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LOLA Y EL CHINO MANDARINO

Lola decidió que necesitaba hablar chino. A decir verdad, Lola decidió que debía ocupar su tiempo libre para dejar de tener los pensamientos que tenía. Había conseguido no mirar a Sergio con deseo y, la verdad, tenía tan claro que él era un capítulo pasado de su vida que ya ni le interesaba hacerlo. Hasta lo miraba con desdén, como a aquellos zapatos que se compró en un ataque de fiebre consumista y que se suponía que estaban tan de moda.

Ahora, sentada en su pupitre de la escuela de idiomas, miraba a su alrededor y se arrepentía un poco del hecho de haberse apuntado de esa manera tan impulsiva. Podría haber decidido practicar yoga en casa y así de paso conseguir unos glúteos de acero. Pero no. Iba a aprender chino. Y es que ocupar su tiempo no servía de nada si eso la conducía a relacionarse con un montón de hombres. En clase de yoga habría hombres y si no los había en la clase, estarían en el gimnasio. En clase de cocina… más hombres y además, a ella no le interesaba aprender a cocinar; con saber preparar café y abrir botes de pepinillos se daba por satisfecha. Podía haberse apuntado a un club de montaña, pero habría hombres. Por eso había decidido seguir estudiando idiomas. Aquello no era precisamente un catálogo de tentaciones.

En la primera fila vislumbró a un chico que no cabía en la silla. Podía pasar por alto cierto sobrepeso, pero aquello era un manatí; probablemente se llevaría el pupitre a casa incrustado en su rotundidad corporal. Además, tenía serios y evidentes problemas con su higiene personal, entre ellos una sucia mata de pelo, marrón y sin brillo, pegada a la cabeza como con pegamento.

A su lado había otra chica también con el pelo sucio. Vaya, parecía que era una epidemia. Y, bueno, aquello no era un hombre, pero no podía evitar mirarle el pelo y preguntarse qué lleva a una persona a salir de casa con semejante aceite en la pelambrera. Eso mata la libido de cualquiera. Esperó que fuera suficiente como para acabar con la suya, que no era moco de pavo, sobre todo después de los tres meses de sequía que, para más inri, había confesado.

En la quinta fila había una pandilla de chicos jóvenes. Tenían pinta de fans del manga y del anime… ¿no les pegaba más una clase de japonés? Aquellos adolescentes parecían haberse perdido. Miraban a su alrededor ávidos de escotes pero, pensaba Lola, tendrían que haberse apuntado a yoga, a pilates o a francés. Se rio por dentro del doble sentido de su broma mental.

Suspiró. Aparte de algunas dedicadas estudiantes de traducción, como ella, no había nadie más allí dentro. La profesora tampoco la seducía. Oye, que no decía que no a nada. ¿Quién sabía? Podía enamorarse de una mujer, pero… no de aquella chica escuálida. Estaba claro. Iba a aprender chino sí o sí, porque no tendría nada con lo que entretenerse.

Bueno. Esa era la intención.

De repente la puerta se abrió y entró un chico joven, con bastante buena pinta. Lola lo olió desde allí: no alianza, no menor de edad, no friki, no sucio… Uhm…

—Disculpe, creo que me he equivocado de aula. —Sonrió—. Esta no parece la clase de alemán.

—No. —Sonrió la profesora oriental.

¡Menuda mierda! Estaba condenada a tener que concentrarse. Era lo que debía hacer, pero a ratos no estaba del todo de acuerdo con la marcial Lola que renegaba de los hombres.

En el descanso salió a fumarse un pitillo. Los ideogramas eran complicados de cojones y estaba asqueada. Había dado unas clases en un seminario hacía unos años y se podía desenvolver en presentaciones. Un hola, qué tal. Encantada de conocerlo. Pero ya ni siquiera se acordaba de cómo escribirlo. Qué infierno. De repente se puso a sí misma en entredicho, pensando que era mejor entregarse al placer del fornicio sin amor que sufrir en aquella aula dos veces por semana.

Se apoyó en el muro de la entrada, le dio una honda calada al pitillo y alguien se le acercó.

—Disculpa.

—¿Sí?

Al levantar la vista se encontró con que un chico le sonreía. Tenía los ojos marrón oscuro y el pelo castaño peinado a la moda o revuelto, nunca encontró la diferencia. Lucía una sonrisa de lo más provocadora a la que ella le contestó con otra.

—¿Tienes un cigarrillo?

—Claro.

Le tendió el paquete y él cazó uno entre sus dedos y se lo encendió.

—Muchas gracias. Me lo olvidé en el coche y tuve que aparcarlo en el quinto infierno. Y a ver qué haces en el descanso si no fumas.

—Después de una clase de estas me fumaría hasta el césped —comentó ella.

—¿En qué clase estás?

—En chino. —Sonrió.

—Vaya, no tienes pinta de friki.

—Gracias, supongo. ¿Y tú?

—Inglés.

—Bueno, no te quejes. —Lo miró coqueta.

—Claro, después de una clase de chino supongo que todo pinta mejor.

Se rieron.

—Soy Rai.

—¿Rai?

—Raimundo. Padres con sentido del humor. —Volvió a sonreír mientras le tendía la mano.

—Yo Lola.

—Dolores —aclaró él.

—Otros padres con sentido del humor. —Sonrió ella.

Se estrecharon la mano.

—Creo que es hora de volver —susurró Lola.

—Quizá podamos volver a coincidir.

—Estaría bien…

—¿Verdad? —Y los labios de Rai se movieron hasta dibujar una sonrisa de lo más pérfida.

Bueno, bueno… A lo mejor, con un poco de suerte, no tendría por qué aprender mucho chino aquel año. Pero por el momento no tenía por qué enterarse nadie de que empezaba a pensar que la clausura no iba con ella.