PLANETA

Primero fue una supernova que inundó el universo de una gloria breve y pródiga antes de convertirse en retorcidas nubes multiespectrales de átomos recién forjados. Los remolinos giraron en espirales hasta que uno de ellos prendió: una estrella recién nacida.

El sol virgen llevaba faldas arremolinadas de polvo y electricidad. Gases, rocas y trozos de esto y lo otro cayeron en sus pliegues, que recogían planetas en tenues terrones…

Un mundo diminuto giraba a cierta distancia. Tenía un modesto conjunto de propiedades:

masa: apenas la suficiente para atraer a algún asteroide de paso.

lunas: una, el recuerdo de una salvaje colisión, pero lo bastante grande para provocar grandes mareas,

rotación: para provocar vientos que batieran a través de una atmósfera humeante.

densidad: un brebaje que se unía y se separaba para producir una poco prometedora escoria superficial.

temperatura: el calor era la única voz del planeta, una voz débil, sofocada por el sol cegador. De todas formas, ¿qué puede decirle un planeta al universo en un agudo grito de infrarrojo?

—Existe —repetía una y otra vez—. Es una piedra condensada que radia a unos trescientos grados, insignificante en la escala de las estrellas.

»Esta mota, un punto, existe.

Una declaración simple para un cosmos indiferente, la firma de un mundo rocoso, manchado de charcos salados y cubiertos de humo.

Pero entonces algo nuevo se agitó en esos charcos. Fue una trivialidad, una mera decoloración aquí y allá. Sin embargo, a partir de ese momento, la voz cambió. Sutilmente, variando de tono, todavía débil y confusa, ahora sin embargo parecía decir:

—Yo… soy…