PREFIESTA
Viernes 30 de marzo
Nerea entró en mi casa con una sonrisa y el pelo recogido en una coleta. Venía en vaqueros, una especie de zapatillas de deporte de Carolina Herrera, un jersey de cuello vuelto marrón y un chaleco acolchado beis.
—¿Val? —preguntó.
—Pasa, pasa —dije desde la cocina—. Puntual como tú sola.
Salí y le pregunté si le apetecía tomarse un café. Me dijo que sí con una sonrisa clara. Hacía años que no veía en su cara aquella expresión tan plácida. Era como si se hubiera quitado años de encima; como esas pinturas que al restaurarlas brillan más que nunca.
Saqué su taza de café, la mía y un azucarero en una bandejita y la coloqué en la mesa baja del espacio que me gustaba llamar «salón», pero que era una extensión del dormitorio y del recibidor. Eché mano al bolsillo trasero de mis vaqueros y le tendí un sobre.
—Cuéntalo, anda.
—Me fío de ti.
—Pero yo no me fío de mi capacidad para contar billetes. No suelo hacerlo.
Nerea abrió el sobre y con dedos hábiles fue pasando el dinero y sonrió.
—Trescientos. Todo correcto —dijo tendiéndome el sobre por si quería volver a contarlo—. Mil gracias, Valeria. Sé que no te viene lo que se dice bien.
—No, me viene fatal, ya te lo dije por teléfono. Pero ¿qué le vamos a hacer? Ahí va el regalo de su boda y los bautizos de sus hijos. —Me reí—. ¿Cómo van los preparativos?
—Pues bien. No sé si te lo creerás pero prácticamente me ocupan todo el día, como una jornada laboral. Eso sí, va a ser la fiesta del año. Lola no se lo espera. Por eso no quería quedarme… —Señaló el sobre con el dinero—. Corta.
—¿Sabes por qué te he dado tanta pasta? —dije mientras me sentaba a su lado, sobre un cojín.
—¿Por qué?
—Si fuera por la fiesta de Lola te hubiera dicho que hincháramos cuatro globos del chino y utilizáramos serpentina.
—¿Entonces? —dijo levantando las cejitas rubias.
—Quiero poder decir dentro de unos años que fui tu mecenas para la primera fiesta que montaste.
—¿Crees que me irá bien? —preguntó algo trémula.
—Para muestra un botón: me has sacado trescientos euros sin apenas proponértelo. ¿Qué no conseguirás de gente a la que le sobre? Ahora cuéntame…
Nerea sonrió y abrió una agenda que llevaba con ella, dentro del bolso.
—He puesto en común la lista de invitados de Lola con el listado de sus amigos que Carmen y tú proponíais. Al final, eliminando contactos duplicados y todas esas cosas, quedan setenta y cinco. Me parece un buen número.
—¿Ella se huele algo?
—Nada. Se ha pasado toda la semana diciéndome que no podía creer que solo le dejáramos invitar a veinte personas. Así que se los encontrará allí de sorpresa. Ya envié las invitaciones. Toma la tuya.
Me pasó un sobre negro con letras doradas en las que ponía «¿Estarás a la altura?». Muy provocador. Digno de Lola, sí, señor. Dentro, una cartulina negra también con más rúbrica dorada: la dirección del local, la hora del evento, el dress code exigido y un número de teléfono en el que confirmar asistencia.
—¿Tengo que llamar también o vale con que te diga que no me lo perdería ni loca?
—Nosotras ya estamos confirmadas. —Sonrió—. Nosotras, el catering, el DJ, el gorila de la puerta, la chica que me ayudará esa noche y el fotógrafo.
—Casi se me olvida. —Me levanté y alcancé una cajita metálica que algún día albergó galletas—. Aquí están todas las fotos que tengo en las que sale Lola. Esto es como en el programa este de la MTV en el que montan fiestas… Son los dulces dieciséis de Lola con unos años de retraso.
Nerea ojeó las fotografías y sonriendo confesó que quedaría un vídeo precioso.
—¿Ya tienes vestido? —me preguntó.
—Para la boda de Carmen sí. Mira.
Saqué una funda de tela y abrí la cremallera, dejando ver un vestido color azul klein, con un solo tirante.
—Muy bonito.
—Gracias. También llevaré un tocado. Me lo estoy haciendo yo. No te lo enseño porque está a medias y parece un complemento de Lady Gaga —expliqué, contenta por haberme quitado el nubarrón de encima y haberlo hecho bueno, bonito y barato.
—¿Y para la fiesta?
—Pues para la fiesta ya veré. Cualquier cosa. Unos vaqueritos y algún top.
Nerea levantó la ceja izquierda y, tras rebuscar en su bolso, sacó una revista que llevaba marcada con pósit de colores.
—No se lo he enseñado a nadie, pero quiero que le eches un vistazo, como aviso. Este es el vestido que voy a llevar yo. Y no es un decir. Es este.
Señaló una esquina de la revista y pestañeé varias veces.
—¿Estás de coña?
—No —contestó tajantemente—. Como dicen las invitaciones…, ¿estarás a la altura?
—Pues me temo que no puede haber nada que esté a la altura de tu vestido, chata.
Nerea se rio. Me quedé mirándola en silencio y me asaltó una duda a la que ya llevaba casi un mes dándole vueltas. Albergaba la esperanza de no tener que formular la pregunta que aún estaba pendiente, pero se acercaba el día y…
Nerea me sostuvo la mirada y al final chasqueó la boca.
—Pregúntamelo ya —dijo cruzando las piernas.
—¿Le habéis mandado invitación también a él?
—Sí. Es uno de los mejores amigos de Lola. Fue el primer nombre de su lista, cariño.
—Oh… —dije toqueteándome las puntas del pelo.
—Pero no creo que confirme y aunque lo haga ya no tienes nada pendiente con él. Rompisteis, te disculpaste por aquella visita tan poco protocolaria y ahora sales con otra persona. Si te lo encuentras os saludáis como seres civilizados y adiós muy buenas.
¿Adiós muy buenas? Yo no lo tenía tan claro.
Viernes 6 de abril
Lola entró en mi casa como un elefante en una cacharrería cargada con un montón de bolsas, con su bolso colgando inerte del hombro y la agenda roja bajo el brazo.
—¿Vaqueritos y algún top? —me preguntó con voz estridente.
—Lola…
—Te he traído cosas para que te las pruebes.
—¿Tuyas?
—Claro —asintió.
—¿Y tú qué te pondrás?
—Mira, acabo de recogerlo de la tintorería.
Dejó caer el resto de las bolsas al suelo y sacó del plástico de la tintorería un microvestido color morado, de raso, con escote en pico tipo túnica, sin mangas y con la cintura ceñida por un cinturón del mismo color con apliques brillantes.
—Oh, Dios… —exclamé al verlo.
—Lo sé. Voy a tener que estar a sopas tres días antes para que no se me marque todo.
—Vas a estar espectacular.
—Lo sé —dijo con soltura—. Es mi cumpleaños. Todas las demás tenéis que estar monas, pero no podéis eclipsarme. Ya sabes.
—¿Has visto el de Nerea?
—Sí —dijo—. Qué zorra. —Y se echó a reír—. Echa un vistazo a lo que te traigo —insistió.
—Lola, tú y yo no tenemos la misma talla. Me van a quedar pequeños.
—Ya verás como no.
Saqué de una bolsa una minifalda ceñida de lentejuelas negras, un vestido rojo tipo strapless, una microfalda vaquera con strass… Me quedé mirándola.
—¿Tú qué te has fumado? —le dije.
—¿Qué le pasa a mi ropa?
—Que es minúscula. ¿Estás segura de que no has vaciado el cajón de la ropa interior en estas bolsas?
—Échale un vistazo a este vestido. —Metió el brazo en una de las bolsas y rebuscó—. Ni siquiera lo he estrenado.
—¿Y eso?
—Me parece demasiado recatado.
—Eso promete —dije.
Sacó de otra bolsa un montón de tops minúsculos, brillantes, de licra y rebuscando entre ellos tiró de una manga de encaje negro. Lo alisó con la mano y me dijo que habría que llevarlo a la tintorería a plancharlo.
Era corto, muy corto, pero precioso. Las manguitas de encaje negro llegaban un poco por debajo del codo y el escote era muy cerrado, casi en línea recta. Debajo llevaba un microvestido de tirante finísimo negro, de escote corazón, más corto aún, de manera que al ponérselo el escote y un palmo de muslo estarían cubiertos solamente por encaje. Descarado, sí, pero precioso también.
—Es muy bonito.
—¿Por qué no te lo pruebas? —Miró la etiqueta—. Es tu talla.
Lo miré. Sí. Era mi talla.
—No sé, Lola. No estoy habituada a llevar cosas tan cortas ni tan ceñidas. Me da la sensación de que es un precioso camisón de La Perla.
—Toma. Pruébatelo.
Lo cogí, me quité el jersey desbocado que llevaba y los shorts vaqueros recortados. Le pedí a Lola que me pasara el vestido y, tras ponérmelo por encima de la cabeza, metí los brazos en las mangas, lo deslicé y le pedí que me subiera la cremallera.
—Si ves que no sube, no la fuerces o tendré que reventarlo como Hulk para poder salir de él —le dije, dándole la espalda.
—Sube sin problema. —Y el sonido de la cremallera ascendente le dio la razón.
Lola dio dos pasos hacia atrás y me miró. Al girarme la vi con la boca abierta. No le presté atención. Fui al armario, cogí unos salones negros de tacón alto y me los puse.
—¿Qué tal?
—Te regalo el vestido, pero, por Dios, póntelo para la fiesta.
Me miré en el espejo y yo misma me sorprendí del resultado.
—Debajo de toda esa ropa que te pones tienes este cuerpo y… ¿no lo enseñas?
—Y dime: ¿no lo enseño demasiado con este vestido? —pregunté mirándome desde todos los ángulos posibles.
—No. Estás perfecta. En serio, Valeria. Ni te lo pienses.
Me observé de lado y de frente otra vez.
—Demasiado, Lolita —dije y le pedí que me bajase la cremallera de nuevo.
Se acercó y la bajó.
—Lo dejaré aquí para que te lo pienses. ¿Vale?
Después, mientras me vestía, Lola se puso a deambular por la habitación, cabizbaja.
—¿Qué te pasa? —le pregunté—. ¿Problemas con Rai?
—No. Bueno, un poco. Pero los que más me preocupan son los que tengo contigo.
—Conmigo no tienes ningún problema —me reí.
—Aún no. Cuando te diga que le insistí a Víctor para que viniera a la fiesta…, a lo mejor entonces sí que lo tengo.
Me quedé mirándola sorprendida. Después cogí aire y asentí.
—No te preocupes, Lola. Sé cuánto lo aprecias. No quiero ser yo quien te ponga entre la espada y la pared.
—Gracias —dijo con verdadera sinceridad—. Ahora… ¿qué tipo de cantina es esta? ¡Dame algo de beber, maldita!
Lola se fue pronto. Tenía muchas cosas que hacer. Estaba como la novia que se va a casar en una semana. Tenía hora para una limpieza de cutis y para ponerse extensiones de pestañas. Ah, y tenía que presentarse en casa de Rai para pedirle perdón. Pero eso no lo dijo. Solo se presentó allí, en el piso de estudiantes que él compartía con tres postadolescentes más, y preguntó por él al mozalbete desgreñado que le abrió la puerta.
Cuando Rai apareció por el pasillo, el corazón le dio un brinco en el pecho y sonrió sin poder evitarlo. Él no esbozó ninguna sonrisa. Iba manchado de pintura hasta en el pelo.
—Dime.
—¿Te pillo pintando? —le preguntó en tono dulce.
—Tengo que terminar un trabajo.
—Vengo a bajarme los pantalones, anda, pónmelo fácil. —Rai se mordió el labio de arriba—. ¡Es que tienes veinte años, Rai! —Lloriqueó ella entre la risa y la desesperación.
—¿Y qué? —Se encogió él de hombros—. Cuando no lo sabías no notabas que eso estaba ahí. ¿Qué más dará ahora?
—Es que me acuerdo de mis veinte años y no te imagino en mi fiesta de cumpleaños. Yo a los veinte me subía a las barras a bailar, bebía tequila directamente de la botella e incluso hacía topless en la cabina del DJ. —Rai levantó las cejas—. Eso son los veinte años —siguió diciendo ella—. Emborracharte y mearte de la risa en la cara de todo el mundo. No es lo que quiero que hagas en mi fiesta de cumpleaños, delante de todos mis amigos.
Rai rio con tristeza, negando con la cabeza.
—Esos son tus veinte años, Lola, no los míos. Yo no me emborracho hasta perder el conocimiento, no me quito ropa y no me voy a subir a bailar a ningún sitio. No lo he hecho nunca y no creo que vaya a empezar ahora.
—Pero tienes veinte años… Y la cabra tira al monte.
—¿Te das cuenta? Tengo que responder por tus veinte años, no por los míos. No parece muy maduro si lo piensas.
—Me da miedo que… —rebufó—. Me da miedo que te presentes allí vestido como un fantoche.
—¿Fantoche? —Eso no pareció sentarle muy bien a su chico.
—Sí, con esos sombreros de músico trasnochado y los vaqueros andrajosos y…
—Empieza por el principio.
—¿Qué principio?
—Si voy es para estar contigo, vaya en bolas o disfrazado de imbécil. ¿Quieres que vaya?
Lola lo pensó durante un momento.
—No lo sé.
—Pues cuando lo sepas, llámame.
Después dio un paso atrás y, sin demasiada ceremonia, cerró la puerta.
Miércoles 11 de abril
Carmen me llamó por teléfono para preguntarme si tenía decidido ya qué me iba a poner para la fiesta de Lola.
—Pues la verdad es que no lo sé. Estoy entre un vestido que me ha prestado Lola y uno mío.
—Me ha dicho un pajarito que con el de Lola estás espectacular —canturreó.
—Ya, sí, bueno… Pero con el mío no se me ven las vergüenzas al caminar.
—No seas tonta. Enseña pierna tú que puedes.
—¿Qué te pondrás tú?
—Un palabra de honor verde botella más ceñido que la piel del diablo. Creo que no me voy a poder poner ni bragas. Borja está que trina.
—¿No le gusta?
—Le gusta demasiado, me parece. Ya sabes cómo es. Es como de la quinta de nuestros padres.
—Ya.
—Yo me pondría el de Lola, Val —insistió—. Si yo tuviera tu cuerpo, probablemente iría desnuda por la calle. Tienes que ponértelo. Hazlo por mí.
Las dos nos quedamos calladas y Carmen carraspeó.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Yo te llamaba para decirte que…
—¿Ha confirmado ya? —Cerré los ojos.
—Sí. Esta misma mañana.
—Maldito cabrón —dije enterrando la cara en mi pelo.
—Se veía venir, cielo. Y más después del numerito que le montaste en su oficina. Irá y lo hará más chulito que un ocho.
—No tendría que venir.
—Es una fiesta y está invitado. Además, ya sabes que Lola y él están muy unidos.
—Pero debería pensar que yo iré con más derecho que él y…
—Valeria. No le des más vueltas. Sé consecuente y adulta haga él lo que haga, pero…, eso sí, ponte el vestido de Lola. Me encantaría que se tropezara con sus propios cojones al andar y se cayera por las escaleras.
Jueves 12 de abril
—Hola —dijo Bruno al contestar—. ¿Qué haces?
—Pues nada. Aquí estoy. Me he hecho la manicura y la pedicura. Para la fiesta de mañana, ya sabes.
—Ah, sí. ¿Te bañarás al final en leche de burra para conseguir luminosidad en tu piel? —dijo tomándome el pelo.
—No. Mejor en sangre de diez vírgenes.
—Oh, Dios, me acabo de empalmar.
Puse los ojos en blanco.
—Bruno… —susurré pedigüeña—. ¿Por qué no vienes?
—Porque no puedo. Ya lo sabes.
—Voy a ir medio desnuda. No deberías perdértelo.
—Bueno, no es que no pueda verte desnuda del todo de vez en cuando. Desnuda encima de mí, o debajo, o de lado, o en la ducha, o de rodillas, o en…
—Deja de decir cochinadas y ven… —supliqué.
—No puedo. Tengo obligaciones. Será así en muchas ocasiones. No es fácil que tu novio viva lejos y sea padre, cielo.
—Ya lo sé.
—Dime… Él va a ir, ¿no? —Abrí la boca para contestar, pero como tardé un poco más de lo necesario, Bruno se echó a reír—. ¿Y tienes miedo de que te vea sola?
—No tengo miedo de nada. Ni de verlo, ni de no verlo, ni nada de nada. Víctor ya no me importa lo más mínimo.
—¿Quieres chulear de nueva conquista?
—No digas tonterías —dije molesta.
—No, solo digo la verdad. Quizá la que se esté comportando un poquito como una niña pequeña…
—Soy yo.
Sí, era yo, sin duda.
—Pues igual sí —contestó él alegremente.
—Olvídalo. Es solo que Carmen irá con Borja y seguro que hasta Lola irá con su chico. Me hacía ilusión que las conocieras.
Bruno chasqueó la lengua contra el paladar.
—No puedo, Valeria. No hay más que hablar.
Y cuando Bruno decía que no había más que hablar, no lo había. En algunas cosas se notaba que Bruno era padre y a mí… A mí se me notaba que necesitaba tutela.