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NO PUEDO CONFESAR

Las mujeres somos muy de esconder los detalles que nos hieren o que nos hacen sentir humilladas por no hacer leña del árbol caído. Y actuamos así porque no queremos aceptar que lo estamos permitiendo. ¿Cómo iba yo a decir nada sobre el sujetador en cuestión? Me callé. Me callé como una mujer de vida alegre a pesar de que Lola me llamó para asegurarse de que tenía impresos los billetes de avión, de que Carmen también me telefoneó para preguntarme por decimoctava vez dónde cojones íbamos y de que hasta Nerea me había dejado un mensaje en el contestador pidiéndome que le devolviera la llamada.

Eso sí, al llegar a casa, en un ataque de rabia, le di una patada a lo primero que tuve a mano, que fue el revistero. Hundí el pie en él, haciéndolo astillas y dejando tiradas por todo el salón las revistas que contenía. Después me senté en el suelo y me eché a llorar. ¡A llorar! ¡Yo! Puto Víctor. Puto año de mierda. ¿Por qué no podía llegar otra vez el mes de abril y por qué no podíamos Víctor y yo volver a conocernos?

Seguramente porque volvería a cometer los mismos errores.

En el fondo sabía que él tenía derecho a hacer con su tiempo libre lo que quisiera, pero… ¿y su promesa de que no habría más mujeres? Porque ¿para qué narices necesitaba más sexo?

Mientras sacaba la maleta de debajo de la cama, con las mejillas empapadas de pura rabia, hice un repaso mental a la última semana. El viernes salí a tomarme unas cervezas con las chicas y Víctor había pasado a recogerme, motu proprio, para llevarme a casa, pero habíamos terminado yendo a la suya y haciéndolo en el sofá. Y para más señas fue magnífico y supersalvaje. Creo que Víctor aún llevaba la marca de mis dientes en su hombro izquierdo.

El sábado comimos juntos, después me fui a mi casa y por la noche salimos a tomarnos unas copas, nos emborrachamos y al llegar a casa caímos inconscientes sobre mi cama. Habíamos ido al cine el domingo y después habíamos terminado otra vez en mi casa, haciendo guarreridas españolas (o francesas, más bien) que terminaron, como siempre, con repetición en la ducha. Y lo de la ducha fue de película X. Satisfactorio, animal y muy morboso. El lunes se había pasado por mi casa y lo habíamos hecho en la cocina. Después cenamos sushi de aguacate y salmón que nosotros mismos cocinamos juntos entre besos y toqueteos. El martes… El martes había sido la noche anterior. Así que, resumiendo, o sus días tenían más horas que los del resto de los mortales o había aprovechado el sábado por la tarde entre una cosa y otra para follarse a una furcia de pechos pequeños con sostén de satén sintético.

Joder. Hijo de la gran puta. ¿Cuánto sexo necesitaba? ¿Qué era lo que pasaba con él? ¿El problema era la variedad? ¿Era eso? ¿Necesitaba montárselo con un montón de pequeñas vaginas jóvenes y vibrantes para mantener sentirse siempre joven?

Quizá lo lógico hubiera sido llamarlo y pedirle explicaciones, pero me sentía tan humillada y tan tonta… Además, esperaba que surtiera algo de efecto mi montaje especial con sostén y celofán. Sonaba a título de escultura de arte contemporáneo. Podría valer como metáfora de la estupidez femenina, supongo.

Me concentré en hacer la maleta. ¿He contado para qué hacía la maleta? ¡Qué cabeza la mía! Era la despedida de soltera de Carmen. Se casaba en seis meses. Sí, ya, nos lo habíamos tomado con mucha previsión, pero temíamos acabar dentro de un canal con la bicicleta de alquiler enganchada en uno de los brazos y las dos piernas rotas; queríamos dar tiempo a que se soldara una posible fractura ósea y que la novia no tuviera que ir al altar en silla de ruedas. Nos íbamos a Ámsterdam.

Lola había conseguido unos billetes de avión tirados de precio, así que los compró al instante sin preguntarnos ni a Nerea ni a mí, y menos aún a Carmen, que se enteraría del destino al día siguiente en el aeropuerto.

Lola había vivido allí durante un año, mientras estudiaba con una beca Erasmus hacía un trillón de años; le encantaba la ciudad y más en invierno. Corría ya el mes de diciembre, así que su pasión nos aseguraba una guía de excepción.

Comprimí en mi maleta de mano cuatro jerséis de cuello alto, tres pares de vaqueros, un par de vestidos, medias tupidas, ropa interior, un pijama, los útiles de aseo y un par de collares. ¿Cómo lo hice? No sé muy bien. Lo único que sé es que debió de ser el cabreo, que me hizo más minuciosa. Eso sí, iba a tener que combinarlo todo con las mismas botas.

Después me senté con la intención de escribir un rato pero lo único que pude hacer fue fumar un cigarrillo tras otro y llamarme tonta diez mil veces. Me abstraje mirando a través de la ventana y casi sin darme cuenta pasó el día.

Maldito Víctor.

A las ocho de la tarde sonó el timbre de mi casa. Era él, claro. Y el caso es que sabía que no pasaría por su casa, que conociéndolo iría al gimnasio y después vendría directamente a la mía. Si no quería verlo lo más fácil hubiera sido llamarlo y decírselo. No sé por qué no lo hice. Supongo que, a pesar de todo, quería verlo. Y allí estaba.

Abrí la puerta y lo encontré de pie, tranquilo y sonriente, con aquel traje gris que tan bien le quedaba. Al menos podría haber tenido la decencia de venir a verme en chándal y ponérmelo un poco más fácil. Bueno, ¿a quién quería engañar? Me gustaría hasta vestido de lagarterana. Pero fui fuerte y le lancé una mirada no muy amable mientras me apoyaba en el marco de la puerta.

—¿Qué haces aquí? —le dije.

—Eh… —Dudó un momento—. Anoche te dije que vendría. Así mañana te llevo al aeropuerto. ¿No?

—Vete a casa.

—¿Qué pasa? —Frunció el ceño.

—Ve a tu casa. Date una vuelta por el recibidor y si sigues teniendo dudas, me preguntas.

Cerré la puerta suavemente y me quedé mirando a la nada. A los dos segundos, los nudillos de Víctor dieron en la puerta y noté cómo se apoyaba sobre la madera.

—Valeria, ¿quieres abrir? —No contesté—. ¿Me lo explicas? —pidió en tono tirante.

—¿No quedamos en no darnos explicaciones? ¡Pues vete a casa de una puta vez!

Víctor se separó de la puerta y escuché sus pasos tranquilos bajar las escaleras. Sin más, se fue. Yo sabía que se había cansado de numeritos en los primeros meses de nuestra relación y que huiría de todo lo que se le pareciera, pero hijo, que te estoy echando de mi casa sin ningún tipo de explicación. Yo en su lugar hubiera insistido un poco más, ¿no?

Pasó una hora. Pensé que vendría y me suplicaría que le abriera la puerta para, al menos, tratar de colarme una mentira.

Pasó otra hora. Creí que estaría sentado en su coche, en mi calle, buscando la manera de dar una explicación sin que lo pareciera.

Pasó una hora más y dejé de pensar ni esperar nada. Tonta de mí.

Me sentí decepcionada, humillada, sola; y por primera vez desde que me había separado añoré a Adrián. Después me di cuenta de que no era a Adrián a quien añoraba, sino a alguien que en ese mismo momento llenara el otro lado de la cama y al que pudiera abrazarme para sentirme menos tonta.

Víctor no vendría; posiblemente ni siquiera había hecho amago de volver para explicarse. A esas horas debía de estar dormido ya, el muy patán. Si es que hay una norma que no tiene excepciones: todos los guapos son malos para la salud.

Lo que no entendía es cómo una persona puede susurrar con los ojos cerrados que te quiere y cuatro meses después olvidarse hasta de respetarte. ¿Cómo es posible que alguien se encapriche, se enamore, quiera y deje de querer en el lapso de meses? Y mejor aún, ¿cómo es posible que ambas partes, habiendo pasado eso, decidan que es buena idea seguir juntos?

A las cuatro y media sonó el despertador y lo apagué sin tener que remolonear. Llevaba despierta toda la santa noche y ya me había dado una ducha, me había vestido y me había tomado un café. Preferí mantenerme activa y no caer en la autocompasión. No quería estropearme el viaje. Después llamé a Teletaxi, cerré la maleta y me senté a esperar, ojerosa y asqueada.

A cinco minutos de la hora convenida para que me recogieran, bajé al portal. Hacía un frío de mil demonios, así que antes de salir me abroché el abrigo hasta arriba y me enrollé bien la bufanda. El aire que corría era helado y hacía que me dolieran hasta los dedos, pero no pude desistir de fumarme un cigarrillo. Estaba nerviosa. Necesitaba respirar hondo, muy hondo, con la esperanza de que el aire me llenara por dentro algo que me parecía muy vacío.

Nada más encender el pitillo y dejar escapar el humo, vi su coche estacionado en segunda fila con las luces de emergencia encendidas. Le di una calada más al cigarrillo y lo tiré al suelo.

La puerta se abrió y Víctor salió con los ojos clavados en mí. Llevaba un traje negro impoluto cuya chaqueta se abrochó con una mano; debajo de esta, una camisa blanca, sin corbata. Simplemente perfecto.

Joder. Puto Víctor.

Se arregló el cuello de la americana y, tras cerrar el coche con el mando, caminó hasta el portal en el que estaba refugiada. Y yo hecha un asco, para terminar de darle el gusto de saber que podía hacerme pasar una noche en vela muerta de celos.

Se plantó delante de mí sin decir nada y cogió la maleta, pero tiré del mango retráctil hacia mí.

—Valeria, sube al coche —dijo en un tono que pretendía no admitir discusión.

—No. He llamado a un taxi. Estará a punto de llegar.

—¿Por qué eres así? —Se enderezó y me pareció altísimo, con su metro noventa totalmente erguido—. ¿Por qué siempre estamos con las mismas, joder? ¿Por qué no tratamos de hacer las cosas más fáciles en vez de empeñarnos en complicarlas?

—Estoy haciéndolas fáciles. Estoy evitando que tengas que darme esa explicación que tanto te molesta tener que darme. Y estoy evitando cabrearme más. ¿Sabes? Me da igual que pienses que me voy a poner en evidencia, pero creía que solo te acostabas conmigo. Y estoy molesta por tantas cosas que si me pongo a enumerarlas pierdo el avión. Así que haz el favor… —Miré a la calle—. Porque el taxi viene por ahí. Ya me has jodido la noche, no te empeñes en joderme también el viaje.

—¿Y ya está? —dijo levantando expresivamente las manos, con las palmas hacia arriba.

—¿Qué más quieres? —Arqueé las cejas—. ¡Encontré un sujetador en tu dormitorio que, evidentemente, no era mío! Lo que pase a partir de ahora me parece que ya no depende de mí. Pregúntale a tu Peter Pan a ver qué tienes que hacer ahora.

Bajé la acera cargando mi pequeña maleta y mi bolso. El taxista salió del coche para abrir el maletero y Víctor se acercó hasta él.

—Disculpe, ha habido un malentendido. Yo la llevaré, pero no se preocupe, le pago la carrera íntegra y…

Me giré con ganas de arrancarle la cabeza. Ni siquiera controlé el tono de mi voz:

—¡No ha habido ningún malentendido! Y las cosas no se arreglan a golpe de billetero, Víctor. ¡¡Ni camisones de La Perla ni cenas magníficas ni estos gestos de película!! Ya está. ¡No espero nada de ti! ¿Entiendes? Nada. ¡¡Ya no espero nada!! Lo que no entiendo es por qué lo esperé algún día…

Me subí al taxi y lo vi apartarse, hacia atrás, hasta apoyarse en un coche que estaba aparcado en esa parte de la calle. No insistió, pero a mí por primera vez en mucho tiempo, tampoco me apeteció que lo hiciera.

Lola, Nerea, Carmen y yo habíamos quedado a las cinco y veinte en el aeropuerto, pero cuando llegué la única que ya estaba allí era Carmen. A su lado, un Borja ojeroso y adormecido se rascaba los ojos con el puño, como un bebé. Me acerqué, forcé una sonrisa y les di dos sonoros besos.

—Qué detalle traerla… —le dije a Borja sintiendo una punzada interna de rabia hacia Víctor.

—Creí que te traería tu chico. Si no, hubiéramos pasado a recogerte —contestó él sonriendo.

—No te preocupes. —Le di una amistosa palmadita en el antebrazo.

Carmen me lanzó una mirada de desconfianza y después, sin darme ni tiempo a responderle al gesto, se lanzó a una discusión consigo misma:

—La culpa es mía, por miedica, ya lo sé, pero es que tengo pavor. Os tengo pavor. Sobre todo a Lola. Dímelo ya, dime que me vais a vestir de gallina y me vais a llevar a Logroño a comer chistorra y ale, ya me quedo tranquila. Y lo asumo, que conste. Pero esto de no saber qué vais a hacer conmigo… ¡Coño! ¡Es que esto es peor! Le he dado una noche a Borja… ¡Qué noche le he dado! ¡Ni ojo he pegado! Ahora, como el vuelo sea uno de esos de veinte minutos en los que apenas tienes tiempo de dar una cabezada, ya me diréis qué hago yo. Y vosotras, porque seguro que esta noche me queréis llevar, no sé, a la casa del jubilado de un pueblo perdido de la mano de Dios a cantar los pajaritos. ¡¡Y yo no estaré para monsergas!!

Levanté las cejas y me eché a reír.

—Relájate, por favor. No somos tan crueles. Te prometo que van a ser unos días geniales.

—¿Geniales? Vale, ¿para vosotras tres o también para mí?

—Para tooodooos —le dije alargando exageradamente las vocales.

En aquel momento un repiqueteo de tacones sobre el suelo hizo que nos giráramos para ver a Lola acercarse con su andar sinuoso. Se plantó delante de nosotras, nos miró y echándose a reír nos dijo que estábamos hechas un asco.

Ella, cómo no, estaba perfecta. Jodidamente perfecta, añadiría yo. Pocas cosas le quitaban el sueño a Lola y ahora que ni siquiera tenía que preocuparse por el tema de Sergio, que estaba zanjado, más aún. Pensé que Lola y Víctor eran la pareja perfecta, pero como un montón de bilis se me amontonó en la boca del estómago, decidí no volver a pensar en ese jodido mamón, al menos hasta que volviera.

Las tres miramos el reloj y Lola, masticando chicle tan pancha, echó una miradita al panel de salidas.

—Espero que Nerea se dé prisa, porque en diez minutos empiezan a embarcar. Al menos es lo que pone en los billetes —dijo.

—¡Decídmelo ya! —berreó Carmen.

—Guadalajara —le dije yo—. Pero Guadalajara la de México. Te haremos cantar rancheras y gritar: ¡ay, ay, ay, ay, aaayyyy!

Borja, Lola y yo nos tronchamos de risa mientras Carmen nos enseñaba el dedo corazón a todos. En ese momento apareció Nerea, vestida con un travel look a lo estrella de Hollywood, con maletita de Loewe y shopping bag de Carolina Herrera incluidos. Nos saludó con una sonrisa y se atusó la melena rubia.

—Ya está aquí Greta Garbo —dijo sonriendo Borja—. Os dejo. Dame un beso.

—No me dejes aquí. —Carmen lo cogió del brazo con fuerza—. Me van a hacer cosas horribles. Lo intuyo.

—Sé adónde vas a ir, sé lo que vais a hacer y el único miedo que me da es que no quieras volver, así que dame un beso y vete.

Carmen sonrió y tras poner la maleta a un lado se dejó envolver por los brazos de Borja. Después, simplemente se fundieron en uno de esos besos de película que nos dejan embelesadas. Tierno, ingenuo, sincero. Un beso de amor.

¿Me besaría alguien alguna vez de esa manera?

—Adiós —dijo Borja mirando a Carmen embobado.

—Te quiero.

—Que no se te olvide. —Sonrió de lado, como un galán de cine antiguo; y luego, mirándonos a nosotras, añadió—: Cuidádmela.

Por supuesto, Carmen aceptó el destino de nuestro viaje con entusiasmo. Se puso a dar brincos y, cuando se enteró de que no pensábamos disfrazarla de nada, nos besó a todas, incluida Greta Garbo, a la que las excesivas muestras de afecto incomodaban.

El avión era pequeño pero cómodo, solamente con cuatro asientos por fila, dos a cada lado del pasillo. Todas íbamos en la misma fila y el vuelo no duraba más de dos horas y media, así que simplemente nos sentamos en orden de llegada. Yo me instalé junto a Carmen, que no paraba de planear cosas para aquellos cuatro días:

—Pasearemos por los canales con nuestras bicicletas alquiladas y beberemos cerveza y fumaremos porros y…

Yo le sonreía, pero más allá que aquí… Y allá se refiere a mi discusión con Víctor. Ciertamente pensaba que era el final de la que había sido nuestra relación. Sobre los restos de lo que habíamos dejado ya no se podía construir nada que no fuera a caerse, así que, esta vez con más razón que la anterior, teníamos que dejarlo estar. Y conociendo a Víctor y el tipo de reacción que había tenido al ver el sujetador colgando del espejo de la entrada, sabía que no insistiría. No cogería un avión para venir tras de mí y confesarme junto a un canal que me quería. No. No lo haría.

Y yo no quería que lo hiciera.

Hechos son amores y no buenas razones. Al menos es lo que siempre dice mi madre. ¿De qué me serviría a mí un numerito de final de película romántica? Ya no confiaba en él.

Una vez que despegamos y escuché a Carmen rezar todo lo que había en su limitado repertorio católico, me sumí en un estado de duermevela. No estaba dormida, pero tampoco despierta, y mucho menos relajada. Cuando ya pensaba que lo mejor sería despejarme y pedir un café a las azafatas, un codito me presionó el brazo con suavidad. Abrí los ojos y vi a Carmen mirándome con sus ojos enormes un poco preocupados. Me asomé y vi a Nerea leyendo un libro de Paul Auster con gafas de pasta y a Lola durmiendo con la boca abierta.

—Valeria —susurró Carmen—, ¿qué te pasa?

—Nada, cielo. Solo es que no he dormido bien. —Me froté los ojos que llevaba sin maquillar y sonreí—. A decir verdad, no he dormido ni bien ni mal porque no he dormido nada.

—¿Estabas nerviosa?

—Me hacía mucha ilusión este viaje, y me la hace, que conste, pero me temo que no iba por ahí.

—Víctor —dijo tras un suspiro.

—Sí, Víctor.

—¿Quieres contármelo?

Me mordisqueé el labio inferior con desazón y terminé por asentir. Si había alguien que me comprendería sería ella. Era lo suficientemente humana, blandita y sentimental como para entenderme. No digo que Nerea y Lola no fueran hembras humanas; es solo que a veces en lo concerniente a los sentimientos más bien parecían ciborgs.

—Creo que hemos terminado.

—¿¡Qué!? —dijo sobresaltada.

—No puedo más, Carmen. No puedo más con esa relación posmoderna, abierta, en la que cabe todo y a la vez no cabe nada. Y no me explico cómo hemos llegado hasta aquí en…, joder, en seis putos meses.

—Pero, Val, cariño, tú eres más lista que eso que me estás diciendo. Solamente tienes que aguantar el pulso que estáis manteniendo. Él terminará dándose cuenta de que, le ponga el nombre que le ponga, vosotros dos os queréis y ya está. Solo hay que ver cómo te mira, Valeria.

Rebufé, y me froté la cara con las manos.

—Carmen…

—¿Qué?

—Yo antes opinaba como tú. A veces pensaba que era injusto que yo tuviera que mantener ningún pulso con él, como una estrategia para cazarlo. Otras veces me decía que al amor no le gustan las cosas fáciles y que cuanto más peleas por algo, más vale la pena.

—¿Y? ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—Ayer por la mañana… —Suspiré—. Por Dios, Carmen, no se lo cuentes a nadie, porque jamás me he sentido más humillada.

—Claro, te lo juro. ¿Qué pasa? —Frunció el ceño y sus deditos me agarraron el antebrazo.

—Ayer por la mañana estaba vistiéndome en su casa y encontré un sujetador que evidentemente no era mío.

—A lo mejor…

—No me digas que a lo mejor era de su hermana. Sabemos que no lo era. A su hermana no le habría cabido la delantera en ese trapo ni con magia.

Las dos nos quedamos calladas y yo me revolví el pelo en ese gesto tan mío.

—¿Puedo preguntar?

—Claro que puedes preguntar —asentí.

—¿Qué es lo que más te molesta de eso?

Me quedé mirándola fijamente. ¿Cómo que qué era lo que más me molestaba? ¿Es que estábamos tontas? Pero, claro, Carmen es una persona muy inteligente y nunca pregunta las cosas porque sí. Ella quería llegar a alguna parte con aquella cuestión y empecé a imaginarme el cauce de la conversación.

—¿Lo que más me molesta? ¿Te contesto con la cabeza o con la mano en el corazón?

—Con los dos, supongo.

—Con la cabeza fría, sin prestarle atención a todo lo demás, estoy muy molesta porque… —Carraspeé—. Porque Víctor y yo no tomamos precauciones. Bueno, las tomo yo. Me sigo tomando la píldora. Siempre me pareció que era un acto de intimidad, un paso más de compromiso, porque además de estar los dos sanos no lo compartíamos con nadie más. Pero ¿quién me dice a mí que siempre fue así? En cuanto vuelva de Ámsterdam pido hora en el médico. Voy a hacerme pruebas hasta para la peste negra. —Carmen me miró levantando las cejas expresivamente—. ¿Qué? —le dije.

—Lo primero, no sabemos si él se está acostando con otras, si ha sido algo aislado, si realmente no ha existido… Pero en el caso de que él esté… alternando con chicas…

—¿Alternando? —Me reí.

—¿Prefieres follando? —me preguntó.

—No, tienes razón. Prefiero alternando.

—Pues eso, si él está acostándose con otras es de suponer que utilice preservativo. ¿Por qué no va a respetar eso?

—¿Ha respetado lo demás? ¿Por qué va a respetarlo?

Miré enfadada hacia el infinito. Carmen llamó mi atención de nuevo.

—¿Y con el corazón en la mano?

—Eso es más complicado. —Suspiré—. Porque no entiendo, de verdad que no entiendo, qué he podido hacer mal para que todo se estropee. Me dijo que me quería. Fui yo quien lo dejó. Y nunca se ha retractado de sus palabras, ni siquiera cuando lo dejé… ¿Qué tengo que pensar ahora, después de lo que he visto? ¿Que jamás me ha querido? ¿Que era demasiado pronto para decirlo? ¿Que me lo dijo porque se sintió obligado pues creía que era lo que yo esperaba escuchar? ¿Era realmente lo que yo quería?

—Val, cariño, frena. ¿Te das cuenta?

—¿De qué?

—¿Por qué tienes que tener la culpa tú? Te dijo te quiero porque en ese momento lo sentía y, si me pides mi opinión, te diré sinceramente que no creo que haya dejado de hacerlo, pero él mismo le ha dado otro nombre a ese sentimiento para que no le sea incómodo. Se ha cagado encima. Lo plantaste, se lo hiciste pasar mal y luego volviste. Es un tío acostumbrado a que las tías se le tiren a los pies y tú no eres así. Al principio fuiste un reto, después una realidad que le exigía más de lo que él estaba habituado a dar y se estableció aquel tira y afloja que hacía que te sintieras insegura, ¿te acuerdas? Cuando tú decidiste que no tenías el control de tu vida y que debías volver a coger la sartén por el mango, las tornas cambiaron y él se encontró con que lo habías dejado; y cuando volvisteis eras tú la que parecía saber lo que hacía. Yo creo que aún no está preparado para aceptarlo. Ya lo estará.

—¿Ya lo estará? Parece mentira, Carmen. No voy a esperar sentada a que él se canse de tirarse a todo el equipo femenino de vóley playa.

—Esas no tienen tetas —susurró.

—A juzgar por el sujetador que encontré, la tía que se lo folla tampoco es que tenga muchas. Lo de ponerse un sujetador me parece más un acto de entusiasmo.

—Y un tema importante… ¿Se lo has dicho?

—Le pegué con celo el sujetador al espejo de la entrada junto a una nota en la que ponía: «Ahora querrás hacerme creer que es de tu hermana, soplapollas». Por la noche vino a casa directamente del trabajo y lo mandé a la mierda. Le dije que se fuera a su casa si quería entenderme. No volvió. Esta mañana lo he encontrado con el coche a las cinco menos cuarto, delante de mi casa. Quería traerme al aeropuerto, pero yo no tenía más ganas de discutir y de joderme el viaje.

—A lo mejor quería hablarlo, darte una explicación.

—¿Víctor? ¡Qué va! Se puso en plan «vamos a ponernos las cosas fáciles», que supongo que para él significa «deja que me folle a todo lo que se mueve y no refunfuñes». No, esto se ha terminado. Estoy harta. No tengo por qué aguantarlo. Es un imbécil.

—Un poco imbécil sí que es, pero todos los somos de una u otra manera.

—No lo justifiques. Además, ¿Borja es un imbécil? Déjame que lo dude. Nena, te vas a casar con el único hombre de verdad que queda sobre la faz de la tierra.

—¿Qué me dices de lo de su madre? —contestó abriendo mucho los ojos.

—¡Le plantó cara!

—Sí, pero tardó un poco más de lo necesario, ¿no crees? Además, Borja tiene sus cosas, como todo el mundo.

—¿Qué cosas?

—Cosas —dijo enigmáticamente, encogiéndose de hombros.

—Oh, no, ahora escupe…

—Es muy flemático, por ejemplo. —Levanté una ceja y me quedé mirándola, esperando que soltara la información sustanciosa y se dejara de monsergas. Carmen chasqueó la lengua contra el paladar y se acercó—. Es solo que… —Miró a su alrededor—. No quiere nunca…

—¿Follar?

—No, calla. —Se rio—. Eso sí, joder. A todas horas. Es un tío.

—¿Entonces?

—No quiere usar…

—Condón. —Terminé la frase por ella.

—De un tiempo a esta parte… nunca.

—¿Entonces?

—Pues ahí estamos. —Puso morritos.

—¿Marcha atrás?

—Marcha atrás, método Ojino…, esas cosas.

—El baby boom de los setenta creo que fue obra de ese tal Ojino. ¿Eres consciente?

—Sí, claro que sí. —Se miró las manos, avergonzada—. Pero es que… yo tampoco me pongo muy firme con el asunto, ¿sabes?

—Ya. —Me reí—. Eres una calentorra.

Cuando llegamos al apartotel, a Lola aún se le marcaban en la mejilla las arrugas del cojín hinchable que le habíamos colocado para que no se desnucara. Carmen y yo parecíamos recién salidas de Pesadilla antes de Navidad, pero Nerea estaba fresca como una rosa. Antes de salir del avión se había humedecido la piel con un poco de agua micelar y…, pues eso, que era para odiarla…

En un principio habíamos pensado ir a un hotel, pero Lola encontró una especie de residencia de estudiantes donde, no sé por qué, nos alquilaron una habitación para cuatro personas. En realidad creo que era para dos. No, estoy mintiendo, sabíamos que era para dos, pero es que el precio era perfecto para cuatro. Dormir de dos en dos apiñadas en las camitas de noventa no nos importaba. No era de por vida, solo cuatro días.

La habitación era cuadrada y tenía dos grandes ventanales que daban a una calle peatonal, pero a través de ellas se veía poco más que el ladrillo rojizo del edificio de enfrente y un poco de cielo. Tenía sus dos camas, un sillón, una mesita de centro, una mesa con cuatro sillas, cada una de su padre y de su madre, y una bancada pequeña de cocina, con una nevera pequeña, un par de armarios y un fregadero. Junto a la puerta de salida había un cuarto de baño completo, con su ducha. No necesitábamos nada más.

Lola nos llevó enseguida a un supermercado que se llamaba Albert Heijn donde nos hicimos con un montón de provisiones. A esas alturas nos sentíamos muy emocionadas por estar en Ámsterdam juntas, y el carro de la compra lo demostró: cantidades ingentes de cerveza. Además, en latas de medio litro, que siempre queda muchísimo más yonqui. Cogimos dos de cada, para ir probando. A mí, de primeras, me gustó una que tenía el dibujo de una rata, por exótica.

Me llevé a Carmen a la sección de patatas fritas en bolsa y elegimos todas las raras, las que no había en España, y después, siguiendo con mi tradición, cogí un refresco extraño para probar. Las demás se rieron de mí porque tenía pinta de limpiasuelos aroma pino.

El carro se llenó de pan de molde, fiambre de pavo, queso, chocolate, stroopwafels y porquerías. Todo preparado para irnos a un coffee shop y empezar con la experiencia.

Nerea, que tiene la cabeza muy bien ordenada, decidió por las demás que el primer día haríamos turismo y que ya si eso, por la noche, nos pasaríamos a por un poco de marihuana para fumar. No era algo que hiciéramos a menudo; es más, no creo que fuera algo que hiciéramos desde que teníamos veinte años, pero estábamos en Ámsterdam. Era obligación moral.

Lola nos llevó a un sitio, cerca de Central Station, donde pudimos alquilar unas bicicletas. Para poder encontrar una con la que los pies me llegaran al suelo tuvimos que probarlas todas. Me da pánico ir en bicicleta desde que una vez, en los albores de la humanidad, aterricé en mitad de la calzada con la barbilla por delante. Al final, muerta de miedo, las seguí y salimos con las bicicletas… durante quince minutos, tras los cuales regresamos a la tienda a devolver la mía y a cambiar la de Lola por una con asiento detrás, para llevarme de paquete.

Fue muy divertido recorrer la ciudad así. Incluso cuando llovía un poco. Cruzamos los canales por esos puentes empedrados tan típicos, nos hicimos un millón de fotos, nos tomamos unas birras en un sitio junto a algo que parecía un castillo, visitamos un molino donde elaboraban su propia cerveza, fuimos a un mercado tradicional, bebimos vino caliente con especias y compramos un montón de tonterías. Y las fotos son geniales.

Lo malo es que hacía un frío de narices y anocheció muy pronto, así que a las seis y media de la tarde estábamos como si fuesen las tres de la mañana y nos retiramos a nuestra habitación, pasando, eso sí, por un coffee shop en el que compramos algo que se hacía llamar White Russian.

Sentada en el borde de mi cama (bueno, la cama que aquella noche compartiría con Lola), vestida con un pijama con dibujos de muffins y galletitas, me paré a pensar en Víctor por primera vez en todo el día. Traté de quitármelo de la cabeza. Me lo estaba pasando bien. Era el primer viaje que conseguíamos hacer juntas desde hacía años y estaba siendo histórico. No quería estropearlo poniéndome melodramática porque mi historia con Víctor no hubiera funcionado. Le di una calada a mi cigarrillo (y juro que era un cigarrillo) y miré a las demás.

Lola estaba rebuscando en los dos armarios tratando de localizar el paquete de patatas fritas. Ojalá fuera como ella, y no solo me refiero al tema de comer y no engordar. Ojalá me recuperara de las rupturas como lo hacía ella de las suyas. Ojalá no me sintiera tan frustrada ni me empeñase en cargar con todas las culpas, al menos en lo concerniente a Víctor.

Después miré a Nerea, que estaba poniéndose el pijama frente al espejo. En aquel momento solo llevaba la parte de arriba, que era una camiseta lencera negra, y un culotte negro de encaje. Dios. Era perfecta. Se recogió el pelo en una coleta y se puso el pantalón: unas mallitas ceñidas negras. Ojalá fuese como ella. Ojalá pudiese ponerme aquellas mallas sin sentirme ridícula y conseguir aquella imagen, como recién sacada del FHM. Pensé (muy equivocada) que si fuera así, Víctor me querría sin sentir vergüenza por ello.

A veces soy imbécil, pero creo que se me puede perdonar, ¿no?

Carmen salió en ese momento del cuarto de baño con su bolsa de aseo. Carmen, que parecía inmersa en un caos constante, iba a sentar la cabeza antes incluso de que ninguna de las demás nos lo planteáramos. E iba a hacerlo con un hombre de verdad, que la quería con locura y que la cuidaría de por vida.

¿Me querría alguien a mí así alguna vez en la vida?

¿Qué me pasaba?

—Val, ¿anda todo bien? —susurró Nerea mientras se sentaba a mi lado y me pasaba una cerveza.

—No —dije rotunda—. Creo que lo he dejado con Víctor.

Lola se giró hacia nosotras con la boca llena de patatas y los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Carmen se sentó en la cama de enfrente con otra cerveza en la mano y flexionó las piernas hacia su cuerpo.

—¿Qué dices? —farfulló Lola.

—No quiero hablar mucho del tema. Estamos aquí para pasárnoslo bien y…

—¿Fuiste tú?

—Bueno, yo, él… No lo sé. Quedó todo un poco en el aire.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Lola en tono estridente después de tragar—. ¿¡Qué cojones ha hecho ese maldito hijo del mal!?

Rebufé. Joder.

—Encontré en su dormitorio un sujetador que no era mío. Y no puedo aguantarlo. No puedo con ello. No puedo mantener esta relación a sabiendas de que hay otras. Ya está. No hablemos más, por favor.

Las tres se quedaron mirándome en silencio y Lola suspiró.

—Los tíos son una puta mierda —sentenció.

—Una puta mierda. —La secundó Nerea, lo que no pudo más que sorprendernos.

—¿Y tú? —dije dirigiéndome a Lola.

—¿Yo qué?

—¿Qué tienes por ahí?

—Nada. Ya te lo dije el otro día. Paso de los tíos. Paso de todo.

—¿Cuánto hace que no follas? —le preguntó Carmen con desparpajo.

Lola se mordió el labio con vergüenza.

—Tres meses. —Todas abrimos los ojos de par en par—. Y voy a seguir así. No lo necesito. No quiero más de la mierda que me daba Sergio. Ya tuve suficiente.

—Muy bien, Lolita, te estás haciendo mayor —dijo alegremente Nerea.

—Lo que me estoy haciendo es vieja y exigente y sé muy bien cómo va a terminar esto.

—¿Qué dices? —le preguntamos.

—¡Acabaré sola! —dijo riéndose—. Bueno, sola o con un calvete gracioso y barrigón que me parezca tierno y con el que me acostumbre a pasar el tiempo cuando me dé cuenta de que se me pasa el arroz. Pero no os preocupéis. Lo tengo aceptado.

—¿Por qué te vas a conformar con menos de lo que quieres? Una cosa es que nos comamos todas las mierdas que nos pasen por delante y otra es que te quedes sola —sentenció Nerea muy seria.

—¿Y el amor? —preguntó Carmen.

—¿El amor? Yo no creo en el amor. A las pruebas me remito. Es lo típico que veo que viven los demás pero que jamás viviré yo. Como cuando ves a la gente a la que le ha tocado la lotería de Navidad. Ves que pasa, pero sabes que nunca, por más que juegues, te va a tocar —suspiró Lola mientras se sentaba en la cama de enfrente.

—No digas tonterías. —Nerea parecía enfadada.

—¿Y tú? Yo digo tonterías, pero ¿qué tal tú?

—Yo bien, gracias —dijo rápidamente Nerea.

Todas nos quedamos calladas y miramos a las demás.

—Pues sí que estamos buenas. —Se rio Lola—. Menuda pandilla. Joder, Carmen, eres la única con suerte. ¡Quién lo iba a decir!

—No sé si ofenderme —comentó ella con los ojos entornados.

—No tienes porqué. —Lola le dio un beso en la sien.

—Te envidio —le dije a Carmen—. Tengo envidia, sana, pero envidia al fin y al cabo.

—¿Por qué? ¿Porque si hay una hecatombe mis reservas de grasa me aseguran meses de supervivencia sin alimento? —contestó ella mordaz.

—No. No seas gilipollas. Porque vas a comprometerte de verdad.

—Tú también te casaste —dijo con dulzura—. Fue una pena que no saliera bien, pero no significa que en un futuro…

—No, cariño. Lo que tú vas a hacer no se parece en nada a lo que yo hice. Tu boda es de verdad y pongo la mano en el fuego porque será de por vida.

Nerea arrugó las cejitas y, asintiendo, dijo:

—Es verdad, yo también te envidio. Vas a tener una boda preciosa y por amor. —¿Por amor? Claro que era por amor, ¿por qué si no? Qué marciana era Nerea. Todas nos reímos y ella, suspirando, siguió—: A veces creo que dejarlo con Daniel fue una ida de olla en toda regla. Que me tenía que haber quedado callada y que me dejé llevar por ideas románticas e irreales de lo que es una pareja. Pero luego os miro a Borja y a ti y veo que habría sido un sinsentido que Daniel y yo nos prometiéramos. Yo quiero lo que tú tienes, y no me refiero solo a la boda.

Lola alcanzó la bolsita de la marihuana y se puso a liar un porro.

—¿No os pasa a veces que pensáis: «Joder, con todo lo que esperaba yo de la vida, con menuda mierda me he conformado»? —dije yo.

Nerea asintió.

—Tú al menos tienes tu trabajo. Te encanta tu trabajo.

—Y a ti el tuyo —dije.

Y ella enarcó una ceja. Carmen la miró, confusa.

—Nerea, ¿no te gusta tu trabajo?

—No. Creo que no me ha gustado nunca. Es un aburrimiento.

Lola dejó el porro sobre la mesa y abrió su cerveza. Después se puso de pie, se subió a la cama junto a Carmen y alzó su lata.

—Levantaos todas. Vamos a prometernos algo.

—Bájate de la cama. Llevas los pies sucios y yo tengo que dormir ahí después —se quejó Nerea.

—¡Te he dicho que te levantes! —Nerea chasqueó la lengua pero no le hizo el menor caso—. Escuchadme. Lo digo en serio. ¿Os dais cuenta? ¡No es la vida la que nos tiene que traer todas esas cosas que queríamos! Somos nosotras las que tenemos que cogerlas. En algún punto del camino hemos debido de volvernos imbéciles, porque aquí estamos, esperando que nos baje la felicidad del maná. ¡Tú! —dijo señalándome—. ¿Qué quieres?

—Ser feliz, supongo —contesté encogiéndome de hombros.

—Norma primera: concreción. Los propósitos tienen que ser concretos, concisos, realistas y alcanzables. ¿Qué quieres?

—A Víctor —respondí sin pensarlo—. Quiero que me quiera.

—¿Y qué más?

—Quiero… —dudé—, quiero bajar cinco kilos.

—Gilipollas —murmuró Carmen lanzándome una mirada de soslayo.

—¿Y cómo lo vas a hacer? —volvió a preguntarme Lola.

—Empezaré a comer como una hembra humana y saldré a andar todos los días —dije cargada de buenas intenciones mientras me subía a la cama.

—Sabes que eso no lo vas a cumplir. Dime algo que de verdad quieras hacer.

Tras unos segundos en silencio levanté la vista hacia ella y dije:

—Quiero ser adulta.

—¿Y cómo lo vas a hacer?

—Voy a ser independiente, voy a controlar mis gastos, voy a comer bien, voy a buscar el tipo de relación que quiero y si Víctor no está de acuerdo conmigo, tendré que despedirme de él.

Lola me aplaudió y Carmen se le unió, mientras Nerea nos miraba como si estuviéramos locas.

—¡Carmen! ¿Qué quieres tú?

De un salto esta se puso de pie sobre el colchón y alzó su cerveza:

—Quiero subir de categoría en el trabajo.

—¿Y cómo lo vas a hacer?

—Voy a ser la más eficiente. Voy a ser una máquina de trabajar.

—¿Y qué más quieres?

—Quiero… Quiero llevar siempre tacones. ¡Y ponerme más faldas! ¡Porque me siento muy guapa cuando me las pongo y no tengo por qué no sentirme así!

—¡Eso es! ¿Qué más quieres?

—¡Quiero que mi suegra se entere de quién va a mandar en mi casa!

—¿Y cómo lo vas a hacer?

—Grrrrrrrrrrrr —gruñó Carmen apretando los puños.

Lola y yo aplaudimos y vitoreamos a Carmen.

—¡Nerea!

—Yo no pienso hacer eso.

—¡Nerea! —gritamos las tres al unísono.

—Que no, que no soy tan ridícula.

Lola arqueó una ceja y tras carraspear dijo:

—No tienes novio, pero quieres casarte, tienes trabajo, pero no te gusta, vas de mujer independiente, pero ni siquiera eres capaz de decir en voz alta las cosas que quieres. Creo que te iría mejor siendo un poco más ridícula.

Carmen y yo le empezamos a suplicar que se subiera en la cama y al final, tras quitarse sus bailarinas de ir por casa, se subió encima de la colcha.

—¡Nerea! —gritamos las tres—. ¿Qué quieres?

—Quiero que dejéis de gritar y que os bajéis de mi cama.

—¡¿Qué quieres de la vida?!

—Quiero ser normal —respondió cruzando los brazos sobre el pecho.

—¡Quieres casarte! —dijo Lola.

—¡Quieres tener hijos! —añadió Carmen.

—¡Quieres darle esquinazo a todas las cosas que según tu madre tienes que tener!

Nerea me miró sorprendida.

—Te has pasado —me dijo.

—¿He dicho alguna mentira?

—No.

—¡Nerea! —gritó Lola otra vez—. ¿Qué quieres?

—Quiero…

Carmen, Lola y yo empezamos a vitorearla y ella esbozó una pequeña sonrisa.

—¡Nerea no quiere nada de la vida! —dijo Lola.

—Buuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu. —La abucheamos—. ¡Nerea! ¡Nerea! ¡Nerea! ¡Nerea!

—Quiero cambiar de trabajo —dijo con la boquita pequeña.

—¿Qué trabajo quieres?

—Otro. Algo más divertido. Algo que me guste.

—¡¿Qué quieres, Nerea?!

—¡Nerea la fría, Nerea la fría! —repetíamos nosotras.

—¡Quiero dejar de ser Nerea la fría!

Lola se puso seria y, mirándonos a todas en un repaso visual, levantó su cerveza y dijo:

—Pues prometámonos a nosotras mismas que jamás nos quedaremos con algo que no nos gusta por el mero hecho de que sea cómodo. —Todas asentimos—. Nos merecemos lo mejor y, sobre todo, nos merecemos creerlo.

Después nos bebimos nuestras latas de cerveza de dos o tres tragos y eructamos como si no hubiera mañana.