LA CITA Y LA TUERTA
Lola, como es de suponer, no sintió ningún rastro de nerviosismo previo a su cita. Estaba segura de que iba a dominar la situación y de que tenía muchas probabilidades de volver a casa acompañada esa noche. Se frotaba las manitas tan solo con la expectativa.
No quiso vestirse muy formal porque no sabía adónde la llevaría, así que se puso unos vaqueros rectos, una blusa negra, una chaqueta de cuero entallada y unos zapatos de tacón, cómodos y poco llamativos. Se dejó el pelo suelto. No se lo pensó mucho más y se marchó andando.
Se vio reflejada en un escaparate y se encontró guapísima. Estaba muy orgullosa de sí misma y no lo escondía. Además, todas disfrutamos de vez en cuando de ese día en el que tenemos el guapo subido, no hace falta hacerse la mojigata modesta.
Lolita llegó al lugar de encuentro con la seguridad personal por las nubes, claro está. Para más inri Rai ya estaba allí esperándola. Llevaba una bonita camiseta negra, una chupa y unos jeans oscuros. Se saludaron con dos besos, algo fríos.
—He pensado que podríamos ir a un garito cerca de aquí que está muy bien, muy cool. Tengo un colega que es camarero y seguro que nos invita a algo. —Sonrió Rai.
Lola asintió. ¿Cool? ¿Seguro que nos invita a algo? Estos niños de ahora…
Pero ella se dejó querer, a ver dónde terminaba la cosa.
Llegaron al local. Era un sitio oscuro, de diseño y elegante. Bueno, al menos el chico tenía buen gusto, aunque fueran con la promesa de no pagar el total de la cuenta. Se colaron en la entrada porque estaban apuntados en la lista VIP y después se acomodaron en un reservado, en el fondo del local. Lola pidió un Cosmopolitan y Rai un whisky con naranja.
Se sonrieron. ¿Ahora qué? Ahora a buscar un tema de conversación.
—Bueno, Rai, ni siquiera sé qué edad tienes. —Lola estaba muy entrenada en ese tipo de citas y sabía cómo romper el hielo.
—Pues… veinticuatro. —Lola hizo una mueca—. ¿Qué? ¿Demasiado mayor para ti?
—Eres muy galante diciendo eso, pero creo que es evidente que te saco unos años —contestó ella.
—¿Cuántos?
—Casi cinco. —Sonrió Lola.
—Bueno, eso no es nada. Mis padres se llevan siete. —Le guiñó un ojo.
Ese comentario a la vieja Lola la hubiera hecho salir disparada hacia la salida con cualquier excusa, pero ahora iba a ser tolerante. Respiró hondo.
—¿Qué más me cuentas? —preguntó distraída, acercándose la copa a los labios.
—Pues no sé… Doy clases de pintura a niños fuera del horario escolar, pinto en mi tiempo libre, toco la guitarra, comparto piso con dos amigos y terminé una relación hace poco más de seis meses —sonrió—. ¿Y tú?
Vaya. Eso parecía una de esas citas relámpago que se hacían en Estados Unidos. ¿Iba a tener que condensar Lola toda su vida en cuatro frases? Pues lo iba a tener jodido.
—Soy traductora, me invento enfermedades ficticias para faltar al trabajo, bebo más de lo que me gustaría admitir, fumo más de lo que debería, vivo sola y rompí con mi jefe hace unos meses. —Ella también sonrió. Pues no era tan difícil…
—¿Te puedo decir una cosa, Lola?
—Claro.
—Me encantas.
Bien… La cosa marchaba.
Después hablaron de música, del instituto y de la facultad. Una cosa llevó a la otra y Lola terminó contándole aquella temporada en la que se convirtió en groupie de una banda de rockeros cutres de su facultad, cosa que sufrimos todas, por cierto. Aún me acuerdo, que conste, y no precisamente con cariño.
Rai, por su parte, le contó su experiencia en un grupo de aficionados y cómo besó el suelo al lanzarse a la multitud desde el escenario del recinto ferial de un pueblo. Se rieron mucho e incluso hicieron algunas manitas inocentes.
Entonces el amigo de Rai se acercó a su mesa y, tras las presentaciones, les prometió una sorpresa, palmeando sonoramente la espalda de su amigo. El tal Luis era el típico chico delgado y ojeroso con cara de buena persona que sufre trabajando para gente imbécil. Iba vestido con una camiseta negra del local con un «staff» gigante impreso en la espalda. Pobre chico, pensó Lola, cargando bandejas con aquellos bracitos.
La sorpresa llegó a la una y cuarto en forma de botella de Moët & Chandon rosado y dos copas. Los dos se miraron sin saber qué decir.
—Tengo que admitir que no suelo beber este tipo de cosas… —dijo Rai avergonzado.
—Uy, yo sí. Todos los domingos me lleno una bañera con esto y me hago unos largos —bromeó Lola.
—¿Ha sonado eso tremendamente erótico o soy un enfermo?
—Eres un enfermo. ¿He mencionado que a veces me hago fotos?
Los dos se echaron a reír.
—Pues venga. —Rai cogió la botella—. Habrá que probarlo.
—Te aviso que da resaca.
—Pues te veo muy ducha en el tema.
Lola le sacó la lengua y Rai forcejeó con la botella.
—¿No puedes? Mariquita —se rio ella.
—No es tan fácil, ¿vale?
—Dame. Yo la abriré.
—¡No! ¡Esto se ha convertido en un tema personal! —Rai siguió intentando sacar el corcho, poniéndose rojo del esfuerzo—. Ya casi está…
—¡Qué va! —dijo Lola.
—¡Que sí, mujer, que está saliendo!
—Pero si estoy viendo desde aquí que no se ha movido ni un milímetro.
—Que no, que no, que noto cómo va saliendo.
—¿Qué vas a notar? Dámela, anda.
—¡Que no, hombre, que yo puedo!
—Si no me la das voy a pensar que eres un machista asqueroso y no volveré a llamarte ni a cogerte el teléfono.
—Venga, va, toma, listilla.
Rai le cedió la botella, pero en el mismo momento en el que Lola la agarraba por el cuello, el movimiento del líquido hizo que las burbujas ayudaran al tapón a salir disparado…
Se escuchó una explosión y el corcho rebotó hasta terminar cayendo al suelo, donde una niñata vestida de putilla se resbaló con él. Bueno, hasta ahí todo bien… Pero… ¿dónde había rebotado al salir? ¿En el techo? ¿En la pared? No…
En el ojo de Lola.
La suerte que tuvo mi pequeña Lolita fue que no le acertó en el ojo, sino en la ceja. Desde tan cerca es posible que hubiera terminado con un parche para el resto de sus días, que en su caso seguro que habría sido fabuloso, pero un parche al fin y al cabo.
Rai saltó de su asiento mientras Lola se tapaba la cara, sin saber si reírse o llorar.
—¡La hostia putaaaaaaaaaaaa! —gritó ella.
—¿Estás bien? ¿Estás bien? ¡Dios mío! Vamos, te llevo al hospital.
—No es nada, tranquilo. No es nada. Quédate quieto.
—Vamos, Lola…
—Que no, no te preocupes, cállate un poquito, cariño.
—¡Dios mío! —masculló él.
—¡Que te sientes, coño! —gritó ella, poniéndose nerviosa.
—¡Voy a por hielo!
Rai volvió con un bloque enorme de hielo envuelto en un paño de tela. Lola se descubrió el ojo y al ver la cara que ponía él supo que le saldría un enorme moratón. Se colocó el hielo y mirándolo muy seria le dijo:
—Te voy a denunciar por agresión.
—Yo, lo siento, pensé que…
Sonrió y él se contagió. En el fondo Lola estaba iracunda pero tenía la certeza de que cuando le bajara la hinchazón y dejara de dolerle horrores, se reiría.
—No te preocupes, tonto. Maquillo un poco la historia y mañana cuando lo cuente soy la reina de la fiesta.
—De veras que lo siento, Lola.
—Ya me recompensarás. —Sonrió. Luego aulló de dolor.
Rai la llevó a casa pronto, tras disuadirla para que no se amorrara a la botella de champán con la excusa de que el alcohol es el mejor antiinflamatorio. A Lola le iba a estallar la cabeza y la verdad era que ya tenía la ceja morada e hinchada.
—Lola, lo siento. Ahora seguro que no quieres volver a verme —repitió Rai mientras se acercaban al portal.
—La próxima vez, si es que te va esto del sado, arréame con algo más blandito. ¿Te parece mejor?
—Lo tendré en cuenta.
—Te invitaría a subir, pero me duele mucho la cabeza.
—Vaya, la mítica excusa hecha realidad. —Los dos se rieron—. Buenas noches, Lola, nos vemos en la escuela.
—Sí, ya te irá a buscar la Guardia Civil, sinvergüenza —sonrió Lola.
Rai se acercó, se acercó, se acercó… y la besó… en la ceja.
Pues al final sí que volvía acompañada a casa, sí, pero por un chichón de magnitudes faraónicas.