EXOSFERA

Teresa deseaba poder ayuda a Alex. Pero todas sus habilidades eran inútiles en esta batalla, un conflicto tan intrincado como una obra de No, librado con la letal complicación de los coleteantes peces siameses.

Al menos podía vigilar a la prisionera de forma que algunos muchachos de seguridad tendrían tiempo para detectar posibles saboteadores. Además se encargaría de impedir que Pedro andará molestando a Alex.

Por fortuna, las dos tareas coincidieron cuando el periodista sudamericano interrogó ansiosamente a June Morgan. La obligó a mirar la holopantalla, donde cada latido y luz se traducía en más muertes, más catástrofes locales.

—Se suponía que no llegaría tan lejos —respondió tristemente la traidora rubia—. Nunca pretendieron una guerra total.

—Como siempre —comentó Manella—. Las grandes hostilidades destructivas suelen producirse con la creencia de un bando de que el otro se plegará a su demostración de poder, calculando mal la resolución de sus oponentes.

Teresa vio que June daba un respingo cuando las luces volvieron a iluminar la simulación de la Tierra. No muy lejos, A4ex Lustig tecleaba apresuradas órdenes mientras añadía correcciones más rápidamente con su aparato subvocálico. Los demás se encargaban de sus diversas tareas con similar eficiencia, lo único que podría ayudar al último equipo de Tangoparu en esta desesperada lucha por la supervivencia.

—Todo es culpa mía —se lamentó June con un suspiro de desesperación—. Si hubiera llevado a cabo mi trabajo, ellos no habrían tenido que recurrir a la acción. Todavía no, al menos. Sin embargo, ahora todos sus planes se han venido abajo. Están aterrorizados. Son mucho más peligrosos que si hubieran vencido.

La patente racionalización hizo que Teresa sintiera deseos de escupir.

—Todavía no nos has dicho quiénes son ellos.

Antes, June no había querido contestar, como si la pregunta directa la aterrara. Al parecer ahora decidió que ya no importaba.

—Es un poco difícil de explicar.

—Inténtalo —instó Manella.

Con un suspiro, June los observó a ambos.

—Pedro, Teresa, ¿no os lo habéis preguntado nunca? Quiero decir, ¿por qué asume la gente que la Guerra Helvética puso fin a la profesión más antigua del mundo?

Teresa parpadeó.

—¿Estás de broma?

June se rió sin ganas.

—No me refiero a la prostitución, Terry. Hablo de los parásitos, los manipuladores que viven en secreto. Siempre ha habido intrigantes y maquinadores, desde antes de Gilgamesh y las pirámides.

»Venga, ¿quién creéis que envenenó a Roosevelt e hizo asesinar a los Kennedy? ¿Quién se encargó de que el avión de Simyonev se estrellara? ¿Qué hay de Lamberton y Tushima? ¿Estáis seguros de que fueron accidentes? ¿No fueron muy convenientes para los que se beneficiaron a continuación?

»Teresa y yo somos demasiado jóvenes, pero Pedro, ¿recuerda cómo eran las cosas durante las semanas anteriores a la Declaración de Brazzaville? ¿Cuando las delegaciones empezaron a llegar espontáneamente de todo el mundo para declarar la alianza antisecretos? ¿Cuánta gente murió en accidentes misteriosos antes de que los delegados superaran todos los obstáculos y distracciones ideológicas y por fin cobraran un impulso imparable? ¿Ya cuántos líderes hubo que deponer antes de que las masas se salieran con la suya y pusieran por fin asedio a los Alpes?

—La mitad de los presidentes y ministros tenían cuentas bancarias secretas que proteger —replicó Pedro—. Así que, naturalmente, intentaron obstruir. Pero al final fracasaron.

—No fracasaron. Fueron utilizados en acciones dilatorias. —June alzó las cejas—. Por qué cree que la guerra duró tanto, ¿eh? ¡Los suizos no querían apoderarse de todo el maldito planeta! Nunca imaginaron que todas esas generaciones pasadas que excavaron túneles y refugios antibombas tuvieran un propósito más allá de la simple defensa.

»Y cuando todo terminó por fin, no creerán de verdad que los archivos bancarios que las fuerzas de las Naciones Unidas rescataron de los escombros eran los auténticos, ¿no?

Manella sacudió la cabeza.

—¿Está dando a entender que pasamos por alto niveles enteros de conspiradores? ¿Que todos los altos narcotraficantes y los aceptadores de sobornos y los multimillonarios que capturamos…?

—Eran peones sacrificables, lanzados para satisfacer a las masas. Sí, eso es exactamente lo que estoy diciendo, señor periodista. —La voz de June era amarga—. Los manipuladores reales querían a Helvecia completamente destruida. La guerra tenía que costar muchas vidas, para que un mundo exhausto se alegrara con la victoria y quisiera creer desesperadamente que todo había acabado.

—Esto es ridículo —le dijo Teresa a Pedro—. Habla como en una mala novela de Lovecraft. ¿Qué viene a continuación, June? ¿Oscuros Horrores Innombrables Anteriores al Principio del Tiempo? ¿O algo sacado de esos maravillosos libros paranoides de los Iluminados? ¿Quiénes son tus jefes, pues? ¿La Trilateral? ¿Los jesuitas? ¿Los Hijos de Sión? —Teresa se echó a reír—. ¿Qué tal Fu Manchú o el Komintern?

June se encogió de hombros.

—Fueron distracciones útiles en su día, resplandores y oropeles diseñados para atraer a los tontos, para que las teorías relativas a conspiraciones a gran escala adquirieran mala reputación para la gente normal y corriente.

Para su desazón, Teresa se sintió atraída por la sinceridad de June Morgan. Sin lugar a dudas, la mujer creía en lo que estaba diciendo. Y tiene razón en cierto modo, pensó Teresa, súbitamente consciente de su propia reacción. Mírame ahora. Me niego a creer, aunque la prueba está destrozando el mundo a mi alrededor.

Pedro se mordió la punta del bigote.

—¿No se estará refiriendo a los extraterrestres, verdad? ¿Los creadores de Beta? ¿Son ellos sus…?

June alzó la cabeza rápidamente.

—¡Oh, cielos, no! —Señaló la gran pantalla—. ¿Tan competentes le parecen los gilipollas que me enviaron? Mire cómo han jodido su intento de golpe. ¿Habrían dejado los creadores de Beta que Alex los vapuleara como ha hecho?

Mientras miraban en aquella dirección, un trío de rayos amarillos hicieron que el punto púrpura de Beta latiera con incipiente poder, pero una vez más fueron desenmarañados por una rápida intervención de la isla de Pascua, que envió la fuerza acumulada dando vueltas inútilmente en otra dirección.

June sacudió la cabeza.

—No, la humanidad es capaz de producir depredadores propios, Pedro. Parásitos con talento y mucha experiencia en apoderarse de las innovaciones de los demás. No hace falta mucho cerebro para eso, sólo algunos talentos manipuladores y una gran dosis de arrogancia.

—La ilusión de la omnisciencia —asintió Pedro.

—Oh, sí. Los he visto, reunidos en sus salones con todo su dinero, dorándose la píldora mutuamente, diciéndose unos a otros lo listos que son sólo porque hace treinta años consiguieron conservar un poco de su antiguo poder, porque la gente estaba demasiado cansada y aliviada al final de la guerra para descubrir la última capa.

»Sólo que ahora, por fin, saben lo estúpidos que fueron en realidad desde el principio. Lo ha entendido bien, Pedro. Calcularon mal su último movimiento y van a morir pronto. Por esa parte al menos, estoy agradecida.

La admisión sorprendió a Teresa. Todo el tiempo había supuesto que June actuaba por lealtad a un grupo o una causa. Estaba claro que la mujer temía a sus velados amos, pero ahora también vio que además los aborrecía.

Al mirar a la gran pantalla, Teresa intuyó lo que quería decir June. Por todo el mundo, en capitales de naciones y en puestos de mando e incluso en los cubiles de los hackers, había otros holos de la Tierra iguales a éste. Quizá más burdos, pero cada vez más perfeccionados. Sobre todo ahora que el grupo de Glenn Spivey había revelado cuanto sabía en un súbito espasmo de apertura impulsada por el pánico. En cada una de aquellas pantallas, los emplazamientos de los resonadores enemigos debían de brillar como furiosos emblemas piratas…, por la única razón de que nadie proclamaba posesión sobre ellos. La falta de sinceridad en aquellas horas tensas y calientes era una acusación peor que ningún cañón.

Ahora mismo todas las alianzas de seguridad, fuerzas de pacificación y milicias locales probablemente enviaban unidades hacia aquellos misteriosos puntos. Sus armas podrían parecer torpes comparadas con las del siglo XX, sus reflejos faltos de práctica podrían parecer lentos, pero aquellos soldados se encargarían con toda seguridad de los jefes de June cuando llegaran.

No, sus jefes no pueden haber planeado esto. Debieron de contar con tomar completamente por sorpresa al tetraedro de Tangoparu y con eliminar a los cuatro resonadores originales y todos los demás por medio de sabotajes o golpes de gázer. Entonces, al poseer en exclusiva el arma definitiva, podrían aterrorizar al mundo. Estuvieron a punto de conseguirlo.

Pero aunque veía la lógica, Teresa tuvo que sacudir la cabeza.

En cualquier caso…, ¿para qué? ¡Es un plan absurdo aunque tuviese éxito! No podrían haberse salido con la suya durante mucho tiempo. El resultado habría sido demasiado inestable.

Teresa vio que se había producido una tregua desde el último rechazo. Alex sorbía por medio de una pajita la bebida que le había traído uno de los cocineros. Ella quiso acercarse y darle un masaje en los hombros y tal vez susurrarle algunas palabras de ánimo, pero conocía a Alex demasiado bien para aquello. Ahora mismo sus hombros eran los de Atlas. Muchas más cosas que las vidas de los que estaban en esta sala rodaban en su mente. No había que interrumpirlo.

—Está describiendo un acto de desesperación absoluta —resumió Pedro, todavía hablando con June—. Esos conspiradores suyos, incluso en la victoria, ¡no podrían esperar conservar lo que hubieran conseguido!

June respondió encogiéndose cansinamente de hombros.

—¿Qué tenían que perder? Desde su punto de vista, el status quo se deterioraba. Todo lo que habían rescatado de las cenizas de Helvecia se les escapaba como humo entre los dedos.

—No lo entiendo. ¿Qué los amenazaba?

June señaló las consolas, la plaga de datos de Teresa, el teléfono en el cinturón de Pedro.

—La Red —apuntó sucintamente.

—¿La Red?

—Eso es. Se estaba haciendo demasiado grande, demasiado abierta y permeable, demasiado democrática para seguir manipulándola por más tiempo. Se desesperaban más a cada año que pasaba. Entonces apareció este asunto de la ampliación de gravedad.

—¡Que tú les filtraste! —acusó Teresa.

June asintió.

—Tenían otras fuentes. Como se ha dicho con frecuencia, en la actualidad es sumamente difícil mantener secretos, es decir, a menos que poseas el sistema.

—¿Poseer la Red? —Teresa hizo una mueca, incrédula—. Nadie posee la Red.

—Bueno, partes de ella. Zonas especiales, estratégicas. Piensa en cuando se colocaron los cables originales de fibra y los bancos de datos. Siempre se pudo sobornar a alguien, o hacerle chantaje. Se diseñaron nodos informáticos con códigos de entrada «traseros», que sólo unos pocos conocían.

—¿Para qué? ¿Con qué fin?

June se echó a reír.

—¡Para ser siempre los primeros en enterarse de los últimos avances tecnológicos! Para que sus hurones consigan una ventaja de décimas de segundo, a fin de poder alcanzar la información antes que los demás la vean. Para manipular el correo.

—¡Absurdo! —objetó Teresa—. ¡La gente se daría cuenta!

June asintió.

—Oh, ahora lo sabemos. Pero ¿y entonces? Se suponía que la Red era su criatura. ¡Su herramienta! Sustituiría a los grandes bancos como instrumento de control, por encima de naciones y gobiernos. Por encima incluso del dinero.

»Después de todo, ¿no lo describen así las viejas historias de ciencia ficción?: “El que controla el flujo de información controla el mundo”. Ésa fue su respuesta a Brazzaville y Río. —La voz de June se cargó de amarga ironía—. Sólo que no resultó así. En vez de convertirse en su instrumento domado, la Red se liberó como si fuera un ser vivo. Entonces ellos…

—¡Ellos, ellos! —Pedro se dio un puñetazo en la palma de la mano y sobresaltó a Teresa. El hombre debería recordar dónde estaban—. ¿Quiénes son ellos? —demandó Manella—. ¿De quién demonios está hablando, mujer?

June se encogió otra vez de hombros.

—¿Importan los nombres? Imagine a todos los grupos poderosos de ególatras que existían en el mundo a principios de siglo. Llámelos dinero viejo o nuevo, o jefes rojos, o duques y señorías. Los historiadores saben que pasaban más tiempo conviviendo unos con otros que librando sus supuestas batallas ideológicas.

»Los más listos vieron venir a Brazzaville y se prepararon. Se encargaron de que todos los ministros helvéticos y hombres clave fueran asesinados o drogados y que cada intento de compromiso, incluso de rendición, fuera rechazado.

—¿Quiere decir…? —interrumpió Pedro.

Pero June continuó.

—¿Quiere saber cuál fue su peor problema? Desde principios del siglo XX les ha afligido una amenaza peor para las elites del poder que la educación de masas, los medios de comunicación, incluso los ordenadores personales. El abandono.

—¿El abandono? —preguntó Teresa, cautivada a su pesar.

—¡A cada generación sucesiva le resultaba más y más difícil sujetar a sus propios hijos! La cultura mundial resultaba seductora, incluso para los niños ricos con la oportunidad de vivir como rajas. Los mejores y más inteligentes fueron tentados para realizar carreras burguesas, en las artes o las ciencias, porque son más interesantes que estar sentado cortando talones y atormentando a los sirvientes.

—¡Espera un momento! —interrumpió Teresa—. ¿Cómo sabes todo esto? —Entonces vio algo en los ojos de la otra mujer—. Oh…

Teresa sintió un brusco arrebato de piedad hacia June Morgan. La rubia geofísica sonrió con tristeza.

—Lazos de familia, ya ves. Nuestra pequeña rama se quebró cuando mi padre se marchó para dedicarse a la música y organizar festivales para recaudar fondos en favor de la vida animal. Por supuesto, los primos nos dejaron sin información, aunque nunca nos faltó el dinero.

»De todas formas, mi padre no quiso saber nada de sus planes. Llamaba “dinosaurios” a mis tíos. Decía que su manera de pensar moriría de forma natural. —June hizo una mueca—. ¿Has oído hablar de cómo morían los dinosaurios? Yo no querría estar debajo.

—Así que decidiste seguirles la corriente. Dejar que se salieran con la suya…

—Hasta que se secaran y se los llevara el viento. Sí, esto formaba parte del plan. Esto y… —June bajó la cabeza—. Bueno, pueden ser persuasivos. No los conoces.

Pero Teresa suponía que no era así. Si no como individuos, entonces al tipo, a la gente que necesita tónicos más fuertes que los hombres y mujeres normales y satisfechos. Su ansia interior parecía anhelar dinero y poder, pero era, de hecho, insaciable a este lado de la muerte.

De todas formas, los detalles apenas importaban. La analogía de los dinosaurios de June encajaba con la escala geológica del drama que se representaba en la gran pantalla. Teresa podía leer algunos de aquellos lívidos rastros de la intromisión humana. Muchos fenómenos espectrales se desarrollaban bajo sus pies, y sus repercusiones reverberarían mucho después de que se descargaran los últimos golpes.

Una consecuencia reciente de la batalla quedaba clara. Casi todos los estados excitados de energía bajo la isla de Pascua habían sido agotados después de horas de incesante estimulación. Todos los filamentos, protuberancias y delicadas telarañas de electricidad brillaban ahora en rojo oscuro y no servirían como fuentes de gázer hasta que regresara su antigua intensidad azul. Eso podría suceder al cabo de minutos o de horas. Mientras tanto, resultaba difícil imaginar cómo podía alcanzarles el enemigo.

Mientras observaba, el último rayo de Alex atravesó el fiero borde del núcleo para alcanzar un distante hilo brillante que rebotaba en el resplandeciente espejo de Beta. Una de las sondas enemigas titiló y luego se perdió de la escala. Teresa comprendió que aquel resonador tardaría algún tiempo en recuperarse.

Mientras tanto, el mundo se volvía contra aquellos hijos de puta. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que las torpes y descoordinadas tropas de las Naciones Unidas los alcanzaran? Alex ha recuperado la ventaja. El tiempo corre en contra del enemigo. ¿Qué van a hacer ahora?

La respuesta no tardó en llegar.

—Los otros dos vuelven a disparar —anunció el oficial que estaba de guardia.

Un técnico protestó.

—Pero no podrán alcanzarnos más allá de esa zona muerta durante al menos…

—¡No nos apuntan a nosotros! —respondió la voz—. ¡Mirad!

Teresa parpadeó cuando los emplazamientos del Sahara y el mar del Japón enviaron nuevos rayos al núcleo del planeta. Beta respondió con brillantes contrapuntos, ahora fuera del alcance de Alex y su equipo. Los hombres de Tangoparu observaron, impotentes.

Beta pulsó. Los tentáculos cercanos se enroscaron con la energía acumulada. Entonces algo actínico y poderoso destelló y golpeó como un puño contra el corazón de una gran masa de tierra.

Norteamérica.

—¡Están hablando! —anunció la operadora de comunicaciones—. Desconectad todos los canales, es un ultimátum. Dicen que todas las fuerzas nacionales deben retirarse en dos minutos o…

La joven no tuvo que terminar. Un continente resonaba visiblemente como una viga martilleada, una lección evidente para todos.

Reinó el silencio.

—¿Y ahora qué? —preguntó Teresa por fin.

Por primera vez, Alex levantó la cabeza de la consola. Cansado, se quitó el subvocálico, que dejó huellas rojas donde el instrumento le había rozado. La miró a los ojos.

—No lo sé, Rip. Supongo que depende de lo que intenten conseguir.

Todos los ojos se volvieron hacia la operadora de comunicaciones, cuya especialidad era cribar las interferencias. Una miríada de rápidas imágenes fluctuó sobre el rostro de la mujer. Mientras encajaba las piezas de la historia, sonrió lentamente al comprender.

—Ese último intento fue un movimiento negociador —dijo—. Pero en realidad lo que quieren es… ¡rendirse!

En toda la sala, los cansados trabajadores se desplomaron en sus asientos con suspiros de alivio. Alguien resopló y abrió de par en par las puertas dobles, para que entrara la brisa fresca que arrastró el rancio hedor del miedo.

Teresa y Alex se miraron a los ojos, cada uno buscando seguridad, un motivo para aceptar la esperanza.

Hay una mujer sentada a solas en una habitación cerrada.

Es una poderosa hechicera. Aunque está sola, no le falta compañía, pues aquí están sus familiares para ayudarla además de un par de héroes en la pared, encadenados allí para su diversión.

Están Hércules y Sansón, atrapados juntos en un lazo de tiempo congelado, sacudiendo sus cadenas mientras se enfrentan a una poderosa hidra. Han librado la misma pugna silenciosa, esforzándose y gimiendo desafiantes, repetitivamente, desde que la hechicera los puso allí para «ampliarlos», hace muchos días. Sin embargo, ahora tiene poco tiempo para estos asuntos. Los héroes deben esperar su turno.

—Oh, no, eso no —gime la mujer mientras contempla imágenes más importantes que se forman en otra pared mágica.

El simulacro del mundo chisporrotea como una cebolla eléctrica, rebullendo con los cambios que se producen en su interior. Es un espectáculo impresionante, pero a ella le importan poco esas capas inferiores. Sólo se preocupa por la piel externa, marrón, verde y azul, que encuentra enferma, infectada por una plaga de ansiosos parásitos.

Diez mil millones de parásitos llamados seres humanos.

Sabe poco y se preocupa menos del interior de la cebolla. Pero ha estudiado mucho la piel y se preocupa mucho por ella. Se ha encadenado a un juramento, una misión, la salvación de esa piel, la eliminación de los parásitos.

—Oh, no, no os dejará hacer eso —advierte a aquellos que creían ser sus patronos, sus primos, sus amos, pero que son de hecho sus instrumentos.

Desesperados ahora, amenazan, negocian, se agitan aterrorizados mientras buscan una manera de salvar sus inútiles vidas.

Vidas insignificantes para ella, ya que su especie es demasiado numerosa. Sufren delirios de grandeza, sólo porque se cuentan entre los «más ricos» de una raza de hormigas. Su último plan es lo mejor que pueden esperar por ahora: negociar millones de vidas a cambio de una promesa de amnistía. La Red ya está llena de ofertas. El alivio impera al ver que otra catástrofe se ha evitado a duras penas. Pero ella tiene otros proyectos.

—No, no ha acabado todavía —dice, tarareando dulcemente mientras trabaja.

Un armisticio no serviría a sus propósitos. Debe ser sustituido por otra cosa. Frotando sus mandos, convoca a sus sirvientes, sus familiares, versiones más simples y obedientes del temible lagarto que antaño creó y perdió en algún recoveco. Éstas son nuevas y estilizadas variantes de mente simple. Se abalanzan a obedecer su orden, manojos de energía electrónica dispuestos a azotar el reino de las pulgas.

La primera pista a esta gran oportunidad vino de su propio excompañero, un vendido a quien había amado en su momento. Su trabajo para los militares le abrió las puertas de este nuevo mundo. Cuando sus primos empezaron a financiar sus investigaciones con recursos sin fondo, de repente tuvo acceso a las mejores herramientas, tanto de software como de hardware. Un día tras otro, sus pequeños espías iban trayendo más pistas.

Al principio permaneció al margen, observando a sus alocados parientes, que jugaban con poderes más allá de su comprensión. Pero a medida que transcurría el tiempo, empezó a advertir el poder que habían pasado por alto, lo que se encontraba entre las montañas de datos, maduro y dispuesto para el primero que lo tomara. ¡La propia espada de su misión purificadora!

Mientras las naciones del mundo se retiran de la confrontación, la hechicera usa senderos privados y atajos secretos para enviar a sus emisarios a lugares distantes.

—No os detendréis aquí —dice—. Oh, no. No es momento apropiado para vacilar.

La habitación se estremece y se sacude por quinta vez en cinco minutos, pero eso no la interrumpe. Sólo son sacudidas postreras de los estúpidos terremotos. De cualquier forma, la casa está bien construida, con su propia reserva de energía.

Desde una ciudad llamada White Castle, se oye el débil ulular de las sirenas. Pero eso es en el mundo de hombres y máquinas, y por lo tanto una metáfora tan inútil como el pobre, esforzado y sudoroso Hércules de la pared, empapado en ríos de sudor simulado. Es en el mundo de electrones y fuerzas ocultas donde se decidirá todo. Y ese mundo pertenece a Daisy.

—Adelante. Haced que se sacuda —instiga la hechicera—. Disfrutad de vuestros juguetes. Al final, todo quedará en nada.