—¿Podría ser una táctica dilatoria? —Alex expresó su preocupación en voz alta—. Todas las fuerzas militares se retiran hasta que se reúna el Consejo de Seguridad. Durante ese tiempo… —Su voz se apagó mientras sacudía la cabeza, preocupado.
Teresa le masajeaba un hombro, frotándolo con auténtica fuerza y un sorprendente conocimiento de dónde encontrar los nudos de tensión en sus músculos. Su voz ofreció una tranquilidad que necesitaba.
—Saben que no pueden tener el mundo eternamente a su merced, Alex. ¿No acaba de ofrecerse Nihon para poner sus resonadores experimentales a tus órdenes? Además, hay esas máquinas en miniatura de Spivey. Han reagrupado a los técnicos. En unas pocas horas…
Alex asintió.
—En unas pocas horas, un día como máximo, tendré los recursos para repeler cualquier ataque que intenten. Anularé cada frecuencia. No podrán sacudir la rama de un árbol, y mucho menos un continente.
Intentó no escuchar la vocecita que sonaba al fondo, un periodista del servicio mundial de la BBC que informaba de los amplios daños sufridos en el Medio Oeste norteamericano. Eso era sólo un anticipo de lo que su desesperado enemigo prometía si se producía cualquier movimiento sin ofrecer antes el perdón completo. Por eso las cautas milicias se habían replegado, a esperar.
Nadie sabía si los misteriosos jefes de June Morgan pretendían llevar a cabo sus amenazas. ¿Hasta qué punto fueron serios los helvéticos con sus bombas de cobalto? ¿O Kennedy y Kruschev, allá en 1962? Los hombres capturados en el torbellino de las situaciones a menudo imaginan lo impensable.
El oficial de guardia en el resonador dio una voz.
—Vuelven a latir…
Todos se volvieron. Las tres sondas enemigas brillaban una vez más con energía gravitacional inducida.
—¿Qué pretenden ahora? Creí que habían accedido a esperar.
Estrechas flechas amarillas se extendieron hacia abajo, hacia el punto púrpura, el fluctuante espejo de Beta.
—¿Podría tratarse de otra demostración?
La operadora de comunicaciones los interrumpió.
—Vuelven a entrar en línea, todos los canales. ¡Sostienen que no son ellos!
Alex se volvió.
—¿Qué quieres decir con que «no son ellos»?
—¡No son ellos! —La mujer apretó sus auriculares—. ¡Juran que sus resonadores se han disparado solos!
—Alex, ¿es eso posible? —preguntó Teresa—. ¿Qué intentan conseguir?
Pero él solamente se quedó mirando, transfigurado, mientras los tres rayos pasaban a través de varias capas de electricidad superconductora, golpeaban a Beta y acababan desapareciendo.
—¡Ikeda! ¡Clambers! —gritó Alex—. ¡Comprobad las frecuencias paralelas! —Agarró el subvocálico—. ¡Puede que intenten sorprendernos por una banda lateral!
Parecía improbable. Sólo había unas cuantas combinaciones que se acoplaban con fuerza con las rocas de la superficie, sobre todo en la corteza superior. Además, estaba seguro de que esas combinaciones estaban cubiertas. Sin embargo…
—Hay algo, Alex —gritó uno de los técnicos desde el otro lado de la sala—. Echa un vistazo a cincuenta y dos gigahertzios, a una amplitud de ondas-p de uno con seis metros…
—¡Lo tengo! —replicó él.
Nuevas líneas de puntos mostraban lo que antes era invisible: finas huellas de radiación gázer que se desprendían de las brillantes fauces de Beta.
—Pero esos rayos se dirigen… —No tuvo que terminar la frase.
Todos contemplaron asombrados que los rayos concentrados volvían directamente a sus puntos de origen y alcanzaban blancos plenos en los tres resonadores enemigos.
—¡Se han disparado a sí mismos! —gritó alguien, aturdido.
Alex hizo una comprobación, pero no encontró señales de daños. Ningún temblor de tierra. Los resonadores enemigos todavía brillaban en línea, tan peligrosos como siempre. Era extraño.
—¡Efectos! —demandó.
Pero la pregunta continuaba sin contestación: ¿por qué iba a disparar el enemigo rayos contra sí mismo? Rayos que al parecer no habían hecho nada.
—¿Dicen algo?
La operadora de comunicaciones lo comprobó.
—Nada. Han desconectado.
Esto es demasiado extraño, pensó Alex. Algo raro sucedía.
—¡Alex! —exclamó Teresa.
¡Caramba, sí que es fuerte! Alex gimió ante la súbita tenaza en su hombro. Al darse la vuelta la vio parpadear, sacudir la cabeza.
—Está sucediendo de nuevo. Estoy segura, Alex. ¿No lo sientes?
Él recordó su aventura en Nueva Zelanda, a través de retorcidas avenidas de oscuridad infernal, cuando confió en su fiera sensibilidad para encontrar un camino de vuelta al mundo de la luz. Ese recuerdo no dejó lugar a la duda.
—¡Estaciones de batalla! —gritó mientras ajustaba los instrumentos, escrutando.
¡Allí! En otra banda lateral, Beta parecía latir furiosa.
—¡Cargad todos los condensadores! Dame un contrapulso de…
Se interrumpió cuando alguien gritó. A sólo una docena de metros de distancia, un hombre se tambaleó con los ojos fuera de las órbitas, se tiró del pelo… y estalló.
Hablando estrictamente, no se trató de una explosión. El pobre tipo se estiró, todavía gritando, hasta que pareció convertirse en gelatina. El sonido fue poco más que un pop húmedo, pero los colores… un arco iris de brillantes tonos líquidos brotaron mientras la piel caía y gotas de carne salían disparadas en todas direcciones.
Un aura de brillantes ondulaciones pareció gravitar en el aire mientras la ruina de carne caía al suelo. Aquella aparición del tamaño de un hombre revoloteó un momento y luego empezó a moverse rápidamente en una espiral horizontal.
Hombres y mujeres gritaron de pavor, intentando evitarlo. Pero el terrible foco aceleró y alcanzó a dos cocineros que eligieron aquel desafortunado instante para traer comida. Sus platos volaron mientras brazos y cabezas saltaban de sus cuerpos, manchando a quienes estaban cerca de sopa y sangre escarlata. Nunca supieron qué les alcanzó, ya que la perturbación continuó avanzando, alcanzando a una víctima tras otra.
—¡Todo el mundo afuera! —gritó Alex innecesariamente en medio del caos por alcanzar las salidas. Se detuvo sólo para agarrar su placa y la mano de Teresa antes de unirse a la estampida. Sin embargo, a mitad de camino de las puertas abiertas, ella se detuvo y lo abrazó súbitamente—. ¿Qué? —exclamó él, debatiéndose. Pero ella se agarró con fuerza, fieramente inmóvil mientras algo horrible y apenas visible pasaba por su lado, atravesando el espacio que habrían ocupado.
—¡Ahora! —gritó ella cuando pasó de largo.
Alex no necesitó nada más.
En el exterior no vio ningún orden en la evacuación. El equipo de Tangoparu era excelente y bravo. Se habían enfrentado a peligros mucho más temibles que ningún otro guerrero desde el principio del tiempo. Pero el valor es una abstracción inútil cuando la mente retrocede a un estado primitivo. Hombres y mujeres corrían en desbandada, esparciéndose por las colinas, algunos encaminándose directamente a los acantilados. En un parpadeo, Alex vio que una técnico era alcanzada por algo que no resultaba más visible que una bolsa de aire. Giró, gritando, cuando una especie de oleada pareció enviarla a una extraña refracción con forma de hombre. Su horror terminó en un estremecedor jadeo, y se desplomó al suelo con la piel púrpura, cubierta de sangre.
—¡Por aquí! —gritó Teresa al tiempo que agarraba a Alex por el brazo. Huyeron hacia el oeste, aunque Alex no alcanzaba a imaginar por qué.
Varias veces más Teresa giró bruscamente a derecha o izquierda. En cada ocasión, Alex la obedeció de inmediato, siguiendo sus fintas como si fueran mandamientos divinos. Las muertes cercanas se hacían demasiado numerosas para contarlas. Y dejó de preguntarse cómo sabía Teresa a qué lado esquivar. A veces percibía que algo rondaba cerca sólo por un súbito escalofrío en la espalda o una tensión amenazadora en la garganta. Entonces, antes de que pudiera responder al horror, éste pasaba y ellos volvían a ponerse en marcha.
No había tiempo para reaccionar a la visión de amigos y colegas asesinados horriblemente a plena luz del día, bajo el azul cielo del Pacífico, no se podían malgastar los esfuerzos en otra cosa que no fuera huir. Aturdido, Alex sintió que el irregular suelo de hierba dejaba súbitamente paso al duro resonar de los zapatos sobre el asfalto. Vio imágenes borrosas de jets y zepehnes aparcados. ¿Intentaba ella coger uno y…?
Pero no. Teresa lo empujó más allá de los aparatos para dirigirlo hacia otro objeto, negro por abajo, blanco por arriba, y manchado de orín. Tras subir unas escalerillas oxidadas, cayeron por fin en una cámara hedionda y polvorienta.
La lanzadera espacial, advirtió tenuemente mientras caía a la cubierta, resoplando. Así que Teresa no tenía ningún plan, después de todo. El puro instinto debía de haberla guiado, al igual que a los demás. Sólo que en su caso la compulsión había sido buscar «su» nave espacial, un tótem de seguridad y su propia sensación de control.
—Vamos, Alex. —Un estallido de dolor le atravesó los hombros cuando ella le dio una patadita—. ¡Muévete! —gritó—. ¡Esa cosa podría aparecer aquí en cualquier momento!
Era bastante cierto. Entonces, ¿por qué no se habían quedado fuera, donde sus agudizados sentidos podían ser de utilidad, en vez de esconderse en este ataúd inservible?
Dejó que ella lo obligara a ponerse en pie y la siguió a través de la fétida compuerta, resbalando. Ella virtualmente lo empujó los últimos metros hasta la oscura y cavernosa bodega de carga de la lanzadera, donde cayó de rodillas bajo el resplandor de dos brillantes puntos de luz. Los rayos convergieron en una laguna radiante donde vio su aturdido reflejo, como si lo hiciera en una charca mágica.
Alex parpadeó una vez. Dos veces. Y entonces comprendió.
Lo que le devolvía su propia imagen era una esfera perfecta, que se curvaba en infinitos panoramas cóncavos. Dejó escapar una exclamación. ¡Se había olvidado del otro resonador!
Alex se miró la mano izquierda, donde todavía sujetaba su placa portátil. ¡Y aún llevaba el subvocálico! Tal vez… Pero no.
—¡Mierda! —exclamó—. No tenemos energía. La idea no sirve…
Se detuvo cuando los cardanes de la esfera zumbaron súbitamente, meciéndose de un lado a otro, y luego se fijaron en un ángulo recto. Los microprocesadores rieron y chasquearon.
—¿Qué crees que he estado haciendo desde que me hiciste cargar con esa gran bestia? —preguntó Teresa. Alex la miró, así que ella se encogió de hombros—. Bueno. Me servía para matar el rato. ¡Ahora vamos! Aquí hay una pantalla que conseguí hace tiempo. No hay holos, sólo pantallas planas. Pero puedes conectar aquí.
Alex sabía que tenía la boca abierta. Tras cerrarla, sólo pudo decir:
—Te quiero.
—Muy bien —asintió ella rápidamente—. Si salvas nuestras vidas podremos hablar de eso. ¡Ahora deja de perder el tiempo y ponte a trabajar!
Él se volvió hacia la arcaica unidad de control, la enchufó y cargó su software. Usó el subvocálico para iniciar una secuencia de puesta a punto, empleando sólo un instante para mirarla.
—Marimandona —murmuró afectuosamente.
Ella no dijo nada, pero sus ojos ofrecían más confianza en él de lo que había sentido en toda su vida, así que decidió que lo mejor sería poner lo mejor de sí mismo en el empeño.
■
Hay edificios que parecen osarios, uno en la tundra, otro en el desierto, otro bajo el mar y otro en el acantilado de una isla, a la sombra de oscuras estatuas. En el interior de cada sala todavía hay altos cilindros que vibran y rotan dentro de sus delicadas jaulas. Sin embargo, no hay ninguna criatura viviente alrededor. Las paredes están manchadas de sangre.
Los que construyeron los cilindros han muerto, Pero la energía todavía fluye a capricho de los espíritus electrónicos. Los ordenadores procesan intrincados programas, lanzando descargas de energía, arrancando la ira de las profundidades. Cada máquina canta la nueva canción que le ha sido enseñada: una canción de muerte. Espirales letales brotan de los blancos, buscan resonancias fatales con los seres bípedos que son tan numerosos, pero que no resultan difíciles de encontrar por docenas, centenares, millares…
No hay falta de reacción. Con prudencia, soldados valientes se acercan a cada lugar, aterrados por las cosas espantosas que ven por el camino. A través de la radio y la Red se enteran de que horrores similares empiezan a suceder en ciudades distantes.
Aterrados pero decididos, los soldados atacan sobriamente, sólo para ser abatidos por algo invisible, intangible, imparable. Sus aviones cambian a piloto automático y se desvían lentamente de su rumbo, sin que los guíe ya nada que se parezca remotamente a los hombres.
Órdenes frenéticas brotan por canales seguros pidiendo que se preparen armas más contundentes. Pero éstas tardarán tiempo en ser rescatadas y puestas a punto. Mientras tanto, los círculos de muerte se expanden…