25

YA HE ESPERADO DEMASIADO PARA QUE SEA LUNES

Todo pasa y todo queda pero lo nuestro es pasar…, eso decía Machado. Pues no sabía si lo nuestro sería pasar, pero el lunes por fin llegó. Me levanté como un colegial que ha esperado todo el año para ir a una excursión y de pronto llega el día.

El día anterior me había hecho la cera en casa con la ayuda de Lola, que es un animal de granja, todo hay que decirlo. Me había dejado marcas de puntitos morados, que parecían un chupetón, en ciertas zonas íntimas. No puede evitarlo; tirar de un jirón de cera saca lo más salvaje de ella misma.

Eso sí: después, para compensarme, me pintó las uñas de los pies de color rojo.

Y ¿para qué tanto preparativo? Ya sé que no podía acostarme con él, pero esperaba que pasáramos la noche juntos. En realidad, si no podíamos hacerlo…, casi que mejor. Necesitaba dominar esa electricidad tan sexual que me sacudía entera con él. Por lo menos hasta que Víctor se disipara un poco más de mi cabeza.

Me levanté temprano para elegir cuál de los tres modelitos preseleccionados sería el indicado. Mientras revisaba el armario en busca de mis vaqueros negros pitillo, me topé con un vestido negro y pensé si no sería mejor algo así. Al descolgarlo y ponérmelo por encima, me di cuenta de que era el vestido que llevaba cuando conocí a Víctor. Pensé que aquello iba a arruinarme el día, pero, para mi sorpresa, conseguí reponerme lo suficiente. Estar enfadada facilita mucho las cosas. Ya era hora de olvidar a Víctor, al que por cierto aún no había tenido ánimo de pedir disculpas.

Los vaqueros negros ceñidos y unos zapatos de tacón alto, negros y rojos. Salí de la ducha, elegí un conjunto de ropa interior de encaje blanco, con braguita baja, y me puse mi crema hidratante. Lencería, pantalón, zapato, pero… ¿me iba a tener que poner ese antiestético calcetín de media tipo ejecutivo? De eso nada.

Me volví a desvestir dejándome solo la ropa interior y tras colgar la ropa de nuevo, saqué otro de los elegidos. Una falda negra, ceñida, corta, una camiseta informal por dentro de la falda, una americana y unos botines. ¿Tendría que ponerme pantis?

Después de probarme otra vez prácticamente todo lo que tenía en el armario, me decidí por algo más normal; un vestidito estampado, unas medias de liga, claro está, unas botas altas y una cazadora de cuero cortita.

Cuando iba de camino al hotel recibí un mensaje de Bruno en el que me decía que la reunión se estaba alargando. Añadía: «Y que sepas que estoy a punto de echar la puerta abajo e ir corriendo hasta donde quedé contigo. ¿Yo corriendo? ¿Qué me has hecho?».

Me encantó. Este Bruno… ¿qué tenía?

Tuve que esperar quince eternos minutos en la puerta del hotel hasta que un taxi frenó frente a mí. Por poco vomité el corazón sobre la acera cuando Bruno salió del vehículo, con su nariz recta, su sonrisa desvergonzada y sus ojos oscuros y vivos, recorriéndome entera. Por un momento, me dio vergüenza y me sonrojé. ¡Casi no nos conocíamos! Era la tercera vez que nos veíamos.

Bruno sacó una maleta de mano minúscula del maletero sin esperar a que el taxista fuera a por ella. Le dio un billete y, mirándome a mí, le dijo que se quedara con el cambio. El taxista se quedó mirando el dinero y, conforme, se fue.

Bruno apoyó la maleta en el suelo y se plantó delante de mí con una sonrisa. A mí el estómago me subió a la garganta. Y ahora ¿qué?

Pues en ese momento Bruno pasó un brazo alrededor de mi cintura y me besó. Me besó como se besa en las películas, pero mejor. Mejor porque no era uno de esos besos sosos, morrito con morrito. En este hubo intercambio de saliva y de lengua. Y cómo besaba, cómo se movía su lengua dentro de mi boca. ¡A la mierda el victorianismo!

Nos abrazamos apretados y seguimos besándonos como si se acabara el mundo. Una pandilla de adolescentes, que debían de estar de pellas, nos silbaron cuando las manos de Bruno fueron a mi trasero y las mías al suyo. Traté de separarme, pero mientras me echaba hacia atrás me besó de nuevo, repasando con su lengua toda mi boca.

Bruno tenía algo, pero no sabría decir qué era. Desde luego no era una belleza mediterránea y tangible como la de Víctor, por muy mal que esté eso de comparar. Víctor era absolutamente guapo y aunque había matices que posiblemente no todas las mujeres pudieran apreciar en él, no creo que ninguna se atreviera a decir que no era uno de los hombres más guapos que había visto en su vida sin arriesgarse a mentir. Pero Bruno… ¿qué tenía Bruno?

No es que no fuera guapo. Aunque más que guapo era garboso, atractivo y uno de esos tíos que irradian un no sé qué que nos gusta y nos atrae. Él decía que los feos como él, que no eran lo suficientemente feos como para ser recordados por ello, tenían que esforzarse más con las mujeres, pero… ¿a quién quería engañar con aquella falsa modestia? Al menos yo no lo creía, principalmente porque ahora que estaba envuelta entre sus brazos, con sus labios pegados en mi cuello y su respiración agitada en mi oreja, lo creía de todo menos feo.

Dimos un paso hacia atrás, nos sonreímos, yo con un poco de vergüenza porque…, veamos, hacía un mes era un desconocido y ahora, en ese momento, después de verlo tres únicas veces en mi vida, me había lanzado a sus brazos y me había dejado besar entregándome al tema con mucho gusto, por segunda vez. Bruno, sin embargo, sonrió con ese… halo que tienen los chicos seguros de ellos mismos. Pero no era una seguridad como la de Víctor, si se me permite comparar otra vez. Víctor sabía que era guapo porque el espejo no miente. Además, lo que no tenía por naturaleza se lo había trabajado él, como ese maldito estómago duro y marcado en el que se podía lavar ropa. Así sonreía Víctor, sabiendo sin saber que con aquella sonrisa nos gustaría mucho más.

Bruno, por su parte, sonreía como ese chico que está seguro de sí mismo porque, a pesar de no ser perfecto, sabe que es especial. Así que no pude más que contagiarme y dejar la vergüenza para otro momento.

Bruno se aclaró la voz y abiertamente se quitó mi carmín de la boca. Después me cogió de la cintura y dijo:

—¿Siempre recibes así a todos tus colegas escritores?

—Aunque debes confesar que ha sido más cosa tuya que mía, sí, siempre os recibo así. Así acabo de engordar vuestro ego.

—Tengo que… —Se rio, sin hacer comentarios sobre mi broma—. Tengo que hacer el check-in en el hotel y dejar la maleta. ¿A qué hora tenemos mesa?

—En media hora.

—Bien. Vengo muerto de hambre. De ahí… —nos señaló a los dos—, de ahí que intentara comerte hace un momento.

Bruno cogió su maleta y la arrastró dos pasos por detrás de nosotros, rodeándome la cintura con su brazo izquierdo.

Dentro del vestíbulo Bruno se encargó de los trámites mientras yo miraba a mi alrededor, distraída. Su mano izquierda seguía en mi cintura, mientras con la derecha, mañoso, se encargaba de sacar su carné de identidad y su tarjeta de crédito. El calor de la palma de su mano descendió unos centímetros y me giré a mirarlo.

—No te pases —susurré.

—Lo siento. Es involuntario.

—Esas cosas no son involuntarias. —Me reí, arrullándome en su brazo.

—Esas sí. Las otras que quiero hacerte ya no.

Oh, oh. En algún punto iba a tener que aclararle la situación… Mejor esperaba a la hora del café.

La chica que se estaba encargando de su check-in se alejó unos pasos a recoger una hoja de la impresora y a por la tarjeta de la habitación y Bruno aprovechó para volver a acercarse a mí hasta que sus labios y los míos estuvieron casi juntos.

—¿Has venido preparada para la fiesta de pijamas?

—Sí. He traído los rulos y los pintaúñas.

Volvimos a besarnos y su mano terminó por meterse debajo del vestido y sobarme una nalga.

—¡Bruno!

—Si llevas medias, ¿cómo es que he tocado carne? —dijo con los ojos muy abiertos.

—Disculpe. —La chica sonreía, algo ruborizada—. Señor Aguilar, aquí tiene la tarjeta de su habitación. La cuatrocientos setenta y cinco, en la cuarta planta.

—Gracias. —Y Bruno sonrió de esa manera que solo él sabía convertir en un gesto de provocación.

Fuimos hacia los ascensores y cuando las puertas se abrieron, me quedé fuera.

—Venga… —dijo y se metió la cartera en el bolsillo de los vaqueros.

—Mejor te espero aquí abajo.

Bruno me miró y, tapando con la mano el sensor para que no se cerraran las puertas, susurró:

—¿Temes volverte loca y comerme?

—Temo no llegar al restaurante y perder la reserva. Y tengo hambre. Baja rápido.

Nos sentaron en un rincón que no podía ser más íntimo. Y no es que me sorprendiera realmente, porque al hacer la reserva había pedido «una de esas mesas algo apartadas». Y en lugar de sentarnos uno frente al otro, Bruno se acomodó junto a mí.

—¿Qué te apetece? —dije cogiendo la carta y echándole un vistazo.

—Ay… —Se rio—. Por apetecerme… —Levanté la cabeza y le reprendí con un gesto—. ¿Qué te parecen unas ostras?

—Tienes que estar loco de atar. Lo de las ostras no hace más que confirmármelo. ¡Es un italiano!

Bruno cerró la carta y me cerró la mía. Acto seguido llamó al camarero.

—Yo no sé lo que quiero —me quejé.

—Claro que lo sabes. Lo traes estudiado de casa. Pedirás pasta napolitana.

Levanté las cejas sorprendida y me sonrojé.

—Hola. —Le sonrió al camarero—. Yo tomaré la lasaña de setas, ella los macarrones napolitana y de beber tráiganos, por favor, una botella de Sangue di Giudas. Gracias.

El camarero tomó nota y se marchó. Bruno se acomodó en su silla, junto a mí.

—Venga, ¿cómo sabías que iba a pedir pasta napolitana? —dije apoyándome en la mesa, aunque fuese de mala educación.

—Es fácil. Las mujeres sois muy cuadriculadas para estas cosas. Nunca dejáis cabos sueltos.

—Vale, sí, había mirado la carta en casa por internet, pero ¿de ahí a deducir lo que voy a pedir?

Bruno se puso la servilleta de tela sobre el regazo y sonrió mirando hacia los cubiertos.

—He estado casado.

—¿Y? —Arqueé las cejas.

—Mi exmujer ya me puso al día sobre ciertas normas no escritas para estas ocasiones.

—No te entiendo. —Sonreí, haciéndome la tonta.

—Nunca nada con ajo o cebolla. La carne se queda entre los dientes, el marisco es incómodo para comer en una cita, sobre todo porque si tienes que usar las manos…, como que queda poco fino. Y algunas verduras pueden quedarse también pegadas en un diente. Huís de cualquier cosa que pueda haceros parecer menos sexis. Por lo tanto, pasta y napolitana, que es solo tomate. ¿Me equivoco?

Sonreí.

—No. Pero tú has pedido el otro clásico: lasaña de setas.

—Bueno, eso demuestra que los dos queremos que el otro se lleve una buena impresión.

—Y que se repita lo de los besos. —Le guiñé un ojo.

—¿Beso bien? —Asentí algo avergonzada—. ¿Puedo? —preguntó acercándose a mí.

—No hasta el postre.

—El postre nos lo tomamos ya en el hotel, ¿no?

—¿No estás dando muchas cosas por hecho?

—Sería tonto si no lo intentase.

Bruno se inclinó hacia mí y nos besamos. Sus labios se pegaron a los míos y esta vez fui yo la que no pudo resistirse a la tentación de abrir ligeramente la boca, haciéndole notar la punta de mi lengua sobre su labio inferior. La suya salió a mi encuentro y abrimos la boca encajándonos. Era delicioso. Esa forma de besar, lenta, el modo en que su lengua se movía dentro de mi boca, aparentemente lánguida pero con decisión, me estaba derritiendo. Su mano se posó en mi rodilla y sus dedos juguetearon, presionando ligeramente mi piel, en dirección ascendente, quedándose a una altura honrosa pero sugerente. De pronto me acordé de los besos que Víctor y yo compartimos en un restaurante italiano al día siguiente de nuestra primera noche de sexo. Fueron besos tiernos pero desesperados. Fueron besos que habían estado almacenados y que tenían ganas de salir.

Me separé de su boca y los dos sonreímos. Ya habían traído el vino y ni siquiera nos habíamos dado cuenta. Carraspeamos.

—¿Cómo conociste a tu exmujer? —dije tratando de entablar una conversación.

—No me hables de mi ex después de besarte, santo Dios. —Se rio—. Me bajas toda la libido.

—Pues mira tú qué bien. Así al menos comeremos en paz.

—A ver… pues… la conocí en un bar, una noche de verano de hace un trillón de años.

—¿La abordaste en la barra?

—No. —Sonrió y dejaron los platos de nuestra comida sobre la mesa—. Se quedó encerrada en el baño. Yo pasaba por allí y una amiga suya me pidió que las ayudase. Que aproveche.

—Gracias. ¿Echaste la puerta abajo?

—La puerta se abría hacia fuera, así que tuve la brillante idea de meterme con ella y empujar desde dentro. —Sonrió—. Como estaba tan delgado me colé por el hueco de debajo, lo cual creó una imagen bastante deplorable de mí. Pero como ella estaba prácticamente histérica, no se dio mucha cuenta. Estaba desesperada, pobre, fingiendo que no lloraba. Me pareció tan tierna…

—¿Y?

—Llamaron al dueño del bar para que nos ayudase porque a patadas tampoco pude echarla abajo.

—¿Te quedaste encerrado también?

—Algo así. Como ella estaba tan nerviosa, decidí no volver a escabullirme hacia fuera por debajo de la puerta —aclaró.

—Qué caballeroso.

—Cuando consiguieron sacar la puerta de las bisagras y desarmarla, me encontraron con mi lengua en su garganta…

—Muy romántico, sí, señor.

—¿No vas a decir que soy un cerdo aprovechado? —preguntó sorprendido.

—No.

—Bueno, ya me lo dirás dentro de un rato, cuando trate de quitarte la ropa interior con el vestido puesto. —Los dos nos echamos a reír—. Oye y… —dijo concentrado en cortar su lasaña—, y tu… ex…

—¿Mi exnovio?

Nos miramos unos instantes e hice una mueca, volviendo a mi plato.

—¿No quieres hablar del tema?

—Bueno, es que está bastante reciente. —Reciente como la bronca en su despacho sobre el tema de las enfermedades venéreas y la llamada a modo de disculpa que le debía.

—¿Cómo de reciente?

—Lo dejamos definitivamente hace cosa de mes y medio. Y supongo que fue una historia intensa…

—¿Cuando te conocí…?

—Estábamos ya muy mal. Ni siquiera sé decirte si el día de la conferencia estábamos aún juntos.

—Era aquel moreno guapo que te abrazaba, ¿no?

—Sí —asentí.

—Yo no puedo competir con eso —dijo melancólico.

—¿Con qué?

—Con esas cejas tan bien depiladas.

Le miré y lo vi sonreír.

—Víctor no se depila las cejas. —Hice un mohín sincero. No me gustaba que nadie más que yo hablara mal de él ni de sus cejas.

—Oh, no, claro que no —dijo con retintín—. Seguro que también se hacía la línea del biquini.

—Ay, por dios, Bruno… —Solté los cubiertos y me eché a reír, sonrojada.

Bruno no debería haber dicho eso, porque mentalmente estaba recorriendo en dirección ascendente el recuerdo de los muslos de Víctor, delgados pero fuertes, cubiertos de un vello masculino y…

—¿Cómo os conocisteis? —interrumpió mis fantasías.

—En la esteticista —solté sin pensar.

Bruno y yo estallamos en sonoras carcajadas y el resto de las mesas que estaban ocupadas se giraron hacia nosotros. Me sentí cómoda, de pronto, con la idea de poder hacer una broma así de Víctor. Era un paso. ¿O había dado ya más pasos de los pertinentes besándome como una adolescente con Bruno? No, Víctor aún estaba demasiado presente en todo.

—Bueno, ahora en serio, no sé por qué lo preguntas. Si has leído mi libro lo sabrás de sobra.

—Cierto —asintió—. Corto pero intenso lo vuestro, ¿no?

—Sí.

—Si te molesta hablar del tema podemos…

—No, no. No te preocupes. Es solo que si me paro a pensarlo y lo racionalizo me da la sensación de que he pasado página demasiado pronto.

—¿Y eso es malo?

—No sé si es que la reina del drama que todas llevamos dentro echa de menos un poco de, no sé, de ganas de morirse y todas esas mandangas o si es que simplemente lo he falseado, si en realidad lo he tapado con otras cosas y el día menos pensado me doy cuenta…

—También puede ser que…

—Sí, también puede ser que los últimos meses de nuestra relación acabaran con la poca ilusión ingenua que me quedaba y ya llevara mucho tiempo preparada para esto.

—Claro. Aunque iba a decir que también puede ser que mi fabuloso atractivo físico te haya hecho olvidarlo. —Me guiñó un ojo.

—Es raro esto. —Me encogí de hombros—. Es la tercera vez que te veo y me siento muy cómoda.

—Hemos hablado mucho por teléfono.

—Y has escrito un metarrelato seudoporno en tu nueva novela en el que yo soy la protagonista.

—Eso también.

Nos miramos y sonreímos.

—Por tu culpa mi amiga Lola me llama diosa de la guerra.

—No parece molestarte mucho.

—¿A qué mujer no le gusta que alguien la describa como una amazona? —Lo miré mientras masticaba.

—¿Empapada en sangre?

—Eso es un punto morboso que quizá deberías hablar con tu psiquiatra.

—No necesito psiquiatra. Tengo una vaca a la que se lo cuento todo.

Me quedé mirándolo y él asintió mientras masticaba y me servía más vino.

—¿Tu psiquiatra es una vaca?

—No le pago.

—Vas a tener que explicar eso.

—Es fácil. Vivo en una casa bastante apartada, en plan escritor torturado, en los alrededores de un pueblecito pequeño. Mi vecino más cercano está como a un kilómetro de mi casa y tiene un cercado con vacas. Una de ellas es escapista y muchas noches cuando salgo a fumar me la encuentro comiéndose mis flores.

—¿Y cómo salta la valla?

—Por la parte de atrás mi casa da al prado, con lo que exactamente no entra, sino que se entretiene en comerse todo lo que yo haya plantado en las proximidades de la cerca de piedra. Me hace tanta gracia que…

—¿Le hablas?

—Sí. Le he puesto nombre y hasta se lleva bien con mis gatos.

—¿Y cómo se llama la vaca?

—Lucinda. No me preguntes por qué. Siempre me ha parecido nombre de vaca.

—Ya sé por qué no te planteas mudarte a la ciudad. Cercas bajas de piedra, prados verdes, silencio…

—Muy pintoresco todo.

—¿Tu hija vive cerca?

—Pues vive con su madre a unos treinta kilómetros, pero nos vemos todas las semanas. Siempre tengo su habitación preparada por si Amaia me llama para que la recoja yo del cole. Eso es lo bueno de tener una relación tan cordial con su madre; no he tenido que pelear por su custodia ni nada por el estilo. Nosotros nos organizamos sin mediadores y ella ya está acostumbrada a vivir medio con papá, medio con mamá. Creo que no me equivoco si digo que es feliz.

—¿Y qué niña no es feliz en una casa con prado y vaca incluidos?

—Oye… —sonrió, apartando el plato vacío y acercándose la copa—, ¿sabes qué sería genial?

—¿Qué? —dije llevándome la copa a los labios.

—Que vinieras a verme. Una semana.

—Estás loco.

—Cercas de piedra, un prado verde, la vaca Lucinda… —Me guiñó un ojo.

—Claro, claro.

—Te lo digo en serio. Ven el mes que viene; ya hará menos frío pero aún podremos asar castañas en la chimenea. Asar castañas y hacer salvajemente el amor sobre la alfombra que tengo frente al fuego. —Sonreí como respuesta—. No me tomas en serio —dijo apoyándose en la mesa.

—No mucho.

—¿Por qué?

—Nos acabamos de conocer. ¿Una semana en tu casa, apartada de la civilización? Debes de estar de coña.

—No te voy a secuestrar. —Sonrió—. Aunque en mis libros dé esa impresión, no tengo mucho de psicópata. Quiero que vengas.

—Hagamos una cosa. Mañana por la mañana lo decidimos.

—Uhm… —Entornó los ojos—. Creo que el tamaño de mi pene va a estar bajo examen…

Le tiré la servilleta y levanté la mano para pedir la cuenta.

—El café lo tomamos en otro sitio, ¿te parece?

Y a Bruno lo que le pareció fue tremendamente sugerente.

Fue mi hermana Rebeca la que me descubrió aquel restaurante jordano, escondido y enano, al que siempre íbamos a tomar té con hierbas y a fumar shisha. Pero aquello era antes de que fuera mamá. Ahora tenía que compartirla con la preciosa Mar, que me tenía enamorada.

Entramos y, como siempre, detrás de la barra nos sonrió el mismo chico, entretenido en limpiar una shisha. Esta vez pedí yo por él:

—Dos tés de canela y una shisha de manzana.

—Perfecto. —Volvió a sonreír el dueño—. ¿Os acomodáis abajo?

—Claro. —Sonreí, pícara, mirando a Bruno.

Le cogí la mano y tiré de él hacia las estrechas escaleras de caracol que bajaban hacia una única estancia, algo húmeda pero cuyas paredes y suelo estaban absolutamente cubiertos de alfombras y tejidos cálidos, que aislaban del frío. Para sentarse, unos mullidos cojines a un lado y un banco en el otro. En el centro, mesitas redondas y pequeñas.

Nosotros nos acomodamos en el fondo, de manera que estábamos más resguardados por si alguien se asomaba por la escalera; y mientras nos quitábamos la chaqueta unos pasos nos avisaron de que así era. El dueño apareció con una bandeja, haciendo malabarismos con los dos tés y con los útiles para encender la shisha, que sacó de un pequeño almacén que había junto a los baños.

—¿Tenéis frío? ¿Queréis que suba la calefacción?

—No, así está perfecto —le dije acercándome uno de los ornamentados vasos con té caliente.

—Si tiene frío que se me arrime —intervino Bruno.

Y el camarero, entendiendo que quizá habíamos ido en busca de algo más que un té y una shisha, nos dejó un poco de intimidad.

—¿Te gusta el sitio?

—Mucho —contestó Bruno mientras le daba una calada a la cachimba y hacía un aro de humo.

—Prueba el té. Está buenísimo. Es de canela y lo hacen con leche en lugar de agua.

Alcanzó el vaso y de un trago vació el contenido garganta abajo.

—Pero… —empecé a decir.

—Odio el té. —Sonrió recobrando el aliento.

—¡Pues no haberlo bebido! —dije muerta de risa.

—Venga, fuma.

Le di unas cuantas caladas y eché el humo a nuestro alrededor, creando una nube. Los labios de Bruno se apoyaron en mi cuello, húmedos, y después de un recorrido corto ascendente atraparon el lóbulo de mi oreja. Dejando la shisha a un lado y apartando un poco la mesa, me aproximé a él, pero Bruno, no contento con el acercamiento, me sentó a horcajadas sobre él, rodeados de un montón de cojines.

—Oh… —dije.

—¿Qué? —me retó, acercándose.

—Nada.

Ladeé la cabeza y lo besé, gustosa de que sus brazos me envolvieran las caderas. Su lengua bailó otra vez dentro de mi boca, provocándome un cosquilleo dentro de la ropa interior. Después bajó hasta mordisquearme la barbilla mientras mis dientes pellizcaban mi labio inferior con placer y sus manos se adentraban por debajo del vestido.

Me incliné sobre su cuello y lo besé, lo mordí y lo lamí hasta llegar a su oreja, con la que jugué. A Bruno debía de gustarle porque gimió suavemente. No evité que mientras su mano izquierda me manoseaba el trasero, la derecha se escapara hasta mi pecho.

Vaya, vaya… El ambiente se estaba caldeando. Y yo con estos pelos.

Bruno me levantó de pronto de la cintura y me acomodó en su regazo. Había que estar medio inconsciente para no darse cuenta de sobre qué estaba yo ahora sentada… Porque una erección de aquel calibre no suele pasar inadvertida. Y, mientras, seguimos besándonos como chiquillos.

Moví las caderas hacia él y echó la cabeza hacia atrás a la vez que se le escapaba un jadeo y un taco. ¿La verdad? Me encantaba que fuese tan malhablado. Lo hice otra vez y en esta ocasión la que lanzó una palabrota bastante malsonante fui yo al notar su boca húmeda y caliente en mis pechos aún por encima de toda la ropa.

—¿Vamos al hotel? —susurró—. ¿O quieres que terminemos en comisaría por comportamiento público impúdico?

—¿Ya? —contesté juguetona.

—Ay, Dios…

Sus manos me desabrocharon un par de botones del escote del vestido y su boca dibujó un camino por mi piel, en busca de uno de mis pechos. Me di cuenta de que mis caderas se movían ya de manera instintiva.

—Sería capaz de hacerte de todo aquí, no juegues conmigo —bromeó.

—¿Como qué?

Sus manos se desabrocharon el pantalón y volviendo a meter la mano debajo del vestido, me apartó la ropa interior hacia un lado. Nos miramos y preguntó en un susurro si aún tenía dudas.

—No. Ninguna. Venga, vámonos —dije al tiempo que me levantaba y me colocaba el vestido y las braguitas.

Recuerda, Valeria, no puedes tener sexo en una semana. No debe ser tan difícil.

—Ve subiendo tú. Yo voy a tener que esperar un minuto —dijo Bruno.

—¿Qué? —pregunté girándome hacia él.

—Si subo así… —dijo señalándose los pantalones donde se adivinaba un bulto bien marcado.

—Oh, Dios… —Me ruboricé.

—Qué mona. Aún te sonrojas por estas cosas. —Sonrió perverso—. Toma, ve pagando, ahora subo.

Bruno me pasó un billete y tan abrumada estaba que ni siquiera peleé por pagar yo aquella consumición. Subí como una autómata y pagué. Después lo esperé en la calle, tras subirme la cremallera de la cazadora.

Salió un par de minutos después y no pude evitar echar un vistazo para evaluar el estado de sus pantalones.

—¿Preocupada?

—Para nada.

Un taxi pasó por delante de nosotros y Bruno le hizo el alto. Un minuto y estábamos en marcha, de camino a su hotel.

Sin mirarlo, le pasé el billete que me había dado y le dije que me dejara pagar algo a mí.

—¿Qué menos que el té y el taxi?

Bruno se acercó a mi cuello y susurró:

—Y esta noche el servicio de habitaciones.

Cuando entramos en su habitación me encontraba hasta mal, sin exagerar. Creo que nunca, jamás, había tenido un calentón así. Estaba dolorida, algo mareada, un poco avergonzada y, sin paños calientes, húmeda. Húmeda e incómoda. Lo peor era pensar que no podía solucionarlo. ¿Me daría Bruno una pequeña tregua para tranquilizarme?

El taxi no había servido porque después del susurro sobre el servicio de habitaciones habíamos vuelto a besarnos como dos energúmenos y su erección había hecho acto de presencia de nuevo. Y que me perdonen Adrián y Víctor, pero yo no había visto nada tan grande en mi vida. Y eso que Víctor ya iba bien cargado.

Bruno me despertó de mi visita a Babia con un suspiro hondo. Juraría que él también andaba un poco apabullado, si no nervioso. Fue a dar un paso hacia mí, pero alcé mi mano derecha con la palma hacia él y le pedí un momento.

—Dame tregua, Bruno, por Dios.

—Al final sí voy a creer que no eres de esas —sonrió.

—Es que no lo soy. Además es que te tengo que decir una cosa.

—Tú dirás. —Se dejó caer en el único sillón de la habitación y me llamó con un gesto, sexi, muy sexi.

La entrepierna me palpitó con quemazón y no pude evitar levantarme del borde de la cama, suspirar e ir hacia él. Bruno mismo me acomodó sobre sus rodillas.

—¿Cuál es el problema?

Tuve ganas de decirle que el problema era aquel apéndice suyo que estaba presionándome en ese momento por debajo de mi cuerpo, pero solo me reí, nerviosa. Estaba a punto de darme, sin paños calientes, un parraque de los serios.

—¿Es eso de que no nos conocemos y que…?

—No. Es que no puedo hacerlo. —Apoyé mi frente en la suya.

—Tú también tienes ganas, ¿no? —Asentí—. ¿Entonces? ¿Crees que es demasiado pronto o…?

—El hijo de puta de mi exmarido me contagió la clamidia. Estoy en tratamiento y no puedo hacerlo al menos en cuatro días más. Llevo tres con el antibiótico.

Levantó las cejas. Me sentí fatal. Debí decírselo antes. Si no lo hice fue porque pensé que se formaría una imagen distorsionada de mí por el hecho de que, sin comerlo ni beberlo, mi exmarido me hubiera pegado una ETS. Menuda mierda.

Iba a decir algo más pero no pude, porque Bruno me besó con brutalidad al tiempo que se levantaba del sillón, conmigo encima. Me dejó sobre la cama y, de rodillas sobre el colchón, se quitó la chupa y la camisa, quedándose con una camiseta de manga corta, blanca y lisa, que dejaba ver unos brazos delgados pero fibrosos que me gustaron… Me gustaron un poquito demasiado.

—De verdad, Bruno, no puedo.

—No puedes follar, vale. Pero podemos empezar por el principio.

Sin mediar palabra me quité la cazadora también y de una patada hice saltar mis botas fuera de la cama. Se puso de pie, se quitó el calzado y volvió a arrodillarse en la cama, entre mis piernas, mientras se desabrochaba el cinturón. Aquel gesto me pudo y dando un pasito más me quité el vestido y lo dejé caer junto a la cama, quedándome en ropa interior. Unas medias de liga, un sujetador de encaje blanco y un culotte a juego…, nada más. Y Bruno, como contestación, miró al techo y resopló, demostrando así que le gustaba lo que veía. Después se tumbó sobre mí y entre los dos, con maña, nos deshicimos de su pantalón. Su camiseta corrió la misma suerte.

El pecho de Bruno era delgado, pero delgado sin marcar ningún hueso. No se le notaban las costillas, como me temía, ni las clavículas; solamente un músculo a la altura de su cadera estrecha se asomaba con disimulo a su piel. El resto era normal. Normal. Una cintura delgada, una piel color canela y un pecho marcado por naturaleza, fibroso pero no muy musculado. Tenía un poco de vello sobre él y una línea oscura le recorría el estómago plano y duro hasta perderse por dentro de su ropa interior negra. Era tremendamente masculino. Tanto que sin darme cuenta abrí las piernas.

Pero ¿qué había en todo aquello que me recordaba a Víctor? ¿Qué había allí, si no era su olor ni el color de sus ojos ni el tacto de las sábanas? ¿Es que yo seguía pensando demasiado en él? De pronto tuve miedo. ¿Y si estaba empezando con un maratón de amantes que no terminaría jamás? ¿Y si los hombres empezaban a pasar por mi vida y por mi cama como Víctor hasta que ya no quedase de mí nada de lo que pudiera atraerlos?

Sentí las rodillas temblarme y tragué saliva con dificultad cuando Bruno me desabrochó el sujetador. Su boca fue hacia mis pechos y cerré los ojos, tratando de disipar la imagen del último hombre que me había tenido en la cama.

Y como no pude, me interrogué a mí misma sobre si lo que estaba haciendo no era puro despecho. Necesitaba saber que no estaba equivocándome. Empecé a ponerme nerviosa. El pulso se me aceleró con la respiración. Quería respuestas que nadie podía darme más que yo misma, así que hice otras preguntas.

—¿Con cuántas chicas te has acostado?

—¿Cómo? —dijo, sosteniéndose con sus brazos sobre mí.

—¿Con cuántas chicas te has acostado?

—Pero… ¿y eso?

—Tú dímelo. —Evité mirarlo.

—Pues… No lo sé. No llevo la cuenta exacta.

—Más o menos. Dime, ¿con cuántas?

—Valeria… —Frunció el ceño.

Bruno se incorporó, quedándose de rodillas otra vez. Yo también me incorporé y me tapé con un cojín. Él se humedeció los labios y después, sin reír, dijo:

—Eres muy joven como para pensar que tienes que cargar con las culpas de las relaciones que no han funcionado. —Me quedé mirándolo anonadada. Él siguió—: ¿Que no podemos acostarnos? Bien. ¿Que prefieres esperar? Bien. ¿Que te apetece ir aprendiendo qué tal se nos da esto? Perfecto. Pero, en cualquier caso, esto es normal y yo solo quiero conocerte. No juzgarte.

Tiré de él, que se dejó caer sobre mí. Lo besé con dedicación. Gracias, Bruno. Era justo lo que necesitaba escuchar en aquel momento.

—Me haces sentir bien —susurré después—. No sabes cuánto siento que no podamos ir más allá.

—Dicen que lo bueno se hace esperar —sonrió.

Se acomodó entre mis piernas y me dijo que era preciosa. Seguimos besándonos a ese ritmo que imponía su boca… Lánguido, sensual. Me moría de ganas de acostarme con él y me preguntaba qué apaño encontraría él para solucionar las ganas que empezaban a acumularse entre los dos. No tuve que esperar mucho. Su mano derecha se coló dentro de mis braguitas e introdujo uno de sus dedos dentro de mí casi de inmediato. Gemí y su boca se aplastó contra la mía de nuevo. Me aparté y jadeé, cogiendo aire al notar cómo rozaba mi punto G en su movimiento. Las piernas se me retorcieron y lo miré, con la boca entreabierta, jadeante, mientras mi mano derecha buscaba su erección, que, por otra parte, no fue difícil de encontrar.

Nos quitamos toda la ropa que nos quedaba puesta. En un pispás los dos estábamos desnudos y yo tenía su boca alrededor de uno de mis pezones y dos dedos de su mano derecha entrando y saliendo de mí. Mi mano derecha iba moviéndose arriba y abajo, apretada alrededor de su erección.

Me retorcí de nuevo y gemí quejumbrosamente.

—¿Tendrás suficiente con esto? —le pregunté.

—Es posible que nunca tenga suficiente, pero parece que estás dispuesta a repetir.

Sonreímos.

Apreté los dedos un poco más alrededor de su erección y moví la mano despacio pero firmemente. Me colocó sobre él, a horcajadas, de manera que los dos nos tuviéramos a mano, y nos tocamos a la vez.

—¿Te gusta más así… —preguntó metiendo un par de dedos dentro de mí— o así? —Y me acarició el clítoris.

—Como antes… —dejé escapar un susurro entre mis labios—. Así me gusta mucho.

—Me muero por follarte —susurró—. Quiero probarte.

—Y yo…

—Me muero por que te corras conmigo dentro de ti y grites. —Bruno se removió.

Apremié la velocidad de mi caricia cuando noté que estaba cerca del orgasmo. Y cuando adivinó que estaba a punto de llegar, él también aceleró el movimiento de sus dedos. Lancé un gemido y él un jadeo seco que dio el pistoletazo de salida para mi orgasmo y, en un par de movimientos míos más, también del suyo que… nos dejó a los dos perdidos, de arriba abajo.

Repetimos aquello en la ducha. Bruno demostró que, además de lo que tenía entre las piernas, también gozaba de una fabulosa capacidad de recuperación digna de un chiquillo de quince años. Y yo encantada, que conste.

Dormitamos, volvimos a besarnos, volvimos a masturbarnos despacio y después de corrernos otra vez cenamos algo.

A la mañana siguiente me despertó a las siete y media, antes de irse, para que pudiéramos despedirnos. Recuerdo que llevaba una camiseta, una sudadera y unos vaqueros. Con aquella ropa parecía al menos diez años más joven. Bruno me encantaba, quisiera aceptarlo o no. Fuera demasiado pronto o no.

Me dio un beso en la boca antes de que yo pudiera quejarme porque ni siquiera me había dado oportunidad de lavarme los dientes y me preguntó:

—Entonces, ¿vendrás a Asturias a verme?

—Deja que lo piense.

—Te llamaré cuando llegue a casa. Tienes la habitación hasta las doce.

—No, me voy a casa.

—Quédate.

Me besó en la frente y sonriendo, con esa expresión tan provocadora, abrió la puerta de la habitación y se fue.

Yo me acurruqué entre las sábanas y recordé que hubo un tiempo en el que Víctor me decía lo mismo antes de irse a trabajar.

¿Qué habría pasado con nosotros si yo le hubiera dado aquel beso el día de la conferencia? ¿Por qué daría cualquier cosa en el mundo por despertarme en su casa en lugar de en aquel hotel?