Jimmy Suárez agarró el brazo del doctor Kenda para detener la carrera del físico por el polvoriento campo de trigo.
—¡Mira! —gritó Jimmy, señalando en la dirección a la que se dirigían.
Los técnicos se detuvieron en tropel. ¡Mientras huían de una calamidad, se encontraron con otra delante! Su objetivo era la cercana bio-arca, el único refugio a la vista cuando por fin consiguieron salir de aquel horrible ascensor chirriante. Ahora agradecieron no haber llegado tan lejos. La estructura piramidal brillaba, reflejando la pálida luz de la luna entre una lluvia que parecía una aurora traída a la tierra. Desprendiendo gotitas chispeantes de fuego eléctrico, el edificio se alzó del suelo y se abalanzó hacia el cielo, acelerando.
—Maldición, los hijos de puta han fallado —gritó Jimmy roncamente—. ¡Han fallado!
Los párpados del doctor Kenda se agitaron.
—No es posible. La proyección… —Sacudió la cabeza—. No fallarán la próxima vez.
—¡Pero los dominios bajo nosotros no se repondrán tan rápidamente!
—Si se comportan como hasta ahora —advirtió otro operador—. Cambian tan rápido…
—¿Cómo? —interrumpió Kenda, completamente perplejo—. Todos visteis la simulación. ¿Cómo han fallado?
—Sólo hay una forma de averiguarlo —respondió Jimmy—. Voy a regresar. ¿Alguien me acompaña?
Kenda se volvió para dirigirse hacia el este, donde las luces del cantón de Kuwenezi brillaban en la distancia. Cuando Jimmy intentó agarrarle el brazo, el físico se soltó y gritó:
—¡Se acabó! ¿Es que no lo ves? ¡En el momento en que volvamos a entrar en línea, nos harán lo que le hicieron al arca!
—Pero han fallado…
Jimmy los observó marcharse, sintiendo que su decisión flaqueaba. Estuvo a punto de seguirlos. Pero la curiosidad era una llama que no podía ser apagada, ni siquiera por el miedo. Se dio la vuelta, entró de nuevo en aquel horrible ascensor oxidado y descendió una vez más a la temible mina.
La cabeza le daba vueltas. ¿Por qué había fallado el rayo?
Descubrió parte de la respuesta cuando vio quién se había encargado del resonador en su ausencia. Jimmy contempló lo que quedaba de Jennifer Wolling.
—¡Dios mío!
Ella había experimentado una transformación física, como si los diablos de un equipo de torturas medievales la hubieran sometido al potro durante semanas. Estirada e informe como un muñeco de goma, sin embargo vivía aún.
Aún más, una extraña luz parecía brillar en aquellos ojos que parpadeaban lentamente, todavía conscientes. Jimmy corrió al lugar donde yacía, derrumbada contra una pared. Pero cuando extendió la mano para cortar su enlace con la enorme antena gravitatoria, ella sacudió su cabeza extrañamente alargada y le apartó la mano.
—Todavía, no… —dijo en un ronco susurro. Entonces sonrió y añadió—: Hijo.
Jimmy experimentó una extraña sensación mientras la veía morir, como si la consciencia de ella recorriera caminos más allá de su habilidad. Mientras le acunaba la cabeza, Jimmy escuchó el resonador, que murmuraba misterios a la Tierra.
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En ese mismo instante, Mark Randall estaba demasiado ocupado para mirar. Estaban sucediendo demasiadas cosas extrañas, y sólo la más pura profesionalidad le salvó del aturdimiento.
—¡Elaine! Ve a la bodega y descubre las pantallas. ¡Voy a dar la vuelta!
—Pero todavía no estamos en órbita siquiera —se quejó su copiloto—. No puedes abrir las puertas tan pronto. Va contra las reglas.
—¡Hazlo!
Sentía a la Intrépida, a su alrededor, todavía crujiendo mientras la lanzadera expulsaba los calientes chorros producto de la ignición. Oficialmente, aún estaban en la atmósfera. Pero eso no era más que un tecnicismo. Las moléculas del aire eran escasas a esta altura. De todas formas, no había un instante que perder.
Mientras sus manos bailaban sobre los controles, gritó órdenes a los procesadores que actuaban obedeciendo su voz de forma literal. Mark evitó mirar a través del parabrisas delantero. Era mucho más importante soltar las cámaras automáticas de la nave que jugar al turista, aunque fuera un auténtico espectáculo.
Había cosas que salían desprendidas del planeta. Trozos de esto y aquello, demasiado lejanos para discernirlos claramente, pero todos destellaban mientras pasaban más allá de la sombra de la Tierra para bañarse en la cruda luz del Sol. Su intuición de astronauta le dio una idea de lo lejanos que estaban algunos objetos, el ritmo de su giro, incluso su producto tamaño-albedo aproximado.
Demasiado grandes, pensó. ¡Son demasiado grandes! Primero trozos de hielo. ¿Y ahora, esto?
¿Qué demonios está pasando? ¿El mundo entero se hace pedazos?
Cuando empezaron a llegar imágenes de los instrumentos liberados de la Intrépida, Mark pensó que ésa podría ser en efecto la respuesta.
El cielo se iluminó con la escoria de la batalla.
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Sepak Takraw no contaba con la profesionalidad de un astronauta. Simplemente se quedó mirando al gran agujero donde las montañas de Nueva Guinea habían alojado antes una vasta cadena de cuevas secretas. Ahora un lago de polvo se extendía en un ancho óvalo entre las pendientes, polvo tan fino que la leve brisa levantaba ondas en él, como si fuera agua. Las ráfagas de viento lanzaban al aire tentáculos resplandecientes que parecían rocío.
Sepak no era el único que miraba. Los soldados que habían venido corriendo desde sus puestos se detuvieron para imitarlo. Durante días habían jugado al escondite, su propio conocimiento de la jungla contra los sensores de alta tecnología de sus contrincantes, ellos con armaduras indetectables, él con taparrabos y plumas. Ahora, sin embargo, permanecieron cerca como depredadores y presa aturdidos por el mismo cataclismo, su pugna olvidada al instante. Uno junto al otro, Sepak y un soldado contemplaron la cavidad que rebosaba de una sustancia tan fina que podría ser la misma materia primordial que formó el Sol y los planetas hacía mucho tiempo.
—Me rindo —le dijo Sepak al soldado, aturdido, dejando caer su arco y su carcaj.
El comando lo miró, sin parpadear, soltó su brillante arma y la dejó caer al suelo junto a las de Sepak. No había necesidad de palabras.
El viento se alzó, agitando el polvo como si fuera niebla, cubriendo sus ropas y rostros, metiéndose en sus ojos, haciéndoles parpadear y lagrimear. Sepak y el soldado retrocedieron y luego se dieron la vuelta. Mientras se retiraban, no dejaron de mirar nerviosamente por encima del hombro, al contrario que los animales del bosque, que en su mayoría habían reemprendido ya sus vidas normales, libres de la carga de algo tan inútil como la memoria.
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La visión de los hechos de Stan Goldman no estuvo entorpecida por árboles, junglas ni montañas. Junto con unas cuantas personas más, compartió el privilegio de un punto de observación situado a vanos kilómetros del resonador de Groenlandia. El comandante había ordenado que el «personal no esencial» se trasladara allí cuando llegó la advertencia de Alex Lustig. Los que cupieron a bordo del tractor del campamento y la grúa de Malus huyeron aún más lejos, para poner tras ellos toda la distancia posible.
Incapaz de conseguir que el comandante le permitiera quedarse, Stan insistió en partir al menos a pie. Además del personal de apoyo de la OTAN, el éxodo comprendía a hombres y mujeres de la excavación Hammer, quienes esta vez necesitaron poca persuasión para comprender que su oscuro rincón del mundo se había vuelto completamente letal. Con su experiencia en el estudio de catástrofes antiguas, los paleogeólogos sabían lo pequeños y frágiles que eran los humanos en comparación.
Sin embargo, por consenso, todos se detuvieron en el lugar donde una suave elevación del terreno permitía ver el camino por el que habían venido. Los temblores barrieron la morrena. Por fortuna, el horizonte era casi llano hasta las distantes nubes de la costa, así que si algo iba a herirles, tendría que salir directamente de la Tierra.
Lo que, por supuesto, cabe dentro de lo posible, pensó Stan. De hecho, aquellos temblores menores eran sólo síntomas superficiales de una batalla que se desarrollaba muy por debajo, mientras los voluntarios de la cúpula ayudaban al equipo de Alex en Rapa Nui a combatir aquellos misteriosos enemigos.
—¿Ha habido suerte, Ruby? —le preguntó a una mujer que permanecía sentada con las piernas cruzadas ante una consola portátil.
—Estoy enlazando ahora mismo, doctor Goldman. Sólo un nano, mientras pido una actualización.
Stan miró por encima del hombro de Ruby una versión en miniatura del familiar holograma del globo. Como antes, la actividad más furiosa se producía donde el manto plasticristalino se encontraba con el núcleo exterior fundido, sobre todo justo bajo Groenlandia. Filamentos y retorcidas prominencias brillaban con energía obtenida de la rebúlleme dinamo del planeta, y fluctuaban vividamente cada vez que las sondas eran lanzadas desde la superficie, sacudiendo e incitando a las más inflamadas. Aquellos hilillos resplandecientes latían hipnóticamente, en compases que Stan comparó con una fuga de muchas partes, como un contrapunto del imperioso metrónomo de Beta. La combinación provocó rayos de espacio-tiempo convulso.
Era un combate de esgrima estigio, multidimensional, y Stan sabía que su bando estaba ahora en inferioridad numérica. Nueva Guinea se ha apagado por completo, advirtió. A medio mundo de distancia, otro punto de luz familiar brillaba con un ámbar débil. El resonador de África apenas da señales de vida. Posiblemente ha sido dañado o está fuera de combate.
Habían sido los primeros blancos del ataque por sorpresa. El enemigo los había inutilizado con rápidos golpes de gázer, como el que Alex había esquivado a duras penas. O tal vez habían sido saboteados, como habían intentado aquí, en un conato de colocar bombas-lapa que sólo las exploraciones de seguridad habían descubierto en el último instante. Desde entonces había sido una guerra a gran escala, donde el bando en inferioridad de condiciones apenas empezaba a aprender las reglas. En cierto modo, irónicamente, a Stan le alegraba ver la inocente incompetencia de la gente de Spivey. El objetivo del coronel norteamericano nunca había sido la búsqueda de armas terroríficas, después de todo. De lo contrario, sus oficiales estarían mejor preparados para la lucha. Todos sus programas gázer estaban hechos a una escala demasiado reducida, para alzar objetos en vez de aniquilarlos. Se necesitaría tiempo para dejar atrás todas las salvaguardias puestas para evitar daños civiles y habría que reajustar los cilindros para lanzar a voluntad aquella fuerza letal.
Tiempo era precisamente lo que no tenía la gente de Spivey.
Después de la primera oleada de temblores, los movimientos de tierra cesaron, y Stan comprendió por qué. Provocar terremotos podría ser en principio una amenaza contra grandes blancos, como por ejemplo ciudades. Pero incluso una sacudida importante a este nivel podría dejar claramente intacto al resonador de Groenlandia, dispuesto para el contraataque. Los enemigos no daban por hecha su ventaja. Tenían que mantener ocupado al equipo de la OTAN, esquivando acometidas hasta que se encontrara una abertura para acabar con ellos de una vez por todas.
—Los cocos —dijo Ruby, refiriéndose a sus desconocidos enemigos—. Están agrupando una banda lambda, de mil cuatrocientos megaciclos, con lo que parece una impedancia métrica estilo Koonin.
¡Beta está respondiendo! Maldición, se…, ¡no! Alex ha llegado por atrás y los ha bloqueado. ¡Sí! Nos ha conseguido tiempo. ¡Chupaos ésa, gilipollas!
Stan apreció el pintoresco comentario de la joven canadiense. Prestaba a aquellos símbolos abstractos el entusiasmo y la emoción apropiados para el combate. Stan cerró los puños y se preparó para recibir el impulso de adrenalina que cabía esperar en una situación como ésta. Pero ¿de qué situación se trata? Tal vez si hubiera bombas estallando, o enemigos visibles…
El cielo era azul y pacífico, con una suave brisa que procedía del continente de hielo. Se sentía incongruentemente cómodo y tranquilo, con las manos enguantadas metidas en los bolsillos de su chaqueta.
—¡Vaya! Alex se ha quedado sin estados excitados entre Rapa Nui y nosotros. ¡No veo nada a su alcance en diez minutos!
—¿Diez minutos? —gimió alguien cerca—. Lo mismo daría que fuera una eternidad.
Stan leyó la pantalla. En efecto, los brillantes filamentos a lo largo de un sector entero se habían ensombrecido, todavía pulsaban, pero exhaustos, apagados, casi contemplativos comparados con el resplandeciente fermento que se producía en las demás partes. Hasta que se recargaran, el equipo de Alex sería incapaz de ofrecer ninguna ayuda para repeler los ataques efectuados contra Groenlandia.
—Lustig indica que va a pasar al ataque mientras tanto. Nos desea buena suerte. Ahora se ha ido.
Stan asintió.
—Lo mismo digo, Alex. No te preocupes por nosotros. Ve a por ellos.
Los evacuados volvieron su atención a la distante cúpula blanca que habían dejado poco antes. Incluso a esta distancia seguían corriendo peligro. En este nuevo y aterrador estilo de lucha, el terreno bajo sus pies podía volverse líquido, o desaparecer en un titánico destello, o propulsarlos a lejanas galaxias. En cualquier caso, Stan quería compartir el nesgo con aquellos valientes técnicos que se encontraban al otro lado de la morrena. Pensaba quedarse cuando el zep volviera para recoger otra carga.
Toda mi vida he creído que la ciencia era una revelación semejante a la escritura. Un texto más avanzado, el Infinito ofreciéndonos Sus propias herramientas, ahora que somos mayores, como aprendices que estudian el arte de su Padre.
¿No es justo que me quede a ver lo que ayudé a crear con esas herramientas?
Ruby soltó un grito y se llevó las manos a los auriculares. Se echó a reír.
—¡No puedo creerlo!
—¿Qué ocurre?
—Alex. ¡Ha eliminado la máquina siberiana! —anunció triunfante—. ¡Los vaporizó! Un enemigo menos. Quedan dos. ¿Eh? ¡Oh, no!
Stan sintió que los otros se congregaban aún más. La alegre expresión de Ruby se trocó en desesperación.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó.
—¡Otro ha aparecido en línea para sustituirlo! ¡Uno nuevo! Se unió en cuanto Siberia saltó por los aires. Está en el mar del Japón. Maldición, deben de haberlo mantenido en reserva. ¿De dónde salen esos hijos de puta?
En la pantalla, Stan vio que otro rayo reemplazaba el que Alex acababa de destruir, sumando un total de tres enemigos una vez más.
—¡Todavía vienen por nosotros! —exclamó Ruby, leyendo las trayectorias.
—A veces es más inteligente acabar primero con el oponente más débil —comentó Stan—. Si destruyen Groenlandia, el equipo de Alex tendrá que enfrentarse a ellos solo. —Los daneses y los demás suspiraron y asintieron. No lo comprendían todo (¿quién podía?), pero algunas cosas resultaban obvias.
—Los jodidos han enganchado una banda realmente buena esta vez —observó Ruby—. Montones de energía. Beta responde, y doce…, quince filamentos se han activado. ¡Rayo disparado!
Stan miró alrededor en busca de algún signo de que los haces coherentes de radiación gravitacional se abrían paso a través de la Tierra. Pero no logró percibir ningún síntoma. No era probable que hubiera ninguno, no hasta que sus asaltantes encontraran una forma adecuada de acoplarse con la materia de la superficie.
—Están buscando una resonancia de contacto. Nuestros chicos intentan impedirlo. —Entonces Ruby gruñó cuando sus instrumentos destellaron en escarlata—. No lo han conseguido. ¡Ahí viene!
—¡Todo el mundo al suelo! —gritó Stan—. ¡Boca abajo!
Pero aunque los demás obedecieron, Stan ignoró su propio consejo. Observó los edificios de la OTAN y en ese mismo instante supo que el rayo ajustaba su frecuencia con el límite roca-aire. Parches ovalados de tundra parecieron latir como tímpanos. Entonces, en uno de esos límites, de repente el campamento se hundió en el suelo, como un compresor enviado al infierno. Se acabó en un parpadeo.
Al menos, la primera parte se había acabado. Stan lamentó la pérdida de buenos amigos. El doctor Nielsen se levantó y se acercó a él. Prestaron atención al continuo rumor de un nuevo túnel que se hundía directamente en la Tierra. El rugido continuó durante un rato, haciendo vibrar sus pies.
—Tal vez convendría que intentáramos salir de aquí —sugirió por fin el paleogeólogo—. El magma de esta zona es una placa densa, pero no muy viscosa. Incluso a pie, poner un poco de distancia de por medio podría significar una gran diferencia.
La humanidad ha rebasado hoy un hito más, pensó Stan. Pero tal vez Nielsen tuviera razón. No tenía que estar exactamente en el punto de salida para presenciar la roca fundida que brotaría por aquel nuevo canal desde su profundo confinamiento a alta presión. Verlo desde lejos no reduciría en absoluto la magnitud del espectáculo.
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Como todo el mundo a bordo del barco de la compañía, Crat observaba y escuchaba los frenéticos informes. Sin embargo, pronto se cansó de intentar seguir hechos que no comprendía. Por eso los dejó a todos en la sala de comunicaciones y salió a la cubierta a esperar solo el amanecer. En parte, se sentía todavía aturdido. Su aventura con el pozo de luz subterráneo no se había acabado todavía, la magia de aquella extraña música, el contacto pasajero con algo cálido y acogedor, o eso parecía en su recuerdo. No esperaba que sus jefes se creyeran su historia cuando emergió del agua. Pero lo hicieron y le interrogaron acerca de cada detalle. Lo sometieron a pruebas de sangre y de otros fluidos, lo conectaron a máquinas que tiraban de sus articulaciones como lo había hecho la luz, aunque de una forma no tan agradable. En una de las ocasiones en que lo examinaban, Crat advirtió que su sentido del olfato aumentaba hasta quedar fuera de toda proporción. Las caras colonias de los ejecutivos de la compañía golpearon su pituitaria e hicieron que le picara la nariz.
Eso pareció satisfacerlos. Lo dejaron descansar y le asignaron tareas fáciles a bordo de un barco de apoyo de la compañía mientras los cansados técnicos volvían a sus laboratorios secretos. Crat se preguntó cómo podían estar preocupados por semejantes asuntos en un momento como éste, y todavía más dos días después, cuando la gente empezó a hablar de fragmentos enteros del planeta que salían disparados al espacio. Tanta dedicación parecía muy por encima de sus capacidades.
Sin embargo, en cubierta todo parecía en paz. Veía desde la barandilla las altas torres de la ciudad del Estado del Mar. El muecín llamaría pronto a los ciudadanos musulmanes a su primera plegaria, las cometas se alzarían para aprovechar los vientos estratosféricos y las velas solares captarían incluso el rojizo amanecer.
Tibias corrientes lamían la quilla del crucero, dejando el habitual aroma de aceites en la superficie y corcho sintético en polvo en una película viscosa. El plancton moribundo y fosforescente desprendía colores iridiscentes. Crat suspiró cuando la luz de la luna atravesó las nubes para iluminar una zona del mar hasta entonces oscurecida. Aquel brillante rayo le recordó el otro. Le hizo esperar con la enfocada intensidad de una oración poder tener suerte de nuevo. Tal vez la próxima ocasión que encontrara aquella luz especial, o escuchara aquella música, no se aturdiría tanto y podría responderle.
—Sí —dijo, con la agridulce seguridad de que a la vez había sido bendecido y abandonado—. Claro que sí, chico. Todo el mundo espera para oír lo que tienes que decir.
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Para Logan Eng, el caos en la Red era como si uno de los puntales de la vida se hubiera desplomado. Lo que era una cadena bien ordenada, aunque indisciplinada, de revistas, holocanales, GEIS y foros se había convertido en una ruidosa babel, un torrente de confusión y comentario, que empeoraba progresivamente porque para ser advertido cada usuario enviaba incontables copias de sus mensajes hacia cualquier nodo que estuviera a la escucha. Un millón de hackers desplegaba subrutinas «piratas» cuidadosamente ocultas, diseñadas para robar espacio de memoria y atención pública. Incluso los canales «oficiales» estaban atascados la mitad del tiempo con intrusos que reclamaban su derecho a hacer comentarios a la crisis a la que se enfrentaba el mundo.
«… es un complot de elementos stalinistas resurgentes y místicos pamyat», proclamaba un operador que había estado escuchando el misterioso emplazamiento de Siberia.
«No, son planes trazados por los contaminadores ansiosos de dinero…».
«… eco-chalados…».
«… hombrecillos verdes…».
En circunstancias normales, las ideas más extrañas habrían quedado confinadas al gueto de los fórums de interés especial. Pero aquel consenso se rompió cuando las fantasías más alocadas de pronto parecieron no menos razonables que las más sesudas deducciones de la ciencia.
Entonces, para añadirse a la sobrecarga, los preocupados gobiernos de repente empezaron a sacar a la luz bibliotecas enteras de la información que habían estado almacenando, tropezando sobre sí mismos para demostrar que ellos no eran los responsables del súbito estallido de guerra gravitacional. Sin embargo, cada negativa levantaba nuevas sospechas. Las acusaciones volaron en los salones de la diplomacia y en diez mil canales de comentario y opinión.
La porción más grande de revelación en bruto llegó de la OTAN-ANZAC-ANSA, un espasmo de datos que aturdieron a los ya mareados usuarios de la Red. Voces suspicaces acusaron a Washington y sus aliados de enmascarar su culpabilidad bajo una oleada de bits y bytes. Pero Logan se sorprendió de la extensión de este súbito candor. ¡Para demostrar su inocencia, los jefes de Spivey lo habían revelado todo, incluso su primera conversación con el coronel en la gran limusina! Esta gigantesca oleada de rigor empantanaba los canales normales e inundaba lugares poco habituales. Los estudios secretos referentes a la física de singularidades en nudo caían a canales reservados normalmente a aficionados a la gastronomía e intercambios de recetas. Los secretos de los sistemas de lanzamiento de la gazer-dinámica llenaban corredores destinados a las operetas, las comedias de situación y el golf.
Han levantado la liebre. Aunque la crisis actual se desvaneciera, el mundo nunca volvería a ser el mismo.
A pesar de la revelación, a pesar de los esfuerzos de los inspectores y tribunales de armas, los hechos corrían por delante de las actuaciones de los gobiernos. La paranoia aumentaba con cada extraño temblor, cada horrible desaparición. Los rumores hablaban de armas nacionales de defensa que eran sacadas de sus silos, de que los sellos de paz habían sido levantados para rescatar bombas antiguas pero aún letales. Se oía estornudar en Budapest y la gente hablaba de bioplagas. Caía granizo en Alberta y alguien proclamaba la ira de Dios.
Una luz parpadeante distrajo a Logan del último informe, donde uno de los eruditos más capaces citaba nuevas pruebas que desviaban la responsabilidad de las viejas naciones, señalando una fuerza nueva y desconocida. Logan parpadeó ante las líneas intrusas de texto que cruzaban su holo portátil: una orden de prioridad que usaba su propio código de emergencia. Ni siquiera Glenn Spivey sabía de su existencia.
Las palabras se manifestaron con aturdidora y glacial lentitud. Una a una, parecieron abrirse paso a través de la tenaza del pánico. Logan leyó el mensaje y entonces se cubrió los ojos con la mano.
PAPÁ, NO PUEDO HACER QUE MAMÁ RAZONE. ENCERRADA EN SU HABITACIÓN ACTÚA COMO LOCA. VEN RÁPIDO. ¡TE NECESITAMOS!
AMOR, CLAIRE
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Es un típico campo de refugiados, uno de los treinta permitidos en Gran Bretaña bajo los Acuerdos de Emigración. Por los callejones de Bowerchalke Village, los pobres continúan sus trabajos día sí, día no. Grandes camiones de grano y pescado llegan y son descargados por los comités elegidos. Las aguas negras deben ir a las lagunas sépticas, las aguas grises a los jardines de pulpa; cada trozo de carbón, plástico o metal tiene valor, así que las calles están inmaculadas.
Mientras se mantenga el orden y cada bebé sea tenido en cuenta, se incluyen unos cuantos lujos en los envíos semanales: caña de azúcar para los niños, traída de las plantaciones de Kent; papel higiénico en vez de hojas resecas, para suavizar un poco la vida a los ancianos; y un poco de trabajo real para los de en medio, los que no estaban todavía perdidos en el aburrimiento, mirando todo el día holopantallas baratas como almas sin cuerpo.
Sin embargo, algunos de los más inteligentes recorren el mar de datos con otras personas distantes que ni siquiera conocían su situación de refugiados. Algunos realizan breves trabajos de software para el campamento. Algunos se hacen ricos y se marchan. Otros se hacen ricos y se quedan.
Para la mayoría, el súbito caos en la Red significa un retraso en sus programas favoritos. Pero para otros amenaza el único mundo que les ofrecía ayuda.