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LOS HOMBRES NO HABLAN DE ESTO

Hacía unas semanas que Víctor se había animado a llamar a Cristina, la pelirroja que conoció en el bar de copas. Y habían pasado un buen rato.

Salió del estudio, la recogió en su trabajo y después, en un alarde de buenas intenciones, la invitó a cenar. Fueron a un local informal, donde bebieron vino, picaron algo y coquetearon tan descaradamente que Víctor tuvo miedo de que les llamaran la atención.

Después pasaron directamente al dormitorio de su casa, donde Cristina se desnudó y prácticamente lo devoró en un maratoniano polvo de una hora que lo dejó agotado y vacío. Vacío en todos los sentidos posibles.

Lo que más le gustaba de Cristina es que no era de esas chicas que se acurrucaban en la cama esperando quedarse a dormir con él. Para Víctor eso significaba intimidad y comodidad, que era algo que no tenía con ellas. Cristina siempre se levantaba de la cama de un salto, casi sin recobrar el aliento, y se metía en el baño, del que salía completamente vestida.

—Hasta la próxima, Víctor —susurraba provocativamente cuando se iba.

Y allí estaba él un sábado por la mañana, sentado en la cocina tomándose un café y pensando en ello. En ello y en algunas cosas más que prefería evitar. Estaba enfadado.

Como si fuera un mecanismo de defensa, ese enfado rabioso, colérico y, a su modo de ver, justificado le provocaba pensamientos eróticos al momento. No. No se excitaba al recordar la discusión, pero era como si su cuerpo quisiera decirle a la cabeza que podía entretenerse en cosas más placenteras.

Vio la puñetera cesta en un rincón, sobre el banco de la cocina. No lo podía creer. Una jodida cesta de esas que las niñas bien mandaban sin ton ni son, tanto para felicitar la Navidad como para pedirte que no vuelvas a llamarlas. Algo que, evidentemente, no había elegido ella. Y la nota. Dios. La nota le cabreaba mucho.

Estimado Víctor

Te pido disculpas por lo ocurrido en tu despacho.

Lo siento,

Valeria

Había que joderse.

Alargó la mano y cogió el teléfono inalámbrico. Giró la tarjeta que tenía sobre el mármol, junto a su taza, y marcó con dedos ágiles.

—¿Sí? —contestó una voz sensual.

—Hola, preciosa —respondió él—. ¿Qué haces?

—La pregunta es: ¿qué quieres tú que haga?

Los dos se echaron a reír.

—¿Yo? Yo quiero abrir la puerta dentro de un ratito y encontrarte a ti con poco más que el abrigo —susurró él—. Pero sé que no eres de esas chicas que acatan órdenes.

—Supongamos que, por una vez y con el fin de hacer realidad las fantasías sexuales de un pobre pero guapo depravado, lo hago. ¿Corsé, braguitas y medias de liga?

—Hum…, solo braguitas…

—En un rato voy.

Cuando Víctor abrió la puerta, Cristina lo esperaba con una sonrisa sugerente y envuelta en un bonito abrigo negro que realzaba el rojo de su pelo. La miró de arriba abajo. Labios rojos, zapatos de tacón alto, el bolso y el abrigo. Seguro que llevaba poco más.

—Pasa —dijo notando cómo se le llenaba el pantalón—. Es la habitación del fondo a la izquierda. No hay pérdida.

—¿Y si jugamos a que vas a pagarme por lo de hoy?

—Quien paga manda… —sonrió perversamente Víctor.

—De eso va el juego.

Víctor se mordió el labio inferior y le acarició con maestría un mechón de pelo.

—Dime, Cristina…, ¿haces de todo? Por lo que voy a pagar por ti espero que la respuesta sea que sí.

—Sí, señor. Valgo ese dinero. Francés hasta el final, convencional, griego… No le decepcionaré. —Y le acarició los botones de la camisa de cuadros que Víctor llevaba puesta.

Cuando llegaron a los pies de la cama, Víctor le abrió el abrigo y se sentó en el sillón, como evaluando si realmente Cristina valía el precio que tenía en su fantasía.

—Y ahora ¿qué? No sé lo que viene ahora. Nunca he pagado por sexo —le dijo.

Cristina lanzó una carcajada muy sexi.

—¿Para qué narices iba a hacerlo alguien como tú? Toca o pide…

Víctor alargó las manos y amasó sus pechos. Una de sus manos viajó vientre abajo y se metió dentro de las braguitas hasta acariciar una zona húmeda. Ella gimió.

—Quiero que te pongas de rodillas —le susurró despacio, sintiéndose eróticamente sádico, mientras deslizaba dos dedos entre los labios vaginales de ella—. Quiero que me la comas de la manera más sucia que conozcas y después…

—¿Después?

—Haces de todo, ¿verdad?

Víctor y Cristina llevaban veinticinco minutos sobre la cama entre preliminares. Ella estaba regalándole un cumplido asalto oral y, aunque estaba siendo genial, Víctor necesitaba desquitarse. Él necesitaba más; pero ese «más» que quería no lo encontraría allí y lo sabía. Eso lo frustraba y lo excitaba a partes iguales. Se sentía haciendo algo prohibido.

Bastante más brusco de lo habitual, colocó a Cristina a cuatro patas en la cama y le susurró al oído:

—Te voy a follar el culo. Coge un condón del primer cajón.

Cuando ya se lo hubo colocado la tocó, se humedeció un par de dedos y los introdujo en ella sin miramientos. Ella gimió suave.

—Cuidado… —le pidió.

—No es lo que me pedirás dentro de un rato —gruñó él.

Cristina siguió gimiendo mientras él la tocaba. Llegados a un punto, los dos decidieron que ambos estaban preparados y de un solo empujón la penetró. Cristina gritó.

—¡Joder! ¡Que me matas! —Y después se dejó caer parcialmente sobre el colchón.

—Shhh… —le susurró él acariciándole la espalda—. Relájate.

—Para, para, en serio, Víctor. Que me rompes. —Víctor se retiró—. Ahora… despacio —lo animó ella.

Y siguiendo sus instrucciones, Víctor reanudó el ritmo.

—Entra…, más…, más…, para…, para.

—Ya está casi —gimió él.

—Vale. Ahora. ¿Ya?

—Casi.

Cristina lanzó un quejidito y Víctor coló una mano entre sus piernas para acariciarla a la vez que bombeaba dentro y fuera. Cerró los ojos. Sí. Placer y morbo. No necesitaba nada más. Nada. A nadie.

—No pares…, no pares… —suplicó Cristina entre espasmos.

Aumentó la fuerza de las embestidas, olvidándose de ser cuidadoso, de ser suave y de preocuparse por el placer de su compañera. Cuando quiso darse cuenta Cristina lanzaba alaridos que no parecían de dolor. No tardó demasiado en correrse. Ella, a juzgar por sus convulsiones, tampoco.

Se tumbó en la cama, se quitó el condón y se tapó los ojos con el antebrazo. Escuchó, como siempre, cómo Cristina salía de la habitación de camino al baño.

Tuvo ganas de gritar.

No servía de nada. Seguía estando allí. ELLA seguía estando allí dentro. Dentro de su cabeza, del bombeo rápido de sus venas. Si sangrara, lo único que saldría sería ELLA. ELLA. Maldita sea.

Cristina volvió sonriente y se sentó en la cama un momento. Víctor se dio cuenta de que aquello no era lo que venía siendo normal y, tras apartarse el brazo de la cara, la miró también. Sus ojos cristalinos estaban estudiándolo con interés.

—¿Qué pasa? —le preguntó él.

—Eso mismo pensaba yo.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, solo es que… me gustaría que me contaras qué os pasó.

—¿Cómo? —Víctor se incorporó. Al observarse en el espejo que había en la puerta del armario, se vio ceñudo.

—Me refería a que siempre que terminamos estás como… arrepentido. Y yo creo que nos lo pasamos bien, de modo que solo hay dos posibilidades. Una: que seas ultra religioso y que tus creencias te digan que esto está mal y que vas a arder en el infierno; o dos: que haya una chica con la que las cosas no terminaron bien y de la que sigues enamorado. Y, ¿sabes?, no veo crucifijos, rosarios, estampitas…

Fue como una bofetada a la que reaccionó francamente mal. Interrumpiéndola en su discurso, le dijo:

—A ver, cielo, has debido de confundir las cosas. Yo no quiero hablar contigo. Lo único que quiero hacer contigo es follar. Y ya lo hemos hecho.

Después cogió la ropa interior y se la puso.

—Ya —susurró ella—. Bueno. Pues me voy. No hace falta que me acompañes a la puerta. Ya sé el camino.

Víctor la vio recoger el abrigo y ponerse los zapatos.

Eso sí se le daba bien: hacer que una mujer se sintiera mal. Pero ¿por qué le hablaba con aquella rudeza? ¿Por qué había dicho todas esas cosas? Se arrepintió.

—Espera, espera… —le dijo al verla salir de la habitación. Cristina no paró y siguió andando por el pasillo de camino a la puerta. Él la detuvo—. Lo siento. No tengo derecho a hablarte así.

—Si no me lo quieres contar, no me lo cuentes —le contestó molesta—. Pero no me trates como a una puta.

—Lo siento.

Sin saber por qué, Víctor alargó los brazos y la envolvió con ellos contra su pecho desnudo. Cristina se apoyó en él, tensa como un hilo de cobre. Era de esas mujeres a las que las muestras de cariño le hacían sentirse violenta. No. Cristina no quería un abrazo. No le hacía falta que él fingiera que sentía algo más allá del morbo y el cariño. No quería que él se enamorara de ella. Cristina era sincera con lo que quería, como ELLA. Ella nunca mintió.

Cristina solo quería la verdad. Pero ELLA siempre quiso más.

—No dejo de pensarlo, ¿sabes? No dejo de pensar dónde empecé a equivocarme de verdad —dijo Víctor agarrado a una copa de vino, vestido, sentado en la alfombra del salón.

—¿Y has llegado a alguna conclusión?

—No —respondió mirando cómo el líquido oscuro bailaba y resbalaba por el cristal—. Sigo sin saberlo.

—¿Crees que fue una equivocación conocerla?

—A veces sí. Pero si no lo hubiera hecho, no sabría cómo es sentirse… así.

—¿Qué os pasó?

—Siempre fue demasiado intenso y complicado. No me van ese tipo de historias y… hui.

Cristina sonrió sentada a su lado, vestida solamente con una camiseta de algodón que Víctor le había prestado. En la mano también tenía una copa de vino.

—A mí me pasó algo parecido.

—¿Y? —Víctor se giró a mirarla.

—Él sigue casado. Hace unos meses nació su segunda hija.

—¿Os seguís viendo?

—A todo el mundo le digo que no, pero no tengo motivos para mentirte a ti. No hemos dejado de vernos nunca. Él llama de tanto en tanto, cuando su mujer mira a otro lado… Y yo no puedo evitarlo, por más que quisiera.

Víctor resopló.

—Si tengo que vivir eso me volveré loco.

—Víctor…, ¿le has contado a alguien que te sientes así?

—No. —Negó vehementemente con la cabeza.

—¿Por qué?

—Porque los hombres no hablamos de estas cosas.

—Pues quizá deberíais hacerlo.