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AMUEBLA TU VIDA

La mañana del sábado alguien osó perturbar la paz de mi santuario y, con mucho descaro, hizo sonar el teléfono a las diez y media de la mañana. Yo aún estaba en coma pero como insistieron, terminé por estirar el brazo y coger el auricular.

—¿Sí? —pregunté con voz pastosa.

—Buenos días, Valeria. Soy Jose. ¿Te he despertado?

Me incorporé, como si pudiera verme, y negué con la cabeza. No me apetecía que mi editor, o mi agente o lo que quiera Dios que fuera Jose, tuviera una visión equivocada de mi proceso creativo. ¿Equivocada? Bueno, corramos un tupido velo.

—No, qué va. Es que aún no me he tomado el café.

—En mi próxima vida quiero ser escritor. A todos os pillo durmiendo a horas intempestivas.

Sonreí.

—Bueno, las diez de la mañana de un sábado no es una hora demasiado exótica, ¿no crees?

—Diez y media. Seguro que ayer estuviste paseando el palmito con una glamurosa copa de Martini, fingiendo que eres la Carrie Bradshaw española —se rio.

—Estaba en casa, con un pijama que mejor ni te describo, bebiendo vino en unas copas descascarilladas con dos amigas, hojeando catálogos de vestidos de novia.

—¡¿Te casas?!

—No, hijo, no. Con una boda tuve suficiente.

—Sí, te entiendo —se rio—. Pero basta de charla introductoria superflua.

—Llamas por lo del artículo.

—No, aún no me han contestado. Las cosas de palacio van despacio. Te llamo porque vas a dar una charla en la universidad en unas jornadas sobre profesiones creativas.

—¿Charlas? ¿Yo? Espero que sea sobre cómo aplicarse la sombra de ojos, porque si no vamos listos… —Me froté el ojo y me di cuenta de que me había acostado sin desmaquillarme y a esas alturas ya debía de parecer un mapache.

—No. Nada de sombras de ojos ni de hombres ni de cócteles ni nada de esas cosas a las que debes de estar dedicándote ahora.

—Estoy con el borrador de la segunda parte. No me acoses telefónicamente con excusas baratas. —Me reí.

—No, no, lo de la charla va en serio. Vais a ir un par de escritores jóvenes, de los de la casa, a hablar sobre el mundo editorial, sobre cómo conseguisteis que os publicaran, sobre cómo es vuestra jornada de trabajo, si es que tenéis algo de eso. Ya sabes.

—¡Consígueme lo de la revista y tendré jornada de trabajo! —dije entre risas.

—Será el miércoles de la semana que viene. —Y él me ignoró.

—¿¡El miércoles!? Menos mal que me das tiempo para prepararme, ¿eh?

—No lloriquees. Si te digo la verdad, se lo habían propuesto a otra persona, pero ha tenido que salir de viaje.

—Ya decía yo —sonreí.

—Seréis tres y después habrá ronda de preguntas, por lo que no creo que tengas que preparar nada de más de quince minutos. No cuentes nada deprimente y no es necesario que te diga que debes dejar a la editorial en muy buena posición. Ya sabes…

—Utilizaré muchas veces la palabra «mecenas».

—Así me gusta. Si terminas la segunda parte de En los zapatos de Valeria te adoraré. Ya va siendo hora, reina mora.

—Vale.

—Cuídate.

—Igualmente.

Colgué el teléfono y me levanté de la cama. Pasé por el baño, donde me peiné con un poco más de esmero que el día anterior y me lavé la cara. Después me pesé, fui a la cocina, encendí la cafetera y, tras sentarme delante del portátil, busqué el borrador de la segunda parte de mis desventuras. Lo revisé por encima y suspiré. ¿Terminarlo? Llevaba dos meses releyéndolo. Prácticamente lo había llevado al día, como un diario, pero… ¿Estaba dispuesta a volver a pasar por el proceso que había sufrido con el primero?

Toda mi vida al aire, expuesta para que todos pudieran leerla y reírse de mí. La mía y la de tres amigas que, aunque habían leído el borrador y habían dado su consentimiento a todo lo que en él contaba sobre ellas, no tenían ninguna culpa de que no tuviera inspiración suficiente como para contar algo inventado que pareciera real.

Pero había escrito la primera parte de mi novela por una razón que seguía siendo lógica: quería escribir algo de verdad y quería que las chicas que me leyeran se sintieran identificadas. Yo no soy especial y sé que las cosas que me pasan a mí deben de pasarles a las demás. Al igual que las que les pasan a Carmen, a Nerea y a Lola. Bueno, las de Lola en parte. No sé si habrá ahí fuera alguien como ella.

Sin más, abrí un correo electrónico que dirigí a Jose y adjunté el archivo de la novela: «Está terminada desde el mes pasado. No me odies. Entiende que le tenga miedo. Espero el feedback».

Y sin más la mandé.

Después de darme una ducha y de pasarme por una librería a comprar un par de títulos que tenía pendientes en mi lista de «to do’s», me di cuenta de que no había mirado el móvil en toda la mañana. Ya eran las dos y media del mediodía y si mi madre había tratado de localizarme, a esas alturas debía de estar histérica. Así que mientras terminaba de hacerse una sopa de verduras, fui a por él, a la mesita de noche.

Al activar la pantalla del teléfono con el que aún me estaba acostumbrando a trastear, lo vi. Un mensaje de Víctor de las doce de la noche. Y lo veía catorce horas y media después. Eso era hacerse la interesante y lo demás tonterías: «No sé nada de ti desde el martes. Y ya no sé qué hacer con esto. La he cagado, ya lo sé, pero es que me cuesta mucho gestionar hasta la más mínima sensación de las que me sacuden contigo. Necesito que hablemos y, sobre todo, que determinemos en qué punto estamos. Vas a tener que darme una pista, porque soy un imbécil. Estoy harto de estropear las cosas contigo».

Vaya por Dios…

¿No era un tema más bien para una llamada? No es que no me gustaran los mensajes de texto, porque, claro, soy una cobarde, pero el asunto es que para ciertas cosas, como «determinar en qué punto estábamos», creía necesario más que un mensajito. ¿Quizá un MMS con foto incluida de mi dedo corazón erguido?

Respiré hondo y me senté a los pies de la cama. Cogí el teléfono y sin pensarlo demasiado escribí: «¿En qué punto estamos? Te lo diría si lo supiera. De lo único que estoy segura es de que tú no quieres nada ni adulto ni serio y de que hace dos semanas te enrollaste con otra tía cuyo sujetador encontré en tu casa, pero a la que juras que no te follaste. No es muy alentador».

Pulsé enviar y me olvidé del asunto. O quise olvidarme del asunto, porque ni siquiera pasó media hora hasta que me contestó: «No, no es muy alentador».

Tragué saliva y contuve las ganas de llorar. Ya estaba bien de llorar. Me negaba.

Dejé el móvil en la mesita de noche, descolgué el teléfono fijo y marqué. Después de unos tonos alguien preguntó un clásico: «¿Quién?».

—Hola, mamá. ¿Sabes que voy a dar una charla en una universidad?