PRE BRUNO Y VALERIA
—¿Sí? —dijo una vocecilla infantil al otro lado del teléfono.
Me separé el móvil de la oreja y me aseguré de estar llamando a Bruno.
—Hola…, esto…, ¿está Bruno?
—Sí. ¿Quién le digo que le llama?
Levanté las cejas sorprendida por el protocolo que se gastaba la enana.
—Valeria.
—Papá, te llama Valeria —gritó.
Escuché una de sus carcajadas sexis y después su voz al otro lado del teléfono.
—Hola, cielo —susurró—. ¿Qué pasa?
—¿Te pillo ocupado? Puedes llamarme si quieres esta noche.
—No, no. No te preocupes por Aitana. Estamos haciendo los deberes.
—Qué padre más ejemplar.
—Se intenta.
—Tengo un montón de cosas que contarte.
—¿Sí? Espero que una de esas cosas sea que tienes unos billetes de avión para ver a alguien… —No dije nada y Bruno se echó a reír—. ¡No me lo puedo creer! ¿Los compraste?
—Estaban muy baratos —confesé.
—¡Te lo dije! Será genial —susurró—. Espera un segundo. Aitana, mi vida, subo al estudio un momento, ¿vale?
—Vale —contestó una vocecita infantil.
—No salgas.
—Echaste la llave. —Le recordó la niña.
—Sí, tienes razón. Eché la llave.
Escuché unos pasos subir escaleras y una puerta cerrarse con un leve chirrido.
—¿Qué vas a decirme que no quieres que escuche tu hija?
—Que tengo unas ganas de verte que me muero, a poder ser desnuda entre las sábanas de mi cama.
—¿Y eso? —Me reí.
—¿Necesitas de verdad que te lo explique?
—Sí, por favor.
—Pues mira, listilla, tengo ganas de verte porque quiero que me ayudes a plantar unos helechos como Dios te trajo al mundo.
—Ah, ¿sí?
—Deja de picarme porque conseguirás que te diga un par de guarradas y entonces los dos sabemos que te reirás como una chiquilla y me colgarás el teléfono.
—A lo mejor soy una chiquilla —le pinché.
—¿Sí? Pues creo que te estás poniendo en tesitura de que te meta en vereda. Que te meta…
—No termines la frase.
Se echó a reír.
—¿Qué día llegas?
—Cogí los billetes para la semana que viene. Llego el miércoles.
—Perfecto. ¿Y cuántos días tengo?
—Hasta el lunes.
—Cinco. Bien. Puedo hacer muchas cosas en cinco días —susurró perverso.
—¿Como qué?
—Uy, uy, uy, Valeria… —Se rio.
—Has creado un monstruo.
—Ya existía, pero tú tenías a esa Valeria muy escondidita. Dime, ¿tienes ganas de verme?
—Sí.
—¿Y eso? —Y el tono que le dio a la pregunta me derritió de deseo.
—Porque besas muy bien.
—Y porque te quedaste con ganas de más.
—Puede.
—Espera. —Escuché su voz un poco más lejana entonces—. ¿Qué, Aitana? Veintitrés más quince son…, ¡oye! Haz la suma tú, vaguncia.
—Bruno…
—Sí, mejor te llamo cuando esté acostada. Así igual consigo que me digas qué braguitas llevas puestas. O mejor aún…: que no llevas ningunas.
—Espera, déjame decirte solo una cosa más.
—¿Qué?
—¿Podrás venir el 13 de abril a la fiesta de cumpleaños de Lola?
—Eh…, pues…, ¿querrás tú seguir viéndome dentro de dos meses?
—¿Querrás verme tú a mí?
—Eso seguro. Eres tú la que va de durita.
—Adiós, papá ejemplar.
—Adiós, mi guerrera.
Por la noche me llamó a las once pasadas. Había estado preparando la cena de Aitana, ayudándola a preparar las cosas para el colegio y leyéndole antes de dormir. Después había tenido que adelantar algunos artículos que no había tenido tiempo de preparar hasta entonces. A mí no me importó que me llamara a esas horas porque últimamente me costaba mucho dormir.
Así que pasamos un rato hablando sobre el cumpleaños de Lola. Le conté cómo había surgido la idea y se rio de buena gana con nuestras ocurrencias. Después charlamos de tonterías, y de pronto llevábamos casi una hora de conversación y nos habíamos puesto un poco más íntimos de lo que a mí me apetecía, la verdad. Había ciertos temas que no me sentía cómoda tratando con él. Bueno, ni con él ni con nadie.
—¿Qué es lo que más te dolió de tu ruptura? —preguntó Bruno.
Me tumbé en la cama y suspiré, con el teléfono en la oreja.
—¿Por qué te empeñas en hablar de esto?
—Porque quiero estar seguro de que te has parado a pensar y a superarlo.
—A día de hoy creo que fue tan breve que superarlo solo implicaba la inteligencia emocional de un adolescente —mentí.
—¿Qué es lo que más te dolió de que Víctor rompiera?
—Supongo que me sentí engañada. Me sentí decepcionada y me dio la sensación de que me tiraba a la basura, como a una cualquiera. Siguió su patrón. Para él no fue especial.
Tumbada allí encima viajé de pronto a unas sensaciones que no me gustaron. Me empecinaba en recordar lo malo de mi relación con Víctor, pero de vez en cuando recordaba cosas que me hacían daño, porque eran preciosas. El viaje a Menorca, las carcajadas relajadas de Víctor, esa manera de llamarme «nena», convirtiendo esa palabra en una declaración de amor demasiado intensa como para juzgarla. La entrega, el silencio compartido cómodo y sincero. Encontrarlo en la cama en mitad de la noche y sentirme segura. Su olor. Sus ojos. Su boca susurrando lo mucho que me quería y jurando que conmigo el sexo era «más».
Bruno carraspeó. Un silencio demasiado largo. Un silencio demasiado largo después de nombrar a Víctor.
—¿Y tu divorcio? —insistió.
—¿Y el tuyo? —Me reí, pero para disimular que de pronto tanta pregunta me incomodaba—. ¿De qué va este tercer grado?
—Dijiste que no sabías si no habrías tapado el tema de tu ruptura sepultándolo en otras cosas. Solo evito que me salte a la cara.
—A ti no te va a saltar a la cara nada.
—Ah, sí, ¿eh? Soy un rollete de primavera. —Se rio.
—Sí. En San Juan te dejaré por uno de verano y así seguiré años y años.
—Y cada vez los escogerás más jóvenes.
—De eso nada. Me gustan de tu edad.
—¿Y eso?
—Pues porque ya no sois niños y la mayoría tenéis una vida adulta, pero no sois lo suficientemente mayores como para…
—Sufrir disfunción eréctil.
—Me consta que al menos tú no la sufres.
—Creo que ha llegado el momento de que te diga que una vez…
Me eché a reír.
—Esa vez no me importa —le dije en un susurro.
—Contigo no me va a pasar.
—Ya, claro. Segurísimo.
—No es porque yo viva aquí, pero esto es precioso. Te va a encantar, ¿sabes? —Cambió de tema.
—¿Cuánto? ¿Como tú o más?
—Cuando me dices esas cosas me pongo triste. —Y lo imaginé haciendo un mohín.
—¿Por qué?
—Porque intuyo qué tipo de chica eres y creo que si fuera verdad que yo te encanto no me lo dirías. —A pesar de no verlo, sabía que sonreía.
—¿Qué pretendes con ese comentario?
—Me gustas —susurró—. Me gustas mucho.
—Tú a mí también.
—Pero como un rollete, ¿no?
—Mis amigas dicen que no soy capaz de tener solo un rollete. ¿Te asusta?
—No. Me flipa. Hay pocas chicas con tantas pelotas para decir una cosa así a alguien al que apenas está conociendo.
—Estoy harta de no ser sincera y de tener que andar con estrategias. La verdad es que no sirvo; no he servido nunca. Pero con esto no estoy diciendo que quiera una relación seria, ¿eh?
—Dime una cosa, ¿qué pasaría si vieras a tu ex? Imagínate que te lo encuentras, no sé, saliendo de hacerse la depilación láser de las ingles.
—¡Bruno, por Dios! —Me tapé la cara con un cojín. Víctor no se depilaba. Víctor era perfecto tal y como era…, con su vello en el pecho, con sus muslos…, con… todo.
—Imagínatelo —insistió.
—¿Qué quieres que te diga?
—Imagínate que te dice que quiere invitarte a algo.
—Pues la verdad es que me apetecería muy poco. —Me froté los ojos con vehemencia, evitando imaginarlo de verdad.
—¿Por qué? ¿Porque no te apetecería verle la cara o porque pensarías en mí?
—Es un poco pronto para hacerme esa pregunta, ¿no crees?
—¿No quieres contestar? —me picó.
—Es que aún no sé la respuesta.
—Solo quiero establecer los límites.
—¿Y dónde quieres tú que estén?
—¿Yo? Pues mira, ahora mismo cogería un rotulador y empezaría a trazarlos alrededor de esa cintura que tienes…, alrededor de tu ombligo también —añadió susurrante—. Y no vayas a pensar que tus piernas se iban a quedar a salvo, de eso nada.
—Estamos en la misma onda hoy, por lo que parece.
—Ven a dormir conmigo. Te dejo la puerta de la cocina abierta, ¿vale? Mi habitación es la de la izquierda según subes la escalera.
—¿Y Aitana?
—Duerme como un tronco. No se entera de nada.
Sonreí al decirle:
—Vale, pues espérame, que en media horita estoy allí.
—Ah, y cuando entres, por si estoy dormido ya, despiértame con cuidado. Ya tengo una edad. No querrás matarme, ¿verdad?
—No. No quiero.
—Pues siéntate despacito sobre la cama y después métete debajo de la colcha y bésame el cuello. Me gusta cómo lo haces.
—¿Y entonces?
—Yo me giraré despacito y te besaré también el cuello. Y después te besaré suavemente el lóbulo de la oreja.
—Eso me gustará. Igual me pongo tonta.
—¿Me dejarás tocarte un poco?
—Deberíamos colgar ya el teléfono —dije mientras me acomodaba dentro de la cama, bajo la colcha.
—O podríamos…
—¿Qué?
—Venga…, tócate.
Miré alrededor, como si alguien pudiera verme.
—Yo también voy a hacerlo. Pensaré en ti, desnuda sobre mí, moviéndote —confesó.
Cerré los ojos.
—¿Y qué más? —me atreví a preguntar.
—Quiero dibujar un camino por tu cuerpo hasta llegar con mi boca entre tus piernas. Meteré la lengua entre todos tus pliegues y esperaré a que te humedezcas para penetrarte con mis dedos.
Me mordí el labio inferior, con las mejillas ardiéndome.
—¿Qué te gustaría que te hiciera a ti? —pregunté.
—Me gustaría tu boca alrededor de mi polla. —La manera en la que lo dijo me derritió.
Metí la mano derecha dentro de mis braguitas y me acaricié, llevándome la sorpresa de que estaba ya empapada.
—Me estoy tocando —le confesé.
—Yo también. Imaginarte chupándomela me ha puesto demasiado.
—¿Te gusta despacio o rápido?
—Me gusta despacio y hasta el final… —Cerré los ojos. ¡Joder!, cómo me puso eso…—. Quiero hacértelo muy fuerte… —Y su voz bajó un poco más, haciéndose silbante—. Quiero follarte hasta que te duela. Desde el mismo día que te conocí.
—Me encantas… —gemí—. Y me encantará que lo hagas…
—Imagíname encima de ti, follándote.
—Me apetece mucho —gimoteé.
—¿Estás húmeda?
—Mucho…
—Estoy empalmado y húmedo, pensando en ti cabalgándome.
—Quiero hacerte de todo —exclamé.
—Y yo a ti. Y lo voy a hacer. No esperaré. Te desnudaré en cuanto pongas un pie en mi dormitorio. Te tiraré sobre la cama, te abriré las piernas y te recorreré con la lengua como no lo ha hecho nadie. Suplicarás que te folle.
Nos callamos un momento. Escuché su respiración irregular y me aceleré, tocándome cada vez más rápido.
—Dios, voy a correrme ya —gemí.
—Espera, espérame…
—Imagina que lo haces en mi boca. Imagínate que te corres mientras te la chupo.
Vale, ya sabemos qué tipo de Valeria despertaba Bruno…
Gemí. Él gimió. Sentí que me iba y, acariciándome más despacio, me corrí sin contener mis sonidos de satisfacción. Él hizo lo mismo.
Ah…, conque eso era el sexo telefónico, ¿eh?
Dejé caer con fuerza la cabeza sobre la almohada y el pelo voló a mi alrededor, quedándose esparcido sobre la funda lavanda del cojín. Mi estómago se hinchaba histéricamente y cogí una bocanada de aire mientras escuchaba a Bruno agotar unos jadeos apagados. Y lo peor es que si hubiera estado a mi lado no le habría dejado descansar.
Después de unos segundos de silencio escuché a Bruno moverse dentro de su cama.
—Dame un momento —susurró.
Dejé el auricular sobre la almohada y miré al techo, sorprendida no, alucinada por lo que acababa de pasar. De pronto me puse triste, como tras escuchar una de esas canciones folk con las que me castigué tras mi ruptura con Víctor. Me acordé de él. Me acordé de que el sexo con Víctor era diferente; algo que nunca más alcanzaría a conseguir con nadie. Con Víctor siempre lo tuve todo a manos llenas. Todo, lo bueno y lo malo.
Un carraspeo al otro lado del teléfono me hizo concentrarme otra vez.
—Joder —farfulló Bruno—. Me muero por verte.
—Es tardísimo. ¿Tú no tienes que madrugar? —pregunté.
—Sí, pero ahora mismo lo que menos me apetece es dormir.
—¿Y lo que más?
—Coger el coche e ir a verte, aunque solo sea para darte el beso de buenas noches. Y te prometo que lo haría si no fuera porque dentro de cuatro horas Aitana tiene que levantarse para ir al colegio.
—¿Me lo prometes?
—Lo haré. Un día de estos lo haré. Cuando menos te lo esperes. Y después me pasaré la noche besándote, follándote y… adorándote, maldita sea. ¿Qué me has hecho?
Yo también me lo pregunté. ¿Qué había hecho?
Víctor solía hacerme la misma pregunta cuando hacíamos el amor. «¿Qué me has hecho, Valeria?».