RESACA FINAL
A Carmen y Borja el pelotazo de los chupitos les vino con efecto retardado, como una hora larga después de haberlos tomado, así que ni siquiera se preguntaron por qué Víctor había vuelto con aquella cara, por qué se había tomado dos vasos casi de un trago con sus amigos y por qué se había vuelto a marchar solo para no volver. No se preguntaron por qué Bruno les había dicho que salía a por mí y no lo habían vuelto a ver. Ni a él ni a mí, claro. Pensaron que lo más fácil era que nos hubiera entrado un calentón insano como el que les estaba atacando a ellos.
Empezaron besándose en un rincón. Siguieron metiéndose mano junto a los baños y, finalmente, decidieron irse a casa de Carmen a terminar lo que el alcohol y el ambiente había empezado por ellos. No se despidieron de Nerea porque no la encontraron entre el gentío y no se despidieron de Lola porque tampoco estaba localizable. Las malas lenguas decían que se habían escuchado gemidos dentro del cuarto de baño de señoras, así que… tenían sus sospechas sobre dónde podría estar Lola.
El trayecto en taxi se les hizo eterno y cuando entraron en casa ni se molestaron en quitarse toda la ropa. Carmen se quitó las braguitas por debajo del vestido con bastante desvergüenza y se sentó en las rodillas de Borja, a horcajadas, mientras él se desabrochaba el pantalón. Sin más, la penetró, haciendo que ella echara la cabeza hacia atrás, mordiéndose los labios y gimiendo.
Ninguno de los dos echó mano del calendario para calcular si era buena fecha. Ninguno de los dos echó mano del primer cajón de la mesita de noche de Carmen, donde guardaba los preservativos. ¿Qué más daba? Y, por supuesto, ninguno de los dos echó el freno de mano cuando, a puntito de caramelo, vieron venir el orgasmo.
En un movimiento más, Carmen explotó en un quejido de alivio y Borja se corrió dentro de ella, sujetándola fuertemente por la cintura, mientras respiraba ruidosamente, pegado a su cuello.
—Te quiero —le dijo él—. Más que a mi vida.
Carmen se dejó caer, apoyando la cabeza en el hombro de Borja, y aspiró su perfume con placer…
Nerea no entendió nada cuando se despertó. Se irguió en la cama y recapacitó. Lo primero, ¿era su cama? Sí. Era su cama. De eso estaba segura.
Frente a su cama tenía el tocador y el espejo le devolvía una imagen bizarra de sí misma. El maquillaje se le había corrido y llevaba los ojos como si en vez de vestirse de fiesta se hubiera disfrazado de mapache la noche anterior. Y la coleta ya no estaba repeinada y bien recogida, sino que, además de que se le escapaban un millón de pelos por todas partes, tipo corona de luz románica, había cedido quedándose como una palmera en la parte derecha de la coronilla. Parecía imbécil.
Se removió, dispuesta a sentarse en la cama, e, inmersa aún en un mareo supino y en unas náuseas enormes, observó muchas cosas de vital importancia:
1. Todavía llevaba el vestido puesto. Las lentejuelas le habían raspado los muslos y los brazos, pero daba lo mismo. El vestido, que valía una auténtica fortuna para ser lo pequeño que era, parecía estar intacto.
2. No llevaba braguitas. Las localizó en un escaneo rápido sobre la lámpara de pie del rincón, cuestión que no se explicó hasta que no reparó en que…
3. Había un zagal medio desnudo durmiendo boca abajo a su lado.
—Oh, Dios… —lloriqueó.
Se levantó. Se puso las braguitas, deshizo el peinado y, tras coger una goma del pelo, se hizo un moñete. Se acercó por el lado contrario de la cama y dio un par de toquecitos en el brazo a aquel muchachote, que, por lo que se veía, tenía una espalda bien torneada y una mala camisa, horrenda, muy arrugada. Un murmullo salió de la boca de su compañero y ella quiso gritar.
—Oye…, tú —dijo muy decidida—. Creo que es hora de que te vayas.
El chico se incorporó y se revolvió más aún el pelo. El caso es que aquella mata de pelo alborotado color canela le recordaba a alguien.
—¿Qué pasa? —preguntó él con voz somnolienta.
—Que es hora de marcharse. —Trató de sonar firme y resuelta.
El chico se incorporó en la cama, haciendo una especie de flexión, y Nerea no pudo más que sorprenderse de ver tantos músculos en tensión en una espalda tan delgada. Ahogó un suspirito y después un grito, cuando vio quién era. Jorge, el fotógrafo. Sí, el mismo con el que había hecho un acuerdo para que fuera el encargado de las fotos de la boda de Carmen. Y, a juzgar por los dos condones usados que había sobre la mesita de noche, habían sellado el acuerdo y se lo habían pasado bien.
—¿Jorge? —dijo aterrada.
—Mñ…, sí —respondió él haciendo pastitas con la boca.
—Jorge… ¡Jorge! —gritó.
—No grites, rubia. ¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? Pero… ¿qué me has hecho? —Instintivamente se tocó la entrepierna.
—¿Que qué te he hecho? —dijo él extrañado—. ¿Yo? Pero ¡si por poco me comes en el recibidor!
—¿Estás loco o es que tomas drogas?
—Nerea, rubia, relájate. —Se volvió a recostar en la cama.
Ella, presa de algo que estaba muy cerca de ser un ataque de nervios, cogió toda la ropa de Jorge que encontró por el suelo y se la tiró encima.
—Jorge, antes de que me ponga a gritar… Vete.
Él se encogió de hombros, se levantó, se puso los pantalones y después se abrochó del todo la camisa.
—Qué raras sois las tías, de verdad… —susurró—. Yo casi que me espero a que saquen el manual de uso.
—¡Cállate! —le contestó Nerea—. ¡Y vaya camisa fea que llevas, joder!
—¿Te crees que yo ando por la calle de esta guisa? —preguntó él con una sonrisa.
Ay. Pero qué mono cuando sonreía, ¿no? No, no, no. Nerea tenía que centrarse.
—Adiós, Jorge —dijo muy fríamente—. Y llévate la guarrería esa. —Señaló los condones.
—¿Nos vemos el 6 de junio? —preguntó Jorge mientras recogía del suelo su cartera y se ponía las Converse sin desatar.
—¿Y por qué te iba a ver yo el 6 de junio?
—Porque me has contratado para una boda. —Cogió el envoltorio de los preservativos y los envolvió como pudo.
—Ah…, sí, claro. Pues ale, ale, vete. Nos vemos el 6 de junio.
Cuando Jorge cerró la puerta de la casa, Nerea no pudo evitar recordar vagamente lo que había pasado. Y sí, es muy probable que ella, en un ataque de vete tú a saber qué, se hubiera comportado como si fuera una gata de la noche. Se tapó la cara con las manos. ¿Estaría a tiempo de encontrar otro fotógrafo para hacer negocios? Para la boda de Carmen no, estaba claro. Prefería no arriesgarse.
Volvió a la habitación y cogió las sábanas, hizo un burruño con ellas y mientras las llevaba a la lavadora se preguntó muy en serio si no sería mejor quemarlas.
Esas sábanas eran los únicos testigos de que Nerea la fría había pasado a ser Nerea la calentorra y había tenido una aventura sexual de una noche. Sí…, lo mejor era hacerlas desaparecer.
Cuando salió a correr, reprimiendo las ganas de pararse en un portal y vomitar, aprovechó y echó una bolsa de basura al contenedor. Las sábanas. Claro.
Lola se despertó a las tres y media de la tarde. Pero se despertó porque un olorcito agradable la ayudó. Si no, habría dormido hasta el martes al menos, aprovechando las vacaciones de Semana Santa. Un peso en el otro lado de la cama llamó su atención cuando ya pensaba en salir de entre las sábanas. Al girarse vio a Rai, con el pelo mojado, pasando una bandeja a su lado, con un vaso de zumo de naranja, un café, unos pepinillos y un plato de macarrones con queso al horno. Lola sonrió. Si en el cielo había menú, para Lola sería ese.
—Buenos días —dijo con la voz pastosa.
—Buenos días, tarada.
Lola lo miro a través de sus pestañas llenas de rímel pegoteado.
—¿Por qué me llamas tarada?
—Por anoche.
—¿Hice mucho el bestia? —Sonrió rascándose la cabeza.
—Al menos no enseñaste las tetas desde la cabina del DJ.
—¿Ves? Que no se me ocurriera la idea es muestra de que me estoy haciendo mayor.
—No, no. —Se rio Rai moviendo la cabeza—. Sí se te ocurrió, pero fui yo quien te convenció de que era mejor no hacerlo.
Lola se acomodó con un par de cojines en la espalda y se quedó mirándolo con una sonrisa en la cara.
—Pues eso muestra que tienes razón y, a pesar de todo, la niña soy yo.
Después lo besó y antes de comer miró de reojo la caja con sus Christian Louboutin. Recordó algunas cosas de la noche anterior y en una carcajada interna se dijo a sí misma que, desde luego, había sido la mejor fiesta de cumpleaños que tendría en su vida. Lo tenía todo.
Me desperté de golpe, sobresaltada. Lo primero en lo que pensé fue en Bruno y en lo decepcionado que debía de estar conmigo. Me tapé la cabeza con lo que sobraba del cojín y me pregunté por qué narices entraba tanta luz en mi habitación. ¿Qué hora sería?
Palpé la mesita de noche en busca de mi móvil, pero lo único con lo que me topé fue con un despertador digital que no recordaba tener. Abrí un ojo, quejumbrosa por la fotosensibilidad de la resaca, y vi la marca de mi rímel en las sábanas color lila. Esa mancha habría que frotarla a mano, joder.
Fue entonces cuando lo ligué todo… ¿Despertador digital? ¿Mucha luz en mi dormitorio? ¿Sábanas de color lila?
—No, joder, no… —murmuré.
Me giré hacia la otra parte de la cama y me encontré con Víctor incorporándose entre las sábanas, frotándose los ojos.
—Joder… —balbuceó.
—Mierda, mierda, mierda…
Yo estaba desnuda y, por lo que veía, él tampoco llevaba ropa. Y ni siquiera me acordaba de cómo había llegado hasta allí.
—¿Hemos follado? —le pregunté nerviosísima.
—No… —dijo con la voz pastosa—. Yo anoche no me follé a nadie. —Víctor apartó el edredón de plumas y salió de la cama completamente desnudo. Me tapé la cara con las manos—. Como si no supieras ya lo que hay —masculló.
Rebufé. Me acordaba de haber entrado al local a buscar mis cosas para irme a casa. Me choqué con él cuando salía de nuevo. Discutimos. Nos gritamos. Pero era como si se hubieran borrado los sonidos y los recuerdos fueran una película muda.
Escuché a Víctor en el baño y el agua de la ducha. Salí de la cama y me puse la ropa interior, que encontré tirada por el suelo. ¿Dónde estaba mi vestido, joder? Busqué entre las sábanas, debajo de la cama, detrás del sillón de cuero… Nada.
Víctor regresó al dormitorio con una toalla rodeándole la cadera y el pelo empapado. Buf… Me echó un vistazo en ropa interior y después bajó la mirada al suelo.
—No encuentro mi vestido.
No contestó. Se limitó a abrir cajones, sacar ropa y dejarla sobre la cómoda.
—Víctor… —pedí en un tono amable.
—Anoche me dijiste que yo no era más que otro imbécil vacío y que no tenía más que ofrecer al mundo que una polla medianamente aceptable. Me lo soltaste después de que te dijera que no me veía siguiendo sin ti. —Levanté las cejas. Sí, se lo había dicho. Los recuerdos empezaban a recuperar el sonido—. Me dijiste que te hice más daño que tu marido y que te gustaría poder borrarme de tu vida y… no haberme conocido nunca. Que no sé dar nada bueno y que soy mediocre. Me dijiste que no sé querer y que no sé hacerlo porque ni siquiera me lo merezco. —Abrí la boca para contestar, pero él siguió—: Me dijiste cosas horribles. ¿Cómo crees que me siento después de eso?
Me recordé gritando, desgañitándome, escupiendo palabras sin forma, todas duras y deformes. Lo vi a él contestar a gritos también. Me vi empujarlo y a él retenerme, gritando que no volviera a pegarle en mi vida. Nos vi besándonos. Víctor me había dicho que me quería al llegar a su casa. Y había sollozado.
—¿Te hice… llorar?
Se giró hacia mí.
—Tu vestido está en el salón, que fue donde te lo quitaste, junto a tus zapatos.
Salí del dormitorio sintiéndome mal. Francamente mal. Mal por Bruno, mal por Víctor y mal por mí, sobre todo ahora que caminaba en ropa interior por el pasillo de una casa que no era la mía y en la que no me sentía bienvenida. Encontré el vestido hecho un burruño junto a los cojines revueltos del sofá. Me lo puse, recoloqué todo lo que pude y volví con los zapatos en la mano hacia su habitación, donde se encontraba el resto de mis cosas y donde él ya se había vestido.
—¿Por qué no lo hicimos? —pregunté de golpe—. Estábamos desnudos y borrachos…
—Si no te acuerdas, ¿qué más da?
Me froté la cara.
—Lo siento, ¿vale? Lo siento. Pero tienes que comprender que lo de ayer…
Víctor chasqueó la lengua contra el paladar y me pidió que me fuera. Me puse los zapatos en mis pies doloridos, cogí la chaqueta y el bolso y me dirigí hacia la entrada. No quise ni mirarme en el espejo, por no ver el resultado de mi maquillaje y mi peinado después de toda la noche.
—La próxima vez que pase no te quedes a dormir —dijo desde el pasillo, caminando descalzo hacia la cocina.
Me volví y me quedé mirándolo. Desapareció dentro y lo seguí.
—No sé a qué te refieres. No va a volver a pasar.
—Claro que va a volver a pasar. Como siempre. —Respiró profundamente, encendió la cafetera y palpó en los bolsillos de su pantalón hasta localizar sus gafas de pasta, que se colocó diligentemente—. Supongo que la próxima vez no llorarás cuando te la meta. A lo mejor la próxima vez el que llora soy yo.
Me quedé parada, de piedra. Dios… Era verdad. Pestañeé y nos vi en la cama. Sentí la presión de Víctor tratando de entrar en mí…
Di la vuelta y fui hacia la puerta, pero al escuchar a Víctor arrancando un quejido al linóleo del suelo al dejarse caer en un taburete, me lo pensé mejor. Entré en la cocina y me quedé mirándolo.
—¿Quieres de verdad que me vaya así?
No contestó y seguí allí, estudiándolo, con la mandíbula tensa bajo la piel de su precioso mentón y el pelo negro revuelto.
Era lo que había. Víctor ya no era mío. Ni yo suya.
Cuando ya iba a marcharme a casa a intentar hacerme una lobotomía con la aspiradora, por ejemplo, los dedos de Víctor se cernieron alrededor de mi muñeca.
—No, espera, Valeria. No te vayas.
Confusa, levanté la mirada hacia él, que, cogiéndome de la nuca, me llevó hasta sus labios. No me hice de rogar. Nos besamos. El sabor de su saliva me invadió toda la boca, mezclado con el sabor de la pasta de dientes.
—Te quiero —susurró apoyando su frente en la mía—. Sé que no soy el único que preferiría que eso no fuera verdad. Pero no podría cambiarlo, aunque quisiera.
Si hubiera pensado un segundo, lo hubiera apartado de mí con suavidad, le hubiera pedido perdón por todo y le hubiera jurado que no volvería a verme. Pero no sé si es que pensar está sobrevalorado o que a mí no me funciona la maquinaria…
Así que hice todo lo contrario.
Me encaramé a él y agarrándolo de la camiseta lo estampé otra vez contra mi boca. Poco me importó todo lo demás. Víctor me levantó y yo le rodeé con las piernas a la altura de su cintura.
—Anoche te hice el amor —gimió—. Joder, Valeria… Dime que te acuerdas.
Cerré los ojos abandonándome al tacto de sus manos debajo de mi vestido y de sus labios húmedos en mi cuello.
La noche anterior… Sí, lo hicimos en su dormitorio, despacio. La cabeza me daba vueltas y él, sobre mí, entre mis piernas, empujaba despacio haciendo que su erección se hundiera en mí con una lentitud desconcertante. Y lo hicimos sin preservativo. Y se corrió dentro de mí. Los dos nos manchamos de la mezcla de nuestros fluidos y nos tocamos hasta estallar en otro orgasmo, con las bocas apretadas, oliendo a alcohol. Víctor me dijo que me quería y después volvió a hacerme el amor. Otra vez a pelo. Solo él… Su carne abriéndome, resbalando entre mi humedad y los restos de su semen. Me pidió que lo perdonara, me pidió que jamás dejara de abrazarlo, me suplicó que no volviera jamás con Bruno…
—Me acuerdo —le dije.
Me dejó sentada sobre la barra de la cocina y se desarmó el pantalón vaquero. Me bajé las braguitas y abrí las piernas, recibiendo su pene dentro de mí. Aún no estaba duro del todo y yo no estaba húmeda.
—La última vez… Por favor, la última… —le pedí—. No podemos repetirlo.
—Te quiero demasiado. —Y su voz parecía estar a punto de romperse.
Se clavó en mí de pronto, haciéndome gritar.
—Nunca más, Víctor.
—Dame una última vez…
Nos besamos mucho y terminé, como una muñeca de trapo, dejándome manejar por sus manos, que me levantaban las caderas hacia él. Me corrí en silencio. Él se corrió dentro de mí y siguió embistiéndome hasta que perdió su erección. Terminé con su semen recorriéndome los muslos hacia abajo.
Nos dimos una ducha. Nos ayudamos a limpiarnos los dos y después nos abrazamos. Lloré, muerta de vergüenza, y él me acarició el pelo, que caía pesado, tranquilizándome.
—Se acabó —le dije—. No podemos…
—Ya lo sé —contestó—. Ha sido la última vez.