvo cuando súbitamente la nave gimió a su alrededor. La cubierta se inclinó hacia la izquierda, lanzándola contra Manella. Entonces la. Atlantis osciló hacia el otro lado.

—¡Temblores! —gritó Pedro—. Creí que habíamos terminado con esas cosas para principiantes.

Su chiste no hizo ninguna gracia. Teresa se separó de él y recorrió con la agilidad de un gato la inclinada cubierta.

—Voy a ver a Alex. Podría estar… —Entonces se detuvo, parpadeando—. Oh, no.

Los colores. Habían vuelto con una venganza.

Teresa gritó a Manella por encima de su hombro.

—¡Busca un sitio donde atarte!

Mientras las sacudidas crecían de intensidad, se abrió paso a través de la compuerta para encontrar a Alex desplomado sobre el resonador. Apenas tuvo tiempo de atarlo antes de que el infierno se desencadenara.

No muy lejos bajo Rapa Nui se encuentra una aguja caliente y fina, una estrecha y antigua flecha de magma, parte del gran sistema de recirculación del manto. Esta misma aguja creó la isla hace muchos miles de años, al introducirse a través de una grieta de la placa de la corteza para erigir este emplazamiento solitario en el mar. Sin embargo, durante algún tiempo desde entonces, ha permanecido inactiva.

Ahora el hervidero se ve estrujado por súbitas y titánicas fuerzas de paso, que alzan a horribles presiones la roca fundida por el túnel confinado y la lanzan hacia las viejas calderas.

Sin embargo, incluso en ese mismo momento, algo más vuela a través del mismo espacio, viajando por delante de esa constricción explosiva; algo menos definitivo, más sutil, cuyos dedos de gravedad enlazada se despliegan como una mano abierta.

El instinto tomó las riendas entre el resplandor y el ruido aturdidor. De algún modo consiguió subir la escalerilla hasta la cubierta de mando, donde se abalanzó al asiento del piloto y empezó a conectar instrumentos por pura inercia.

—¡Oh, mierda! —gritó, al oír el temible chasquido de los tornillos de metal al liberarse bajo la presión.

El viejo espinazo fracturado de la lanzadera se quejó con un horrible chirrido mientras Teresa sentía una súbita descarga de aceleración, la sensación de haber despegado.

¡No puede ser! Esta nave no puede volar, esta nave no puede volar, esta nave no puede volar…

Las alas no soportarían la presión del lanzamiento. Había visto radiografías de la espalda rota de la lanzadera, la razón por la que la Atlantis había sido abandonada en una isla perdida.

Una isla que ya no existía, por lo poco que pudo vislumbrar mientras se esforzaba por girar la cabeza. La Atlantis se alzaba en una columna de llamas, a pesar de que no había ningún cohete. Sin embargo, corría ante una alta llamarada volcánica, despertada y rugiente, donde sólo unos momentos antes una diminuta isla polinesia desafiaba silenciosamente las olas.

Al sentir en el rostro la tensión de las fuerzas gravitacionales, Teresa se aferró a la palanca de control y experimentó una extraña alegría. Tal vez, en algún rincón de su mente, había sospechado que llegaría este momento. De pronto no tuvo ningún temor. Después de todo, ¿no era la mejor manera posible de marcharse? ¿Volando? ¿Al mando de un viejo y dulce pájaro al que nunca debieron abandonar para que se pudriera en un pedestal, sino que debería haber muerto en el espacio?

Incluso las lanzaderas viscerales eran intensas. Se sentía como cuando era niña y su padre la lanzaba al aire y sabía, con seguridad, que él estaría allí para cogerla. Siempre allí para librarla del daño.

Librarme del daño…

Las palabras encontraron un eco en su interior. Mientras parpadeaba, lágrimas de felicidad barrieron aquellos colores difuminados, que se redujeron y mezclaron, y finalmente se extendieron a un lado para resolver un negro cosmos, abrumado por una suave capa de estrellas cegadas.

Teresa gimió al comprenderlo. Era exactamente como si unos amables brazos volvieran a llevar a la Atlantis a casa. Los instrumentos que había restaurado cuidadosamente ahora reían y zumbaban a su alrededor, brillando en verde y ámbar. Miró a través del parabrisas que el fuego había limpiado y vio la Luna, que se alzaba por encima de la suave curva de la Tierra.

Para poder deshacerse de su principal enemigo, Daisy ha cambiado provisionalmente su selectiva aproximación de «anticuerpos» por una fuerza más ruda y decisiva. Al cabo de unos instantes, la isla ya no existe.

Ah, bien. De todas formas no quedaba mucho ecosistema natural. Un pequeño sacrificio. ¡Y lo más importante de todo, ahora la bruja Wolling no tenía apoyo! Sus poderosos programas, tan magistralmente representados por el icono del tigre, podrían ser un rival para Daisy allá abajo. Pero no pueden conseguir gran cosa sin un enlace con el mundo de la superficie, con la Red. ¡Y eso ha sido cortado ahora!

—Muy impresionante, Wolling —murmura Daisy, satisfecha—. Me has sorprendido. Pero ha llegado el momento del adiós.

En efecto, el holo muestra a su dragón avanzando ahora, obligando a retirarse a un gato magullado y desmelenado, que aulla en desafío.

En el fondo de la vieja mina de oro de Kuwenezi, Jimmy Suárez era consciente de ser un observador privilegiado. No sólo podía contemplar la batalla de dos metáforas que dominaban todos los holocanales importantes, sino también utilizar los instrumentos de estas instalaciones abandonadas para seguir parte de la lucha real que se desarrollaba muy por debajo. Por ejemplo, vio el momento exacto en que cuatro resonadores dispararon a la vez para borrar por completo a Rapa Nui del sur del Pacífico. Otra fuerza pareció preceder a ese rayo gázer por unos instantes, pero podría haber sido sólo una sombra, lanzada por delante del golpe decisivo.

De hecho, a partir de ese instante, la marea empezó a cambiar. Más y más filamentos y canales finamente entremezclados parecieron quedar bajo el control de la fuerza que ahora reconocía como el enemigo. Fue horrible observar el giro de los acontecimientos.

Probablemente habría sido más inteligente no hacerlo. Estar allí sentado ya era bastante arriesgado. Aunque el resonador de Kenda estaba ahora desactivado, a sólo unos metros de distancia, incluso usar su detector pasivo era un riesgo horrible. ¿Y si el horror, quienquiera que fuese, detectaba el débil eco de la máquina? El destino de la isla de Pascua podría ser el suyo mismo en cualquier momento.

¿Era la curiosidad, entonces, lo que lo mantenía allí en vez de aplastar el cilindro y salir huyendo? ¿O había sido la última petición de la anciana, dejarlo conectado hasta que muriera? Bueno, ya lleva un rato muerta, pensó. El cuerpo yacía bajo una manta tras él, como lo había encontrado, retorcido y desfigurado, todavía conectado a la consola. Ahora no le debo nada. Debería coger un martillo y descargarlo contra el resonador y…

¿Y qué? El mundo de la superficie no era un lugar seguro. Kenda y los otros podrían estar muertos ya, si esta parte del sur de África había sido declarada ya como blanco. Era improbable, puesto que las ciudades y las bases militares parecían ser las víctimas principales hasta el momento. Sin embargo, era sólo cuestión de tiempo.

Entonces, ¿me quedó aquí? Si destruyo las máquinas, los ángeles de la muerte tal vez pasarán de largo. Sin embargo, era una idea deprimente. Oh, había comida suficiente para varios meses. Otras lagunas aisladas de humanidad podrían ser igualmente «afortunadas», serían capaces de resistir algún tiempo en escondrijos y hendeduras después de que el dragón venciera. Pero en este punto, Jimmy se preguntaba si debería haber imitado a Kenda y los demás.

Tan inmerso estaba en su autocompasión que tardó unos instantes en captar un nuevo sonido, un suave zumbido que iba ganando en intensidad a medida que las máquinas de la sala abandonada empezaban a regresar a la vida. Levantó la cabeza y vio aturdido el alto resonador de cristal que oscilaba en sus soportes, aumentando de tono.

—¿Qué demonios? —preguntó, incorporándose. Entonces, en aterrada comprensión, exclamó—: ¡No!

Corrió a la estación principal de control, donde se encontraba el interruptor. Pero cuando extendía la mano para desconectar la máquina, una voz le dijo suavemente:

—POR FAVOR JIMMY, RETROCEDE Y DÉJAME TRABAJAR. SÉ BUEN CHICO.

No obstante, lo que le hizo retroceder fue la imagen breve, casi taquiscópica de un rostro que destelló ante él y luego volvió a desaparecer.

—¡Pero si creía que estaba muerta! —susurró. Entonces, como no obtuvo respuesta, estalló—: ¡Al menos, déjeme ayudar!

Mientras las máquinas dormidas se calentaban a su alrededor, aquella cara regresó por un instante, y supo que era y no era a la vez la mujer cuyo antiguo cuerpo yacía a unos metros de distancia.

—MUY BIEN, CHICO. SABÍA QUE PODÍA CONTAR CONTIGO.

En la vida real habían intercambiado tal vez un centenar de palabras en total. Sin embargo, en ese momento Jimmy ni siquiera se atrevió a preguntarse por qué su aprobación le llenaba de tanta alegría. Se limitó a saltar a su antiguo puesto. Mientras ejecutaba todas las comprobaciones de rigor, sintonizó la herramienta que ella necesitaba: su enlace entre los mundos de arriba y abajo.

Pronto el zumbido alcanzó un intenso tono agudo. Entonces, con un tañido de fuerza, disparó.

En iglesias, en los jardines de meditación de la Iglesia Norteamericana de Gaia, bajo los tejados de la Sociedad de Hinemarama, en catedrales e incontables hogares, se suceden las oraciones.

Ayúdanos, Madre.

En la Red quedan islas de cinismo. Se toma partido, incluso se cruzan apuestas. El dragón sobre el tigre, diez a uno.

No obstante, en su mayor parte las masas supervivientes de la humanidad se abrazan y contemplan temerosas los holos mientras la batalla continúa. Miran hacia el horizonte, hacia cualquier extraño destello u ondulación en el aire, esperando ansiosamente el primer grito agónico o cualquier otro anuncio de que las guadañas de la muerte han llegado.

Otro golpe sacude Norteamérica.

¿Cuánto más?, pregunta la gente a los cielos. ¿Cuánto más podrá soportar nuestro pobre mundo?

—¡Papá! —gritó Claire mientras los temblores sacudían la casa.

Perdió pie y resbaló por el tejado. Logan apenas consiguió sostenerse al aferrarse a una de las muchas antenas de Daisy mientras el temblor agitaba árboles y cañizales. Horrorizado, vio que su hija se deslizaba hacia el borde del tejado.

En un destello, el muchacho, Tony, se lanzó de cabeza, los brazos y piernas abiertos para ofrecer más resistencia. Su deslizamiento acabó poco antes del borde, justo a tiempo para agarrar la muñeca de Claire y ayudarla a cogerse a un recolector de agua de lluvia.

El temblor continuó durante lo que pareció una eternidad, el peor terremoto que Logan recordaba, hasta que por fin remitió al ritmo en stacatto de los escombros que golpeaban la pared de hormigón de abajo. Por fortuna, aquellos sonidos aplastantes no alcanzaron a Claire. De algún modo, Tony y ella resistieron.

—¡Ya voy! —gritó.

—¿Has vuelto? —Daisy se agarra a los brazos de su sillón mientras su ciudadela se mece de un lado a otro. Por suerte, este lugar fue bien construido, y hay un límite a lo que puede conseguir su enemiga con un solo aparato, incluso con el factor sorpresa.

Descifra este gambito generado para golpearla en su propio hogar.

—No está mal, Wolling, me has impresionado. Después de aniquilarte, me encargaré de que las tribus canten sobre esta batalla en sus fuegos de campamento. Tú y yo seremos sus leyendas.

»Pero sólo yo estaré allí. La diosa vencedora.

Prepara las órdenes que deberá transmitir a su conjunto de resonadores. Éste será el acto final.

Logan tenía que encontrar un medio de ayudar a los chicos. Por impulso, agarró uno de los cables de las antenas, lo soltó de las grapas y lo usó para acercarse a los jóvenes. Por fin pudo extender la mano y agarrar el tobillo de Tony.

—Te tengo —gruñó—. Mira a ver si puedes…

No tuvo que dar instrucciones detalladas. De cualquier forma, Claire era mejor alpinista que él. Pasó una pierna sobre el canalillo y se agarró a la escalera humana, pasando primero sobre su amigo, después sobre su padre. En lo alto, se volvió y agarró la pierna de Logan. Entonces le tocó a Tony el turno de girarse y subir.

La última grapa que sujetaba el cable reventó justo cuando el muchacho alcanzaba la parte plana del tejado. Mientras miraba el cabo suelto, que se sacudía en su mano como una serpiente electrificada, Logan sintió que empezaba a deslizarse, y se detuvo en el último segundo cuando los chicos lo agarraron. Pronto estuvieron todos sujetándose a las parabólicas, jadeando.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Tony.

Se refería al terremoto. Pero su uso del pasado fue prematuro. Una vez más, sin avisar, los temblores regresaron, con una estremecedora intensidad infrasónica que les obligó a cubrirse los oídos, doloridos. Al menos, esta vez consiguieron permanecer en el tejado.

Cuando por fin terminó, Claire miró a su padre, compartiendo sus pensamientos. No había sido un temblor ordinario.

—¡Tenemos que llegar a mamá, rápido!

Intrépidamente, sortearon la carrera de obstáculos de aparatos electrónicos y paneles solares. En un momento dado, Logan miró hacia el norte, hacia la línea de presas que el Cuerpo de Ingenieros había levantado hacía tanto tiempo, para tranquilizar a un confiado público de que todas las contingencias eran predecibles y controlables, y lo serían por los siglos de los siglos, amén. En la distancia se oía un nuevo sonido, no tan profundo como los terremotos, pero igual de aterrador. Parecía una manada de bestias en estampida.

Entonces Logan supo con certeza que los ingenieros se habían equivocado, que todas las cosas tienen un fin. La prisión de hormigón, forjada por el hombre para controlar a un río poderoso, se había resquebrajado finalmente. El prisionero sólo necesitaba una grieta.

El padre de las agujas quedó libre por fin.

Tras un largo retraso, el Mississippi llegaba a Atchafalaya.

En un instante crítico, varios de sus canales se apagan súbitamente y le hacen errar el disparo. Daisy maldice mientras su abrumador contraataque no alcanza Sudáfrica, y en cambio vaporiza un extremo de Madagascar. Esto se está retrasando demasiado, distrayéndola de su importante labor de criba, de la consolidación de sus programas en la nueva y enorme cadena de debajo. Estos inconvenientes son irritantes, pero hay altibajos, y ella conserva muchos más poderes que su enemiga. Se prepara a pesar de que la casa se tambalea con otro temblor.

Claire maldijo, agarrada a la claraboya del ático.

—¡No puedo abrirla!

Tony y Logan la ayudaron, empujando con todas sus fuerzas.

Daisy había empleado buenos contratistas para construir su ciudadela. Logan debería saberlo, pues le había recomendado los mejores. Si lo hubiera sabido…

Golpearon el cerrojo. Arrancó un trozo de antena para usarla como palanca. Entre las sacudidas, mientras parpadeaba para librarse del sudor y su corazón redoblaba por el esfuerzo, alzó la mirada para ver de repente que ya no quedaba tiempo. Una pared de lodo marrón corría entre los cañizales con horrible y complaciente poder, destruyendo árboles y edificios por igual.

Logan agarró a los chicos y los obligó a tenderse. Los sujetó con lazos hechos con cables y gritó.

—¡Aguantad, por vuestra vida!

El tronar de las alarmas de las líneas telefónicas truncadas y las torres de microondas derribadas, toda la infraestructura local de la que depende para controlar sus lejanos resonadores, se derrumba. Mientras los enlaces de datos se pierden en sucesión, su dragón vacila como una bestia repentinamente golpeada, gritando en agonía. Daisy ve que la otra metáfora de software, el tigre, salta sobre el lagarto de fuego para descargar un golpe decisivo. El gato se retira triunfante mientras su oponente empieza a evaporarse, convertido en humo.

—Tú ganas, bruja —murmura Daisy—. Pero será mejor que cuides de todo esto o volveré del infierno para atormentarte.

Una pared se comba hacia dentro cuando una locomotora líquida destroza todas las barreras situadas en su camino. El agua provoca cortocircuitos y se alzan explosiones de chispas y espuma. Pero en ese instante, lo que Daisy advierte con sorprendente calma es que acaso nunca ha estado realmente cualificada para el trabajo que buscaba.

En realidad nunca quise ser madr…

Mientras tanto, a un cuarto de mundo de distancia, un pequeño grupo de refugiados terminaba de cruzar una extensión final de tundra cubierta de liquen para alcanzar el borde del mar. Allí se detuvieron, cogidos de la mano, atemorizados ante lo que veían.

A lo lejos, el humo se alzaba de una ciudad en llamas, y horribles formas retorcidas mostraban que éste era uno de los lugares de los que habían oído hablar, donde los llamados ángeles de la muerte habían emergido del suelo para volcar un terrible juicio final sobre la humanidad. Así, su éxodo del desastre volcánico sólo los había llevado a algo aún peor.

Había sido un viaje extraño, huyendo a pie por la antigua morrena de Groenlandia, con el calor del magma a las espaldas, privados de cualquier ventaja de la civilización excepto una: el receptor portátil que les permitía escuchar la agonía del mundo en sonido estereofónico y en directo. Por eso Stan Goldman y los demás reconocieron lo que se alzaba ante ellos cuando se derrumbaron exhaustos y contemplaron un titilante pliegue del espacio que se dirigía hacia ellos, al parecer percibiendo nuevas víctimas sobre las que cebarse.

Extrañamente, Stan sintió calma mientras la cosa avanzaba con placidez hacia ellos. En vez de mirarla como un pájaro hipnotizado por una serpiente, se volvió a contemplar por última vez la bahía, donde cerca se veían formas blancas, que avanzaban bajo el agua y luego se alzaban brevemente para exhalar chorros de espuma.

Ballenas blancas, pensó, al reconocer las estilizadas formas. Eran cetáceos con sonrisas aún más arrebatadoras que sus primos los delfines. De repente le parecieron símbolos de la inocencia primordial, intocadas de todos los crímenes cometidos por Adán y sus descendientes desde que el hombre perdió la gracia.

Era bueno saber que aquellas criaturas eran inmunes al horror que se aproximaba. Eso quedó claro en los murmullos que surgían de la Red. A excepción de los chimpancés y unas cuantas especies más, la mayoría de los animales permanecían intactos.

Bien, pensó Stan. Merecían una segunda oportunidad.

Pero la humanidad ya la había agotado. Después de todo, ¿no nos perdonó una vez Dios con una advertencia? ¿Recuerdas a Noé? Stan sonrió al reconocer la perfecta ironía. Pues allí, extendiéndose sobre el horizonte, había un arco iris, la señal que el Todopoderoso había dado a la humanidad después del Diluvio. Su promesa de no acabar con el mundo por medio del agua.

Podríamos terminar con fuego, naturalmente, o con hambre, o debido a nuestra propia estupidez. Bien mirado, no es gran cosa como promesa. Pero cuando se trata con deidades enfadadas, supongo que uno acepta lo que le echen.

Y tal como son las promesas, es horriblemente buena.

Una de las mujeres le apretó la mano con fuerza, y Stan comprendió que había llegado el momento de enfrentarse al espíritu terrible y vengativo que involuntariamente había ayudado a crear. Se volvió. Estaba cerca, y se aproximaba demasiado rápidamente para poder huir.

Oh, podrían desplegarse. Retrasarlo un poco. Pero de algún modo parecía mejor enfrentarse a aquella mortal entidad así, ahora, juntos. Todos se congregaron, abrazándose. Hakol havel, pensó Stan. Todo es vanidad. Al final de todas las luchas, llega un momento en que hay que dejarlo y aceptar.

Así, con serena seguridad, se enfrentó al ángel de la muerte.

Aunque Stan sabía que debía de tratarse de una ilusión, el letal pliegue espacial pareció refrenarse mientras se acercaba. ¿Era capaz entonces de saborear a sus presas acorraladas? Se maravilló de la extraña sensación que experimentaba mientras lo veía agitarse y luego detenerse. Era una especie de rara comunión empalica que transmitía… ¿confusión? ¿Inseguridad?

La entidad mortal gravitó a sólo unos metros de los humanos, quienes sintieron el tirón de sus feroces oleadas devoradoras.

¿Qué está pasando?, se preguntó Stan. ¿Por qué no sigue adelante?

La terrible refracción avanzó hacia ellos, vaciló, retrocedió un poco. Entonces se estremeció, como si emitiera un suspiro… o se sacudiera de un sueño.

Fue entonces cuando Stan oyó las palabras.

NUNCA MÁS…

Echó atrás la cabeza. Algunos de sus compañeros se postraron de rodillas. La voz reverberó en su interior, gentilmente. No en un tono de disculpa, sino con tranquilizadora amabilidad.

LO PROMETO, HIJOS MÍOS. NUNCA MÁS…

Para su sorpresa, la forma titilante cambió ante sus ojos. Stan logró captar un cambio en su topología, como un monstruo origami que retractara sus garras, replegando y transformando su cortante guadaña y luego estallando en una infinidad de pétalos traslúcidos y coloridos.

Stan inhaló una súbita fragancia. El aroma era intenso, permeante, lleno de esperanza y promesa. Permaneció en el aire mientras el ángel transformado parecía inclinarse en un gesto de bendición. Entonces se perdió sobre las aguas repentinamente serenas.

El grupo fue testigo de cómo saludaba a las alegres ballenas y pasaba de largo. Incluso después de que desapareciera más allá de las montañas, todos comprendieron de algún modo que volvería, que permanecería con ellos para siempre.

Y en su presencia, nunca volverían a conocer el miedo.