Nelson estaba preocupado por las termitas.
En concreto, durante varios días los nidos del interior del arca habían actuado extrañamente. En vez de enviar retorcidas filas de obreras en busca de materia orgánica putrefacta, los insectos se congregaban cerca de sus nidos, reforzándolos frenéticamente con lodo fresco transportado en incontables mandíbulas diminutas. Sucedía lo mismo en todos los niveles del arca cuatro.
Nelson había informado de los primeros síntomas el jueves y luego tuvo que esperar a que los científicos del doctor B'Keli analizaran sus muestras. Finalmente, mientras entraba en el turno de ese mismo día, una de las trabajadoras diurnas que se marchaban lo abordó.
—Las termitas, como otras variedades de hormigas, son muy sensibles a los campos eléctricos —le explicó la joven entomóloga—. Pueden sentir variaciones que tú o yo no podríamos advertir nunca sin instrumentos.
»Mañana efectuaremos un recorrido de investigación —añadió con una sonrisa—. ¿Quieres venir temprano y unirte a nosotros? Estoy segura de que te parecerá interesante.
Interesante podría ser una palabra para definirlo. Ella era joven, bonita, y Nelson se sintió súbitamente torpe.
—Mmm, tal vez —respondió en un alarde de imaginación.
Durante sus rondas nocturnas con Shig y Nell, no dejó de preguntarse por aquella expresión de sus ojos. Las miradas pueden ser engañosas, desde luego, aun cuando las interpretara bien. Sin embargo, decidió que iría al día siguiente temprano.
No obstante, sabía que la entomóloga se equivocaba en una cosa: los humanos sí podían detectar lo que afectaba a los insectos. Lo sentía en las suelas de los zapatos y en el vello de la nuca. Y Shig recorría la sabana cerrada como si cada tallo de hierba al quebrarse desprendiera chispas. Finalmente, Nelson tuvo que llevar en brazos al joven babuino para que Nell pudiera descansar un poco.
El aire olía a polvo, a pesar de que ya habían entrado en la biosfera del bosque de lluvia. Una mirada a través de las ventanas mostró las brumas del desierto arrastradas por el viento del norte.
—Cerrad todos los conductos de aire externos —ordenó a los ordenadores siempre alerta, y los oídos le zumbaron cuando el sistema cambió a modo de recirculación completo.
De todas formas, ése era el sentido de un ecosistema cerrado. Nelson creía que casi era un engaño dejar que el arca cuatro expulsara al exterior algunos de sus desechos y tomara ocasionales dosis de agua y aire.
—Aumentad la bruma un diez por ciento cada hora en el nivel superior —añadió, frotando algunas hojas.
Se sentía más a gusto utilizando su «don» ahora que su aprendizaje en los libros le estaba ayudando a desprenderse de parte de su ignorancia. Desde lo alto de un andamio contempló las ramas del minibosque, husmeando los rancios aromas de fecundidad y muerte. Las gruesas ramas entrelazadas contenían ricas capas de humus en lo alto, donde comunidades enteras de epífitos vivían ciclo tras ciclo, sin tocar nunca el suelo. Las enredaderas daban cobijo a seres que se arrastraban y rebullían, y cuyos hábitos nocturnos convertían a Nelson en su único contacto humano regular.
La mayoría posiblemente lo prefería así. Este hábitat recreaba las junglas perdidas de Madagascar, donde órdenes enteras de primates habían vivido antaño en espléndido aislamiento, hasta que canoas procedentes del lejano este hacía tan sólo unos pocos siglos trajeron la primera invasión humana. En ese breve espacio de tiempo los bosques desaparecieron, junto con muchos de los extraños primos del hombre, los lémures y otros protosimios. Algunas especies «perdidas» aún vivían, a duras penas, en enclaves como éste, protegidas por los descendientes de aquéllos que habían empuñado sus hachas, masacrando los árboles, para construir carreteras.
El contraste parecía tan grande que podría pensarse que la sierra mecánica y las arcas de supervivencia eran inventos de dos especies distintas. Pero claro, pensó Nelson, incluso en los tiempos antiguos, estaba Noé.
Un par de ojos demasiado grandes para la luz del día parpadearon ante Nelson. La historia es muy extraña. Cuando empiezas a interesarte por gente desaparecida hace tiempo, es como una droga, no puedes dejar de pensar en ello.
Recordó su bautizo en aquel aciago día en la zona de los babuinos, hacía ya eones, cuando advirtió por primera vez que no merecía la pena vivir sin cuidar a los demás. Esa misma tarde también había visto otra cosa: cómo debió de ser la lucha por la supervivencia para los hombres y mujeres durante la mayoría de las eras de la humanidad.
Nelson se detuvo donde el andamio se acercaba a un banco de cristal curvo. Más allá del perímetro del arca, los pies de las colinas de Kuwenezi, envueltos en niebla, brillaban bajo una luna de ópalo. Era una noche hermosa, en cierto modo. Su mente moderna podía contemplar el paisaje con poco aprecio estético, o tal vez con tristeza por el imparable deterioro del suelo.
Pero durante la mayor parte del lapso de vida de su raza, la noche debió haber sido aún más intensa, un tiempo de sombras al acecho y peligros mortales e invisibles, a pesar de la compañía del fuego y mucho después de que los cazadores neolíticos se convirtieran en las criaturas más temidas. A Nelson le parecía comprender por qué.
Pobre homo sapiens, condenado a morir.
Los hombres compartían este detalle con las otras bestias. Pero con la mortalidad, los primeros humanos adquirieron la carga añadida de un cerebro salvaje, sin domar, magnífico, un órgano que ofrecía habilidad y planificación día a día, pero también capaz de imaginar demonios más allá de las luces del fuego, y que permitía visualizar con detalle la caza o la herida del día siguiente, o el secreto engaño de tu vecino. Una mente capaz de conocer la muerte, de observarla indefenso conquistar el coraje de un camarada, la juventud marchita de una esposa, la pasión que nunca conocería un bebé, y veía en esos momentos el acecho de un enemigo mucho peor que cualquier león. Era el último enemigo, implacable, imposible de derrotar.
¿Qué se consigue cuando se puede mezclar una ignorancia completa y una mente capaz de cuestionarse «Por qué»?». Las primeras sociedades humanas se postraron ante muchas supersticiones, jerarquías paganas e incontables ideas extrañas acerca del mundo. Algunas costumbres eran inofensivas, incluso pragmáticas y sabias. Otras se transmitían como una fiera «verdad», porque no creer fieramente abría el camino a algo aún peor que el error: la inseguridad.
Nelson sintió tristeza por sus antepasados, generaciones y generaciones de hombres y mujeres llenos de una sensación de orgullo tan ingente como la suya propia. Pensar en ellos hacía que su vida pareciera tan efímera como la ondulante hierba de la sabana, o los rayos de la luna que iluminaban los campos de trigo y su mente.
Cuando los humanos deambulaban en pequeñas bandas, cuando el bosque parecía interminable y la noche omnipotente, la creencia común era que las otras criaturas también pensaban y se podía sobornar a sus espíritus con canciones y danzas. Pero finalmente, los aterradores bosques fueron vencidos poco a poco. Brillaron los templos hechos con ladrillos de barro, y las biblias empezaron a decir: «No, el mundo fue hecho para uso del hombre». Los animales sin alma estaban a su disposición.
Más tarde, llegó una época en que la agricultura y la vida en la ciudad vencieron al bosque. Las leyes de la naturaleza empezaron por fin a desplegarse ante las mentes curiosas. Principios como el impulso mantenían a los planetas en su rumbo, y los sabios percibieron el universo como un gran reloj. Los humanos, como las otras criaturas, eran meros engranajes, supeditados a la insuperable física.
El ritmo del cambio se aceleró. Los bosques escasearon y nació una cuarta actitud. Mientras la Tierra gemía bajo ciudades y arados, la culpa se convirtió en el nuevo tema. En vez de iguales, amos, o engranajes de la máquina cósmica, los mejores pensadores del homo sapiens llegaron a considerar a su propia especie una plaga. Lo más vil que podría sucederle a un planeta.
Nelson contemplaba estas visiones del mundo de la forma en que su maestra se lo había enseñado, como una serie de pasos dados por un animal extraño y adaptable. Un animal que poco a poco, incluso de mala gana, adquiría poderes que antaño creía reservados a los dioses.
Cada Zeitgeist parecía apropiada para los hombres de su tiempo, y todas eran obsoletas en la actualidad. Ahora la humanidad intentaba salvar lo que podía, no debido a la culpa, sino para sobrevivir.
La luz de la luna le recordó a la hermosa entomóloga, que le había sonreído tan provocativamente mientras hablaba sobre las termitas y que luego, antes de despedirse, le había pedido tímidamente que le mostrase sus cicatrices.
Nelson recordó que había hinchado el pecho mientras la sangre de sus venas se caldeaba ostensiblemente. Entonces se arremangó para enseñarle que las historias que había oído eran ciertas, que él, al contrario de otros jóvenes que pudiera conocer, había luchado por su vida «en la jungla», logrando la victoria con honor.
Nelson recordó haber esperado, anhelado. La deseaba de una forma que a través de millones de años se había relacionado con la procreación. Oh, claro, hoy en día esa parte era opcional. Mejor que lo fuera, si los humanos querían controlar su número. Pero al final, amor y sexo seguían teniendo que ver con la continuidad de la vida, aunque sólo fuera una pretensión.
El viejo juego. Dentro de él ardía el deseo de abrazarla, de acostarse con ella, de que recibiera su semilla y lo eligiera a él, por encima de todos los otros varones, para compartir su inversión en inmortalidad.
Y así signe, y sigue, y sigue:
competición…
cooperación…
A Nelson al menos le servía de consuelo pensar que todos sus antepasados habían luchado con la adolescencia para encontrar, aunque fuera brevemente, la unión con otro ser. Presumiblemente, si tenía descendientes, también él haría lo mismo.
Pero ¿para qué? Dicen que sólo sucedió una lucha de genes egoístas. Pero en ese caso, ¿por qué experimentamos tanto dolor al pensar que tal vez no haya un sentido?
En su corazón, Nelson sentía aquella extraña mezcla: esperanza y desesperación. Trabajaba para convertirse en filósofo. Su maestra le había dicho que ése era su auténtico talento. Pero esto no servía de nada contra los flujos de la juventud, el arrebato de las hormonas o la agonía de estar vivo.
Aún peor, justo cuando más quería hablar con Jen, ella lo había abandonado.
No exageres, se reprendió Nelson. Sólo han pasado unos pocos días. Ya has oído lo que sucede en la Red. Jen probablemente está hasta el cuello.
Con todo, deseaba que hubiera alguien con quien pudiera hablar de aquello. Alguien que tuviera respuestas que ofrecer, en vez de interminables cuestiones.
Si pudiera…
Shig le tiró de la pierna, emitió un gritito de angustia y lo miró con ojos espantados. Arrancado de sus pensamientos, Nelson empezó a hablar, luego parpadeó y se preguntó qué estaba sucediendo de repente. Tocó la baranda de metal y sintió una extraña vibración. Pronto un bajo rumor hizo que el entramado bajo sus pies empezara a estremecerse, mientras se abría paso gradualmente hasta hacerse audible. El sonido le recordó los bajos rugidos infrasónicos que los elefantes utilizaban para llamarse, y algunas de las criaturas cautivas barruntaron en respuesta. El andamio empezó a temblar.
¡Un terremoto!, advirtió, y de repente pensó en todas las personas que estaban en la mina.
—¡Ordenador! —gritó—. Ponme en contacto con la doctora Wolling en…
Nelson se interrumpió bruscamente cuando una terrible tenaza le agarró el cuello. Se dobló, gimiendo, mientras el andamio se sacudía con violencia. Los babuinos chillaron de pánico, pero Nelson no podía hacer nada por ellos. El mero hecho de respirar era una agonía; no arañar las placas de metal para tratar de enterrarse bajo ellas representaba un auténtico esfuerzo de voluntad.
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Gima aquél que suelte al Lobo Fenris. Que se atreva a despertar a Brahma. Que convoque a Bizuthu y rompa el Huevo de las Serpientes. Que aquéllos que maldicen su propia casa hereden el viento…