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DE VUELTA A LA VALERIA PERSONA Y NO ANIMALITO

Bruno y yo nos despedimos apenados en el aeropuerto. Habían sido cinco días geniales y ahora tendríamos que estar separados durante no sabíamos cuántas semanas. Bruno no había trabajado nada y yo…, menos aún. Bueno, habíamos trabajado en otro sentido. En ese mucho. Joder. Creo que tengo agujetas en el culo desde entonces.

Sin embargo, por otra parte, parecíamos ilusionados. Al menos no era la única en pensar que aquello había ido bien y que abría una puerta… Una puerta enorme a la posibilidad de hacer de ese viaje el primero de muchos. Yo podía reírme mucho con la salvaje sinceridad y la lengua de azada de Bruno, pero era un hombre que se tomaba muy en serio todo aquello que emprendía. ¿Se tomaría tan en serio nuestra relación? Pero… ¿no era un rollete?

Cuando llegué a Barajas, cogí un taxi y me fui a mi casa con la intención de poner dos lavadoras, meterme en el cuarto de baño yo sola por fin y después dormitar, pero… Ja, ja.

Al entrar en casa lo primero que vi fue la luz roja parpadeante del contestador. Maldita sea. ¿Y por qué esa gente no me había llamado al móvil tal y como había dicho en el mensaje? Encendí la cafetera y de paso la calefacción, me senté en el borde de la cama y le di al botón de escucha de mensajes:

«Ay, Valeria, cariño, se me había olvidado que te ibas de casa rural. No quería nada en especial. —La voz de mi madre se calló y escuché a mi padre murmurar de fondo—. Ja, ja, ja. Eso, eso. Dice tu padre si esas vacaciones quieren decir que te has puesto a trabajar y vas a sacarnos de pobres de una vez. Nada, nada, ya nos llam…».

Y el mensaje terminaba ahí. Bueno, vale, no terminaba ahí, pero yo pasé al siguiente. Esperé que el segundo fuera un poco más agradable.

«¡¡¡Valeria!!!», vociferaba Lola, y el corazón por poco no se me salió del pecho, «¡¡vuelve de una vez!! Paso de llamarte al móvil para que me contestes con monosílabos. ¿Te lo has follado? Quizá», dijo imitando mi voz en plan repipi. «¿Lo come bien? Quién sabe… Vuelve, anda. Si es que… Quien con niños se acuesta, mojada se levanta. Tú al menos te has buscado un hombre».

Ni adiós ni nada. Solo el sonido de su teléfono al colgar.

«Valeria, soy Jose. Como dices en tu mensaje que vuelves el lunes por la tarde no hace falta que te llame para decirte que en la revista están muy interesados en conocerte. Buenas noticias, ¿eh? Pagan estupendamente por palabra, pero yo no te he dicho nada. Y nada, que ya he terminado Valeria en el espejo. Vaya tela. Espero que el final sea una licencia literaria para hacerlo más interesante. Llámame el lunes». Me levanté, dancé un poco por allí, muy contenta, y fui hacia mi bolso para celebrarlo con el cigarrillo de la victoria. Entonces, una voz me hizo pararme y sonreír.

«Te echo de menos. Sobre todo te echo de menos encima de la alfombra del salón. La cosa es que me tumbo y… no me da el mismo gusto que cuando estabas tú. Bueno…, pues nada. Llámame cuando llegues. Espero tu llamada con la chorra en hielo».

Las semanas siguientes fueron muy estresantes. Al menos lo fueron para mí, pero no porque estuviera acostumbrada a unas jornadas laborales de risa, sino porque estaba pendiente de un hilo una posible colaboración con una importante revista para mujeres que me reportaría mi buen dinerito al mes. No sería un sueldazo, seguro, pero me daría para ir tirando y abriendo más posibles puertas.

Debo confesar que lo primero que hice fue descolgar el teléfono y llamar a Bruno para darle la buena noticia. Y él se alegró como si le afectara en primera persona. ¿Me parecía a mí o nos tratábamos ya como si fuésemos una pareja que se lo toma en serio?

Cuando pude hablar con Jose (Jose siempre comunica, tarda tanto en coger el teléfono que te hace desesperar o directamente no contesta), concertamos la comida con la editora de la revista para el miércoles de aquella misma semana. Yo tenía que llevar varias propuestas, por si acaso, para que vieran que era una persona proactiva, creativa y llena de ideas, y parafraseo al bueno de Jose, al que me da la sensación de que la editorial daría un plus si conseguía aquella «publicidad» gratuita para ellos. Pero eso sí, a aquella comida tenía que ir sola. Sola ante el peligro.

Me pasé toda la noche del lunes sentada frente al ordenador, recolectando cosas que tenía ya escritas por ahí que, tras darle algo de forma, podían ser presentables. También estuve escribiendo. No recuerdo cuántos cafés pude tomarme, pero fueron muchos. El martes me acosté a las siete de la mañana, dormí hasta las once y después de una ducha y otro cafecito, me puse a trabajar. Quería poder acostarme pronto y no tener cara de zombi en la reunión.

El miércoles, cuando salí del metro a una manzana del restaurante, llamé una a una a mis chicas y lloriqueé un poco, presa de los nervios. Todas ellas me vitorearon, me dieron ánimos y me cantaron arengas militares. Después cogí aire, me miré en el reflejo de un escaparate para asegurarme de que todo estaba en orden y me fui decidida, porque la suerte es una actitud.

Localicé a la editora en la barra del restaurante, tomándose una copa de vino blanco. Tenía el pelo castaño en media melena, una sonrisa deslumbrante y unos ojos marrones grandes y expresivos. Me cayó bien solo con verla. Además, no podía ser más glamurosa. Llevaba unos pantalones vaqueros capri, una blusa blanca con botones dorados y un perfecto de cuero im-pre-sio-nan-te, además de caminar encima de unos stilettos de Salvatore Ferragamo capaces de hacerme suspirar de deseo. Nos saludamos con dos besos y le pedí disculpas por la espera, pero me confesó que se había adelantado, queriendo escapar del ambiente de histeria colectiva que se respiraba en la redacción a días del cierre. Me hizo sentir segura y cómoda. Y, además, le encantó mi look.

—Oh, Valeria, dime, ¿qué color de pintaúñas llevas? ¿Es Vendetta, de Chanel?

—Pues… sí —dije sorprendida—. ¡Qué ojo!

—Ojo clínico —contestó mientras nos acomodábamos en la mesa que ella misma había reservado—. Me encanta el efecto ahumado que le has dado a tus ojos con la sombra. A las chicas de belleza les caerías bien de inmediato. ¡Por no hablar de las de shopping, que ya se habrían desmayado al ver esos maravillosos vaqueros de DKNY!

Dios, era como hablar en un idioma que, a pesar de entender, no podía manejar con naturalidad.

—Una compra de última hora —confesé, escueta pero sonriente.

Nicoletta, que así se llama, era una mujer sabia, de esas que sabe hacer las cosas de la manera más natural posible, así que, en lugar de abordar el tema de los negocios a bote pronto, inició una conversación educada y relajada sobre tendencias, mi trabajo anterior, mi formación, los años de universidad y algún viaje. No sé si evaluaba mi background, pero, si lo hacía, era una manera muy elegante de hacerlo. Me sentí, por primera vez, con la capacidad de poder expresar de mi formación todo lo que el encorsetado currículo no me permitía.

Al tratar el tema de Oda, se confesó una seguidora de mis novelas. Había leído En los zapatos de Valeria porque se lo había hecho llegar la editorial y confesó que había conseguido, bajo mano, el borrador de la segunda parte. Así que, inevitablemente, hablando de mi trabajo como escritora y de mi experiencia, tocó abordar también mi vida sentimental.

—Y dime, ¿Víctor existe en toda la plenitud con la que lo imaginamos en la redacción?

—Bueno. —Me reí—. No sé con qué plenitud lo imagináis, pero, sí. Me temo que sí. Pero si te digo algo más, te estoy spoileando.

—Habrá tercera parte, entiendo.

—Sí.

—¿Estás con ella ya? —dijo, apoyándose en la mesa de una manera sumamente estilosa.

—Estoy viviéndola, me parece.

Sonrió.

—¿Sabes? No creo que todo el que lo lea sepa que es una historia de verdad.

—Mejor así. Mi madre no está demasiado contenta y eso que le he dicho que la mitad es inventado.

—Ya, me imagino lo que diría mi madre. Dime, ¿ahora sales con alguien?

Me eché a reír, sintiéndome cómoda a pesar de la pregunta.

—Sí. Creo que sí.

—¿Es Víctor? Ay, no, no me lo digas. —Se rio—. Esperaré a la tercera parte.

—Al menos unos meses.

—Al menos unos meses —repitió—. Ahora dime, ¿qué harías si tuvieras media página en nuestra revista?

—¿Media página? Uhm…, creo que necesitaría una entera. —Le guiñé un ojo.

Debí de contestar exactamente lo que Nicoletta quería escuchar, a juzgar por su sonrisa. Después tomamos otra copa de vino, comimos, compartimos un postre y charlamos como si fuéramos viejas conocidas. Sí, pintaba bien.

Nos despedimos en la puerta del restaurante con un «hablaremos pronto» en sus labios y con ella desapareciendo en un taxi. Se llevaba una carpeta llena de mis proyectos bajo el brazo.

Jose me llamó unos días después para decirme que había recibido magníficas referencias mías y que, aunque no sabía nada de la revista, mi libro saldría en mayo. Diez meses después del primero.

—Eso te dará tirón. Como la pescadilla que se muerde la cola. Prepara la tercera, chata.

Que alguien confíe tanto en el tirón de algo que has escrito tú es increíblemente reconfortante. Pero a la vez terriblemente angustioso. ¿Y si realmente no funcionaba? ¿Y si no se vendía? No tenía por qué no funcionar. El anterior había tenido una salida a la venta tímida, pero había ido remontando, circulando de boca en boca. Igual que Oda, aunque Oda nos dio más alegrías al nacer, porque empezó aparentemente fuerte, llevándose un premio por el camino.

Si eso mismo me sucediera ahora no creo que dejara mi trabajo, como hice entonces. Aunque al final la cosa no salió tan mal. ¿Qué puedo decir? Me las arreglé bien.

Y es que todo lo que me había pasado, y cuando digo todo me refiero a mi tambaleante situación económica, a mi matrimonio fallido, mi posterior divorcio y el añadido de la relación hundida con Víctor, todo, me había pasado por ser una niña. Me creía muy mujer cuando tomé la decisión de casarme, pero no tenía en cuenta todos los reveses que te da la vida. Y que fueran todos como estos.

Y como mi boda, todo lo demás. La inmadurez te dificulta mucho la gestión de todos esos asuntos con los que las mujeres nos encontramos haciendo malabarismos en nuestra vida. Y cuanto más te ayuden los demás, cuanto más arropada estés, más tardarás en salir del cascarón, donde confieso que se estaba muy calentito.

Después de la llamada de Jose, con la edición de mi tercera novela en la cabeza, la segunda sobre mi propia experiencia, no pude evitar dejarlo todo de lado durante unos días. Me enclaustré y pensé, pensé, pensé. Pero no era un pensar de esos que te lleva a algún lado. Era un pensar que te deja a la deriva, adormecida.

Cuando desperté de entre los muertos me di cuenta de que ya era el mes de marzo y que dejaba de hacer frío. Y ya hacía casi tres meses que conocía a Bruno. Y ya hacía casi tres meses que Víctor y yo habíamos roto. Y hacía seis meses que había firmado los papeles de mi divorcio. Y hacía nueve meses que Adrián se había ido de casa.

Bruno y yo, por supuesto, seguimos llamándonos por teléfono todos los días, algunos hasta dos veces. Y juro que me daba rabia no poder olerlo mientras le hablaba o besar su cuello mientras escuchaba su voz. Pero, claro, él tenía más labores que sentarse a escribir frente a un ordenador, cuestión que podría haber hecho en mi casa en los ratos en los que mi obsesión por devorarlo entero se lo permitiera. Era articulista para alguna que otra publicación, además de participar en un programa de radio. Y, para más inri, era padre. Claro, a la niña uno no podía cogerla, meterla en una mochila y marearla de aquí para allá, «mira, esta es la amante de tu papá». Y me moría de ganas por volver a estar con él. Pero, desde luego, aquellas no eran condiciones para empezar una relación propiamente dicha, ¿no? Además… ¿quería?