4

NOS MERECEMOS LO MEJOR

El vuelo de vuelta se dividió en dos partes: una en la que nos dedicamos a reponernos de la resaca de la noche anterior permaneciendo mudas, en estado comatoso; y otra en la que, después de un café pagado a precio de oro en el avión y unas galletas que llevábamos en el bolso, nos dedicamos al célebre «¿os acordáis cuando…?».

Había un millón de cosas que tendríamos siempre en ese libro de recuerdos conjuntos que tendíamos a hojear cuando estábamos juntas: los paseos en bici por Ámsterdam, conmigo de paquete; la noche en la que escuchamos jazz en directo y después, cansadas de ser formales, nos emborrachamos con cerveza tostada. O el amago de accidente que Lola y yo tuvimos en la bicicleta al venirnos arriba e intentar chocar las dos manos, soltando el manillar. Las risas absurdas por las frases a medio decir como resultado de la marihuana; los atracones de chocolate; la comida en aquella cafetería tan cuca, bebiendo batidos y compartiendo unos sándwiches; aquella canción en portugués tan pegadiza cuya letra nos inventábamos; Lola y Carmen robando un candelabro viejo y roñoso de un bar clandestino en un polígono industrial, en cuya puerta estaban quemando un palé. Pinceladas solo de la sensación de estar allí y de habernos prometido que jamás nos conformaríamos con lo que teníamos si lo que teníamos no nos gustaba.

Cuando llegamos a Madrid, Borja estaba esperando a Carmen en la terminal, justo en la puerta por la que estábamos desembarcando. Y a la envidia que le teníamos por su estupenda relación había que sumar el hecho de que Borja estuviera tan guapo. El que en un principio no parecía más que un tímido entradito en carnes era ahora un galán del Hollywood antiguo. Había perdido peso, había cambiado las gafas por lentillas a petición expresa de Carmen y tenía esa chispa que solo tienen los hombres que saben lo que quieren. Además, mal que le pesase a él, Carmen nos mantenía al día de ciertos detalles íntimos y sabíamos que era una fiera en la cama.

En cuanto se tuvieron a mano, se abrazaron y se besaron. A pesar de que Borja era extremadamente tímido para aquellas muestras de cariño en público, no se nos pasó por alto la intensidad del beso. Se habían echado de menos… En todos los sentidos. Lo más probable era que fueran directos al piso de Carmen a desfogarse un rato por esos días de ausencia.

Al llegar a su lado, Borja nos saludó a todas con dos formales besos en las mejillas y Carmen le riñó; ella piensa que a la gente que uno conoce y aprecia solo hay que darle un beso al saludarse.

—Parece que las conozcas de vista —le reprendió.

Pero él no contestó, solo la miró de reojo con una sonrisa en los labios. Conque eso era el amor, ¿eh?

—Oíd chicas, tengo el coche en el parking. ¿A quién dejo primero? —dijo Borja al tiempo que se sacaba las llaves del coche del bolsillo de los vaqueros.

Mientras escuchaba a la cuadriculada Nerea programar la ruta, mi mirada fue del suelo al pasillo, donde la gente pasaba buscando la pantalla de anuncio de los vuelos. Y allí, junto a un mostrador cerrado de alquiler de coches, vi a Víctor apoyado en la pared.

Ale. Bomba emocional a un golpe de vista.

El estómago me dio un vuelco y tuve ganas de vomitar durante un instante. Noté cómo la sangre se me agolpaba en la cabeza y se me nublaba levemente la vista, llenándose de puntitos brillantes que desaparecían si trataba de enfocarlos.

Víctor llevaba barba de más de tres días e iba vestido con unos vaqueros, un jersey gris humo con cuello chimenea y un abrigo negro cruzado, de paño. Me mordí el labio indecisa. Por un momento pensé que, como él parecía no haberme visto, podría hacerme la loca e irme con Borja, esperando que el gesto me valiera al menos para olvidarme un poco de aquella historia que ya no tenía arreglo. Después pensé «¿crees que eso te servirá de algo?». Lo vi poco probable, así que carraspeé para llamar la atención de todos.

—Borja, te agradezco la intención, pero me parece que han venido a recogerme.

Todos, incluido Borja, miraron entre la gente hasta localizar a Víctor. Carmen sonrió, Nerea me lanzó una mirada de advertencia y Lola me despidió con una palmada en el culo y un beso en la mejilla, gesto que aprovechó para susurrar:

—No te quedes con nada que no te guste, pero pelea. Víctor vale la pena, a pesar de lo mucho que se empeña en disimularlo.

En cuanto me giré para ir hacia él me di cuenta de que la Valeria comedida, la que se callaba todas aquellas cosas que quería, se había quedado en Ámsterdam. No es que no tuviera edad de hacer las cosas difíciles, es que ya no tenía ganas.

Víctor seguía con la mirada perdida entre la gente que salía por aquella puerta de embarque. Nos habíamos juntado al salir varios vuelos procedentes de distintos destinos, por lo que había muchas personas pululando por allí. No me vio hasta que no estuve prácticamente delante de él y al reconocerme se sobresaltó y, por primera vez desde que lo conocía, lo vi ruborizarse.

—Hola —dije.

—No te había visto. —Se rascó la barba.

—Yo tampoco te vi al salir. Estaba a punto de irme. No sabía que vendrías.

—¿Han venido a recogerte? —dijo poniéndose alerta.

—Vino Borja a por Carmen y ya sabes… somos el añadido.

—Ya.

Suspiró profundamente y se mordió el labio superior, mirando hacia la gente que empezaba a disiparse.

—¿Puedo llevarte a casa?

—Sí —contesté secamente.

Alargó la mano, cogió mi maleta por el asa y la arrastró junto a él, mientras empezaba a andar hacia una parte del aparcamiento contraria adonde se dirigían Carmen, Borja, Nerea y Lola, que miraban sin parar hacia nosotros.

Caminamos en silencio. Cargó mi maleta, entramos en el coche y salimos de allí sin mediar palabra. Diez minutos después Víctor rompió un silencio muy violento preguntándome qué tal lo había pasado.

—Muy bien. Ha sido muy clarificador —contesté mirando por la ventanilla.

—¿Sí?

—Sí —aseguré.

—¿Y eso?

—Me ha dado tiempo de pensar.

—¿Algo que me concierna a mí? —Me miró fugazmente.

—Pues sí, supongo que sí.

Nos callamos de nuevo. Como él no preguntó yo no contesté y así no hablamos hasta que no aparcó el coche frente a mi casa. No entiendo por qué narices había venido a por mí si no quería hablar.

—¿Puedo subir? Creo que tenemos que hablar —preguntó después de un suspiro muy elocuente.

—Preferiría hablarlo aquí —contesté resuelta.

—Valeria, por favor. —Y lo dijo en un tono ostensiblemente tirante.

—¿Qué?

—¿No vamos a hablar de ello?

—¿De qué? ¿Del sujetador?

—Por ejemplo.

—¿Por ejemplo? —contesté con voz aguda.

—Creo que tenemos más problemas que ese.

Rebufé. Sí, claro que teníamos más problemas. Él era un inmenso y guapísimo problema.

—Mira, Valeria, no me voy a poner a inventar rocambolescas excusas para justificar que ese sujetador llegara donde estaba —dijo mientras se quitaba el cinturón de seguridad, sin mirarme.

—Pues yo quiero saber cómo llegó allí.

Víctor se mordió los labios y me miró, serio.

—Pues si quieres saberlo te lo diré. La semana pasada salí con mis amigos. Fuimos a un garito, nos tomamos unas copas, un grupo de chicas se nos acercó, tonteamos con ellas y a la hora de irme a casa una de ellas se quitó el sujetador y me lo dio.

—¿Una tía te regaló su sujetador para que te lo llevaras como recuerdo?

—Eso y su número de teléfono…

Levanté las cejas expresivamente. No es que no lo terminara de creer. Lola era una de mis mejores amigas; ese tipo de marketing directo no me era desconocido; pero los tíos con los que Lola hacía esas cosas siempre daban pie a que aquello ocurriera.

Víctor añadió:

—Sé qué debiste pensar cuando lo viste, pero eso es lo que hay y no hay más.

—¿Te acostaste con ella?

—¡No! ¡Claro que no! —dijo tajante.

—¿Os enrollasteis?

El silencio habló por sí mismo. Además Víctor se removió incómodo en su asiento y chasqueó la lengua contra el paladar. Me dieron ganas de apuñalarlo con una horquilla.

—Vaya tela —añadí mirando por la ventanilla.

—Fue solo un… No sé, fue una tontería. Estaba borracho y…

—No hay quien te entienda, ¿lo sabes? —dije.

Cogí el bolso, me desabroché el cinturón de seguridad y salí del coche. Víctor salió también y sacó la maleta. Nos encontramos cruzando la calle, hacia mi portal, donde paramos.

—Valeria. —Me cogió de la muñeca cuando empecé a buscar abruptamente las llaves en el bolso y me giró hacia él.

—¿Qué?

—No quiero… no… no significó nada. Fue un beso de mierda. No sé por qué quise besarla.

—¿No sabes por qué? Pues yo sí. ¿Quieres que te lo diga? Necesitas reafirmarte. Necesitas decirte a ti mismo que sigues siendo un machote y que no pasa nada porque folles a menudo conmigo, porque yo tampoco significo nada.

—Eso no es verdad.

—No, no es verdad, pero te comportas como si lo fuera. Y tienes treinta y dos años, Víctor, no eres ningún crío. Y ahora no me vengas con el discurso de que no espere que te arrodilles con un anillo. Te superas, te lo juro, cada día te superas para parecer más imbécil. Eres infantil y egoísta, ¿te das cuenta? Si quieres decirle a todo el mundo que no estás atado, que tenemos en realidad una relación abierta, adelante, pero no cuentes conmigo. Búscate a otra gilipollas. Es tan fácil como eso.

—No quiero estar con otra. —Frunció el ceño—. No sabes cuánto me arrepentí. Esto que tenemos… es…

—¿Por qué coño te empeñas en mantener lo que tenemos si vas frenando continuamente? ¡¡Llámalo como quieras pero esto es una puta mierda!!

—Valeria, sé justa, yo…

—Yo, yo, yo. Me da igual. ¡Me dijiste te quiero! —Subí la voz—. ¡Me dijiste te quiero y lo peor es que me lo hiciste creer! ¿Qué pasa? ¿Se te suelta la lengua cuando vas a correrte? —Víctor se metió las manos en los bolsillos y miró al suelo—. No quiero discutir esto ni un minuto más y menos aún en la calle —sentencié.

Me volví a girar con las llaves en la mano.

—No, no, Valeria, no quiero dejarlo así. —En un ademán volvió a ponerme frente a él.

—¿Qué quieres que piense? ¡Me dices que me quieres y de pronto ya no lo haces! ¡Vas besando a otras por ahí, joder! ¡Y a saber si solo la besaste o…!

—No, no, no… Valeria. ¡No te montes películas! Me dejé dar un beso. Esto no es truculento ni sórdido.

—Me cuesta mucho creerlo. Haces sórdido todo lo que tocas. Hasta un «te quiero».

—Yo no he dicho jamás que no te quiera —dijo frunciendo el ceño—. Ni he frivolizado con el tema.

—¡Pero tampoco has dicho nada al respecto desde que volvimos! ¿Qué tengo que entender de la manera en la que me tratas, Víctor? —Chasqueó la lengua contra el paladar y se frotó la frente—. Y encima vas morreándote por ahí con cualquiera. Y yo comiéndome sus babas. Joder. —Me revolví el pelo—. Eres lo peor.

Agachó la cabeza, aparentemente avergonzado.

—Lo siento. No puedo decir más. No sé por qué lo hice.

—Lo hiciste porque estás asustado.

—Sí —dijo firmemente—. Sí lo estoy.

—¡Pues no entiendo de qué! ¡Yo no te he pedido compromiso de por vida! Pero es que a la edad que tenemos la gente suele tener relaciones adultas. No entiendo qué miedo puede darte eso.

—No es el caso. De lo que tengo miedo es de ti.

Me quedé mirándolo sin saber cómo reaccionar a eso. Al fin, después de tragar y coger aire, me encontré con las fuerzas de contestar:

—¿De mí? ¿Tienes miedo de mí? ¿Me vas a contar ahora el cuento chino del tío al que le han roto el corazón y que ya no confía en las mujeres?

—No. Pero no me siento cómodo con lo que tenemos.

Levanté las cejas, sorprendida.

—Vale, entonces ya somos dos.

—Soy imbécil, ya lo sé.

—Pues sí. Eres imbécil.

Abrí la puerta y empecé a subir las escaleras. Me di cuenta más bien pronto de que, para mi tranquilidad, Víctor se había quedado en el portal viéndome subir pero que no me seguiría.