—¡Papá, gracias a Dios que has venido!
Claire se echó en sus brazos antes de que Logan lograra salir del taxi. Apretujó a su hija con fuerza.
—Estoy aquí, sí. Eh, vamos, cariño. No llores.
—No estoy… llorando —protestó ella entre sollozos.
Pero no se apartó hasta que se secó las lágrimas sobre su hombro. Cuando Logan tuvo por fin una oportunidad de mirarla, su hija tenía los ojos enrojecidos pero secos.
Habían pasado meses desde la última vez que visitó chez McClennon, cuando el aire húmedo y oloroso del verano producía noches largas y perezosas acompañadas por el resplandor de las luciérnagas. Ahora había un toque de invierno en el viento del golfo que azotaba los cipreses. Y sentía en Claire una temblorosa tensión.
Se volvió a pagar al taxista, pero el hombre ignoró la tarjeta de crédito de Logan. Se inclinó, cubriéndose una oreja, para escuchar con atención las noticias que captaba a través de su auricular. Entonces soltó un grito de pánico, puso el motor en marcha y salió disparado. Casi por reflejo, Logan se metió la mano en el bolsillo para sacar su propio receptor.
Pero no, había renunciado a las luchas del mundo. Mientras su familia le necesitara, el mundo podía apañárselas solo.
—¿Qué es eso de que tu madre se ha encerrado en su habitación? —preguntó al tiempo que se volvía hacia su hija.
El viento azotaba el pelo marrón rojizo de Claire.
—Es aún peor que eso. Ha electrificado toda su parte de la casa.
—¿Qué?
—Ni siquiera contesta al intercomunicador, aunque sé que está trabajando allí. —Claire se detuvo cuando un alarido de dolor sonó al otro lado de la casa—. Ése es Tony —explicó mientras cogía a Logan por el brazo—. Iba a intentar forzar una ventana.
—Parece que le ha salido estupendamente —comentó Logan mientras la seguía.
—No seas antipático —reprendió ella—. Tony es hábil. Lo que pasa es que nunca se ha enfrentado a Daisy antes.
Logan dobló la esquina y vio a un joven moreno y delgado que se sujetaba un brazo y se chupaba los dedos chamuscados. Al fondo, un destornillador todavía humeaba en la zona del aislamiento reforzado que debía de haberle salvado de quemaduras aún peores.
—Hola, señor Eng —saludó Tony.
—Hola —respondió Logan. Así que nunca se ha enfrentado a Daisy antes, pensó. Tengo noticias para estos dos chicos. Tampoco lo he hecho yo. No realmente.
Ahora que lo pienso, no estoy seguro de que nadie lo haya hecho jamás.
■
Fuera, en el mundo real, intentan actuar contra ella. Los militares atacan con martillos los sellos de paz que guardan los misiles de crucero, pasando desesperadamente por alto las salvaguardas, reprogramando a los robots para que busquen lugares nunca nombrados en las listas de emergencia, para que vuelen sobre las amplias extensiones de tierra de nadie y destruyan otras máquinas…, máquinas que ahora producen tormentas de muerte a largo alcance.
Al intentar conseguir tantas cosas sin precedentes, naturalmente, los hombres cometen errores. Buscan información para sus blancos a través de la Red y por eso revelan sus intenciones. Advertida de antemano, Daisy lanza sus mortales rayos para aniquilar los puestos militares y despejarlos de seres vivos, dejando a los bombarderos robots sin tripulación, sin preparación.
Por supuesto, hay límites para esas tácticas dilatorias. Al final, los supervivientes conseguirán desactivar los resonadores uno a uno. A pesar del caos en la Red, algún hacker brillante descifraría finalmente el rumbo sinuoso de sus órdenes, hasta llegar a ella. Con tiempo suficiente.
Pero el tiempo está ahora de parte de Daisy. A cada minuto que pasa, crece su poder. Pronto sus creaciones serán autosuficientes, guiadas por las corrientes de la propia dinamo de la Tierra. Serán tormentas de muerte, tan permanentes como el clima, afiladas guadañas de mortandad sintonizadas para segar una cosecha muy concreta: la humanidad.
—Anticuerpos —dice, dando a sus creaciones metáforas biológicas—. Estoy creando anticuerpos contra un parásito.
Se imagina a sí misma como la Nemesis de la leyenda, que cazaba implacablemente a los asesinos, buscando una justa venganza por el manatí asesinado, un desquite por el dinorsis largamente extinguido, una vindicación por los cóndores desaparecidos.
—Todas las especies necesitan controles naturales, y los humanos hace tiempo que carecen de uno.
Ella cree que hay un orden adecuado para las cosas. La cadena alimenticia tiene que ser una pirámide, y cada depredador de la cima debe ser escaso; su número, reducido. La humanidad violó esta disposición acordada por el tiempo al multiplicarse fuera de toda proporción y crear un edificio frágil, condenado a caer.
—Diez mil —concluye—. Ésa sería una buena cifra. Ésos son los humanos que deberían quedar, de diez mil millones, para conformar una población mundial decente. Diez mil, y soy piadosa, ya que el planeta estaría mejor sin la especie. Pero, después de todo, es madre. Y por vil que pueda ser la raza, no puede permitirse aniquilar hasta el último niño.
»Diez mil cazadores-recolectores nómadas. Tal vez incluso veinte mil. Son todos los humanos que necesita este mundo.
Incluso la ira debe ser saciable, y por eso Daisy se fija este límite. Mientras la Red se llena de gritos de angustia creciente, murmura un consuelo que el mundo no puede oír, aunque si lo recibiera tampoco lo comprendería.
—Es por vuestro propio bien —canturrea—. Después de todo, ¿de qué os sirve vivir ahora, enlatados en esos horribles campamentos y ciudades, inhalando el rancio aliento de los demás, sin conocer la serenidad de la naturaleza que es vuestro derecho de nacimiento?
Promete salud, cielos limpios, belleza y felicidad a los supervivientes. Vivirán pletóricamente, y sus segadoras les harán compañía todos los días, todas las noches.
Oh, sí, será un mundo mejor. Y ella se detendrá piadosamente, lo jura, antes de que el número de los humanos sea demasiado bajo.
La piedad, por supuesto, es un concepto sujeto a diferentes interpretaciones.