NÚCLEO

Los guardias maoríes no dejaron que Alex fuera a la ciudad de Hanga Roa para recibir al estratojet, así que esperó ante el edificio del resonador. En aquella tarde ventosa, él caminaba nerviosamente de un lado a otro.

En una ocasión, antes de que el vuelo fuera retrasado una vez más, Teresa se le acercó para ayudarle a pasar el tiempo.

—¿Por qué utiliza Spivey un correo? —preguntó—. ¿Es que ya no se fía de sus seguros canales?

—¿Lo harías tú? Los canales atraviesan el mismo cielo que usa todo el mundo. Sólo eran seguros porque los militares pagaban buenos dólares y daban pocos quebraderos de cabeza. Pero ¿hoy en día? —Se encogió de hombros, pues su razonamiento resultaba obvio sin tener que darle más vueltas. Si el mensajero traía la noticia que esperaba, merecería la pena esperar.

Teresa le dio un afectuoso apretón en el hombro.

—Bien, apuesto a que te alegrará saber quién es el correo.

La amistad de Teresa era buena cosa. Ella le comprendía. Sabía cómo sacarlo de sus frecuentes estados de melancolía. Alex sonrió.

—¿Y qué hay de ti, Rip? ¿No te he visto mirando a ese grandullón que Tía Kapur nos envió como cocinero?

—Oh, él. —Teresa se ruborizó brevemente—. Sólo durante un instante. Vamos, Alex. Ya te he dicho lo remilgada que soy.

De hecho, él seguía aprendiendo cosas de ella, de su complejidad. La noche anterior, por ejemplo, habían pasado horas conversando mientras le iba pasando herramientas y Teresa se retorcía tras los paneles de la Atlantis. Si las cosas salían como esperaban, partirían hacia Reykiavik al día siguiente o al otro, para declarar ante el tribunal especial del que hablaba todo el mundo. Alex pensaba que era justo echarle una mano mientras arreglaba la vieja lanzadera antes de marchar.

En las cavernas de Nueva Zelanda, la concentración en algo externo, la supervivencia, había aliviado las tensiones entre ellos. Incluso ahora, a Teresa le resultaba más fácil hablar mientras se esforzaba por apretar un tornillo o le daba a algún viejo instrumento su primera ración de energía en cuarenta años. La noche anterior, por primera vez, Alex escuchó la historia completa de la relación anterior de ella con June Morgan, la amante del científico. Le hizo sentirse torpe, aunque Teresa le aseguró que ahora apreciaba a June. Parecía contenta de que la otra mujer regresara, por el bien de Alex.

Y todavía más feliz por lo que todo el mundo suponía que traería consigo: la rendición del coronel Spivey.

George Hutton lo había dado a entender en su último comunicado y la acción lo confirmaba. Desde la demostración de Alex del día anterior, cuando lanzó una montaña de hielo hacia la Luna, se había producido una súbita caída en la agresiva actividad de los otros sistemas de gázer en todo el mundo. Los nihoneses todavía se mantenían a un bajo nivel de «investigación» y había algunos breves destellos de otros emplazamientos. Pero los grandes resonadores de la OTAN-ANZAC-ANSA guardaban silencio, enclaustrados, y los cuatro originales obedecían ahora al programa de Alex sin que nada los molestara, empujando a Beta gradualmente afuera de la zona límite, donde aquellos intrincados hilos superconductores fluctuaban de forma tan misteriosa.

Ahora podían reducir el número de rondas y apuntar cada rayo con más cuidado. Se esperaban pocas pérdidas civiles adicionales y la tensión diplomática se había reducido en las últimas horas. Incluso la histeria en la Red había menguado un poco, mientras se difundía la noticia del nuevo tribunal.

Tal vez la gente se comportará con sensatez después de todo, pensó Alex mientras caminaba delante del laboratorio. Después de acompañarlo un rato, Teresa volvió a marcharse para continuar con su trabajo a bordo de la Atlantis. También Alex podía haberse puesto a trabajar. Pero por una vez se contentó con contemplar las laderas que llegaban a la caleta de Vaihu y a una hilera de los famosos e impresionantes monolitos de la isla de Pascua. Tras las estatuas restauradas, los cirros se alzaban sobre el Pacífico Sur, como estandartes agitados por vientos estratosféricos.

Este lugar le había afectado, desde luego. Otros hombres y mujeres se habían debatido también amargamente contra las consecuencias de sus propios errores. Pero la educación de Alex en Rapa Nui fue más allá de las simples comparaciones históricas. Debido a la naturaleza de la batalla que había librado aquí, sabía mucho mejor que antes qué influencias recibían aquellos vientos y nubes de la luz del sol y el mar, y de otras fuerzas generadas en las profundidades de la Tierra. Cada una formaba parte de una telaraña natural que sólo quedaba esbozada tenuemente con lo que se veía a simple vista.

Jen tenía razón, pensó. Todo está interrelacionado.

No había que ponerse místico sobre aquello. Simplemente, era así. La ciencia sólo hacía el hecho más vivido y claro a medida que la gente aprendía.

Un sonido llegó desde la dirección de los acantilados de Rano Kao, primero el chirrido del motor de hidrógeno de un coche y luego el quejido de los neumáticos de caucho al girar sobre la grava. Alex se volvió y vio que un coche se acercaba al cordón de Hine-marama, guardado por hombres grandes y cobrizos, con las armas enfundadas. Después de interrogar al conductor y a la pasajera, dejaron pasar al vehículo. Sus células de combustible silbaron con más fuerza mientras escalaba la colina y finalmente aparcaba cerca de la puerta principal.

June Morgan bajó de un salto, el viento azotaba sus cabellos y su brillante falda azul. Alex se reunió con ella a mitad de camino y ella lo abrazó.

—Bésame rápido, buscaproblemas.

Él la obedeció con sumo placer, aunque sintió un temblor de tensión mientras la abrazaba. Bueno, eso era comprensible, por supuesto.

—¡Vaya espectáculo que has dado, hombre! —dijo ella, tras separarse—. ¡Glenn y su gente se pasan semanas estudiando lanzamientos basados en el gázer y tú tiras de la alfombra justo bajo sus pies! Me reí tanto, después de salir de la habitación, claro.

Alex sonrió.

—¿Traes su respuesta?

—¿Por qué si no habría hecho todo el viaje? —Ella hizo un guiño y palpó el maletín—. Ven, te lo enseñaré.

Alex le pidió al conductor que fuera a recoger a Teresa mientras June lo agarraba del brazo y lo dirigía hacia la entrada. Allí, sin embargo, el camino quedó cortado por un hombretón oscuro, que esperaba cruzado de brazos.

—Lo siento, doctora —le dijo a June—. Tengo que registrar su maleta.

Alex suspiró.

—Joey, tus hombres ya le examinaron el equipaje en el aeropuerto. No trae ninguna bomba, por el amor de Dios.

—Da igual, tohunga, tengo órdenes. Sobre todo después de la última vez.

Alex frunció el ceño. El primer intento de sabotaje todavía los tenía perplejos. Spivey negó con vehemencia cualquier relación, y el propio saboteador parecía no tener ningún vínculo con la OTAN ni con ANZAC.

—Está bien. —June depositó el maletín en los brazos de uno de los grandes guardias y lo abrió. En el interior había vanos cubos de datos, dos placas de lectura y unas cuantas hojas de papel en una carpeta. Los hombres de Tía Kapur pasaron sus zumbantes instrumentos sobre el contenido mientras June charlaba animadamente—. ¡Tendrías que haber visto la cara de George Hutton cuando se enteró de que Manella había aparecido por aquí! Empezó a gritar, furioso y a la vez encantado, hasta que por fin se calmó, completamente confundido. ¡Y ya sabes cómo odia George eso!

—En efecto, señora, lo sé.

June y Alex se volvieron a ver a una figura que se acercaba desde el interior. Casi tan alto como los guardias maoríes y mucho más pesado, Pedro Manella salió con la mano extendida.

—Hola, doctora Morgan. Trae buenas noticias, supongo.

—Por supuesto —replicó ella—. ¡Es usted todo un espectáculo, Pedro! Dondequiera que haya estado escondiéndose, desde luego, ha comido bien.

El segundo guardia devolvió a June su maletín.

—Vayamos a mi despacho y reproduzcamos el mensaje —urgió Alex.

—¿Por qué tantos secretos? —June se dirigió a otro lado—. Usaremos mi vieja estación. Todo el mundo debe de oír esto.

El viejo cilindro de perowskita parecía una gigantesca pieza de artillería, delicadamente equilibrada sobre los perfectos soportes. Se alzaba sobre lo que antes era la consola de June, cuando una docena de fatigados trabajadores se asentaron en el flanco de una isla rocosa y sacudida por los vientos, buscando desesperadamente una forma de seguir a un monstruo hasta su madriguera. Los técnicos que trabajaban en aquel puesto despejaron el lugar alegremente.

—Aquí está —dijo June con animación, mientras sacaba un cubo de su bolsa y se lo lanzaba juguetonamente a Alex.

Insistió en que tomara asiento. Un semicírculo de curiosos observó mientras ella lo introducía en la ranura. Alguien de la cocina trajo tazas de café, y cuando todo el mundo se acomodó, Alex pulsó el botón para poner el cubo en marcha.

Un hombre de uniforme apareció ante ellos, sentado ante una mesa de despacho. El cabello le había crecido, suavizando un poco aquellos rasgos ásperos y cubiertos de cicatrices. Glenn Spivey los miró, como si estuviera haciéndolo durante una transmisión en directo. Incluso pareció medir a su público con los ojos.

Bien, Lustig —empezó a decir el coronel—. Parece que le subestimamos. Nunca volveré a hacerlo. —Alzó las dos manos—. Usted gana. No más retrasos. El presidente se ha reunido con nuestros aliados. Esta noche entregarán el control de todos los resonadores al nuevo tribunal…

Los técnicos situados detrás de Alex aplaudieron y suspiraron, aliviados. Después de todos aquellos agotadores meses, parecía que les habían quitado un peso de encima.

—… que se reunirá en Islandia, presidido por el profesor Jaime Jordelian. Creo que usted lo conoce.

Alex asintió. Como físico, Jordelian era soso y demasiado meticuloso. Pero éstas podían ser buenas cualidades para su nuevo papel.

—El comité no se ha reunido formalmente, pero Jordelian pidió con urgencia que usted asista a la sesión de apertura. Le quiere a cargo de los cuatro resonadores durante un período inicial de seis meses. También desea que esté presente durante la primera conferencia de prensa. ¡Si ha estado viendo la Red, ya sabrá que la sesión durará todo el día! El avión hipersónico que lleva a la doctora Morgan tiene órdenes para esperarlo en Hanga Roa.

—Menuda suerte, mamón —murmuró uno de los kiwis, con burlona envidia—. Islandia en invierno. Abrígate bien, tohunga.

Alex sonrió.

—¡Eh! ¿Y qué pasa conmigo? —se quejó June—. ¡Tú te apropias de mi transporte y yo me quedo aquí!

Los demás hicieron ruidos de burlona simpatía.

La imagen de Spivey hizo una pausa. Carraspeó y se inclinó un poco hacia delante.

—No pretenderé que no nos hayan sorprendido los hechos de estas últimas semanas, doctor. Creía que terminaríamos nuestros experimentos mucho antes de que la noticia se filtrase. Pero las cosas no salieron según lo previsto.

»No fue sólo su pequeña demostración de ayer, de la que casi todo el hemisferio occidental fue testigo a simple vista. Aunque pasáramos eso por alto, hay demasiada gente brillante por ahí con instrumentos propios y programas hurones preparados. —Se encogió de hombros—. Supongo que tendríamos que haberlo esperado.

»Sin embargo, lo que me tiene realmente preocupado es lo que oigo decir a la gente sobre nuestras intenciones. A pesar de todas las insinuaciones, tiene que creer que no soy ningún loco jingoísta. En serio, ¿podría haber persuadido a tantos hombres y mujeres honestos, no sólo a yanquis y canadienses, sino a kiwis e indonesios y otros varios, para tornar parte en esto si nuestro único propósito fuera inventar una especie de arma superdestructiva? La idea es absurda.

»Ahora veo que debería haber confiado en usted. Me equivoqué al -tomarlo por un intelectual estrecho de miras. En cambio,-me encuentro derrotado por un guerrero, en el sentido más amplio de la palabra. —Sonrió con tristeza—. Eso no dice mucho acerca de la precisión de nuestros informes.

Alex sintió la silenciosa observación de los demás. Los ojos fluctuaron en su dirección. Le enervaba que toda esta charla se centrara en él personalmente.

Así pues, puede que se pregunte cuál fue nuestro motivo —suspiró Spivey—. ¿Cuál podría ser el objetivo de cualquier persona honesta, en la actualidad? ¿Qué otra cosa podría importar tanto como salvar al mundo?

»Seguramente habrá visto todas esas proyecciones económico-ecológicas con las que todo el mundo juega en la Red. Bien, hace dos décadas que Washington tiene un programa de análisis de tendencias realmente excelente, pero los resultados fueron demasiado preocupantes para difundirlos. Incluso conseguimos desacreditar las inevitables filtraciones, para que no cundiera el desánimo y el nihilismo a nivel global.

»En pocas palabras, los cálculos demuestran que nuestra actual situación de estabilidad durará tal vez otra generación, como máximo. Entonces nos iremos directamente al garete. Al olvido. La única salida parecía exigir sacrificios drásticos, medidas draconianas de control de población combinadas con cortes importantes e inmediatos en el nivel de vida. Y los perfiles psicológicos demuestran que los electores rechazan por completo estas medidas, sobre todo si el resultado sólo ayudará como mucho a sus tataranietos.

»Entonces apareció usted, Lustig, para demostrar que nuestra proyección pasó por alto una información crítica: el pequeño detalle de que nuestro mundo está siendo atacado por alienígenas.

»Aún más importante, demostró cómo se pueden aplicar nuevas palancas completamente inesperadas al mundo físico. Nuevas formas de conseguir energía. Nuevos peligros para atemorizarnos y nuevas posibilidades deslumbrantes. En otra época, estos poderes habrían caído en manos de hombros atrevidos, quienes los hubieran usado para bien o para mal, como el jugueteo del siglo XX con el átomo.

»Pero dígame, Lustig, ¿qué cree que hará el nuevo comité cuando asuma la autoridad sobre la nueva ciencia de la gazerdinámica?

Obviamente, la pregunta era retórica. Alex vio de antemano el razonamiento del coronel.

¡A excepción de uno o dos pequeños laboratorios de investigación, la prohibirán por completo, con severas inspecciones para asegurarse de que nadie más emite ni siquiera un simple gravitón! Le dejarán vigilar a Beta, pero prohibirán cualquier otro uso del gázer que no haya sido probado ya a muerte. Oh, claro, eso impedirá el caos. Estoy de acuerdo en que no hay que perder de vista la tecnología. Pero ¿comprende por qué quisimos retrasarlo un poco?

Spivey presionó la mesa con ambas manos.

¡Esperábamos poder terminar primero el desarrollo de lanzamientos basados en el gázer! Si ya se había demostrado que eran seguros y efectivos, los tribunales no podrían prohibirlos por completo. Tendríamos algo precioso y maravilloso, quizás incluso un medio de salir de la trampa del fin del mundo.

Alex exhaló un suspiro. Teresa tendría que oír esto. Despreciaba a Spivey. Sin embargo, resultaba que era partidario de lo mismo que ella. Al parecer la infección escalaba hasta los pináculos del poder.

—Nuestras proyecciones afirman que la falta de recursos dará fin a la civilización humana, que acabará más muerta que los triceratops. Los dones de este pobre planeta han sido despilfarrados. ¡Pero todo cambia si se incluye el espacio! ¡Fundiendo sólo uno de los millones de pequeños asteroides de ahí fuera, se cubrirán todas las necesidades de acero del mundo para una década entera, más suficiente oro, plata, y platino para financiar la reconstrucción de una docena de ciudades!

»Todo está ahí fuera, Lustig, pero estamos atrapados en el fondo del pozo de gravedad de la Tierra. Es demasiado caro lanzar ahí fuera todas las herramientas necesarias para empezar a ensamblar esos aparatos.

»Entonces apareció su gázer… Santo Dios, Lustig, ¿tiene idea de lo que hizo ayer al lanzar megatones de hielo a la Luna? —Una vena latió en la sien de Spivey—. ¡Si hubiera hecho aterrizar ese iceberg sólo un diez por ciento más lento, habría habido agua suficiente para alimentar y bañar y hacer productiva una colonia de cientos de personas! ¡Podríamos estar explotando el titanio y el helio-3 de la Luna en un año! Podríamos…

Spivey se detuvo a respirar.

Hace unos años hablé con varias potencias espaciales para que apoyaran una investigación cavitrónica en órbita, para buscar algo como lo que usted ha descubierto por casualidad. Pero pensábamos millones de veces más lentos. Por favor, perdone mi obvia envidia…

—¡Jesucristo! —murmuró alguien tras Alex.

Éste se volvió para ver a Teresa Tikhana de pie a su espalda. Tenía la cara pálida y Alex supuso la razón. De modo que su marido no había estado trabajando en un proyecto armamentístico después de todo. Había estado intentando, a su modo, ayudar a salvar al mundo.

Debía de sentir satisfacción al saberlo, pero también amargura y el recuerdo de no haberse separado en armonía. Alex le cogió la mano, que temblaba. Luego, también ella apretó la suya.

—… supongo que le estoy pidiendo que use su influencia en el tribunal, que será sustancial, para mantener en marcha la investigación de los sistemas de lanzamiento. ¡Al menos que le dejen seguir lanzando más hielo!

Spivey se acercó aún más a la cámara.

—Después de todo, no basta con neutralizar el aparato destructor de unos alienígenas paranoides. ¿Qué sentido tiene, si todo acaba en un vertedero de productos tóxicos?

»Pero esta cosa podría ser la clave para salvarlo todo, la ecología…

Alex estaba embelesado, hipnotizado por la insospechada intensidad del hombre, y sintió también la emoción de Teresa. Por eso, los dos dieron un respingo de sorpresa cuando alguien tras ellos dejó escapar un grito que les heló la sangre en las venas.

—¡Suelte eso!

Todos se volvieron, y Alex parpadeó al ver a June Morgan peleando con Pedro Manella. La mujer rubia tironeaba del maletín, que el periodista sudamericano aferraba con una mano, mientras la mantenía a raya con la otra. Cuando ella le propinó una patada, Pedro gimió pero no cedió terreno. Mientras tanto, el coronel Spivey siguió hablando.

—… creando la misma riqueza que produce la generosidad, y de paso dándonos las estrellas

Alex se levantó.

—¡Manella! ¿Qué estás haciendo?

—¡Me está robando la maleta! —chilló June—. ¡Quiere mis datos para poder espiar el discurso presidencial de esta noche!

Alex suspiró. Aquello parecía muy típico de Manella.

—Pedro —empezó a decir—. Ya tienes una historia por la que cualquier periodista daría la vida…

Manella lo interrumpió.

—Lustig, será mejor que…

Se detuvo con un gemido cuando June se volvió para clavarle el codo en el esternón. Luego le pisó y logró apoderarse del maletín aprovechándose de la sorpresa. ¡Pero en vez de reunirse con los demás, se dio la vuelta y echó a correr!

—¡Detenedla! —jadeó Pedro.

Algo en el tono de su voz dejó helado el corazón de Alex. June sujetaba la maleta ante ella, mientras corría hacia el alto resonador.

—¿Una bomba? —farfulló Teresa, mientras Alex pensaba ¡Pero si ya habían comprobado que no hubiera bombas!

A otro nivel, simplemente no podía creer que esto estuviera sucediendo. ¿June?

La joven rubia saltó la barandilla que rodeaba el enorme resonador, se escabulló de entre los brazos de un guardia de seguridad maorí y se abalanzó hacia el brillante cilindro. En el último instante, otro guardia la agarró por la cintura, pero la expresión de June decía que ya era demasiado tarde. La gente corrió a cubierto mientras tiraba de una palanca oculta cerca del asa.

Alex dio un respingo, preparándose para una explosión…

¡Pero no sucedió nada!

En el aturdido silencio que siguió, la voz de Glenn Spivey continuó resonando.

—… con este mensaje le envío datos de todos los coeficientes de acople con la superficie que hemos recopilado. Por supuesto, usted se nos ha adelantado en casi todo, pero también hemos aprendido unos cuantos trucos

La cara de June cambió del triunfo a la sorpresa y la furia. Maldijo mientras golpeaba la maleta, hasta que se la arrancaron de las manos y algunos valientes hombres de seguridad se la llevaron afuera. Fue Pedro, entonces, quien por fin la apartó del resonador y la obligó a sentarse en una silla. Alex desconectó el sonido de las palabras del coronel, que ahora, de repente, parecían burlonamente intrascendentes.

—¿De modo que todo fue un truco, June? ¿Spivey distraía nuestra atención mientras tú saboteabas el resonador? —Su corazón redoblaba. El hecho de que la aparente sinceridad del militar lo hubiera engañado no era nada comparado con la traición de esta mujer, a quien creía conocer.

—¡Oh, Alex, eres tan estúpido! —June se rió sin aliento y con una nota de chillona compensación—. Puedes ser dulce y te aprecio mucho. Pero ¿cómo puedes ser tan crédulo?

—Cállate —dijo Teresa, y aunque su tono era tranquilo, June vio claramente la amenaza en sus ojos. Obedeció.

Todos esperaron en silencio a que los hombres de seguridad informaran. Parecía mejor dejar que la adrenalina cesara de tamborilear en sus oídos antes de tratar con esta insospechada enormidad.

Joey volvió poco después, con la cabeza inclinada en un gesto de disculpa.

—Después de todo, no era una bomba, tohunga. Es un catalizador de suspensión líquido, un simple promotor de corrosión nanotécnico, probablemente creado para estropear las características piezogravitónicas del resonador. Hemos tenido suerte de que nuestro amigo sea tan fuerte. —Joey hizo un gesto hacia Manella, quien parpadeó, aparentemente sorprendido—. La presión de su mano cubrió los agujeros —explicó Joey—. También rompió la bisagra. Que nadie lo desafíe a un combate de lucha libre.

June se encogió de hombros cuanto todos la miraron.

—Saqué la idea de esos enzimas limpiadores que Teresa me pidió para limpiar su vieja lanzadera. Vuestros guardias estaban acostumbrados a que trajera productos químicos en paquetes pequeños. De todas formas, sólo unas pocas gotas os habrían puesto fuera de circulación. Harían falta días para construir un resonador nuevo, el tiempo que necesitaban mis jefes.

—Veo que no te guardas muchos secretos, ¿eh? —preguntó Teresa.

—¿Para qué? Si no reciben pronto mi código de éxito, supondrán que he fracasado y os anularán por otros medios mucho más violentos que el que yo intenté usar. Por eso me presenté voluntaria para esta misión. Sois mis amigos. No quiero haceros daño.

Por los murmullos de los técnicos, era evidente que consideraban su declaración amargamente irónica. Sin embargo, a otro nivel, Alex la creía. Tal vez tengo que creer que alguien con quien he hecho el amor se preocupa por mí, aunque se convierta en una traidora por otros motivos.

—Accedieron a dejarme decir esto si fallaba —continuó June intensamente—, para convenceros de que os rindáis. Por favor, Alex, todos, aceptad mi palabra. ¡No tenéis ni idea de contra qué os enfrentáis!

Alguien fue a buscar una silla para Alex. Él sabía que debía de parecer fatigado e inestable, pero adoptar una actitud pasiva ahora mismo sería un error. Permaneció de pie.

—¿Cuál es tu código? ¿Cómo ibas a decirles que habías tenido éxito?

—Tenía previsto llamar a Spivey después de oír su discurso, ¿no? Yo tenía que deslizar unas cuantas palabras, para que mi contacto allí las oyera.

—¿Qué? ¿Quieres decir que Spivey no es tu auténtico jefe?

June alzó los ojos antes de volverse a mirarlo.

—¿A qué te refieres? —preguntó, un poco demasiado rápidamente—. Por supuesto que es…

—Espere —interrumpió Pedro Manella—. Tienes razón, Alex. Algo huele mal. —Se acercó más a June—. ¿Qué quiso decir con eso de que no teníamos ni idea de contra qué nos enfrentamos? No estaba hablando en sentido figurado, ¿verdad? Me parece que lo decía bastante literalmente.

June intentó parecer casual.

—¿Ah, sí?

Pedro se frotó las manos.

—Me pasé dos meses entrevistando al secuestrador-torturador de Londres. ¿Saben quién es, el que se llamaba a sí mismo «el padre confesor de Knightsbridge»? Aprendí un montón de técnicas de persuasión mientras escribía ese libro. ¿Tiene alguien astillas de bambú? Entonces nos las arreglaremos con lo que podamos encontrar en la cocina.

June se rió desdeñosamente.

—No se atrevería. —Sin embargo, su inseguridad se hizo notoria cuando miró a Pedro a los ojos.

—¿Qué quieres decir, Pedro? —preguntó Teresa—. ¿Crees que Spivey decía la verdad? ¿Que estaba tan engañado como nosotros?

Alex agradeció el uso del plural. Por supuesto, se merecía el título de bobo mayor del reino.

—Tú eres la astronauta, capitana —respondió Pedro—. Con lo que sabes de él, ¿tiene sentido la pasión del coronel por los nuevos sistemas de lanzamiento?

Teresa asintió a regañadientes.

—Pues sí. Por supuesto, tal vez quiera creer que es así. Es algo que ennoblece el último trabajo de Jason. Significa que nuestros líderes no son gilipollas nacionalistas al estilo del siglo XX, sino que intentaban formalizar un plan, aunque desviado. —Sacudió la cabeza—. Glenn parecía sincero. Pero no estoy segura.

—Bueno, hay algo mucho menos subjetivo y es la cuestión del motivo. ¿Por qué iban Spivey y sus jefes a poner este lugar fuera de funcionamiento, si todo quedará bajo jurisdicción internacional esta noche de todas formas?

—Sólo hay un motivo posible —respondió Alex— si quitarnos de la circulación formaba parte de un plan para detener esos controles. Spivey admitió que no los quería.

Teresa volvió a sacudir la cabeza.

—¡No! Dijo que quería retrasarlos, hasta que se probaran los lanzamientos al espacio por medio del gázer. Pero recuerda que aceptó el principio de supervisión a largo plazo. —Frunció el ceño—. ¡Alex, nada de esto tiene sentido!

Él estuvo de acuerdo.

—¿Qué ganaría nadie causando un tumulto ahora? Si el discurso del presidente no lo revela todo, la Red explotará.

—No sólo la Red —añadió Manella—. Habrá huelgas, caos, y una carrera de armamentos por los láseres de gravedad. Naciones pobres y corporaciones importantes borrarán manzanas de edificios de las capitales de sus rivales, o producirán terremotos, o… —Meneó la cabeza—. ¿Quién diablos saldría beneficiado en una situación así?

—Desde luego, Glenn Spivey no —afirmó Teresa, ahora con completa convicción.

—Ni ninguna de las potencias espaciales —intervino Alex.

—¿A quién deja eso, entonces? —preguntó uno de los técnicos.

Observaron a June Morgan, quien escrutó el círculo de rostros nerviosos y suspiró.

—Sois todos muy listos, muy modernos. Tenéis vuestras infoplacas y ordenadores personales y vuestros leales programas hurón para buscaros información. Pero ¿qué información? Sólo la que hay en la Red, queridos.

Alex frunció el ceño.

—¿De qué estás hablando?

Ella consultó el reloj, nerviosa.

—Mira, hace rato que tendría que haber informado. En cualquier momento mis jefes sabrán que he fracasado y actuarán para zanjar las cosas de una forma más dramática. Por favor, Alex. Déjame terminar mi trabajo y llamarlos.

Una súbita alarma la interrumpió. Un técnico se abalanzó a las consolas para leerla.

—¡Recibo resonancia de búsqueda de dos…, no, tres grandes resonadores! ¡En el Sahara, Canadá, y en alguna parte de Siberia!

June se levantó. Un guardia la agarró por el brazo, pero ella se zafó de un tirón.

—Demasiado tarde. Deben de estar nerviosos. ¡Alex, por favor, haz que todo el mundo salga de aquí!

Teresa se acercó a la mujer rubia.

—¿A quién te refieres? Voto por que dejemos a Pedro usar sus métodos… —Miró a un lado, pero Alex ya no estaba allí.

—¡Dame una serie de resonancias proyectadas de esa combinación! —pidió mientras se lanzaba a su asiento de trabajo y se colocaba el aparato subvocálico—. Aumenta en zoom la frontera manto-núcleo bajo Beta. Muéstrame cualquier posible hilo de energía.

—Ahora mismo, tohunga.

El mensaje grabado se había quedado inmóvil en su último fotograma, mostrando a un Glenn Spivey de aspecto esperanzado que sonreía a la cámara. Esa imagen se desvaneció ahora, para dar lugar al familiar corte de la Tierra, resplandeciente en su fiera complejidad. En tres puntos de la superficie, al norte, unas pulsantes columnas de luz se abalanzaban hacia dentro, hacia el punto de encuentro de debajo. El lugar donde convergían osciló mientras los rayos empezaron a chocar unos con otros.

—Nunca había visto estos emplazamientos antes —observó un técnico de Tangoparu.

—Me parece que yo sí los había visto —comentó otro—. Un par de rápidas pulsaciones ayer, después de que alcanzáramos el glaciar. Pero las huellas parecían esos extraños ecos de superficie que hemos estado recibiendo, así que supuse…

Un ojo experto detectaría que los rayos intrusos buscaban alinearse con el manto inferior, rico en campos energéticos. La singularidad Beta, que todavía orbitaba a través de la enigmática electricidad de esas zonas, servía de espejo al enfocar los esfuerzos combinados. El punto púrpura titiló.

—Tienen menos experiencia —murmuró alguien muy cerca de Alex—. Pero saben lo que están haciendo…

—Extrapolando ahora… ¡Gaia! —exclamó el primer técnico—. ¡El rayo ampliado se dirige hacia aquí!

Alex estaba demasiado ocupado para volver la cabeza, lo que de todas formas le haría perder el subvocálico. Usar el delicado aparato se podía comparar a correr por una cuerda floja. Irónicamente, resultaba más fácil ordenar una imagen simulada de su cara que usar su propia voz para gritar una advertencia.

—¡Rip! —gritó su entidad imitada mientras él seguía trabajando—. ¡Saca de aquí a todo el mundo menos a los controladores! ¡Llévalos hacia el oeste!, ¿me oyes? ¡Al oeste!

Otra persona podría haber tenido un impulso romántico de discutir, pero no Teresa. Había evaluado la situación, decidido que allí de poca ayuda podía servir, y obedeció sin vacilar. Por supuesto, Alex oyó su voz de mando mientras sacaba a los otros del lugar, dejando a su equipo truncado para trabajar en relativa paz.

La paz de un campo de batalla. Alex sintió que el gran resonador cilindrico oscilaba bajo sus órdenes y empezaba a radiar su propia contribución a una pugna que se desarrollaría a miles de kilómetros por debajo. Siguió parecido a un combate de esgrima gravitacional: su propio equipo contraatacaba y mantenía a raya a los tres atacantes mientras éstos intentaban unirse. Tras rebotar en el chispeante espejo de Beta, atravesaron las finas filigranas de superconductividad transitoria, que últimamente habían adoptado nuevos órdenes de intrincación al alzarse desde la frontera del núcleo en brillantes bucles y espléndidos arcos titilantes.

Hacía algún tiempo, Alex había comparado los bucles con «protuberancias», los arcos de plasma que se veían en el borde del Sol durante un eclipse, y que lanzaban al espacio fieras corrientes desde la superficie de la estrella. Leyes similares se aplicaban cerca del núcleo de la Tierra, aunque a escalas enormemente diferentes. La comparación habría sido interesante de contemplar si no hubiera estado preocupado luchando por salvar sus vidas.

Miles de los misteriosos filamentos vibraron cuando dedos de gravedad sintonizada los unieron y estimularon la liberación de la energía acumulada. Algunos rayos brotaron de Beta, de forma que enviaron destellos aumentados en espirales aleatorias. No había tiempo de preguntarse cómo habían aprendido sus oponentes a hacer esto tan rápidamente, ni siquiera quiénes eran. Alex estaba demasiado ocupado repeliendo sus rayos, impidiendo que se combinaran para crear algo coherente, cohesivo y letal.

Alex vio que más y más filamentos titilantes latían a tono con sus ritmos. Otros destellos chispearon con la melodía de sus enemigos desconocidos. Cada destello representaba una gran extensión de roca semifundida, millones de toneladas de estado alterado al capricho de las entidades de la superficie.

—¡No podremos retenerlos mucho más! —gritó uno de los técnicos.

—¡Espera! Tenemos que trabajar juntos —instó Alex—. ¿Y si…?

Se interrumpió cuando las ondas fluctuaron bruscamente sobre la pantalla y el subvocálico envió su discurso ampliado a las profundidades de la Tierra. Alex cambió a modo comunicador mientras sentía leves temblores en la laringe, para dejar que la máquina transmitiera un mensaje a los demás.

—¡Echadle un vistazo a esto! —instó, provocando que el resonador de la isla de Pascua se retirara súbitamente de la colosal lucha.

Los rayos de sus oponentes se agitaron en la súbita falta de resistencia, momentáneamente desconcertados en la supercompensación. Entonces, como incapaces de creer que el camino estaba ahora despejado, las tres columnas volvieron a intentar unirse.

—¡Todo el mundo… fuera! —ordenó Alex. ¡Yo me encargaré!

Oyó las sillas chirriar y volcarse cuando sus ayudantes obedecieron su orden. Unos pasos resonaron cerca de la puerta.

—¡No esperes demasiado, Alex! —gritó alguien. Pero su atención ya estaba enfocada como nunca lo había hecho antes. Los rayos enemigos tocaron Beta, rastrearon y por fin encontraron su resonancia.

Sin embargo, en el último momento, sintió una extraña comunión con la monstruosa singularidad. ¡No importaba cuánto pudiera haber aprendido el enemigo, sin duda espiando sus archivos: él seguía conociendo a Beta mejor que nadie!

Esperaré hasta el último milisegundo.

Por supuesto, ningún ser humano podía controlar el rayo con tanta precisión. No en tan poco tiempo. Por eso, decidió contraatacar por adelantado y delegó un programa que actuara en su ayuda. No había oportunidad de comprobar el código.

¡Adelante! Liberó a su servidor guerrero en el último instante.

Tras él, el resonador pareció aullar un grito de batalla furioso, casi felino.

Ya era demasiado tarde para huir. Alex combatió la descarga de adrenalina, una reacción heredada de los antiguos días en que sus antepasados contemplaban el peligro con sus propios ojos, enfrentándose a él con el poder de sus brazos y sus tenaces voluntades. Esto último, al menos, todavía era válido. Se obligó a esperar tranquilamente durante las últimas fracciones de segundo, mientras el destino cargaba hacia él desde las entrañas de la Tierra.

La Llanura de Snake River se extiende, desolada y recorrida por hileras de conos de ceniza, desde las Cascadas hasta Yellowstone, donde macizos de pálidas riolitas dan al gran parque su nombre. Igual que cerca de Hawai y otros lugares, un fiero obelisco sustituyó la convección normal y plácida del manto.

Algo fino y a suficiente temperatura para fundir el granito se abrió paso bajo la Placa Norteamericana, y tardó varios millones de años en cortar el ancho valle.

En términos geológicos, su ritmo fue rápido. Pero no había ninguna ley que dijera que las cosas no podían aún ir más deprisa.