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¿EL FINAL?

Víctor abrió la puerta de su casa y se encontró con Cristina. Llevaba un vestidito de verano color verde, vaporoso, que le quedaba muy bien. Los labios, como siempre, pintados de rojo.

—Hola —le dijo con una sonrisa—. ¿Habíamos quedado y lo olvidé?

—Eh…, no —contestó ella avergonzada—. Pero estoy de vacaciones…, no tenía nada que hacer y… pensé que…

—Pasa.

Víctor desdibujó la sonrisa en cuanto le dio la espalda. No estaba de humor, pero Cristina no tenía la culpa, de modo que sería amable.

—¿Café, vino, una cerveza?

—Una cerveza, gracias.

Se inclinó en la nevera y sacó dos, las abrió y le tendió una a la pelirroja.

—¿Qué te cuentas? —dijo apoyándose en la barra.

—No mucho… —Los dos dieron un trago a sus bebidas y ella se acercó a Víctor—. ¿Sería muy atrevida si te pidiera un beso?

Víctor iba a contestarle, pero se desconcentró y cerró los ojos cuando un olor lo abofeteó.

—¿Qué…, qué perfume llevas?

Cristina se quedó parada un segundo y después se acercó un paso más.

—Coco Mademoiselle, ¿te gusta?

Él asintió mientras tragaba un nudo que se le había formado en la garganta.

Cristina dejó su botellín de cerveza y le quitó a Víctor el que sostenía él. Después se pegó a su cuerpo y le besó en los labios. Los tenía fríos por el contacto del líquido fresco…, también la lengua.

Víctor cerró los ojos, la besó y le acarició el pelo. Así, en la oscuridad total, los mechones de su cabello se alargaban hasta convertirse en los de otra persona. Su olor…, ese olor lo catapultaba a unos recuerdos concretos, con alguien que no era ella.

Sin pensarlo dos veces, la envolvió en sus brazos y le pidió que fueran a su dormitorio. Y se lo pidió con dulzura, con verdadera necesidad.

Ella lo condujo hasta su cama. Allí se abrazaron, se besaron, se desnudaron y, cuando pudo, él volvió a cerrar fuertemente los párpados para no verla. Le gustaba, pero no la necesitaba a ella.

Le bajó las braguitas por las piernas, deslizándolas sobre la piel, e imaginó el rubor en unas mejillas que no eran las de Cristina. Sonrió.

—Joder, nena… —La apretó contra sí.

Cristina se sorprendió por el tono y el cariz de las caricias. Y también por aquel «nena», tan dulce, tan… ¿vulnerable? No quiso pensar. Solo se dejó llevar.

Víctor tuvo que frenar y recordarse a sí mismo que no era su chica. Se apartó de su imaginación por un momento y paró para colocarse un condón. Después se tumbó sobre ella, abrazándola, y volvió a cerrar los ojos mientras la penetraba.

No era exactamente su olor. No era el tacto de su piel bajo las yemas de sus dedos. No era ELLA, pero podía imaginarlo durante un rato. Su perfume… Tenía que concentrarse en la mezcla de su perfume y el suavizante de las sábanas. Esos olores le devolvían a la chica a la que quería abrazar.

Se esforzó tanto que Cristina dejó de ser ella y el sexo dejó de ser sexo. La penetró suavemente, despacio, con cariño. Le besó el cuello, las mejillas, los hombros. La estrechó contra él y le sacudieron unas fuertes ganas de decirle que la quería, pero tuvo el atino de callarse. Solo se mordió el labio inferior, grueso y jugoso.

Cristina, por su parte, nunca había visto a ese Víctor. Ni en la cama ni fuera de ella. Estaba totalmente entregado a lo que estaban haciendo. Tanto que parecía no estar allí. La estaba abrazando con ternura y los suspiros no eran sus habituales gemidos graves. Y resultaba tan agradable tener a alguien que la tomara así… de aquella manera… ¿Sería aquello hacer el amor?

Recorrió la espalda de Víctor con las yemas de los dedos y él se arqueó, mientras se enterraba en ella con los ojos cerrados.

—Nena… —repitió con un jadeo—. No te vayas…, nena.

Los dos se besaron en los labios y siguieron ascendiendo poco a poco, con la intención de lanzarse en caída libre al orgasmo. Cristina jamás se había sentido tan especial.

Víctor se hundió en su cuello y respiró hondo. Todas las emociones que había despertado ELLA desde el momento en que la conoció llenaron la habitación. Ese cosquilleo en el estómago, como cuando la llevó a casa en coche por primera vez; esa ilusión que le llenaba cuando ELLA se reía a carcajadas; ese pánico cuando sentía que con ELLA no necesitaba nada más. Como cuando hacían el amor y él la miraba, tumbado, esperando que el tiempo se ralentizara para no perderse ni el recorrido de sus mechones de pelo moviéndose sobre él. ELLA era lo que lo llenaba todo. Como cuando hicieron el amor por última vez, cuando se despidieron, agarrándose con desespero, arrancándose sollozos.

Sintió un escalofrío en lo más hondo y supo que estaba a punto de correrse.

—Córrete, nena… Córrete conmigo.

Y con los ojos cerrados se acordó de ELLA desnuda sobre él en una habitación muy amplia. A la izquierda había un gran ventanal abierto. Las cortinas ondeaban a los lados y fuera se ponía el sol en aquella isla que siempre le había gustado tanto. Viajó al momento en el que se dio cuenta de que ya no podría negárselo por más tiempo.

—Te quiero, mi amor —le dijo aquella vez.

Y ELLA, sorprendida, sonrojada e ilusionada, le devolvió aquel te quiero, hundido en un sentido gemido. Con su pelo largo y de ese color, entre dorado y cobrizo. Con sus labios mullidos. Con sus pestañas largas. Con sus pechos redondos, pequeños pero firmes, que llenaban sus manos del latido desatado de su corazón. Siempre nerviosa, siempre a punto de teñir sus mejillas de rojo. Siempre esperando que él pudiera dar lo mejor de sí mismo…

El orgasmo fue confuso, como si apareciera por casualidad, como si no lo estuviera buscando. Como siempre que hacía el amor. Era como si buscando el modo de abrazarla más, de tenerla lo más cerca posible, hubiera encontrado que la única solución era hacerlo de aquella manera.

Le faltó el aire cuando necesitó decirle que la añoraba. Respiró profundamente y abrió los ojos dispuesto a besarla y a pedirle que no se marchara. Pero no la encontró. Encontró a otra persona…

Se dejó caer a un lado y maldijo entre dientes. Cristina, por su parte, se acurrucó mirándolo. Ella se preguntaba si lo que había tenido por un entretenimiento no podría convertirse en algo de verdad y para siempre… Alargó la mano y le acarició el pecho.

Víctor se incorporó incómodo, se puso un pantalón de pijama y se sentó en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos.

—Lo siento, Cristina…

—¿Qué sientes? —Ella se incorporó detrás de él y le besó el hombro.

—Siento lo que acaba de pasar. Por favor, vete.

—Pero…

—Vete —le suplicó.

Cristina se levantó de entre las sábanas y se vistió. Ató cabos. No…, no había estado con ella en la cama, sino con esa chica…

—Víctor, si necesitas…

—No creo que debamos vernos más, Cristina.

Ella se marchó por el pasillo, avergonzada. Antes de irse dejó una tarjeta sobre la barra de la cocina con su teléfono y una nota: «Llámame si necesitas hablar». Pero sabía que él no la llamaría jamás. Y ella tampoco lo haría.

Víctor pasó más de una hora sentado en el borde de la cama, con los ojos perdidos en las vetas de la madera del suelo, pensando en todas las cosas que había hecho mal y en las pocas que podía alegrarse de haber hecho bien.

Todo había cambiado. Él podría empeñarse en seguir con su vida de antes, pero nada sería igual. Ella lo había cambiado, dándole a la palabra sexo muchas más letras…

Víctor alargó la mano por fin y cogió el teléfono móvil, que tenía cargando en una peana en la mesita de noche. Ojeó los mensajes y localizó el que quería recordar. Un mensaje que aún no había recibido contestación, y que no sabía si la tendría alguna vez: «Sé lo que dije. Sé que dije que era la última vez. Pero… necesito verte. Necesito olerte. Necesito que vuelvas a mirarme como aquella noche. Vuelve, por favor. Vuelve porque ya no te echo de menos. Ahora, simplemente, te necesito».

—Por favor, Valeria, vuelve… —susurró.

Y después solo tic tac, tic tac, tic tac…