CORTEZA

Las pesadas botas de Crat eran tan difíciles de levantar que tenía que arrastrar los pies por el fondo del océano, alzando oleadas de fango que se posaban lentamente tras su paso. De vez en cuando, una raya o cualquier otro habitante del lodo sentía su torpe avance y escapaba de su escondite. Con todo, había muchas menos cosas que ver aquí abajo de lo que había imaginado.

Por supuesto, esto no era una de las grandes reservas de coral o de peces, donde los bancos de bacalaos o merluzas todavía sobrevivían bajo los vigilantes ojos de los guardianes de la UNEPA. Uno de los instructores de Crat le había dicho que la mayor parte del océano siempre había estado bastante vacío. Sin embargo había otra razón evidente por la que encontraba tan poca vida aquí abajo.

Qué basurero, pensó mientras avanzaba a paso firme. Nunca había creído que un lugar tan grande pudiera convertirse en un albañal semejante.

Había visto mucha basura creada por el hombre en la última hora, desde cubos y latas oxidados al corroído mango de una escoba, pasando al menos por una docena de bolsas de plástico, que flotaban como medusas con marca registrada, anunciando descuentos en almacenes y tiendas situados a miles de kilómetros de distancia.

Y luego estaba aquella mancha de residuos orgánicos de un kilómetro que parecía una comida medio digerida que alguna criatura inmensa hubiera vomitado hacía poco. Crat sabía quién era aquella criatura: la ciudad flotante del Estado del Mar, que había pasado por allí un poco antes. A pesar de su acuerdo nominal de cumplir las reglas de la UNEPA, era evidente que los pobres de las barcazas tenían cosas más urgentes en qué pensar para preocuparse de dónde tirar la basura. Después de todo, el océano parecía dispuesto a aceptar cuanto le echaran, sin una sola queja.

Las ciudades deben de dejar rastros como éste en todas partes, supuso Crat. Estaba mal. Pero ¿acaso tenían dónde elegir? Los ricos podían preocuparse por la eliminación de los residuos, pero cuando se es pobre, la única preocupación es conseguir comida.

Esto provocaba otra curiosa cuestión. ¿Por qué permanecía la ciudad-balsa en esta zona, donde la pesca era tan escasa? Crat sospechaba que tenía algo que ver con la compañía, que parecía enormemente interesada en este trozo de placa continental y por lo visto quería mantener a toda costa la ciudad flotante cerca como base de operaciones.

¿O como tapadera?, se preguntó Crat.

Pero no tenía ni idea de cómo desarrollar aquel pensamiento. De todas formas, al parecer los hombres de la compañía pagaban bien por el privilegio. El dinero era el dinero, y la curiosidad generaba un despilfarro de tiempo.

Muy bien, Correo Cuatro. Ahora gira nueve cero grados.

—Roger, control —respondió Crat, comprobando la brújula y cambiando de rumbo—. Nueve cero grados.

A Crat le gustaba hablar como un astronauta a los encargados de comunicaciones de la compañía. Cierto, el apestoso traje debía de haber sido retirado de circulación debido a su mal estado hacía tiempo. Además, resultaba duro intentar levantar los pies para dar un paso. Sin embargo, el trabajo tenía sus momentos buenos. ¡Como cuando los instructores parecieron complacidos e impresionados con su educación! Para Crat, fue una sensación maravillosa.

Por supuesto, incontables ciudadanos del Estado del Mar eran más listos de forma innata, y algunos tenían mejor educación. Pero muy pocos de aquéllos se presentarían voluntarios para realizar un trabajo tan peligroso. Los hombres de la compañía consideraban que estaba excelentemente cualificado para el puesto.

Imagínate. ¡Nunca había estado bien cualificado para nada en toda su vida! Supongo que te puedes encontrar con un montón de cosas en el camino, si no te importa un pimiento cuánto vayas a vivir.

—Correo Cuatro, corta el promedio de respiración a treinta por minuto. Reduce el ritmo si es preciso. El Emplazamiento Trece necesita tu cargamento, pero no corre prisa.

—Sí, señor. —Midió el ritmo con más cuidado. Crat había decidido que quería este empleo después de todo. Y eso significaba aprender a trabajar en equipo. Otro hito para él.

Durante la primera semana lo habían sometido a todo tipo de pruebas agotadoras, como las barocámaras, flotar en diferentes gases y examinar su coordinación bajo presión. Luego fueron los exámenes de sensibilidad química y los perfiles psicológicos que estaba seguro de suspender, pero que, al parecer, había aprobado.

La compañía estaba enzarzada en una gran empresa en esta parte del océano, al suroeste de Japón. Crat descubrió lo grande que era cuando lo trasladaron a una base subterránea repleta de técnicos japoneses, siberianos, coreanos y demás. Se hablaba de explorar y explotar unos yacimientos cercanos, una empresa mucho más ambiciosa que recolectar nódulos de manganeso del lecho marino. No cabía duda de que la compañía tenía planes para cuando los nódulos empezaran a escasear y por tanto fueran «protegidos».

Crat no entendía casi nada de lo que oía decir a los ingenieros (probablemente ésa era una de las razones por las que había sido contratado). Pero una cosa estaba clara. ¡Si recolectar nódulos era peligroso, trabajar en pozos mineros situados a medio kilómetro de profundidad lo sería el doble! Sin embargo, tal vez eso explicaba la tensa relación entre la corporación y esta ciudad concreta del Estado del Mar, tan íntima que la ciudad flotante incluso había permanecido allí durante una reciente tormenta, en vez de refugiarse en Kyushu. La República Albatros no podía permitirse abandonar trabajos y dinero.

Resultaba extraño trabajar como mano de obra sacrificable tan cerca de otras personas que eran sin duda técnicos bien pagados con generosas pólizas de seguros pagadas por la compañía. Esperaba que lo trataran como a un perro o peor, pero de hecho eran mucho más amables que los contramaestres del barco de pesca, y además olían mejor.

Pero ¿por qué, cuando se supone que debían estar abriendo una mina en el océano, parecía todo el mundo tan nervioso esta mañana, farfullando sobre mapas de la Luna, por el amor de Gaia?

Supongo que no es asunto mío. Eso era todo.

Ahora mismo, Crat tenía que entregar su paquete a un emplazamiento de la compañía situado a diez kilómetros de la base principal. Por lo visto, era un lugar tan secreto que ni siquiera lo visitaban por medio de submarinos, por si los competidores localizaban las naves con satélites. Correos individuales como él, que hacían el trayecto de ida y vuelta a pie, minimizaban este riesgo. ¡Crat no tenía ni la más remota idea de lo que llevaba a la espalda, pero lo entregaría a tiempo o reventaría en el intento!

Alzó la mano y se palpó el casco. Un agudo chirrido llevaba sonando cada vez con más fuerza desde hacía un par de minutos. ¿Y qué? Más equipo de mierda. ¿Qué esperabas?

—Eh, Control. ¿No podéis hacer algo con el maldito…?

—Correo Cuatro… tenemos… —la estática lo interrumpió, luego la voz volvió a sonar— mejor… ear es… sión…

Crat parpadeó. ¿De qué demonios estaban hablando ahora? Decidió jugar sobre seguro. Si no comprendes lo que dicen los jefes, sigue trabajando duro. Tal vez te equivoques, ¡pero seguro que no podrán despedirte por eso!

Así, comprobó el girocompás del casco y ajustó su dirección un poco antes de seguir moviéndose, sin olvidarse de contar las inspiraciones como le habían dicho. Le faltaban todavía unos kilómetros, y lo que importaba era entregar el material.

Mientras avanzaba, el pitido de los auriculares se hizo más intenso y extrañamente musical. Los tonos se superponían unos a otros, alzando y cayendo en un ritmo sorprendente. ¿Podía tratarse de otro tipo de prueba? ¿Tenía que identificar la canción? ¿O simplemente se lo estaban pasando bien a su costa?

—Eh, base. ¿Estáis ahí, o qué?

—… da y… tras correo! Teñe… blemas…

Esta vez se detuvo, preocupado. Seguía sin tener ni idea de lo que decía el controlador, pero no sonaba nada bien. El guante de Crat chocó con su casco mientras de forma instintiva trataba de secarse el sudor que perlaba su nariz. Quería frotarse los ojos, que habían empezado a picarle terriblemente.

De repente fue importante recordar todos los signos de advertencia que le habían enseñado en sus apretadas lecciones. Narcosis por nitrógeno era un peligro del que le habían advertido repetidamente. Las luces del monitor del traje indicaban que la proporción de gas era correcta, si podía fiarse de los ajados contadores. Crat se comprobó el pulso y descubrió que era rápido pero firme. Cerró los ojos con fuerza hasta que le dolieron, y luego los abrió y esperó a que las motitas se dispersaran.

Sólo que no lo hicieron. En cambio, se agitaron y revolotearon, como si un enjambre de luciérnagas se le hubiera metido dentro del casco. Sus movimientos seguían el compás de la extraña música que llenaba sus auriculares.

¡Oh, esto es demasiado extraño!

Un destello gris pasó junto a él. Luego otro, y otro más. Crat parpadeó. ¡Delfines! El último se detuvo a girar a su alrededor, mirándolo a los ojos y asintiendo vigorosamente antes de correr tras sus compañeros. Crat tuvo la extraña impresión de que la criatura había intentado decirle algo, tal vez: «Será mejor que te apresures, Mac, si sabes lo que te conviene».

—Mierda. Si algo aquí abajo los ha asustado…

Crat los siguió, corriendo a toda la velocidad que le permitía el suelo de lodo. Pronto estuvo jadeando, el corazón redoblando en su pecho. ¡Nunca los alcanzaré! ¡No sé qué los persigue, pero me atrapará fácilmente!

Intentó mirar hacia atrás mientras corría, pero sólo consiguió tropezar. La caída a cámara lenta fue inevitable y terminó en un chapoteo que levantó chorros de sedimento turbio.

Mientras permanecía allí tendido, jadeando en busca de aliento, su mundo entero consistía solamente en los sibilantes compresores, aquella maldita música y algo que se arrastraba por el lodo y terminó chocando contra su visor, dejando un rastro de fango sobre el cristal antes de desaparecer en el barro.

Tal vez pueda enterrarme aquí y esconderme, pensó.

Pero no. Acobardarse en una pelea no era lo suyo. Sería mejor darse la vuelta y enfrentarse a lo que fuera. Tal vez los delfines son unos cobardes, de todas formas.

Crat tuvo una idea. Tal vez sea otra compañía, que quiere robar lo que llevo. ¡Eh! ¡Eso explica todo el ruido! ¡Están interfiriendo mi comunicación, para que no pueda pedir ayuda cuando me encuentren! ¡Bien, si mi carga es tan importante, pueden estar seguros de que no me la van a quitar!, decidió con obstinado convencimiento.

Crat consiguió incorporarse y se sacudió la basura del arnés y los hombros. Si el enemigo estaba cerca, seguro que detectarían el ruido que emitía su traje y se cernirían sobre él. ¡Pero tal vez pudiera encontrar un lugar donde esconder primero su carga! Con torpeza, sacó el grueso bulto de la mochila. Uno de los técnicos lo había llamado «un soporte cilindrico de cardán», o algo parecido. Sólo sabía que pesaba.

Tal vez…, pensó Crat mientras miraba alrededor. Tal vez podría enterrarlo y luego huir, para alejar de allí a los tipos malos. Pero en ese caso sería mejor que lo pusiera en un sitio fácilmente reconocible, para poder volver a encontrarlo. En un arrebato de astucia, se desvió de su antiguo rumbo, para no señalar el camino al laboratorio secreto. Mientras tanto, buscó alrededor un sitio que sirviera, atento a la llegada de una repentina forma negra, el estilizado minisubmarino de alguna corporación de mercenarios.

Avanzó rápidamente sobre el fangoso terreno y captó un destello de movimiento a la izquierda. Se volvió a tiempo de quedar medio cegado por una súbita lanzada de brillo que parecía hendir el mar. ¡Un reflector! ¡Están aquí!

Suspiró, lleno de frustración. Demasiado tarde para enterrar la carga, pues. Sólo le quedaba una alternativa. Fingiría rendirse y luego, en el último momento, tal vez pudiera destruir lo que llevaba. Por supuesto, el único objeto lo bastante duro contra el que golpearlo sería el casco del submarino. Tal vez a Remi o a Roland se les hubiera ocurrido algo mejor, pero esto era lo único en que podía pensar en tan poco tiempo. Crat echó a andar hacia la luz. Era sumamente brillante.

Demasiado brillante, en realidad. Nunca había visto un reflector así antes.

Aún más, era vertical, no horizontal. ¿Podría ser alguien desde arriba, que excrutara desde la superficie? ¡Pero eso era absurdo!

Entonces Crat advirtió por primera vez que el brillo parecía latir al compás de la extraña música que inundaba su casco. Es demasiado grande para ser un reflector, advirtió cuando vio de nuevo a los delfines, que giraban alrededor del perímetro luminoso. La columna tenía casi un centenar de metros de diámetro.

No huían, después de todo ¡se encaminaban hacia esta cosa! Pero ¿qué es?

No había sombra de barco alguno en la superficie. El brillo no tenía una fuente concreta. Al acercarse a la deslumbrante columna, el pie de Crat tropezó con algo medio hundido en el lodo. Un objeto grande, negro y con forma de huevo. Irónicamente, se trataba de uno de los nódulos que esperaba tener que buscar cuando lo contrataron. Para un ciudadano del Estado del Mar, era un hallazgo fabuloso. Pero ahora mismo no parecía importar tanto como podría haberlo hecho hacía tan sólo unos minutos.

La música se hizo más intrincada y compleja mientras él se acercaba a la pulsante columna. Crat imaginó a ángeles cantando, pero ni siquiera eso le hacía justicia. Los delfines emitían grititos de júbilo y de algún modo eso lo tranquilizó un tanto. Giraban, ejecutaban piruetas ante el brillante pozo, gritaban en contrapunto con su canción.

Crat se aproximó al inestable límite y extendió un brazo. Sintió que la sangre corría en extrañas oleadas por las venas de su mano, regresando cambiada a su corazón con cada latido. Las yemas de los dedos encontraron resistencia y luego la atravesaron, con un hormigueo.

Su guante negro resplandeció a la luz. Contempló, aturdido, que las sibilantes gotitas saltaban y danzaban sobre la goma antes de evaporarse en diminutos ciclones. Bien. Dentro del brillo podía haber aire, o vacío, o cualquier otra cosa. Pero con toda seguridad no era agua de mar.

Sintió un empujón en el brazo. Un delfín se había acercado a mirar y los dos compartieron un momento de contacto mental, como si cada uno buscara la gloria reflejada en los ojos del otro, como si cada uno supiera exactamente lo que veía el otro. Crat no pudo evitarlo. Sonrió. Se rió, jubiloso.

Entonces, suavemente, el delfín volvió a empujarlo y lo sacó del brillante rayo.

Romper el contacto le resultó doloroso, como si algo se le hubiera roto por dentro. Crat gimió ante el súbito recuerdo de su madre, que había muerto cuando era muy joven, dejándolo solo en un mundo de asistentes sociales y caridad oficial. Intentó volver, abalanzarse sobre el abrazo de la luz, pero los delfines no le dejaron. Lo empujaron hacia atrás. Uno le introdujo el morro entre las piernas y lo alzó atrevidamente.

—¡Soltadme! —gimió Crat, extendiendo la mano. Pero incluso entonces oyó el clímax de la música, que empezaba a desvanecerse. El brillo se volvió dorado y se redujo también. Entonces terminó de repente con un golpe que hizo resonar el océano.

Los ojos de Crat no pudieron adaptarse con la rapidez suficiente a la oscuridad. Nunca vio el agua que se abalanzó hasta llenar el hueco, pero los delfines y él quedaron atrapados en un caos giratorio que los sacudió como fragmentos de alga en la superficie. Crat se agarró a su tubo de oxígeno y resistió.

Cuando por fin las corrientes cesaron, Crat se levantó temblorosamente por segunda vez del fangoso suelo. Pasó un rato antes de que pudiera mirar alrededor sin que todo le diera vueltas. Entonces advirtió que los delfines se habían ido. También la luz y la música. Incluso el zumbido de sus oídos. Las titilantes imágenes de sus párpados se desvanecieron hasta que oyó por fin una voz insistente.

—¿… necesitas ayuda? Hemos tenido problemas con las comunicaciones durante un rato. Algunos piensan que tal vez estuviéramos cerca de uno de esos fenómenos raros de los que habla la gente. ¡Qué coincidencia!

»De todas formas, Correo Cuatro, nuestros indicadores muestran que estás bien. Por favor, confírmalo.

Crat tragó saliva. Tuvo que esforzarse un poco para volver a aprender a hablar.

—Estoy… bien. —Miró rápidamente a su alrededor y encontró el paquete, a sólo unos metros de distancia. Crat lo recogió, desprendiendo más lodo—. ¿Queréis que vuelva a ponerme en marcha?

La voz al otro lado lo interrumpió.

—Buena actitud, Correo Cuatro. Pero no. Vamos a enviar un submarino en esa dirección con algunos peces gordos para inaugurar el Emplazamiento Seis. Te recogerá dentro de poco. Espera.

Así que iban a llevarlo allí, después de todo.

Crat descubrió que no le importaba lo más mínimo. Mientras esperaba de pie, deseó más que nunca que sus dedos pudieran atravesar el visor de cristal como habían penetrado brevemente aquel brillante límite. Durante aquellos cortos instantes, sus dedos habían buscado y hallado el primer consuelo auténtico de su vida. Ahora se conformaba con el recuerdo de aquel regalo y la esperanza de poder secarse los ojos.

■ A veces me pregunto qué piensan los animales del fenómeno de la humanidad y sobre todo de los bebés humanos. Ninguna criatura del planeta debe de parecerles más molesta.

Un bebé grita y llora. Orina y defeca en todas direcciones. Se queja sin cesar, llena el aire con gritos exigentes. Cómo lo soportan los padres humanos es asunto suyo. Pero para los grandes cazadores, como los leones y los osos, nuestros niños deben de ser realmente horribles. Debe de parecerles que los atormentan, a todo volumen.

«¡Yú-jú, bestias!», parecen decir los bebés. «¡Aquí hay un bocado delicioso, completamente inofensivo, blandito y tierno!» Pero no tengo por qué permanecer en silencio como los retoños de otras especies. No me acurruco y me confundo con la hierba. ¡Podéis localizarme sólo por mi ruido o por mi olor, pero no os atrevéis!

«Porque mi padre y mi madre son los hijos de puta más duros y sañudos jamás vistos, y si os acercáis, os convertirán en alfombras».

Gritan todo el día, lloran toda la noche. Seguramente, si alguna vez se hiciera una encuesta a los animales, considerarían a los niños humanos las criaturas más odiosas. En comparación, los adultos son simplemente muy, muy aterradores.

—Jen Wolling, de El Blues de la Madre Tierra, Globe Books, 2032, [■ Código acceso hiper 7-tEAT-687-56-1237-65p.]