LAS BODAS
Carmen se dijo a sí misma que si había aguantado con fortaleza seis años de su vida trabajando para un completo subnormal, era absurdo dejarse vencer ahora por los preparativos de una boda. Y se lo dijo mirándose al espejo, convencida de que, a pesar de que su razonamiento era sumamente lógico, se encontraba al límite de sus fuerzas.
Estaba ojerosa, se le caía el pelo y no podía parar de comerse las uñas, pero, muy a su pesar, no era lo único que no podía parar de comer. Nunca había estado tan nerviosa. Aunque nerviosa no era la palabra. Estaba agobiada. Todo de lo que se supone que se tenía que encargar según Nerea le sonaba a chino mandarín, el tiempo se le venía encima y, además, esos kilitos que se había planteado perder seguían ahí. Y habían traído a algún compañero…
Acababa de llegar a casa después de la segunda prueba del vestido de novia. No podía quitarse de la cabeza la desilusión que le había provocado su propia imagen. En su cabeza el vestido caía sobre su cuerpo de una manera que al final no había sido la real. La costurera le había preguntado si había engordado. Ahí fue cuando quiso morir.
Había ido a muchas bodas. Casi todas sus amigas del pueblo no solo habían pasado ya por la vicaría, sino que algunas hasta tenían bebés. Por eso ella ya sabía el tipo de comentarios de los que la novia es el blanco. Y no quería ser la diana en la que algunas personas lanzaran dardos envenenados. Hasta su suegra le preguntó si no se había planteado ponerse a dieta.
—Estás muy gordita, Carmen. No te va a sentar bien el vestido y luego no te gustarán las fotos.
Borja había reaccionado fatal a aquel comentario. Aquello fue lo único que la reconfortaba, aunque en el fondo se preguntaba si su suegra no tendría razón.
Se desnudó en el cuarto de baño y se subió a la báscula. Cuando miró la cifra que le devolvía, se bajó, se tapó la cara y se echó a llorar.
Lo que más le dolía era estar llorando por algo como aquello. Ella siempre había sido muy consciente del cuerpo con el que había nacido y sabía qué tipo de cuerpo no tendría jamás. Pero nunca le importó tener curvas. Nunca le pareció algo realmente importante en su vida. Al fin y al cabo, los años pasan para todas las chicas. Todas aquellas amigas suyas que se pasaban la vida preocupadas solamente por sus kilos se encontrarían a los cincuenta con un pellejo arrugado sobre los huesos y una vida muy vacía. Sabrían mucho de hidratos de carbono o dietas milagro, pero poco más.
Al menos eso era lo que siempre le habíamos dicho nosotras cuando sacaba a colación lo delgada que se había quedado fulana o mengana en su pueblo y los comentarios que tenía que soportar sobre su aspecto.
—Carmen, tú eres así, como te ves. Guapa —le había contestado Lola con desdén hacia las demás—. Esos comentarios malvados no son más que envidia, porque tú no necesitas meterte en una talla pequeña para parecer atractiva. Tú lo eres por naturaleza. Tienes un cuerpo delicioso y a quien no le guste…, que te coma el coño.
Claro. Esa era Lola, la que defendía con uñas y dientes a sus amigas. Pero ella era Carmen y no quería que su boda estuviera empañada por la sensación de ser el centro de todas las críticas. Quería sentirse bonita, quería que Borja la encontrara preciosa y que a todo el mundo se le olvidara su talla.
Sollozó fuertemente, avergonzada, justo antes de oír el roce de unas llaves en la cerradura.
—Cariño… —Era la voz cansada de Borja—. Perdona por no avisarte de que vendría. Pero es que mi madre se ha puesto superpesada y necesitaba salir de allí… —Entró en el dormitorio de la que sería la casa de los dos y que por ahora ocupaba solamente Carmen y se quitó la americana, hablando hacia la puerta del baño, que ella acababa de cerrar—. Me pongo el pijama y preparo la cena, ¿te parece?
Ella se secó las lágrimas, se desmaquilló y después se puso un camisón. Antes de salir se soltó el pelo, esperando disimular las rojeces de su cara. Y es que cuando Carmen llora le salen unos ronchones por toda la cara, a la pobre.
—No tengo hambre, cariño —le dijo.
Le dio un beso rápido en los labios a Borja, agradeciendo que este no hubiera encendido la luz, y salió hacia la cocina para prepararle algo a él. Pero unos dedos se cernieron alrededor de su muñeca y tiraron de ella. Al girarse hacia él lo vio fruncir el ceño.
—¿Qué pasa? —le preguntó muy serio.
—Nada. ¿Qué va a pasar?
—¿Por qué has llorado?
—No, no he llorado, mi vida. Es que me acabo de desmaquillar. Se me habrán enrojecido los ojos.
—Cariño. —Borja suspiró—. ¿Crees que me comprometería de por vida con alguien a quien no conociera?
Ella lo miró conteniendo un puchero y al final estalló en llantos. Él chasqueó la lengua contra el paladar y la abrazó.
—Vale. No llores, no te preocupes. Cuéntame qué te pasa. ¿Ha sido mi madre? ¿Te ha vuelto a decir algo?
—No… —balbuceó con los labios hinchados por el llanto.
—¿Entonces? ¿Es el trabajo? Cuéntamelo… Venga… —La apartó de su pecho, le colocó los pulgares bajo los ojos y le secó las lágrimas, mientras susurraba que por favor se lo contara—. Verte llorar me destroza, Carmen.
—Es que… —empezó a contarle ella entre hipos— me he probado el vestido de novia y… ¡estoy muy fea!
A Borja le cambió la expresión de preocupada a estupefacta. Después esbozó una sonrisa.
—Debes de estar de coña —le dijo.
—¡No! —Y lloró con más fuerza.
Él la zarandeó con cariño, suavemente.
—¡Mi vida! —Se rio—. ¡Eso es porque estás nerviosa! ¿No ves que es imposible que tú estés fea? ¿Cómo vas a estarlo si eres lo más bonito que he visto en mi vida?
—¡¡Porque estoy muy gorda!!
Borja dejó de sonreír.
—No quiero escucharte decir esas cosas ni en broma.
—No estoy bromeando. Doy asco.
Él levantó las cejas.
—¿Crees que me das asco?
—No… —murmuró Carmen llorosa.
—¿Entonces?
—Todos me mirarán y pensarán que soy una cerda que no sabe cerrar el pico para comer. Pensarán que… todo lo que no has comido tú ha llegado a mi plato.
—Pero vamos a ver… —Le levantó la barbilla—. Mírame y dime, por favor, que esto es porque estás cansada, nerviosa o porque tienes el síndrome premenstrual. No me puedo creer que esté haciendo las cosas tan mal…
—¿Tú?
Asintió, cogiéndole la cara con las dos manos.
—Recuérdame que te diga más a menudo que eres la mujer más guapa del mundo, que me pierdo en cómo caminas, que estaría todo el día desnudándote, como en un milhojas, y haciéndote el amor. Eres deliciosa. —Carmen quiso agachar la mirada, sonrojada, pero él le hizo mirarle a los ojos—. Y me pasaré la ceremonia entera pensando en el momento en el que te lleve a la cama porque, cuando te corres…, mi mundo tiembla. Entero.
Carmen y Borja se besaron y ella le echó los brazos alrededor del cuello. Él la levantó a pulso y la condujo hasta la cama. Allí le agarró la mano y, llevándola a su entrepierna, le dijo:
—¿Cómo puedes pensar esas cosas de la única mujer que me pone así con un solo beso?
Y, después, el mundo entero de Borja tembló durante una hora.
Cuando una Carmen despeinada, desnuda y sonrosada se levantó de la cama para ir al baño, le pareció que, efectivamente, debía de haberse vuelto loca si de pronto le importaba más lo que dijeran de ella al verla vestida de blanco que lo que viera en los ojos de su marido…