30

ASTURIAS, PATRIA QUERIDA

Para ser sincera diré que no esperaba que ninguna cambiara de opinión sobre Bruno, sobre todo sin tener la oportunidad de conocerlo antes. No es que no estuviera de acuerdo con ellas en que no estaba muy ducha en lo que a relaciones se refería y también era consciente de que Bruno sabía mucho de la vida, pero al final me había terminado convenciendo de que quien no arriesga no gana. Y había algo que me empujaba hacia él. Llamémosle X… o atracción sexual.

Sí, es cierto, aún no estaba recuperada de lo de Víctor, pero tenía que seguir con mi vida del mismo modo que él había continuado con sus rutinas. Sus chicas, sus salidas de fin de semana, sus sábanas revueltas… ¿Qué sentido tenía llorarlo durante meses en la más estricta soledad? Bruno había pasado por allí y había tendido una mano hacia mí que… ¿por qué no coger? Necesitaba divertirme.

No me lo pensé. Total, ya había comprado los billetes con la excusa de que eran tan baratos que podía perder el vuelo si al final no me convencía. Pero ¿por qué no me iba a convencer irme a una casa en pleno prado a disfrutar frente al fuego del hombre al que estaba conociendo? Bueno…, del hombre con el que me iba a acostar. Eso seguro.

Así que allí me encontraba, arrastrando la maletita hacia la puerta de salida de mi vuelo, en el aeropuerto de Asturias, cerca de Avilés, esperando ver a Bruno entre la gente. Y lo que me pareció más tierno fue que me temblaran las rodillas y que el estómago se me pusiera en la garganta en cuanto lo vi, sonriendo en una mueca de lado, con ese gesto algo perverso.

Dio unos pasos hacia mí, se sacó las manos de los bolsillos y nos quedamos mirándonos.

—¿Qué tal el vuelo? ¿Pudiste dormir algo?

—Oh, por Dios, bésame ya. —Me reí.

Bruno me envolvió en sus brazos y nos fundimos en uno de esos besos de película en blanco y negro que empezó casto y terminó siendo más bien digno de pantalla de cine X en el centro de la ciudad.

—No me puedo creer que estés aquí —dijo apoyando su frente en la mía.

—Ni yo.

Bruno tenía un coche familiar con sillita de niño en la parte de atrás y parasoles con dibujos infantiles en las ventanillas traseras. Al verme con los ojos puestos en estos, hizo una mueca y, encogiéndose de hombros, dijo:

—Soy papá y tener una niña conlleva estas cosas.

—No me molesta. Me parece tierno.

—¿Te gustan los niños? —preguntó mientras metía mi trolley en el maletero.

—Mucho.

—Pues tú tranquila, que yo esta noche te hago uno.

Le di un golpe en el brazo y él aulló.

El camino se me hizo eterno. Quizá fueran los nervios. No lo sé, pero la cuestión es que la sinuosa carretera que atravesaba el valle me estaba poniendo enferma. Curva a la derecha, curva a la izquierda, terraplén, camino de cabras y vuelta a empezar con las curvas.

Tragué bilis y cerré los ojos, mientras escuchaba a Bruno describir el salón, con la chimenea, frente a la que leeríamos y nos besaríamos. Creí escuchar algo sobre mis tetas moviéndose al ritmo de algo, pero no estaba para monsergas, así que pasé de todo.

—¿Estás bien? —me preguntó Bruno—. He dicho una barbaridad y no me has arreado.

—¿Falta mucho? —inquirí con un hilo de voz.

—Un poquitín. —Asentí y respiré hondo—. Joder, estás amarilla. ¿Tan mal conduzco? —Me miró otra vez, y devolvió la mirada rápidamente a la carretera—. ¿Paro? Cruzamos este pueblo y a dos kilómetros está mi casa, pero mejor paramos en el pueblo y te tomas un café, ¿no?

—No, no… Mejor en tu casa. Este camino se me está haciendo larguísimo.

—Ábrete la ventanilla un poco.

El coche dio un pequeño acelerón; Bruno pisaba a fondo el acelerador. Y no era por lo que yo esperaba que Bruno tuviera ganas de acelerar. Creo que temía pasar la mañana del miércoles limpiando vómito de su coche.

Al llegar ya me encontraba un poco mejor. Lo primero porque por fin estábamos allí; lo segundo porque era precioso, y en tercer lugar porque prometía muchas cosas, todas muy interesantes.

Aun así, me sentó en una silla en una amplia cocina y puso en marcha una cafetera eléctrica. Después salió y volvió al cabo de unos segundos con una manta en la mano, que me echó por encima.

—¿Qué haces? —me quejé.

—Déjame ver. —Me apoyó los labios en la frente y negó con la cabeza—. No, no tienes fiebre.

—¡No estoy enferma! —Me reí—. ¡No hagas de padre conmigo!

Se alejó un par de pasos y me miró poniendo los brazos en jarras.

—Estás hecha un asco.

—Gracias. —Sonreí débilmente.

—De follar ni hablamos, ¿no? —Le lancé una patada—. Venga, túmbate un rato en el sofá. Voy a encender el fuego y cuando te encuentres bien, si eso ya me la chupas. —Repetí el movimiento de pierna y él, esquivándola de nuevo, se echó a reír—. Sabes que estoy de coña. Con que me la toques un poco me doy por satisfecho.

—Imbécil.

—Así me gusta. Tus insultos significan que estás volviendo en ti.

—¡Que estoy bien!

—Bueno, bueno, pues déjame que te mime un poco.

Me sujetó por detrás de las rodillas con el antebrazo derecho y, en un movimiento, me levantó a pulso y me llevó en brazos hasta el salón, donde me dejó en un sofá mullido. Me colocó un cojín debajo de la cabeza y se dirigió a una preciosa chimenea de piedra.

—¡Estás loco! —me reí.

—Ahí quietecita.

Sonrió y se dedicó a encender el fuego. Tras unos minutos me senté y le pregunté dónde estaba el aseo.

—Saliendo, la primera puerta a la derecha, frente a las escaleras.

Entré. Todo en orden. Un aseo limpio, blanco y algo impersonal. Una toalla bien doblada del mismo color berenjena que el detalle del zócalo de los azulejos de la pared. Abrí el grifo del agua fría, me mojé la cara y la nuca y después me arreglé el maquillaje y los chorretones de rímel que tenía bajo los ojos. Respiré hondo y mientras salía me di cuenta de que no me sentía como quien va a casa de un desconocido. Me sentía… bien.

Al volver a entrar en el salón el crepitar del fuego me hizo sonreír. Bruno se levantó de frente a la chimenea y respondió a la sonrisa.

—¿Mejor?

—Ya te he dicho que estoy bien. Solo cansada.

—¿Te enseño la casa?

La cocina por la que ya había pasado era una estancia amplia y muy luminosa, con una mesa de madera cuadrada y cuatro sillas a juego. Todo lo demás, típico en una casa como aquella, era muy rústico. Junto a la cocina había dos puertas. Una, la de una alacena ordenada, con estantes de madera y los típicos botes grandes de cristal con azúcar, sal, harina…; ¿sería además apañado para las labores del hogar o tendría quien le ayudara? La otra puerta daba al jardín trasero.

El salón también era grande. Tenía una mesa al fondo, amplia, como para ocho personas, de madera robusta pero de líneas sencillas y unas sillas. Las paredes estaban plagadas de estanterías atestadas de libros viejos, nuevos y enciclopedias. En un rincón, un sillón de orejas junto a una mesita y una lámpara de pie. En el centro, frente a la chimenea, un sillón marrón, liso, sin estampados y mullido, donde había estado echada hacía un rato.

Subimos un primer tramo de escaleras y en un pequeño descansillo descubrimos tres puertas. Una era otro cuarto de baño, este con cortina de ducha con dibujitos y en el lavabo un cepillo de dientes y otro de pelo cuyos mangos eran muñequitos. Claramente el baño de su hija.

La otra puerta, por supuesto, una habitación infantil preparada, limpia, ordenada y luminosa. Me encantó el detalle de que también estuviera llena de libros. ¿Qué si no, si tu padre es escritor?

La tercera puerta era su dormitorio, donde ya estaba mi maleta. Bien, no sé por qué me sonrojaba; siempre estuvo claro que compartiríamos habitación, ¿no?

En el centro había una gran cama cubierta por una funda nórdica blanca impoluta y el cabecero era una pequeña repisa de obra, sobre la que se abría una gran ventana y se apoyaban marcos de fotos de su hija desde que era un bebé. En las paredes, más estanterías, más libros y a cada lado de la cama una mesita de noche pequeña; en el que deduje que era su lado de la cama, un despertador de los de cuerda, un libro cerrado y unas gafas de pasta sobre él. En un rincón, a la izquierda de la puerta, había un sillón, parecido al que tenía en el salón, y junto a él, otra lámpara de pie y una mesita. A la derecha de la puerta, una cómoda sobre la que se apoyaba una preciosa foto en blanco y negro de los que supuse que eran sus padres el día de su boda. Junto a esta, una puerta que daba, claramente, a un cuarto de baño con bañera. Nos imaginé al momento dentro de aquella bañera, comiéndonos a besos. Creo que se me subieron los colores hasta las orejas.

—Tienes una casa preciosa.

—Gracias. Pero espera, aún no has visto mi parte preferida.

En el descansillo había otro tramo de escalera que subía un piso más y que me había pasado por alto. Conté ocho peldaños hasta subir a la buhardilla, completamente de madera, donde reinaba un escritorio enorme lleno de papeles bien colocados y un ordenador. Entre más estanterías y más libros, una máquina de escribir antigua y dosieres numerados, había un sofá, una mesita baja sobre la que descansaban un paquete de tabaco y un cenicero y una televisión enorme alrededor de la cual había millones de DVD.

—Tu cine privado —dije sonriéndole.

—Cine, estudio y a veces dormitorio. Si no está Aitana vivo prácticamente aquí. ¿Tienes hambre?

—Eh…, sí. —Sonreí.

—¿De mí o de algo más comestible?

—Si espero encontrar chicha en ti… —Me reí.

Me dio una sonora palmada en el trasero y me dijo que bajara.

—Voy a enseñarte el patio.

Salimos por una puerta que había en la cocina hacia la parte de atrás. En medio tenía un caminito de gravilla y a ambos lados un tupido y verde césped cuidado, salpicado aquí y allá de flores blancas. Sobre el césped había dos hamacas de teca y una pequeña mesa también de madera barnizada. En el lado contrario se hallaba un minúsculo huerto donde se veía alguna pequeña mata de tomates y algunos pimientos.

—¿Quieres deshacer la maleta? Te he separado un par de perchas por si querías colgar algo.

—Gracias —respondí mientras sus brazos me envolvían la cintura por detrás—. ¿Esta semana no tienes a tu hija?

—Fui a llevarla al cole esta mañana. Le comenté a Amaia que tendría compañía y me dijo que, si no me molesta, prefiere que la niña se mantenga al margen de estas cosas hasta que…, ya sabes, vaya en serio.

—¿En serio? —Arqueé las cejas.

—Sí, ya, ya lo sé, soy un rollete —dijo sonriendo.

—Es entendible.

—¿Lo del rollete?

—No, la postura de tu ex.

—Lo sé. Esperemos pues que llegue ese día, ¿no? —Lo miré de reojo y me mandó arriba—. Ve a deshacer la maleta. Te dejé vacío también el primer cajón de la cómoda, por si quieres guardar algo.

—¿Dónde habrás escondido todo el porno que tendrías allí metido?

—Debajo de la cama. Y no mires, no vayas a descubrir que me va algo que te asuste. —Bruno sonrió ampliamente y, después de darme un beso escueto en los labios, añadió—: Ahora subo yo.

Cuando cerraba la maleta vacía y la metía debajo de la cama (y aprovechaba para echar un vistazo por si era verdad lo del porno), Bruno entró en la habitación con una bandeja con algo de comer y una botella de cristal verde sin etiquetar bajo el brazo. Lo dejó todo en la mesita que tenía junto al sillón orejero y me enseñó la botella.

—Sidra. Qué menos, ¿no? Bienvenida a Asturias.

—¿Quieres emborracharme?

—Quizá. —Su boca volvió a dibujar una de esas malévolas sonrisas que tanto me gustaban—. Venga, señorita, vaya desnudándose.

Bruno abrió la botella y mientras él lo hacía y servía, yo, confiando en que no se le antojara ponerse a escanciar allí en medio, me quité la chaqueta de lana y el cinturón con el que la llevaba sujeta y ceñida a la cintura. Después pensé: ¿qué demonios? Y sin que se diera ni cuenta, me quité las botas y la blusa blanca, que dejé, junto a la chaqueta, sobre la cómoda. Me desabroché el pantalón vaquero y me lo quité a toda prisa, junto con los gruesos calcetines. Cuando se giró, yo estaba en ropa interior.

—¡Oh, Dios santo, me lees el pensamiento! —Sonrió.

—Lo dijiste en voz alta.

Me eché a reír y me tumbé sobre la colcha, con la piel de gallina, mientras Bruno se quitaba el jersey de lana marrón, la camiseta blanca de debajo, se desabrochaba el cinturón y dejaba caer el pantalón. Cuando se echó sobre mí en la cama solo llevaba puestos los calzoncillos.

Nos besamos profusamente y volví a dejarme llevar por el baile de su lengua, cálida, húmeda y fuerte, dentro de mi boca, guiando a mi lengua por donde él quería. Después me besó la barbilla, bajó por mi cuello y me desabrochó el sujetador. La luz entraba sin pudor alguno en la habitación y mis pechos se descubrieron delante de sus ojos oscuros y su boca, que sonrió perversa.

—Eres perfecta.

—Ya, claro.

—Algo tendré que decir para llevarte al huerto, ¿no?

Su erección se me clavó en el pubis y gemí cuando al retorcerse me rozó intensamente y me presionó el clítoris. Él también gimió y, sin hacer más preguntas, me bajó la ropa interior y fue lamiéndome el estómago en dirección descendente, separándome las piernas. A pesar de que el sexo oral siempre me pareció tremendamente íntimo, no lo paré en su recorrido. Controlé mis nervios y me dije que no pasaba nada, que era algo natural. «Dejaste que Víctor lo hiciera y, después de todo, él no fue especial, ¿no?».

Cuando estaba a punto de meter la lengua allá abajo y yo esperaba entre nerviosa y excitada, un peso cayó a mi lado en la cama con una especie de gorjeo y de un salto, sobresaltada, cerré las piernas, apresándole a Bruno la cabeza entre ellas.

—¡Eh! —se quejó.

—¡Joder, qué susto!

Un gato enorme blanco y negro ladeó la cabeza, mirándonos, y lanzó un maullido ronroneante.

—Es Anisaki, ni caso.

«Claro, me apetece mucho que me dediques un cumplido asalto de sexo oral mientras tu gato mira».

—¿De dónde ha salido? —le pregunté tratando de controlar la respiración.

—Pues no lo sé. De debajo de la cama, del averno, vete tú a saber…

Una cabeza de la misma envergadura, esta anaranjada, se encaramó a la cama y después, de un salto, otro gato gigante subió y se quedó mirándonos.

—Este es Sanguijuela.

—Qué nombres más bonitos —dije sardónicamente al tiempo que notaba un beso en mi monte de Venus.

—Bueno…, ignóralos. Se irán. —Y el calor de su aliento se acercó un poquito más.

—Bruno… Bruno… —Lo aparté de entre mis piernas—. Me cortan el rollo.

Bruno bufó, se levantó de la cama, los cogió y los llevó fuera. Después cerró la puerta y me fijé en el bulto que llenaba su ropa interior.

—¿Podemos seguir? —Levantó las cejas ilusionado—. Y no me digas que no o esta noche los hago a la brasa.

—Ven. —Sonreí.

Bruno se tumbó sobre mí y nos besamos, rozándonos. Se escuchó un coro de maullidos a través de la puerta y lo miré con ojos de cordero degollado.

—¿Los mato? —dijo con carita lastimera.

El sonido del teléfono me evitó tener que contestar y Bruno, estirándose aún sobre mí, alcanzó el auricular.

—¿Sí? Ah, hola, Amaia.

Se acostó a mi lado y yo alcancé las braguitas y me las puse.

—Sí, se lo olvidó aquí en la cocina esta mañana. Lo dejé en su habitación. ¿Te lo llevo? Si quieres se lo llevo mañana al cole. —Hizo una pausa—. ¿No? Bueno, vale. Ya está. Claro. Cuídate. —Colgó—. Aitana se dejó su cocodrilo y pensaba que lo había perdido.

—¿Tiene un cocodrilo? Vaya, vaya, qué aventurera.

—Es un muñeco, bueno, ya lo imaginarás. Ella lo llama crocrodilo. No hay manera de que lo diga bien.

Sonreí y él sonrió también. Miré hacia su entrepierna y lo vi todo… normalizado.

—Bajó —dije.

Se miró y, lanzando una carcajada, asintió.

—Amaia es como el bromuro para mí. Es oírla y anular mi libido. Ese debe de ser su superpoder. Eso y ser superpesada. —Me reí y él, negando con la cabeza, me pidió perdón—. Primero los gatos y después mi exmujer. ¿Qué es lo siguiente?

—Mi madre.

—No, no, a tu madre ya le dije que no viniera hoy a verme, que quería poder echarte un polvo. —Me miró y suspiró—. Te has puesto las braguitas, así que deduzco que no…

—Tenemos cinco días. Tómate las cosas con calma.

—Si esta situación se alarga, voy a volver a tener poluciones nocturnas.

—Llorica —me reí.

Comimos en la cama y nos bebimos la botella de sidra, que estaba buenísima, todo sea dicho. Después nos volvimos a tumbar en la cama y, a pesar de que él solo llevaba un pantalón de pijama y yo un camisón… y de que hasta volvimos a besarnos, Bruno parecía haber decidido que aún no era momento para ir un paso más allá.

Me desperté a las ocho de la tarde, cuando ya había oscurecido. Me levanté, fui al baño, alcancé mi bolsa de aseo y me desmaquillé. No tenía ningún sentido andar por allí con un antifaz negro que mantuviera en secreto mi identidad y, además, quería asegurarme de no dejar la almohada manchada, si no lo había hecho ya. Cuando salí, Bruno se removía bajo el edredón de plumas. Fuera todo estaba negro, como la boca de un lobo. Me dejé caer a su lado en la cama y él abrió los ojos y me miró. Después una sonrisa plácida se dibujó en su boca.

—He soñado… un montón de cosas —dijo.

—¿Con qué has soñado?

—Contigo.

—¿Conmigo?

—Sí.

—¿Y qué pasaba?

—Y a partir de aquel momento, solo le rezaría a ella. Mi diosa —susurró.

Salimos al jardín trasero abrigados y cargando dos mantas. Bruno colocó una sobre la cerca de piedra y me animó a sentarme sobre ella, de cara al prado. Después dejó la otra en mis brazos y me pidió que me acomodara.

Sus pasos crujieron sobre la gravilla del camino y unas tenues luces iluminaron el jardín. Me quedé mirando la negrura y, cerrando los ojos, cogí aire. Todo olía a hierba mojada, a alguna flor dulzona y a frío. Víctor y yo queríamos visitar Asturias y Galicia en primavera. Hacer el viaje en coche, parar donde nos apeteciera, dormir donde quisiéramos… Y nos sentaríamos de noche a mirar el paisaje mientras sentíamos en los huesos el frío y la humedad del norte.

Los pasos de vuelta de Bruno me devolvieron a la realidad. Lo encontré detrás de mí, tendiéndome una copa de vino y con una pipa en la mano.

—¿Fumas en pipa?

—Cuando me siento aquí sí. ¿Nunca lo has probado?

—No.

Se sentó a mi lado y nos cubrimos con la manta; le di un trago a la copa y Bruno encendió su pipa creando una nube de humo a nuestro alrededor.

—Huele bien —dije.

—No es el tabaco.

—¿Y qué es?

—Lo que se está cocinando entre los dos.

Lo miré de reojo y sonrió. Me tendió la pipa y después se colocó justo detrás de mí, de modo que pude apoyar la espalda en su pecho. Bruno nos envolvió a los dos en la manta y le di una calada a la pipa mientras su nariz paseaba por mi cuello. Lo besó.

—¿Desde cuándo tienes esta casa?

—Va a hacer cuatro años.

—¿Aún estabas casado?

—No. La compré nada más divorciarme.

—La niña sería pequeña. —Pensé en voz alta.

—Un bebé.

—Y desde entonces… ¿has salido con alguien?

—Pues… Al principio no me quedaron muchas ganas. Creo que los dos pensábamos que podía arreglarse. Amaia y yo lo intentamos, por Aitana, pero es imposible. Hace un par de años conocí a una chica, pero tampoco funcionó.

—¿Y por qué no funcionó?

—¿Quieres que te diga la verdad o te lo enmascaro elegantemente?

—No me digas más. Te acostaste con su mejor amiga, con su hermana o algo por el estilo.

—No. —Se rio—. La verdad es que era demasiado apocada para mí. Demasiado formal.

—Eso suena a elegante enmascaramiento.

—Y no me seguía el ritmo. —Cuando intuyó que iba a seguir preguntando añadió—: En la cama.

Me giré para mirarlo.

—Creo que eso me asusta.

—No, no te asusta. —Lo vi sonreír y su mano me quitó la pipa de la mía para colocarla en su boca—. A decir verdad estás impaciente por saber cómo me las gasto.

—No tengo mucho donde comparar.

—Por lo que he leído, Víctor tampoco se anda con chiquitas, ¿no?

—Bueno… —Me costó tragar.

—Pero no va a ser así. —Me rodeó la cintura con los brazos.

—¿Y eso?

—Soy brusco —susurró junto a mi oído—, no me ando con galanterías. Espero que no te importe.

—Suena a egoísta —le pinché.

—Si tienes alguna queja formal después de haberlo probado, ya lo hablaremos —siguió susurrando.

—¿Por qué tú y yo siempre estamos hablando de sexo?

—Supongo que porque no lo practicamos. Quienes no lo hacen se dedican a hablar.

Una de sus manos bajó hasta la cinturilla de mi pantalón y se metió dentro. Yo actué como si no estuviera allí.

—Qué calma. No se oye absolutamente nada. Y… creo que no había visto tantas estrellas en mi vida. ¡Ni en el planetario! —Su mano estaba empezando a ponerme nerviosa y había activado mi verborrea.

—Ya. —La otra mano me desabrochó el cinturón y el primer botón de los vaqueros.

—¿Quieres vino? —le dije—. Está muy bueno.

—Tengo las manos ocupadas.

—Eso ya lo noto.

Su dedo corazón buscó un hueco en mí y en un movimiento repetitivo, arriba y abajo, empezó a acariciarme. Yo gemí, despacito, esperando que ese no fuera el momento elegido por la vaca Lucinda para hacer su aparición estelar.

—Coge la pipa, por favor.

La cogí y la apoyé en la cerca, junto a la copa de vino. Su boca, caliente, me puso la piel de gallina en el cuello mientras su mano seguía moviéndose dentro de mi ropa interior.

—Dime una cosa —me susurró al oído.

—Tú dirás. —Carraspeé tratando de disimular mi respiración entrecortada.

—¿Prefieres la cama o la alfombra del salón?

—La alfombra del salón —contesté.

Bruno era brusco, eso era verdad. No tuvo demasiados miramientos en levantarme al vuelo por el trasero y encajarme en su cuerpo de camino al salón. Tampoco los tuvo al tumbarse conmigo enganchada debajo ni al quitarme la ropa. Contagiándome, tampoco yo fui cuidadosa al quitarle la suya.

Su lengua… ¿Cómo podía Bruno besar tan absolutamente bien? Besarlo era como… Era… Creo que no sabría explicarlo. Era como volver a los primeros besos, esos que te parecían un mundo, que no terminaban. Los primeros besos húmedos, que van pidiendo más. Y su lengua invadiéndome, recorriendo mi boca…

—Al menos ya sé que no te gusta andarte con rodeos —sonreí.

—No. Y digo tacos y guarradas. Avisada quedas.

El crepitar de los troncos en el fuego casi se había extinguido, pero con la poca luz que quedaba en la habitación vi a Bruno bajar hasta tener la boca a la altura de mis braguitas. Acto seguido, sus manos las bajaron y las tiraron por encima de su hombro.