LA BODA
El Canon de Pachelbel recibió a la novia interpretado por tres violines y una viola. Todo era perfecto… Tal y como lo habría planeado Nerea para ella misma. Carmen apareció preciosa, tanto que todos los presentes contuvimos la respiración. Se notó en el aire y ella agachó un poco la cabeza y sonrió, antes de mirar a su padre con esa expresión de… completa emoción.
Cogí aire. Mi Carmen…
Su pelo, de un color caramelo natural al que jamás había puesto ni un solo tinte, estaba suelto, con sus ondas naturales solamente recogidas en parte por dos peinetas brillantes inmersas en su melena, y el velo bajo cuya cola arrastraba sobre la alfombra. Su vestido era tan bonito… En las orejas llevaba unas criollas de oro blanco y brillantes que le habíamos regalado nosotras. No lucía ningún adorno más, solo el anillo de pedida y un maquillaje suave. Parecía una niña. Una niña muy enamorada. ¿Qué tenía Carmen que brillaba con luz propia? Llevaba dos meses tan bonita, tan completa…
En el altar la esperaba Borja, al que le temblaron hasta las manos. Resopló varias veces y desde donde nosotras estábamos sentadas pudimos apreciar lo mucho que le brillaban los ojos. El padre de Carmen la dejó junto a su futuro marido en el altar y, tras un beso en la mejilla, fue a sentarse con la madre de Carmen, que lloraba disimuladamente de emoción.
Desde detrás, la imagen de la cola del velo de Carmen extendida sobre la alfombra, con ella de pie y Borja sosteniéndole una mano, era espectacular.
Nerea no pudo más y cogió aire y lo liberó suavemente, pero a trompicones, dejando rodar unas lágrimas por sus mejillas. Yo la cogí por la cintura con mi brazo derecho y también rompí a llorar en silencio, emocionada. Lola nos miró de reojo y después siguió mirando al frente, mordiéndose el labio inferior, a la derecha de Nerea.
La ceremonia continuó con normalidad y la soprano que Nerea había contratado consiguió ponernos a todos la piel de gallina interpretando un Ave María que casi hizo desmoronarse a la mismísima madre de Borja, que parecía estar allí como quien no se encuentra del todo satisfecha con el «trueque».
E intercambiaron las arras, y se pusieron los anillos, y se prometieron amor eterno, y yo… Yo me lo creí. Todo. Creí por fin que el amor, a veces, va más allá de lo que funciona o no funciona. No era la boda lo que lo haría funcionar, sino las ganas de los dos de luchar porque fuera siempre perfecto.
Había otras parejas que se querían pero que jamás podrían funcionar…, ¿no?
En la puerta de la iglesia, ya como marido y mujer, recibieron una lluvia de arroz y pétalos de rosa. Y entre pétalo y pétalo, los mejores deseos, porque eran unos valientes. Quererse y hacerlo realidad, sin dramas, sin dobleces, sin negarlo… Eso era ser valiente.
Y pensé: valiente…, como Lola. Al mirarla, allí, con sus ojos color chocolate bien abiertos, me pareció una heroína, un modelo a seguir. Lola había sucumbido a su parte humana por fin, apartando los prejuicios que le impedían dejarse llevar ahora, cuando de verdad tenía que hacerlo. Lola, la valiente, presentaba a su novio de veinte años con la misma seguridad con la que luego nos contaba en la intimidad qué era lo mejor de tener a un veinteañero entre las sábanas.
Unos mechones de pelo rubio moviéndose en el viento me desconcentraron y miré a Nerea. Dios, qué guapa estaba. Y hablando de valientes…, ella. La valiente Nerea, que allí estaba; sola y haciendo que un negocio sacado de la nada levantase el vuelo con el único esfuerzo de su persona. Con su dinero, con sus dolores de cabeza, con sus jornadas de trabajo de doce o catorce horas. Y con aquel resultado, convirtiendo el día más especial de la vida de alguien en un fotograma más que hiciera posible que ella, por fin, pudiera rodar su propia película y no viviera de los papeles que los demás le dieran.
No pude evitar sentirme algo estúpida, porque si algo no es Valeria, es valiente, eso ya se ha visto. Son muchas páginas hablando de mí misma como para mentir ahora e incluirme en ese saco. Pero al menos, pensé, empezaba a ver de verdad que la vida era mucho más que historias truculentas hiladas de mano en mano masculina.
Al menos había conseguido solucionar algunas cosas. Una de ellas mi precaria situación económica y laboral. En aquel momento Valeria ya era la orgullosa autora de un artículo a página completa en la revista que siempre, cada mes, compraba religiosamente. Y no había espacio allí para hablar de hombres. De eso que se encargaran otras que supieran al menos lo que se hacían. Yo, Valeria, me limitaría a hablar de lo que conocía, aunque solo fuera un poco. Una página para hablar con melancolía de los viajes que marcan el camino por el que pasamos; una página para la calle en la que crecimos, las relaciones que se mantienen con los antiguos amigos o la satisfacción de nuestro primer trabajo. Una página para escribir y retozar sobre la sensación de una canción que se escucha en una terraza junto al mar y que evoca todo tipo de recuerdos, en cascada. A veces una de esas noticias que se escuchan en el telediario era suficiente para llenar aquella página de deseos, ambiciones, esperanzas o reflexiones.
Valeria no sabe de nada en concreto, pero se le dan bien las palabras y al final ¿lo importante no es que los demás se dejen arrullar con ellas?
Carmen y Borja se marcharon en su coche adornado a fotografiarse besándose y todas esas cosas que se nos obliga a hacer en nuestra boda, como si fuesen cosas únicas y volátiles que solo fuésemos a hacer ese día. Y nosotras nos quedamos viéndola marchar a los pies de la escalera de piedra de la capilla, como el pequeño resumen de un arcoíris: Lola, con su vestido malva hasta los pies; Nerea, con su palabra de honor estilo vintage verde botella, y yo, vestida de azul… Las tres con los ojos puestos en cómo, calle abajo, desaparecía el coche de los novios.
Nerea la fría había vuelto a coger las riendas, de modo que ya no se permitiría ni una lágrima más. Estaba en la parte más cercana a la carretera con el ceño un poco fruncido porque el sol le daba en los ojos. Un soplo de brisa le revolvió de nuevo la melena cuando, junto a ella, con un casco de moto en el codo y la bolsa de la cámara de fotos, pasó Jorge, el fotógrafo. La mirada que él le dedicó fue tan breve como intensa. Se me erizó hasta el vello de los brazos. Pero ¿Nerea? Esta ni siquiera movió ni un ápice la cabeza, aunque los ojos se le desviaran hacia él, sin mirarlo. En realidad, Nerea solo repasó la gravilla que los pies de Jorge movían al andar.
Busqué a Lola con la mirada, esperando que ella también hubiera estado atenta a aquel pequeño momento de tensión, a aquella microrrelación intensa que yo, con la información que tenía en aquel momento, no entendía. Lola, en el último escalón, se acercó a Rai, que vestido con un traje que seguramente era prestado, la recibió con una sonrisa y un beso sobre el pelo. Se miraron, se cogieron por la cintura y por primera vez en mucho tiempo Lola me pareció relajada.
Yo, a tres escalones de donde se encontraba Nerea y con algunos pétalos todavía en la mano, miré alrededor, donde la gente se movía. Respiré hondo queriendo quitarme esa sensación que toda amiga de la novia tiene el día de la boda: que una parte de ella no volverá después de ese día.
Una mano se tendió frente a mí. La cogí con una sonrisa conformada y su propietario, vestido con un precioso traje negro, con camisa blanca y corbata gris, me ayudó a bajar lo que quedaba de escalinata. Después me pasó su brazo por la cintura y me abrazó.
—¿Estás triste?
—Sí. —Me acurruqué junto a su pecho.
—No puedes estarlo. Es la boda de una de tus mejores amigas. Creo que es hasta ilegal.
—No es eso —dije con la mirada perdida al final de la calle.
—¿Entonces? ¿Es que… te recuerda cosas que…?
—No. —Sonreí—. Solo… es como que… deja de ser mi niña. Ahora es la suya.
Lola se giró para increparme por ser tan ñoña, pero al final sonrió y volvió a centrar su atención en Rai.
Los brazos de mi acompañante me apretaron más contra él y olí su perfume con placer. Su pecho se hinchó en un suspiro y lo miré a la espera de que dijera algo sabio.
—Bueno —sonrió, mirándome también—. Esta es solo la forma elegida por ella para dar el paso y crecer. No tiene por qué dejar de ser lo que es para ti. El resto no tiene por qué desaparecer.
—¿No?
—No —negó, y los mechones de su brillante pelo negro vibraron—. Ya verás como no.
Bruno y yo nos besamos y, como siempre, una descarga sexual me atravesó el cuerpo. No, con Bruno era complicado besar con ternura. Con Bruno era complicado tratar de hacer el amor.
Pero pensaba que él era la decisión adecuada. ¿Por qué? Porque no tenía ganas de dramas y porque todo lo que Víctor y yo sentíamos era tan absolutamente intenso que no sabía gestionarlo. Dudaba que pudiéramos hacerlo alguna vez.
Supongo que, como pasa con las grandes cosas de la vida, la respuesta es simplemente evidente y toda explicación que nuestra mente racional quiera darle carece de sentido. O a lo mejor fue aquella conversación, en la puerta del local donde Lola celebró que nunca más cumpliría los veintialgo, lo que me empujó a creer que Bruno ofrecía algo de verdad, que podría dar. Quizá había sido la noche con Víctor lo que me había convencido de que hay historias que es mejor no retomar.
Bruno no prometía imposibles y si los prometía era porque estarían a su alcance, para engarzarlos en mi pelo y, al mirarme, jurarme que sería su diosa. Encontraríamos ese rincón de intimidad que no hiciera falta teñir de deseo. Encontraríamos la manera.
Entonces… ¿por qué prefería no pensar en Víctor? ¿Por qué me daba la sensación de estar contentándome con algo fácil y cómodo en lugar de pelear?
No, Víctor era demasiado para mí. Y yo era demasiado para él. ¿Demasiado qué? Ni lo sé.
Entonces, si estaba decidido que no volvería a formar parte de mi vida, ¿por qué sentía palpitar mi teléfono móvil en mi bolso de mano? Bueno, era algo así como el cuento de Poe sobre el corazón acusador. Inevitablemente aquel mensaje palpitaría siempre y cuando yo no encontrase las fuerzas suficientes como para borrarlo y olvidarlo. Para olvidar aquella noche, más concretamente, que se me había terminado de ir de entre los dedos. Una noche y una mañana y unos besos y unos susurros…
Demasiado.
Eran solo palabras, me decía. Solo palabras. Exactamente cuarenta palabras que sabía ya de memoria, cuyo remitente supongo que ni siquiera tengo que aclarar: «Sé lo que dije. Sé que dije que era la última vez. Pero… necesito verte. Necesito olerte. Necesito que vuelvas a mirarme como aquella noche. Vuelve, por favor. Vuelve porque ya no te echo de menos. Ahora, simplemente, te necesito».
Solo palabras, ya lo sé. Pero…
Y ahora ¿qué? Porque la vida, de pronto, había perdido los matices y empezaba a ser solo en blanco y negro.