6

EL VESTIDO DE NOVIA

La madre de Carmen ya había ido a acompañarla a probarse vestidos dos veces. Le quedaban apenas seis meses para la boda y llevaba un par tratando de ignorar el tema.

Odiaba los vestidos de novia. Los odiaba con toda su alma. Prefería casarse con un camisón de franela hasta los pies a tener que ir hasta el altar disfrazada de repollo.

La primera salida en busca del vestido le provocó un dolor de cabeza terrible y una bronca con su madre, que esperaba poder verla vestida de blanco fulgurante y con todos los complementos posibles.

La segunda tarde de compras casi la hizo llorar cuando las dependientas trataron de meterla en un vestido dos tallas menos que la suya, horrible, y después no podían quitárselo. Para mejorar la tarde, su madre le dejó caer la posibilidad de «perder unos kilitos». Le provocó tanta ansiedad que aquella noche se dio un atracón casi enfermizo y tardó una semana en cogerle el teléfono a su madre, que, por otra parte, ya estaba acostumbrada.

Así que, cuando se le pasó, llegaron a un acuerdo: Carmen miraría vestidos por su cuenta y cuando tuviera localizados dos o tres que no la hicieran llorar sangre, irían juntas a decidirse.

Y allí estaba. Pero no sola. No. Ya le gustaría a ella. Porque Nerea, que adoraba las bodas y todo lo que tuviera que ver con ellas, se había enterado y se había empeñado en acompañarla. Se hubiera negado de no ser porque le hizo chantaje emocional, logrando que acabara compadeciéndose de sí misma.

—Carmenchu, ¿qué pasa? ¿Es que estás sola en el mundo? ¿Quieres que piensen que nadie te quiere lo suficiente como para acompañarte a comprar el vestido de novia?

A Carmen lo que los demás pensaran se la traía al fresco, pero es que resultaba que, mediante aquella vil y silenciosa manipulación, era ella misma la que tenía miedo de terminar pensando aquello.

Así estaban las cosas.

Carmen se miró en el espejo con cara de asco. La dependienta de la tienda la observaba de soslayo y ella sabía que deseaba que se fuera de allí y la dejase tranquila. Más quisiera ella dejarla tranquila ya. Solo tenía ganas de irse a casa, ponerse el pijama y beberse un litro de zumo de naranja de brik de un trago. Era el décimo vestido que se probaba y el décimo que no le gustaba. Y, por cierto, el décimo que no le entraba y que le tenían que enganchar con una especie de pinzas enormes para que pudiera hacerse a la idea. ¿Por qué se empeñan en las tiendas de vestidos de novia en hacernos sentir a todas orondas teniendo solo esas malditas tallas minúsculas?

Pero Nerea, que parecía habitar en una realidad paralela, aplaudió sentadita en un banco, junto a ella.

—¡Estás preciosa, Carmen! ¡Qué emoción! ¡Es tu vestido!

—De eso nada, parezco un repollo. Me prendería fuego a mí misma.

—¿A que no?

Nerea buscó apoyo en la pobre desconocida que ahora se apoyaba en la pared con fatiga.

—Voy a ser sincera. De los diez, este es el peor —añadió.

—¿Ves? —Carmen estaba desesperándose—. Mejor me caso con un camisón de franela y todo el mundo contento.

—El problema es que no te ves vestida de novia, pero, cariño, te vas a casar y quieras o no vas a tener que ponerte uno de estos —apostilló Nerea con tono dulce.

—De lo malo, lo mejor —añadió la dependienta mientras sujetaba una de las perchas.

Carmen meditó. ¿Era eso verdad? ¿Tenía que quedarse con lo menos malo? Si casarse ya suponía para ella un problema, pasar ese día disfrazada de algo que no le gustaba iba a convertir el supuesto día más feliz de su vida en un infierno personal.

—No. —Bajó del podio donde la tenían subida—. No quiero. Me niego. Lo siento mucho por esta señorita que ha perdido la tarde por mi culpa, pero es que no me gusta.

La chica sonrió y Nerea se enfurruñó.

A la salida de la tienda añadió el catálogo a todos los demás que llevaba dentro de su bolso y luego, girándose hacia Carmen, le dijo que necesitaban una tercera opinión.

Aparecieron en mi casa a las ocho de la tarde. Era noche cerrada ya y yo estaba en pijama, con un moño indescriptible en el cogote y con ganas de meterme en la cama y despertar en primavera. Bufé al verlas en el quicio de la puerta, sin mirarse. No podían llegar en peor momento. No estaba yo para muchas monsergas desde que el martes había discutido con Víctor y no había vuelto a saber nada de él.

—Pero, bueno, ¡qué horror! No sé qué haría en mi anterior vida para tener que hacer ahora de juez en todas vuestras riñas… —gruñí.

—Necesito que la hagas entrar en razón —dijo Nerea.

—¿Por qué? —Entré en el piso y abrí la nevera.

Coloqué una botella de vino blanco encima de la mesa y saqué tres copas. Ellas seguían en el minúsculo recibidor.

—Pero pasad, si ya estáis aquí.

—No queremos molestar —dijo Carmen con un hilo de voz.

Me tapé la cara, bufé y después, mirándolas de nuevo, dulcifiqué el tono y el gesto:

—Perdonad, no tengo un buen día.

—¿Quién lo tiene? —susurró Carmen a mi paso.

—¿Qué pasa? —pregunté desde la cocina nuevamente.

—Carmen está imposible con el tema del vestido —refunfuñó Nerea.

Aparecí con un bol lleno de ganchitos.

—Si continúas tratándonos así de bien seguiremos acudiendo a ti en estos casos —sonrió Carmen alcanzando el aperitivo.

—Para eso estamos.

—¡No comas ganchitos! ¡Te casas este año! ¡Haz el favor de no comer esas mierdas! —vociferó Nerea.

Carmen se hizo un ovillo en su asiento y controló un puchero.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué de repente eres tan nazi? —le dije a Nerea poniendo los brazos en jarras, muy seria.

—Lo hago por su bien.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no Lola? —lloriqueé mientras me dejaba caer sobre el sillón, que habían tenido la deferencia de dejar libre.

—Lola está en su curso de chino. ¡Cualquiera diría que te molestamos! —dijo Nerea ofendida—. Lo importante es que convenzas a Carmen de que casarse con un traje de chaqueta es una absoluta locura.

Miré a Carmen.

—No, no le hagas ni caso. Si te gusta un traje de chaqueta, cásate con un traje de chaqueta.

—Pero ¡Valeria! —se quejó Nerea, dando una patadita al suelo.

—¿Qué quieres que haga? ¡Si quieres que te dé la razón como a los locos, por lo menos tendrás que sobornarme!

—Vaya par… Mira, me gusta este —dijo Carmen abriendo un catálogo—. Es sencillo, elegante y creo que me favorecería.

—Es bonito. Quizá un poco soso.

—¡Ves! ¡Soso, Carmen, soso! ¿Quieres que ese sea el comentario que haga la gente al verte entrar en la iglesia? ¡Uy, qué vestido tan soso! —Nerea puso vocecita de maruja y contrajo el gesto.

—Hostias, qué fea te pones. Empiezas a darme miedo, Nerea —dijo Carmen—. Y además no creo que te perdone lo de los ganchitos en un buen rato…

Saqué un álbum del armario y se lo tendí.

—¿Te acuerdas de mi vestido de novia?

—¡Eso no era un vestido de novia! —se quejó Nerea.

—Era bonito —comentó Carmen al tiempo que miraba las fotos con melancolía.

—Me lo compré en una tienda de segunda mano. Me costó seis mil pesetas…, treinta y seis euros de nada. Mi madre por poco cayó desmayada, pero era el que a mí me gustaba.

—¿No te has arrepentido con el tiempo?

—No. Del vestido no. De la boda sí. —Me reí con nostalgia—. Me tenía que gustar en el momento y punto. Incluso lo he vuelto a utilizar.

—Pero, Valeria, sé sincera contigo misma: tu boda fue un poco… carnaval hippy —dijo Nerea—. Os fuisteis del catering en vespa y el novio iba disfrazado de… Nunca me quedó claro. ¿De qué iba disfrazado Adrián?

—De lo que tú quieras, pero Carmen tiene que ponerse lo que le apetezca. Es su boda. Ostras… Mírate en esta foto, Nerea. —Señalé una fotografía del álbum muerta de la risa.

—¡Qué horror! —exclamó.

—¿Ves? ¡Hasta tú puedes arrepentirte de ponerte algo!

—No, yo estoy estupenda. Mi vestido era divino. Lo que es un horror son las fotos de boda. Siendo Adrián fotógrafo…

—No contratamos a nadie. Simplemente son copias de las cámaras de todos los invitados —comenté mientras acariciaba una de las fotografías con la mirada perdida. Cuando desperté de mis cábalas mentales me giré hacia ellas—. Carmen, cómprate el vestido que quieras, no cedas ante nadie.

—Pero, bien pensado… mi madre… no sé. Se morirá de pena si me ve entrar en la iglesia de corto. Solo tienen una hija. Mi hermano ya está casado…

Me quedé mirándola.

—Date tiempo. No te agobies con el tema del vestido.

—Ya va muy retrasada —nos sermoneó Nerea.

—Nerea, cielo, ¿desde cuándo eres organizadora de bodas a lo Jennifer López en aquella película…?

Planes de boda —puntualizó Carmen.

—Eso —asentí.

—No soy… —Nerea se miró digna las uñas, con su manicura perfecta—. Yo solo quiero ayudar.

—Y yo encantada, que conste —dijo Carmen—. Pero en vez de empecinarte con el tema del vestido quizá deberías centrarte en ayudarme con las doscientas cincuenta mil cosas que me quedan por cerrar y que me suenan a chino.

Nerea levantó las cejas contenta, como si terminara de acordarse de algo, y rebuscó en su estupendo bolso de Bimba y Lola. Tras unos segundos sacó un paquete envuelto en papel de regalo dorado.

—Casi se me olvida. Aunque creo que no te lo mereces, pedorra.

Carmen rasgó el papel sin miramientos y se quedó con el librito en la mano, sin saber muy bien qué hacer.

—Oh…, qué bonito, Nerea. Muchas gracias. No tenías por qué.

—No sabes lo que es, ¿verdad?

—No —contestó sonrojándose.

—Es un diario para la planificación de tu boda. Viene con todas las secciones que necesitas: programación para todas las cuestiones del vestido, el maquillaje, la peluquería, la manicura, la ropa interior…

—¿¡No me puedo casar con mis bragas de toda la vida!? —dijo Carmen alarmada.

—¡Claro que no! Y ya sabes, mira, puedes ir apuntando las fechas y todas esas cosas. Lleva también consejos entre sección y sección. ¿A que es una monada? Porque, claro, no puedes dejar de lado cuestiones como los detalles que vas a dar a los invitados, los puros, la lista de organización de mesas, los menús, las alianzas, la música que sonará, los adornos florales, la ambientación musical en la iglesia…

—Ay, Dios… —Los ojos de Carmen se humedecieron de pronto y empezó a temblarle levemente el labio superior.

Nerea la miró con ternura y se sentó a su lado; le pasó el bracito por la cintura, le besó un hombro y, arrullándola, dijo:

—No te preocupes, Carmenchu, yo te ayudaré.

A continuación se abrazaron y yo di tres palmadas a modo de aplauso sarcástico. Después las dos se abalanzaron sobre mí y me apretujaron. Incluso Nerea la fría, que ya empezaba a ser Nerea la templada.