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PREPARADOS…, LISTOS…

Lola se desesperó al escuchar el décimo tono en el móvil de Rai. Empezaba a pensar que aquel chiquillo la había plantado, pero no se lo podía llegar a creer. Colgó y se puso a escribir un mensaje de texto, que borró cincuenta veces antes de mandar la versión definitiva: «Rai, te he llamado diez veces por lo menos. No sé si te has dejado el móvil por ahí o si es por ahí a donde me quieres mandar a mí. Solo quería decirte que hoy es la fiesta y sigo sin saber si vendrás y… si tendré pareja el día de mi propio cumpleaños. Solo llámame, por favor».

Después se sentó de nuevo en su cama y cruzó las piernas. Miró de reojo su vestido, que colgaba de la manilla del armario, y después el reloj. Era hora de salir hacia la peluquería. Suspiró y supo que si Rai no terminaba accediendo no habría fiesta que valiera.

Maldito chiquillo…

Yo estaba igual que Lola, sentada en mi cama, mirando el vestido que ella se había empeñado en que me pusiera aquella noche, fumándome un cigarrillo de liar. No es que me hubiera hecho moderna y me hubiera pasado al club de los que prefieren liárselo ellos mismos. Yo sabía que mi habilidad para ello era prácticamente nula, pero era más barato. Después del donativo que hice para la fiesta iba a tener que fumar aquello durante años.

Un pensamiento me llevó a otro y de pronto me acordé del olor del tabaco de pipa que Bruno fumaba cuando se sentaba en el jardín. Joder. Apenas llevábamos cuatro meses, en los que, todo hay que decirlo, nos habíamos visto… ¿cuánto? ¿Cuatro o cinco veces? Y había tanto sexo de por medio…

Si hubiera decidido venir… Tampoco pensaba haberle pedido tantísimo. Le había avisado hacía un montón de meses. Quería que viniera al cumpleaños de Lola y no solo porque supiera que Víctor terminaría yendo. Sí, he dicho no solo.

Y, claro, tras pensar esto me acordé de Víctor. Hacía más de cuatro meses que lo habíamos dejado. Saber que aquella noche nos veríamos me ponía nerviosa. Nos veríamos otra vez y sabía que al verlo seguiría sintiendo todas esas cosas ñoñas y absurdas (absurdas con alguien como él) que sentía cuando estábamos juntos. Contendría el aliento, me marearía, sonreiría, apretaría los muslos y me dejaría arrullar por la sensación que los nervios me producían en el estómago.

Existía la posibilidad de que cuando nos viéramos yo me volviera gilipollas y perdiera el culo por meterle las bragas en el bolsillo y asegurarme de que no se fuera con otra. Y él podría irse a casa acompañado, conmigo o sin mí, y con el ego hinchado, porque no podría dejar de seguirlo en toda la noche con la mirada. Y esa posibilidad no me gustaba. Necesitaba un escudo emocional que me recordara que Víctor me había dejado porque no me quería y que yo estaba ahora empezando de nuevo.

No quería ser débil. Todo lo que había hecho con él desde que lo conocí era digno de una persona débil, o al menos así lo pensé en aquel momento. Débil. Sin voluntad. Un pelele. Un pelele calentorro. Y, además, Bruno…

Sonó el timbre de la puerta de mi casa. Quise que fuera Bruno, pero, claro, no era él. Por el contrario, me encontré a Lola, vestida con unos vaqueros pitillo tobilleros, unas bailarinas y un cárdigan a través de cuyo escote se podía ver parte del encaje de su sujetador. Hasta ahí todo normal, pero cuando llegué a su cuello eché en falta su mata de melena color chocolate. La busqué en una coleta, pero no la encontré. Abrí los ojos como platos y Lola entró en mi casa.

—Pero… ¿qué…? —acerté a decir.

—¿Mi pelo? —dijo—. ¿Preguntas por mi pelo?

—Sí. ¿Dónde está?

—Pues lo último que sé de mis treinta centímetros de pelo perdido es que se fueron a la basura cuando la zorra de la peluquera los barrió.

Me quedé mirándola. Llevaba una media melena escalonada que ni siquiera le habían secado con gracia y se le veía en la cara que estaba a punto de gritar, llorar, patalear o todas esas cosas juntas.

—Vale, tranquila, Lola. Esto tiene arreglo —susurré.

—Claro, ¿sigues guardando la maquinilla de Adrián? Voy a afeitarme la cabeza.

Levanté las cejas.

—¡¡Déjate de historias!!

—Valeria… Hoy es la fiesta. —Hizo un puchero.

—Ya lo sé, pero la solución no es afeitarse la cabeza y acudir pareciendo Kojak.

—Y sola. —Se sentó en el único sillón de la casa y se hundió en él. Me pareció verle los ojos vidriosos.

—Oh, dios, no. Lola, no te eches a llorar, por lo que más quieras. Tú eres la que nunca llora. Tú eres la que nos hace sentir ridículas a las demás cuando lo hacemos.

Se levantó y respiró un par de veces seguidas.

—Vale. Ya estoy tranquila. —Pero lo dijo como autoconvenciéndose.

—¿Te preparo algo?

—Sí. Una peluca.

A las dos nos entró la risa nerviosa y después nos quedamos calladas.

—El caso es que… —Me acerqué a ella y metí los dedos entre su pelo, evaluándolo—. El caso es que tiene arreglo. Con el flequillo de lado… Quizá si te saco un poco más de flequillo y te lo corto más espeso de lado…

—Sí… —dijo ella esperanzada.

—Lo rizamos con una plancha cerámica y después lo alborotamos, deshaciendo el rizo.

—¿Tú sabes hacer todas esas cosas?

—Me temo que tendré que aprender sobre la marcha.

Lola se sentó en el taburete de la cocina. El único taburete de la cocina, claro está. Llevaba el pelo algo húmedo y una bolsa de basura abierta a modo de capa encima. A su alrededor no había nada. Habíamos apartado todos los muebles y yo blandía unas tijeras de costura como arma, sin atreverme a empezar.

Le peiné la raya al lado, cogí más pelo para el flequillo y entre las dos decidimos la altura de este.

—A la de una… —decía yo—, a la de dos…

—¡No, no, para!

—¿Querías cortártelo como la teniente O’Neil y ahora te da miedo esto?

—¡No disimules! ¡Tú también estás cagada! ¡¡Te tiemblan las manos!!

En esas estábamos cuando sonó el timbre.

—Joder, debe de ser mi hermana —le dije—. Me comentó que igual se pasaba a ayudarme con el pelo.

—Pues que nos ayude a las dos con el mío.

—Si no te fías de mí, no te recomiendo que te fíes de mi hermana.

Abrí el portal sin preguntar y me quedé mirando la facha que tenía Lola con la bolsa de basura de capa, allí sentada. Daba penita. Parecía una niñita abandonada.

—Creo que es la primera vez que te veo sin maquillar —le dije mientras daba una calada a uno de mis cigarros de liar—. Tienes una cara de niña…

—No digas tonterías. Es este pelo. Parece que tenga trece años.

—Mira… ¡Ahora tu novio y tú parecéis de la misma edad!

Alguien llamó a la puerta con los nudillos justo cuando esquivaba el cepillo del pelo que Lola me había lanzado. Abrí y di la espalda a la entrada enseguida.

—Vienes en el momento ideal, Rebeca. Ayúdanos con el flequillo de Lola. La peluquera debió de fumar opio para desayunar.

La cara de Lola se volvió un poema japonés y cuando la puerta se cerró, temí haberle abierto e invitado a pasar a dos testigos de Jehová.

Me giré despacito para ver a Bruno mascando chicle y quitándose una cazadora negra cruzada con el cuello subido con la que estaba para comérselo.

—Hola —dije con un hilo de voz.

—Hola —contestó.

Dejó una maletita pequeña junto a la cama, la chaqueta sobre la colcha y se arremangó el jersey hasta los codos. Me entraron unas ganas locas de tumbarlo en el suelo y dejarlo sin oxígeno a base de besos. Sin embargo…, no sabía qué hacer ni qué decir.

—¿Qué hacéis? —preguntó como si en realidad fuera el vecino de al lado que se hubiera pasado por allí para matar el tiempo.

—Pues… —Titubeé—. A Lola le han estropeado el pelo y… Quería flequillo… Más flequillo. De lado. Ya sabes.

—Ya. —Siguió masticando chicle silenciosamente.

—Pero no nos atrevemos.

—¿Y eso?

—No sé.

Lola me miraba como si hubiera dejado entrar a Hannibal Lecter y le hubiera ofrecido darme un mordisquito en una nalga. Bruno me cogió las tijeras y, decidido, se fue hacia Lola, a la que sonrió.

—Valeria… —dijo ella aterrada.

—Hola, Lola —saludó él—. Esto es como hacerse la cera. Hay que hacerlo de una vez y sin mirar. ¿Por aquí?

—¡¡¡¡¡Valeriaaaaa!!!!! —gritó ella despavorida sin saber ni siquiera quién era.

Y antes de que pudiera quitarle las tijeras ya había cortado. Lola cerró los ojos con fuerza y empezó a berrear mientras Bruno, muy concentrado, retocaba el corte. Después soltó las tijeras sobre la mesa, cogió su paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo.

—Ale, ya está. El cigarrito de la victoria.

Lola se fue después de que le secara el pelo a mano y se lo ondulara con la plancha. Una cera de peinado hizo el resto y…, la verdad, el flequillo le quedó muy bien. Era cuestión de decisión, como decía Bruno.

Después de las presentaciones me pareció que se caían bien. Lola se había visto guapa en el espejo, de modo que se había quitado un peso de encima. Y él se mostró como siempre, divertido, desinhibido y abierto… Aunque a veces resultara malsonante. Por ese lado, Lola y él se iban a llevar bien, sin duda. Pero siempre me dio la impresión de que Lola prefería que yo estuviera con otra persona.

Miré el reloj. Tenía cuatro horas por delante. Tiempo de sobra para arreglarme y requetearreglarme, pero ¿y si lo que venía a continuación duraba ya tres horas cumplidas? Eso nunca se sabe.

Bruno apagó otro cigarrillo en el cenicero, fue a la cocina, tiró el chicle y se metió otro en la boca. Después salió a mi encuentro.

—¿Qué? —me dijo, plantándose delante de mí.

—No te esperaba. No sé ni siquiera qué decir.

—Y, la verdad, no tenía que haber venido. Es como cuando discuto con mi hija porque rechista y después de mandarla callar le doy conversación. —Y lo dijo muy serio.

—Ella tiene cinco años.

—Eso digo yo.

Nos quedamos mirándonos en silencio.

—No es para tanto, ¿no? Que te pida que vengas a una fiesta. Solo… Me hace ilusión que hagamos cosas juntos, verte, presentarte a mi gente y…

—La cuestión es: ¿entiendes que esto no voy a poder hacerlo continuamente? —Y se le escapó una sonrisita.

—Claro. —La sonrisita se me contagió a mí también.

—En los próximos meses es posible que venga muchas veces por cuestiones de trabajo, pero debes entender que tengo obligaciones allí. Mi hija.

—Lo sé y lo entiendo, te lo aseguro.

—Bien.

—Pero, entonces, ¿por qué has venido?

—Porque podía.

—Me dijiste que…

—Quería darte una sorpresa.

—¿Ayer ya sabías que ibas a venir?

—Claro. Pero ¿has visto qué recibimiento más frío me has dado? —Se revolvió el pelo—. No creo que repita. Creí que me verías, te lanzarías a mis brazos, me besarías y después me llevarías hacia la cama mientras te desnudabas.

Sonreí y me quité la camiseta y los pantaloncitos, dejándolos caer al suelo. Me coloqué las braguitas a la altura que a él le gustaba, en la cadera, y me solté el pelo, que me cayó sobre el hombro y el pecho.

—¿Así?

Bruno levantó la ceja izquierda y susurró que eso ya empezaba a parecerle mejor, mientras se sentaba en la cama. Coloqué una mano sobre su pecho y, haciendo fuerza, lo tumbé y me senté encima.

—Dímelo… —susurré.

—Quítate más ropa.

Me quité el sujetador, lo tiré e, inclinándome sobre él, repetí:

—Dímelo…

Bruno me miró a los ojos, como si primero mirara el derecho y después el izquierdo. Y sonrió. Escuché cómo susurraba entre dientes:

—Fóllame fuerte, mi diosa…