39

LA FIESTA

Vi a Bruno despeinado levantarse de la cama desde el espejo del baño e intentar alisarse el remolino de pelo con las manos sin conseguir ningún resultado. No era para menos. Después del revolcón que nos acabábamos de dar yo pensaba que me iba a tener que desmontar entera y volverme a montar. Y seguramente los vecinos habrían estado a punto de llamar a un exorcista, porque las blasfemias que la boca de Bruno dejaba salir a todo volumen se superaban día a día.

Bruno vino hacia donde yo estaba y se colocó a mi espalda, apoyando las manos en el lavabo y encerrándome a mí entre sus brazos. Me giré y le besé.

—¿Qué me pongo, jefa? He traído varias opciones. ¿Traje?

—No, no hace falta.

—Vale. Pues voy a darme una ducha.

Me quedé mirando a la nada cuando Bruno desapareció tras la cortina. Había algo en el ambiente que no lograba identificar, pero que me gustaba. Era como los dos primeros años de matrimonio con Adrián, en aquel piso alquilado en el que para cerrar la puerta del baño uno tenía que salir. Era… Como los primeros meses con Víctor, cuando pensaba que tenía más intimidad con él que con el que había sido mi marido. Era… ¿Era simplemente que empezaba a creer que aquello prometía? Pero tanto sexo… Tanto…

Al salir de la ducha, empapado con una toalla blanca alrededor de la cintura, Bruno me pareció delicioso, tan masculino, tan firme, tan de verdad que no pude remediar dejar mi pelo a medias y mendigarle un beso.

Bruno, como si aquel beso hubiera estado en el guion de una película y los dos fuéramos los actores, me envolvió con sus brazos con naturalidad y me besó una y otra vez, mirándome a los ojos en cada descanso. Perdimos quince minutos, después, besándonos como adolescentes. Bueno… Y diez más follando como perros contra los baldosines del baño.

En la invitación decía que la fiesta empezaba a las diez, pero todas sabíamos que hasta que Lola no hiciera acto de presencia a las once, la cosa no empezaría de verdad. De modo que, tal y como habíamos quedado, Carmen, Nerea y yo nos encontramos en la puerta del local a las diez y media pasadas, mientras Bruno dejaba el coche en el aparcamiento más cercano. Se fue con la misma cara que se le quedó cuando me calcé los zapatos, ya vestida. Al preguntarle me dijo crípticamente: «Mucha piel».

Nerea estaba apostada en la puerta del local, cuya entrada tenía una alfombra roja desde el bordillo de la acera hasta sus pies. Llevaba una coleta repeinada y estaba impecablemente maquillada, tanto que parecía una muñeca. Una modelo. Una dominatrix del futuro, que en vez de traernos la lejía que no desgasta la ropa viene con un látigo y unas braguitas de látex. Pero de eso ya hablaré, si me tiráis de la lengua. El vestido era espectacular, tan espectacular que no me imaginaba a nadie que conociera que pudiera ponérselo con dignidad más que ella. Era azulón de lentejuelas negras, de una sola manga, corto y pegado como un guante a su cuerpo. A los pies llevaba unos impresionantes Christian Louboutin de strass negro, en la oreja izquierda un pinganillo y en la mano derecha una carpeta con unas hojas: la lista de invitados.

Al verme abrió la boca y se echó a reír. Yo me sonrojé como un tomate, pensando que a lo mejor estaba ridícula, tan corta y tan ceñida, pero al ver a Borja me pareció entender que no iba por ahí. Carmen se quedó mirándolo y él, tras despegar la mirada de mis piernas, pidió perdón, se frotó los ojos y miró al suelo.

—No estabas mirándola como te he visto mirarla, ¿verdad? —preguntó Carmen con los brazos en jarras.

Borja se echó a reír y, mirándome esta vez a la cara, tímidamente dijo:

—Perdona, no estoy acostumbrado a verte… así. Pareces otra.

—¡Menudo despliegue! —siguió riéndose Nerea.

Me sonrojé y me aparté el pelo de la cara.

—¿Y tu chico? —preguntó Carmen, que estaba soberbia con su vestido verde ceñidísimo.

—Se ha ido a dejar el coche a un parking. He bajado porque necesito ir al baño con urgencia. Ahora os lo presento. Sed amables con él, por favor —dije moviendo las piernas nerviosa.

—Abajo. Al fondo a mano derecha —me indicó Nerea señalando la entrada.

—Tu sombra de ojos azul eléctrico me tiene obnubilada. —Fui hacia la entrada pero caí en la cuenta de algo y me giré hacia ellas con gesto grave—. ¡¡Bruno no os conoce!! ¡Voy a tener que esperar de todas formas!

—Ve, yo sé quién es. Por la foto del libro.

—Carmen, el libro que te dejé no tiene foto.

Ésta enrojeció como un tomate y, escondiéndose detrás de Borja, confesó que lo había buscado por internet.

Me reí, fui hacia la entrada, pero las vi chismorrear a mis espaldas.

—Nerea… —empecé con un hilo de voz.

Cuando iba a preguntarles a qué venían los cuchicheos, ella dijo:

—Al fondo a la derecha. —Y lo repitió con una sonrisita tirante.

Nerea le dijo al armario empotrado con brazos que había en la puerta que me dejase pasar y entré en el local, que estaba bastante oscuro. Dos chicos que no conocía me silbaron al pasar y me sentí tan extraña…

El fotógrafo trató de pararme, pero me escabullí, no sin antes pensar que era de lo más mono. Seguí las indicaciones de Nerea y me encaminé hacia el fondo. Me quedaban cinco o seis pasos cuando me di cuenta de que alguien, allí, me miraba sin despegar los ojos de mí. Probablemente llevaba ya un rato haciéndolo. Y entendí las miraditas entre Carmen y Nerea.

Era, evidentemente, Víctor.

Desvié la mirada de él al suelo, fingiendo que no lo había visto, aunque para no hacerlo había que estar ciega. Víctor, en una fiesta, siempre brillaba. Brillaba hasta en la calle un martes cualquiera. Vestido para la ocasión cegaba. Y sus ojos verdes se habían clavado de una manera en mí… Verdes como lo más verde del mundo…

Fui correteando hacia el baño, confiando en estar rodeada pronto de las chicas. Víctor era mi talón de Aquiles y necesitaba que alguien pudiera sujetarme en caso de que una flecha me lo atravesara.

Tardé un poco más de lo necesario en salir. Necesitaba un momento en blanco, un vacío de sonido y de atenciones para decirme muchas cosas. Aunque básicamente me repetí, como en un mantra: «No hagas ninguna tontería».

Cuando salí, tuve que pasar junto a la barra en la que él estaba, pero lo hice rezando por que no me viera pasar.

Víctor. Cuatro meses acostándome con otro hombre y solo verlo me hacía temblar las rodillas.

No lo vi a mi alrededor, así que me apresuré hacia las escaleras, pero unos dedos me cogieron de la muñeca, tirando ligeramente de mí.

—¿Eres tú? —dijo junto a mi cuello.

La piel, en una oleada, se me fue poniendo de gallina de arriba abajo. Los muslos se apretaron, el corazón quiso salírseme del pecho y los pezones se endurecieron. Eso solo con una pregunta de dos palabras.

Me giré hacia él y nos miramos. Me pareció que los dos estábamos francamente tristes.

—Hola, Víctor. —Sonreí con dulzura—. ¿Qué tal?

—Pues…, bien. He venido con… —Señaló a su espalda, pero no se giró a mirar a sus amigos. Sus ojos estaban clavados en mí, deslizándose por mi cara, mi cuello y el encaje del vestido.

Levanté la mirada y vi a Juan y a Carlos observándome como si fuera un conejo y ellos llevaran escopetas.

—¡Ey, chicos! ¿Qué tal? —Fingí ser muy simpática.

—¡De lujo! —contestó Juan levantando el pulgar, sin quitar la mirada de mi canalillo.

Al volverme hacia Víctor él despegó su vista de mi cuerpo y fue hacia mis ojos.

—Estás… —Sonrió tímidamente—. No sé. Estás increíble. No puedo decir mucho más.

—Gracias —contesté como si no me importara que me estuviera escrutando así.

Y al mirarlo otra vez, lo vi, como si instantes antes solo estuviera viendo un holograma de él. Pero no. Era Víctor. Era Víctor, con su metro noventa; con su cintura estrecha y su espalda bien torneada; con su boca de bizcocho, con su pelo perfectamente peinado, sus ojos verdes brillantes y su barba de dos días. Víctor oliendo a Allure Sport, de Chanel. Llevaba una camisa blanca, un pantalón negro, una corbata también negra y una americana entallada de tweed jaspeado. Y verlo era como un latigazo dentro de mis entrañas. Lo juro. Y me gustaría no tener que ponerme así, pero cada vez que pestañeaba mis muslos sentían una descarga que subía hasta que me costaba respirar. Sé que todas lo hemos sentido alguna vez. Lo ves, contienes el aliento, dejas de respirar y no te das cuenta hasta que sientes un mareo. Y vomitarías hasta arcoíris de darse el caso. Sientes el corazón en el pecho, bombeando, en las orejas, retumbando y hasta detrás de los ojos y en las sienes. Y no porque llevara aquel conjunto ni porque sus ojos fueran verdes. Solo porque era él.

ÉL.

Nos reímos con vergüenza cuando nos dimos cuenta de que llevábamos demasiado tiempo en silencio, mirándonos. Él se pasó la mano por el mentón y empezó a hablar:

—Si hubiera sabido que ibais a venir… así, me hubiera arreglado más. Casi vine directamente desde el trabajo —dijo un poco incómodo—. Pero cuéntame… ¿Qué tal todo? ¿Y tu sobrina?

Esa pregunta me ablandó un poco más.

—Muy bien. —Sonreí—. Está bonita, espabilada y graciosísima. ¿Y tu sobrino?

—Genial. Mejor me callo ya o empezaré a babear. Es increíble. —Hizo una pausa y, mirando hacia el camarero, tragó y me acercó un poco más a él—. Deja que te pida algo de beber.

—No te molestes. En realidad entré al baño… Estoy esperando a…

—¿Viene Lola ya?

—No. —Me reí—. Lola aún tardará un poquito. Va a hacer entrada triunfal, ya la conoces.

—Pues… no sé si logrará captar la atención si estás tú por ahí. —Rio avergonzado y se frotó los ojos—. Joder, ese vestido es un arma letal.

Y al preguntarme si lo único que le llamaba la atención era un vestido con poca tela… me enfadé. Así que contesté lo primero que me pasó por la cabeza:

—Eso dice Bruno. —Y lo dejé caer con naturalidad mientras miraba hacia la puerta.

—¿Cómo? —Frunció el ceño.

Y la jugada me salió redonda porque, entre la gente, vi abrirse paso a la brillante y chisporroteante Nerea, a Borja y, detrás, a Carmen y Bruno, charlando con una sonrisa.

—Espera —dije apoyando mi mano en el antebrazo de Víctor.

Mis dedos juguetearon sobre su vello, serpenteando en una caricia casual e involuntaria. Cuando me di cuenta me sonrojé. Era un gesto que me nacía tan natural…

Fui hacia Bruno y me eché a sus brazos, sintiéndome aliviada de no tener que enfrentarme a lo que quedaba entre Víctor y yo. Él sonrió y respondió como si lo hubieran estado aleccionando en la puerta para poder ponerle la guinda al pastel. Me envolvió con sus brazos y después me besó escandalosamente. Tan escandalosamente que algunas personas hasta se alejaron unos pasos de nosotros para poder mirar. Después me dejó en el suelo otra vez y me dio una palmadita en el trasero y, cogiéndole de la mano, nos giramos hacia Víctor, que nos miraba intensamente.

—Perdona, este es Bruno.

—Bruno Aguilar. Conozco tus libros —sonrió forzadamente Víctor mientras le daba la mano—. Y del día de la conferencia, claro.

Pues vaya. Parece que el día de la conferencia le dio tiempo a ver muchas cosas a pesar de estar cinco putos minutos.

Bruno le tendió la mano y sonrió.

—Encantado. ¿Y tú eres?

—Víctor, su ex.

Carmen y Borja dejaron escapar una risita y se escabulleron hacia un lado de la barra. ¿Me lo parecía solo a mí o aquella aclaración había estado un poco fuera de lugar?

Bruno, con mucha naturalidad, levantó las cejas sorprendido.

—Vaya, pensaba que tu exmarido se llamaba Adrián.

—Sí, Adrián es su exmarido. Yo soy posterior…, o coetáneo, no sabría decirte.

Quise saltar sobre su cabeza y desnucarlo con un golpe de muñeca como Steven Seagal en sus películas, pero me limité a sonreír a Bruno, que me pasó el brazo por la cintura y me susurró al oído si podíamos pedir una copa ya.

—Claro —dije mirándolo—. Bueno, Víctor. Un placer verte.

Me giré, fui hacia un hueco en la barra, llamé al camarero y pedí. A mi espalda, Bruno me abrazaba la cintura, Borja pensaba si pedir una cerveza o un refresco y Carmen y Nerea se chocaban las manos, disfrutando de la cara de imbécil que se le había quedado a Víctor.

A esa misma hora alguien llamaba a la puerta de casa de Lola. Al abrir, esta se encontró a un Rai engalanado para la ocasión, como un modelo del momento. Vaqueros desgastados, camiseta con mensaje y americana negra, combinada con una barba de tres días que hacían de aquel chaval de veinte años de metro ochenta y cinco un caramelito para la vista. Pero a ella lo que menos le importaba en aquel momento era la maldita ropa. Lola se colgó de su cuello, tratando de disimular que le temblaban hasta los carrillos. Y, abrazándolo, dijo algo que no todos hemos tenido el honor de escuchar de Lolita:

—Lo siento tanto, Rai… Perdóname.

Y Rai la besó y la abrazó con todas sus fuerzas.

Lola hizo su entrada con toda la atención que recibiría en un estreno la estrella de turno. La música cambió, todas las luces la alumbraron y ella, en lugar de amedrentarse por tener a setenta y cinco de sus conocidos más íntimos (calculamos que, de estos, unos cuarenta eran hombres y, de los cuarenta, Lola había retozado al menos con el cincuenta por ciento), se creció. Como una gran diva. Lanzó besos. Se puso a gritar de alegría y recibió todas las fotos del fotógrafo con posturitas incluidas. A cinco pasos de distancia, Rai, que no parecía ni de lejos el chiquillo que en realidad era, la miraba entre la risa y la vergüenza. Normal. Sonaba Purpurina de Alberto Gambino. ¿No sabéis qué canción es? Pues dadle una oportunidad y cuidadito con la letra…

Nosotras la esperábamos junto a la tarima para darle un abrazo. Nerea se apretó el pinganillo en la oreja, sacó un walkie talkie y murmuró algo. Una chica, salida de la nada, indicó a Lola que la esperábamos allí. Al vernos vino saltando, como una niña con un juguete nuevo, gritando, poseída por la emoción de ser el centro de tantas atenciones. Nos abrazó, saltó, lanzó más besos y recibió más flases con la naturalidad de una estrella de cine. Nerea y Carmen exclamaron al ver su corte de pelo y ella, en un momento de subidón me envolvió en sus brazos y me besó en la boca, echándome hacia atrás. Todo el mundo silbó y yo, apartándola, muerta de risa, traté de que se tranquilizara. Parecía un niño hiperactivo que se acaba de dar un atracón de chuches.

Nerea se acercó a ella, se abrazaron y después le pasó a la homenajeada un micrófono, animándola a que dijera unas palabras, y ella… Ella se subió a la tarima sin que ni siquiera nadie tuviera que proponérselo. Subió y todo el mundo la aplaudió. El vestido lo merecía, hay que admitirlo. Estaba espectacular.

Rai, al que no conocíamos aún, se quedó junto a nosotras y nos saludó con una sonrisa. Yo me acerqué a Bruno y dejé que me abrazara la cintura, mientras Carmen y Borja hacían lo mismo y Nerea le hacía señas al fotógrafo para que no se perdiera ni un instante.

—Bueno —dijo Lola—. Guau. Sois todos unos cabrones. Valientes hijos de puta. —La sala estalló en carcajadas—. Yo venga llamar a la gente y todos poniéndome excusas. Pues que lo sepáis: a la mayoría de vosotros os deseé una almorrana. —Todos nos reímos y ella cogió carrerilla—. Lo primero, dar las gracias a Nerea Carrasco, sin la cual esta fiesta no habría sido posible. Vales tu peso en oro, monada. Bueno, ¿qué más? Que como me he gastado la pasta que me he gastado, espero que todos os emborrachéis hasta hacer el ridículo, sobre todo delante de este chico tan mono que está haciendo las fotos. Y… —Una voz masculina preguntó a gritos dónde estaba su pelo y ella, atusándose la melena, sonrió—. Renovarse o morir. Pero tranquilo, que te he hecho un camafeo con un mechón para que puedas olerlo mientras te pajeas. —Carmen y yo nos escondimos en el pecho de nuestros respectivos para reírnos a gusto—. Y ¡ah! ¿¡Habéis visto a mis amigas Carmen y Valeria!? ¡¡Coño!! ¡Qué buenas están! Tarde, chicos, están pilladas. Pero igual, con un par de copas, luego las convenzo para hacer una cama redonda. —Borja y Bruno se carcajearon cuando la gente empezó a aclamarnos y nosotras dos no encontramos tras lo que escondernos y desaparecer—. Nada más. ¡Bebed y follad, que el mundo se acaba!

Un aplauso casi derribó hasta las paredes y la música subió de volumen. Salieron al menos diez camareros (todos ellos con pinta de estudiar aún la secundaria) con el catering.

Lola bajó, le plantó un beso de infarto a Rai y después, trayéndolo hacia nosotras, hizo las presentaciones formales:

—Rai, estas son mis niñas: Nerea, Carmen y Valeria. Estos dos son Borja, el futuro marido de Carmen, y Bruno, el chico de Val. Chicas, este es Rai, mi novio.

Al escuchar la palabra «novio» las que nos vinimos arriba fuimos nosotras y Rai no pudo evitar que se le notase en la cara lo mucho que le gustaba escuchar a Lola decir aquello.

En el fondo de la sala una pantalla se iluminó y empezaron a aparecer fotos de Lola y, parecerá mentira, el photocall se llenó de gente haciéndose fotos con la cumpleañera, a la que secuestraban cada dos por tres.

Con la cuarta copa de vino blanco en la mano, Nerea vino a informarme de que se había terminado el catering y que si quería algo tendría que pedirlo en la barra.

—Pero no hagas cola. Dímelo a mí y te lo traerán.

—¿No vas a relajarte en toda la noche? —le pregunté.

—Cuando saquemos la tarta y se visione el vídeo. Entonces me cogeré el pedo de mi vida. Antes no. Esto es trabajo.

Y con su pinganillo desapareció entre la gente, como si fuera un agente del FBI supervisando la escena de un crimen.

Cuando vi a Carmen y a Borja acaramelados entregados al baile me di cuenta de que sí, aquella fiesta iba a marcar un hito. Habría un antes y un después. Y allá donde miraras había gente bailando y poniéndose cariñosa. Si no fuera porque sabía que era Nerea la que había organizado todo aquello, creería que se nos había suministrado a todos éxtasis líquido para que nos pusiéramos tan retozones.

Lola bailaba, saltaba, bebía y la vi tirar copas por encima de al menos cinco o seis caballeros. Y lo peor es que los caballeros en cuestión no se sintieron molestos con la ducha de alcohol, sino que le rieron la gracia. Si alguien podía hacer eso y salir tan campante, era ella.

Cuando se acercó a Víctor y lo estrechó con ilusión entre sus brazos quise apartar la vista, pero la mantuve el tiempo suficiente para ver cómo se miraban. No, no era por supuesto amor ni deseo ni nada oscuro. Pero era una de esas amistades que no se rompen por asuntos sentimentales ajenos… como los míos.

Me hice un apunte mental: nunca poner a Lola entre la espada y la pared con aquel tema. No se lo merecía.

Después me apretujé contra Bruno y le pregunté si le gustaba bailar. Me confesó que el baile no era lo suyo.

—Me agito si me obligan, pero tengo más bien poca gracia.

—¡No puede ser! ¡Con lo bueno que eres en la cama! —contesté animada por el alcohol.

—Es verdad…, todas decís lo mismo. —Se rio, moviéndose al ritmo de la música y sobándome el trasero de paso.

Me giré, apoyé la espalda en su pecho y me contoneé. Vacié la copa garganta abajo y le hice una seña a Nerea, que se encargó de que en menos de un minuto alguien sustituyera mi vaso vacío por un gin tonic recién preparado. Esto de ser VIP en una fiesta era un lujo…

De pronto la música se paró en seco con un chirrido, como si alguien hubiera desconectado el tocadiscos, y todas las luces se apagaron. La gente silbó y se escucharon un par de gritos. Uno de ellos mío, porque Bruno había aprovechado el apagón para meterme la mano por debajo del vestido y tratar de quitarme las braguitas. La pantalla se quedó en negro y de pronto un puntito blanco fue creciendo en ella hasta ocuparla por entero. Empezó a sonar una canción preciosa de Florence & The Machines que nos encantaba, Dog days are over, y se sucedieron fotos de Lola mucho más personales. Lola en la cuna. Lola desnuda sobre una alfombra, recién nacida. Lola desdentada. Lola con dos trenzas. Lola disfrazada de león. Lola con un terrible look de los noventa, con mallas de flores y diadema incluidas. Lola en la universidad, vestida de macarra. Lola enseñando barriga con un top que mi madre habría quemado. Lola bebiéndose una copa. Lola estudiando con gafas, en la biblioteca de la facultad. Lola en su primer día de trabajo, vestida de oficina. Lola enseñando el dedo corazón de esa forma que solo podía resultar elegante si lo hacía ella.

Y, de pronto, los que aparecimos fuimos todos y cada uno de los invitados a aquella fiesta, en pequeños vídeos.

—Lola es… —decía Nerea al principio—, Lola es la bomba.

Y todos decíamos algo que nos recordara a nuestra Lolita. Una palabrota malsonante en el momento adecuado, un pellizco en el culo, un sueño, una de esas noches que no quieres que acaben nunca, una preciosidad, la lujuria, una apisonadora. Hubo para todos los gustos. Cuando me tocó el turno de aparecer en la pantalla lo hice sentada en el salón de mi casa, con los pies enfundados en unos calcetines altos, con shorts y con una coleta despeinada diciendo: «Lola es un dedo corazón erguido con estilo». Me grabó Nerea una tarde en la que vaciamos más botellines de cerveza de los que se debe confesar.

Víctor apareció poco después, en su despacho, con una camisa blanca con un par de botones desabrochados. Esbozaba una sonrisa, bajaba la vista hacia la mesa, donde tenía un libro abierto, y decía: «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas».

Las primeras palabras de Lolita, de Nabokov. Fue mi regalo de cumpleaños. Lo leyó prácticamente entero en mi cama, a veces apoyándolo en mi espalda desnuda.

Me giré en la sala a oscuras y lo localicé junto a la barra, mirándome. ¿Era una felicitación original para Lola o un mensaje para mí?

Sentí un nudo en la garganta. Así que cogí la copa y lo deshice con el gin tonic.

Lola subió otra vez al «escenario» cuando terminó el vídeo y uno de los chicos que estaba en la barra sirviendo copas le sacó una tarta enorme hecha de cupcakes pequeñitos y los flases continuaron cegando a Lola, que estaba encantada de la vida. Mordiendo uno. Dándole un beso a otro… Y no hablo de los pastelitos. El pobre Rai… Yo habría jurado que estaba bastante avergonzado.

Después Nerea salió, con garbo y sin ninguna vergüenza, junto a Lola para entregarle su regalo de cumpleaños. Había sido de lo más hábil y había pedido a todos los invitados un donativo de seis euros en concepto de «regalo de cumpleaños» y al final consiguió cuatrocientos cincuenta euros que había gastado íntegros en un par de zapatos de Christian Louboutin, negros, con su reluciente suela roja. Lola se puso como loca cuando los vio y tardó milésimas de segundo en ponérselos, pero Carmen y yo la convencimos pronto de que quizá había bebido demasiado para llevar un tacón de quince centímetros. Nerea los puso a buen recaudo y después… Después hasta ella se entregó a la fiesta.

El alcohol, la música a toda pastilla, Bruno agarrado a mis caderas, toda aquella gente bailando y el bajo de las canciones rebotando en mi pecho… Qué sensación. Me liberé. Me liberé y me relajé. Ya me sentía bien con aquel vestido. Ni siquiera me paré a pensar en que me tendrían que doler los pies. Ni siquiera me paré a pensar en por qué se me instalaba aquel nudo en la garganta cuando veía a Víctor. Ni tampoco me paré a pensar en si Bruno era consciente de lo tensa y delicada que era realmente la situación.

Y cuando miré el reloj de Bruno era la una y media y la gente estaba en pleno subidón. Hasta las cuatro de la mañana aquello iba a ser la madre de todas las fiestas.

Lola y Rai estaban bailando en el centro de la pista, entregándose de vez en cuando a unos besos de lo más escandalosos que hacían que la gente de alrededor se pusiera a gritar y a animarlos. Carmen no paraba de reírse porque decía que parecían Shakira y Piqué, y después Bruno se puso a hablar sobre las fotos de la entrepierna del futbolista y, para zanjar la cuestión, los cinco, Borja, Carmen, Nerea, Bruno y yo, hicimos un concurso de chupitos en la barra. Ganó Bruno, eso estaba claro, que fue el único capaz de tomarse cuatro seguidos sin tener arcadas. Borja fue el primer eliminado, poniendo cara de rata al beber el primero. Nerea y Carmen cayeron en la segunda ronda cuando Carmen sofocó una arcada y a Nerea se le salió parte por la nariz. Yo pude controlar a duras penas las ganas de vomitar en el tercero y… Bruno vencedor.

Después Nerea cogió el ritmo y, tras unas copas, la vi en brazos de un mozalbete, con el brazo en alto, siguiendo el ritmo de la música. Y me quedé sin palabras…, sobre todo porque la cantidad ingente de alcohol en sangre no me permitía muchas palabras coherentes, la verdad.

Hacía rato que había perdido de vista a Víctor. Pensé que se habría marchado y sentí, al mismo tiempo, alivio y recelo. Recelo porque no quería que estuviera con nadie y porque quería verlo. Alivio porque sabía que era lo mejor para los dos.

Bruno y Borja, que parecían haber hecho buenas migas, se fueron a una especie de apartado que habían denominado «zona de fumadores» y Carmen y yo decidimos salir un momento a que nos diera el aire. Por el camino le preguntamos a Nerea si venía, pero estaba riéndose a carcajadas (carcajadas de película, para ser más concreta) con el chico mono encargado de las fotos, así que pasamos al lado de Lola, que estaba morreándose con Rai, y fuimos hacia la salida. Coincidencia o no, no lo sé, me tropecé con Víctor junto a la puerta.

—¡Ey! —dijo, y solo en esa escueta exclamación se le notó que él también estaba borracho.

—¿Qué pasa? —dije muy pizpireta.

Carmen se apartó un momento, expectante.

—¿Vas fuera? —me preguntó él.

—Sí —respondí, aunque más bien sonó como «shhhi».

—Perfecto, yo también.

Miré a Carmen, que me interrogó sobre si quería que nos acompañara. Negué con la cabeza y ella volvió sobre nuestros pasos. En la puerta del local saludé al gorila como si fuésemos amigos de toda la vida y le pedí que me pusiera el cuño bien fuerte.

—Me temo que mañana no me acordaré ni de dónde he estado. Así que será una pista de puta madre —le dije.

Y el tipo, que parecía tener cara de pocos amigos, se echó a reír y en sus mejillas salieron dos hoyuelos de lo más graciosos.

—Ey… —volvió a decir Víctor.

—Dime.

—¿Tienes un pitillo?

—Tú no fumas —dije sonriendo, coqueta.

—A veces sí. ¿Tienes?

—Toma, pero dentro hay una zona de fumadores.

—Lo sé, pero me he tomado como cien chupitos de un licor infernal y creo que necesitaba despejarme.

Le tendí un cigarrillo de mi pitillera plateada y me puse yo otro en la boca. Encendí los dos con mi zippo negro de Swarovski. Víctor sonrió cuando dejó escapar el humo de la primera calada.

—¿Ese tío es tu novio? —preguntó apoyándose en la pared.

—Algo así.

—¿Algo así? ¿Es que tenéis un rollo? Pensaba que no te gustaban los rollos.

Me eché a reír con sordina.

—No contestaré. No voy a morder el anzuelo.

—Y dime: ¿no es un poco mayor para ti? —volvió a preguntar.

—Solo tiene dos o tres años más que tú. ¿Eres tú demasiado mayor para mí?

—Parece mayor que yo.

—Ese comentario es muy malintencionado. —Debo confesar que de lo que tenía ganas era de decirle que sí, que la gran diferencia que encontraba entre él mismo y Bruno era que este último era un hombre y él…, él aún andaba en pañales.

—Un poco malintencionado, sí —aclaró—. Debe de ser porque sigue doliéndome que pidieras disculpas con una maldita cesta de chocolate que claramente otra persona eligió por ti.

Su sonrisa entonces fue tirante.

—¿Y tú? ¿Has venido solo? —Cambié de tema.

—Con los chicos, ya te lo dije.

—¿De caza? —Y me daba totalmente igual, que conste.

—Bueno. De escaparates más bien. —Le dio una honda calada al cigarrillo y miró hacia el cielo cuando soltó el humo, levantando la barbilla.

—Mirando, ¿eh?

—Exactamente. Pero por lo visto hay cosas que por más que quisiera no podría comprar.

—¿Y eso?

—Parece que ya tienen dueño.

Me eché a reír como si en realidad me hiciera gracia. Solo «como si», pues, no sé por qué, no me la hacía en absoluto.

—Espero que no te estés refiriendo…

—Sabes perfectamente a qué me estoy refiriendo —dijo poniéndose serio.

—Pues andas equivocado.

—¿En qué?

Di un paso hacia él, quedándome muy cerca. Sus manos, rápidas, me cogieron de la cadera.

—Yo no tengo dueño, porque no soy una cosa. Soy una mujer. Si tengo algo, es un compañero.

—Que eres una mujer ya lo veo. Ese vestido no deja lugar a dudas.

—¿Te gusta? Me lo prestó Lola. —Preferí dar un paso atrás y hacerme la tonta.

—El vestido es muy mono, pero no me interesa. —Se encogió de hombros—. Ya sabes que lo que me gusta eres tú y que me da igual qué puñetas te pongas encima.

—Oh… —Me alejé un paso más, ligeramente oscilante, mirando al suelo, borracha.

—¿Y sabes de qué me he acordado?

—¿De qué? —Le miré a la cara otra vez.

—De aquella tarde que te acompañé de compras para elegir un vestido… Y tuve que subirte la cremallera…

Cerré los ojos, apreté los labios y después me alejé otro paso más. No podía. No podía cargar con más recuerdos, con más sensaciones y con la puñetera pregunta que me torturaba continuamente: «¿Por qué importan estas cosas con él?». ¿Por qué? Fueron seis meses. Seis meses, por Dios. Deberíamos haberlo superado ya los dos.

—Me acuerdo también de ese otro vestido. El negro, el que llevabas el día que te conocí y que te pusiste para conocer a mis padres —siguió diciendo mientras se observaba los dedos de las manos y luego me miraba a mí.

—No recuerdo que me presentaras a tus padres. Recuerdo más bien que fui a una fiesta de cumpleaños, sin compromisos, ¿no? Como todo lo nuestro. Sin compromisos, sin explicaciones.

—Ya, bueno. Soy un imbécil.

—Sí, lo eres —asentí, y fui consciente de cuánto daño seguía haciéndome aquello.

—Debo de serlo. Debí hacer muchas cosas cuando estuve contigo, pero ahora estás con otro.

—Estamos conociéndonos. —Y el estómago empezó a burbujearme.

—¿Desde cuándo?

—No sé, desde diciembre. —Me revolví el pelo suelto.

—Tú y yo rompimos en diciembre.

—Tú y yo no rompimos. Tú me dejaste. Y Bruno y yo nos conocimos en diciembre.

—Sé cuándo os conocisteis —aseguró—. Debí haberme quedado.

—Entre otras cosas.

—¿No me guardaste ni un poco de duelo? —Arqueó la ceja izquierda.

—¿Tenía que hacerlo?

—Me has dado una lección. Y me repatea. —Hizo una mueca.

—Las cosas son así. Las historias terminan y uno debe seguir con su vida. Estoy segura de que tú también has seguido con la tuya, Víctor.

Y quise metérselo en la cabeza a golpes. Quise que entendiera que aquella discusión disfrazada de charla cordial no nos servía de nada y que, si me había dejado, se hiciera a un lado, se marchara y me jurara que era por fin para no volver. Así sería todo más fácil.

—Yo no estoy con nadie —dijo algo más serio.

—Tú nunca has estado con nadie. Ni siquiera estando conmigo estabas con nadie en concreto.

—Eso no es verdad. —Negó vehementemente con la cabeza.

—¿No?

—No. Pero soy imbécil, lo acepto.

—Las chicas entramos y salimos de tu vida así. No tienes por qué disculparte. —Quise zanjar la cuestión.

—Las chicas, no tú. Tú no eres una chica. Eres mi chica.

Al principio no supe qué hacer. Era como si alguien me hubiera dado un golpe detrás de las rodillas. Las piernas amenazaban con flaquear. La garganta me picaba, estaba mareada y el corazón me bombeaba, ensordeciéndome.

Eres mi chica.

Quise llorar.

Bufé, miré al suelo y deseé aparecer de pronto entre las sábanas de mi casa. Me dolía tantísimo hasta mirarlo…

—Dime, ¿ese Bruno y tú…? —empezó a preguntar con aire compungido—. ¿Estáis saliendo? ¿Vais muy en serio?

—No lo sé pero, Víctor, explícame qué valor puede tener esa información para ti ahora.

Víctor se humedeció los labios. Miró al cielo y riéndose con vergüenza se encogió de hombros.

—Te echo de menos. Es todo.

Te echo de menos. Es todo.

Es todo.

Como una patada en el hígado. Es todo. Déjame acercarme, porque quiero volver a cocinarme tus sentimientos a fuego lento y comérmelos después. Es todo.

Pero… ¿no iba yo preparada para hacer que se tropezara con sus propias gónadas? Entonces, ¿por qué me costaba tanto tragar? ¿Acaso porque estaba utilizando a Bruno?

Sentí que me temblaba el labio inferior y me enfadé. Me enfadé mucho conmigo misma y, de paso, también con Víctor.

—¿Me echas de menos? —le dije levantando las cejas, fría.

—Sí.

—¡Pues habértelo pensado hace seis o siete meses, cuando decidiste que era mejor que no empezáramos nada! —Subí el tono—. Habértelo pensado mejor… ¿sabes cuándo? ¡¡El día que decidiste que eras demasiado niñato como para darme lo que yo quería de ti!!

—Valeria… —Me cogió una mano.

—No. ¿Y te acuerdas ahora que me ves de que me echas de menos? —Me reí y de pronto me hizo gracia—. Me voy dentro. ¡Suéltame!

—Valeria… —Me volvió a coger una muñeca.

—Déjame.

—Estás dolida, ya lo sé, pero…

—No estoy dolida. ¿No ves que lo he superado? ¿No ves que he rehecho mi vida? ¡Déjame en paz!

—¿¡Te crees que me acuerdo ahora que te veo!? ¿¡Crees que no te echo de menos, joder!?

—Déjame… —gemí—. Déjame, por favor.

Víctor pegó un tirón de mi muñeca y me acercó a su boca de golpe. No me besó. Solo me dejó a escasos milímetros, me miró a los ojos y susurró otra vez que me echaba de menos.

—Y lo haré todos los días. Cuando me despierte te echaré de menos encogida a mi lado. Cuando me acueste te echaré de menos, esté con quien esté, si es que me quedan fuerzas para seguir intentándolo con otras.

Dejé caer el cigarrillo al suelo. El humo del suyo dibujaba una cortina a nuestro lado y yo me quedé mirándolo susurrar sin saber si iba a poder resistirme. Y, como me quedé mirando sus labios susurrar, no vi a Bruno hasta que no estaba justo junto a nosotros.