40

CRECE

Víctor tenía mis muñecas cogidas y sus labios a la altura de mis ojos parecían estar inclinándose. Está bien claro lo que tuvo que pensar Bruno cuando nos vio. Y no lo culpo; vio lo que había, no tuvo que imaginarlo.

Di dos pasos hacia atrás, apartándome algo violentamente.

—Hola —dijo Bruno sonriéndonos cínicamente—. ¿Qué? ¿Al fresco?

Ninguno de los dos contestó. Fue como si nuestros padres nos hubieran pillado haciendo pellas.

—Víctor, ¿te importaría dejarme un momento con Valeria?

Víctor se quedó mirándolo en silencio unos segundos, pero finalmente tiró el cigarrillo al suelo y me dijo:

—Gracias por el pitillo.

Y volvió dentro.

Miré preocupada a Bruno, que no parecía dar muestras de… de nada. Consultó su reloj de pulsera, se palpó la americana en busca de su paquete de tabaco y, cuando lo localizó, sacó un cigarrillo y se lo encendió. Después miró al cielo, sin decir nada.

—Bruno… —susurré.

—¿Quieres uno? —me ofreció.

—No.

Se giró hacia mí y su boca dibujó una sonrisa resignada.

—Pillada, ¿eh? Con la mano dentro del tarro de galletas.

—¿Nos vamos a casa? —le pedí. No quería discutir también con él allí.

—No. Yo me voy, pero tú quédate.

—Pero si tienes las cosas en mi casa y yo…

—No te preocupes. Me voy a un hotel —contestó con firmeza mientras daba una calada a su cigarrillo.

—Bruno… —Le cogí de un brazo—. De verdad que no es lo que parecía. Yo no iba a besarlo.

Bruno sonrió, tiró el cigarrillo y me miró directamente a los ojos.

—Valeria, cielo, sé que no estabais haciéndolo, pero mejor lo dejamos estar esta noche.

—No, no, no. —Le cogí el brazo y el corazón se me desbocó de pronto.

—No pasa nada. Mira, me voy ya. Tú diviértete, duerme y piensa. Mañana hablaremos.

—No te vayas, por favor. —La voz me falló.

Bruno sonrió, como un padre que está aleccionando a una niña y sabe cuáles serán sus reacciones.

—Ven…

Nos apartamos del alcance de las luces de la entrada del local y pensé que lo hacía porque no quería que nadie me viera llorar cuando se marchara. Allí, se metió las manos en los bolsillos de su pantalón vaquero y sonrió.

—Valeria, voy a hablar claro, ¿vale? —Asentí—. Tienes que crecer. —Abrí los ojos, sorprendida. Él siguió—: Eres aún una niña, Valeria, cielo, y juro que me gustas mucho, que no te lo digo para hacerte daño, pero tienes que crecer. Yo no puedo poner la mano derecha sobre mi pecho y jurarte que te quiero, que estoy enamorado, porque es imposible que lo esté ya. Y no hablo del enamoramiento de los quince años, hablo de querer de verdad. De querer a alguien de esa manera que no hace daño, que no es tormentosa y que no se parece en nada a las novelas. La única que creo que vale la pena. ¿Me sigues? —Asentí. Bruno carraspeó y añadió—: No estoy enamorado, lo sé, pero sé que algún día podré estarlo, que, si seguimos, algún día lo estaré. Y me harás falta. Y querré estar contigo siempre. Y querré darte todo lo que me pidas. Y no lo digo como… No quiero convencerte de nada. Solo deseo ser sincero y cuidar de mí mismo. No me gustan los dramas y no me van a gustar jamás, así que evitemos hacernos daño. Tienes que madurar, porque es la única manera de que podamos estar juntos. Y ahora eres tú la que decide si de verdad quieres estar conmigo. Estarlo de verdad. Intentarlo al menos. Eres tú la que debe decidir si quieres crecer. Si quieres decirle adiós y dar carpetazo a ese asunto. Yo solo te pregunto: ¿estás dispuesta?

Crecer. Olvidarme de todos los dramas. Una vida más fácil; al menos más lineal. Una vida adulta. Porque era verdad, ¿cómo podía Víctor quererme de esa forma, madura, adulta, sensata, con tanto drama de por medio? ¿Cómo podía quererlo yo a él? ¿No sería que Valeria se había colgado cual colegiala de alguien que, en el fondo, no le convenía? Pero… ¿una vida sin Víctor?

Me quedé mirando a Bruno con la boca entreabierta, como a punto de decir algo, como con la tentación de rebatirle en los labios, pero la cerré, porque no tenía nada que añadir.

—Piénsalo, Valeria. Piensa en esta noche. Desde el momento en que salimos de casa hasta hace dos escasos minutos. Dale una vuelta. Reflexiona. Pero no tiene que ser ahora. Date esta noche. Ve, vuelve con tus amigas, bébete un par de copas más y después consúltalo con la almohada. No es carta blanca, claro. —Cerró los ojos, se cogió el puente de la nariz y suspiró—. Solo…, solo piénsalo.

Tragué saliva y me vi desde fuera, ilusionada como una quinceañera con su cena de fin de curso o con su graduación o con la fiesta de cumpleaños de una amiga, donde sabe que se encontrará con ese chico tan guapo con el que estuvo jugando a besarse durante unos meses. Ese chico al que quiere dejar con la boca abierta y al que quiere impresionar. Me vi sintiéndome ridículamente segura por llevar un vestido con poca tela y verme favorecida. Yo no era así. No lo había sido de esa manera ni siquiera a los dieciséis. ¿Qué me había pasado?

¿Y qué esperaba? ¿Esperaba sentirme mejor? ¿Más mujer? ¿Más completa? No sé si ver a Víctor me llenaba o me vaciaba, pero era… Era la sensación que necesitaba para estar bien.

Era una adicta. Adicta a él aunque me hiciera daño. Bruno lo sabía, pero yo no.

Me avergoncé y me sentí ridícula. Me sentí estúpida por no saber discernir qué era lo correcto en aquel momento. ¿Era Bruno? ¿Era Víctor? ¿Qué necesitaba Valeria de verdad para el resto de su vida?

Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero no las derramé. Respiré hondo y asentí. Bruno me besó en la mejilla y sus dedos apretaron mi hombro izquierdo antes de dar media vuelta e irse caminando tranquilamente, calle abajo, hacia la intersección por donde se veían pasar las luces verdes de los taxis.