SÁBADO DE CHICAS
Nerea, que andaba desaparecida y concentrada en levantar su imperio de organización de bodas, nos llamó el viernes por la mañana para que fuéramos con ella por la tarde a ver un bajo que había «preseleccionado». Estaba exultante, porque se hallaba en un buen barrio en el que había un ambiente muy cool y adinerado que, seguro, le proporcionaría clientela. No podía dejar de tener un poco de miedo por ella. Cuando lo pensaba, al final, con el corazón en la garganta, me tenía que repetir a mí misma que era su dinero y que yo no arriesgaba nada; mi manía empática me hacía pasar un mal rato poniéndome en lo peor sin pensar que Nerea, en el caso de que los peores pronósticos se cumplieran, se levantaría tan dignamente del asunto.
Llegaba tarde y de un humor bastante regulero, pero sabía que cuando saliera de allí me sentiría irremediablemente mejor. Localicé el número de la calle que Nerea me había indicado en un mensaje y golpeé con los nudillos en la persiana metálica, que estaba a medio subir. Ella misma se asomó, vestida con unos vaqueros de pata de elefante con un cinturón marrón, una camisa a cuadros entallada y una chupa de cuero marrón.
—Hola, cielo —sonrió—. Las chicas ya están dentro.
—Qué puntuales.
—A decir verdad es que… —Consultó su impecable reloj de muñeca de Marc Jacobs— llegas media hora tarde.
—Ya. —Miré mi reloj, menos impecable—. Lo siento mucho. Ahora os cuento.
—Pasa, pasa —sonrió ella.
Bajamos la persiana detrás de mí. El bajo estaba totalmente vacío, pero sobre una pequeña balaustrada de obra se las habían apañado para preparar un enfriador de botellas lleno de hielo, con dos botellas de lambrusco italiano dentro. Carmen y Lola ya lucían dos copas en las manos; y de cristal. Nada de vasos de plástico.
—¡Ey! —Las saludé con una sonrisa.
—¿Desde cuándo la señorita Férriz llega tarde? —dijo Lola sonriente.
—Primero que nos cuente Nerea, después despotrico yo. Perdonad.
—¿Ese Bruno no tendrá nada que ver? —preguntó Carmen emocionada.
—Eh…, no.
—¿Qué te parece el local? —dijo Nerea—. Mira, aquí delante pondré un sofá vintage que ya tengo apalabrado, marrón, de cuero desgastado, y una mesita con un montón de revistas de bodas. Aquí una nevera de esas pequeñas, retro, y allí mi mesa, con dos sillones frente a ella, para las visitas. Detrás, unas estanterías chulísimas, que son como ondeantes, con archivadores de colores y… —Los ojillos le brillaban con pasión.
Me giré a mirar al resto con la boca abierta y señalé a Nerea a su espalda, mientras seguía hablando sobre el cuarto de baño y todo lo que podía ganar el bajo con una mano de pintura y un poco de papel para la pared. Lola se llevó el dedo índice a la sien y dejó claro que pensaba que Nerea había perdido la razón. Carmen le dio una leche en el brazo y me levantó el pulgar. En esas estábamos cuando Nerea se giró hacia mí con un muestrario de papel de pared en la mano.
—¿Qué te parece?
—Que nunca te había visto tan ilusionada con nada y estoy muy contenta por ti.
—¿Qué papel te gusta más? —preguntó sonriendo.
—Este.
—El mismo que a Carmen y a mí.
—¿A Lola cuál le gustaba?
—Lola quería llenar la pared de neones rojos.
La miré y me sacó la lengua lascivamente.
—Ponme una copa y cuéntame de paso qué tal con Rai.
A Lola le cambió la cara, como si hubiese deseado mantenerlo en secreto, aunque supiera a ciencia cierta que algún día saltaría la liebre.
—¡Eso! ¿Qué tal con Rai? —dijeron las otras dos a coro.
—Pues… —Se apoyó en la pared con su copa y con el gesto constreñido añadió—: Me temo que muy bien.
—¿Temes que muy bien? No entiendo —dijo Nerea.
—Juro que he tratado de ignorarlo, pero no veas cómo lo come —explicó poniendo los ojos en blanco.
—¿Qué nos hemos perdido? —preguntó Carmen mientras dejaba la copa de vino al lado.
—Díselo tú. A mí se me cae la cara de vergüenza —dijo Lola.
—Rai, el chico con el que se estaba viendo Lola… Resulta que todo iba viento en popa a toda vela cuando…
—Te has acostado con él y la tiene pequeña, ¿no? —interrumpió Nerea.
—Oye, ¿tú estás mutando o qué pasa contigo? —le dije divertida.
—Sigue, sigue, por favor.
—Pues, bueno, el día que se acostaron, en el que deduzco por lo que me dijo Lola que todo había ido estupendamente, él le confesó que le había mentido con la edad. En realidad tiene diecinueve años.
—Hostias… —saltó Carmen sentándose en el escalón que dividía el local en «dos pisos»—. Qué fuerte. ¿Diecinueve?
—Aparenta al menos veinticinco. Y pensé que tres años, o cuatro, no importaban.
—Son casi diez años.
—Son exactamente nueve. El día que yo cumplo veintinueve él cumple veinte.
—¡Qué coincidencia! —dije yo emocionada.
—Sí, el día que yo cumplí la mayoría de edad, él cumplía nueve. ¡Nueve!
Nerea soltó una risita y se tapó la cara. Como Lola la fulminó con la mirada pidió disculpas sin poder quitarse una sonrisilla de la cara.
—Perdón, perdón…
—Pero él te gusta, ¿no? —le pregunté yo a Lola.
—Claro que me gusta.
—¿Por qué te gusta? —dijo Carmen—. Y no lo pregunto en mal plan…
—Pues me gusta porque es divertido, está un poco loco, es tierno sin ser un meacamas… Y hablando de camas, es brutal. No sé… Con él me siento en casa.
—Oh, Dios, esto es el primer jinete del Apocalipsis. Lola está enamorada.
—¡No estoy enamorada! —se quejó—. Solo un poco colgada, pero se me pasará.
—¿Y habéis roto? —preguntó Carmen alucinada.
—No. Para romper haría falta tener algo…, ya sabes, oficial. Y no lo tenemos. ¿Cómo lo vamos a tener? Tiene diecinueve años.
—¡Qué más dará eso! —le contesté yo.
—Pues que es un crío que está en segundo de carrera, que hace seis meses que lo dejó con su primera novia, y yo estoy cerca de la treintena y estoy muy resabiada. Me da miedo hacerle la vida imposible.
—¿Por qué se la ibas a hacer?
—¡Porque estoy cagada de miedo!
La confesión nos enterneció a todas, que le dimos besitos en la cabeza después de soltar un «ohhhh». Ella nos quitó de encima, enfurruñada.
—He decidido que no voy a reprimirme si me apetece llamarlo o estar con él. No tengo por qué preocuparme por algo que ni siquiera ha llegado a ser nada. Ahora solo quiero su cabeza entre mis muslos y a lo sumo su polla en mi…
—¡Entendido! —la interrumpió Nerea.
—Quizá mañana él abra la boca, diga alguna barbaridad, como que cree en la existencia de los gamusinos, y el tema se termine antes de haber empezado. ¿Por qué va a ser agrio antes aún de tirarse el eructo?
—Dios, qué asco de dicho, Lola —me quejé yo riéndome—. Pero estoy de acuerdo.
—No puedes cerrarte las puertas por tener miedo. Hay que coger la vida por los cuernos. Mira a Val o a Nerea —sentenció Carmen.
—¿A mí por qué me tiene que mirar? Yo no me acuesto con escolares —dije muerta de la risa.
—Eres una zorra. —Lola me fulminó con la mirada.
—Te tiene que mirar a ti porque te separaste de Adrián hace, ¿cuántos?, ¿nueve meses?
—Siete —dije con el tono de voz algo tirante.
—Pues en siete meses has intentado rehacer tu vida dos veces, sin miedo.
—¿Quién te dice que no tengo miedo? Y no han sido dos veces. Fue una y fue una mierda —dije apoyándome en la pared—. No funcionó pero… —Las miré a todas, le di un trago a la copa y carraspeé.
—Ayer fui al ginecólogo.
—¡Estás preñada! —gritó Lola fuera de sí, como si estuviera a punto de golpearse el pecho y arrancarse la camisa.
—No. Tengo clamidia.
—¡Jodido Víctor! —volvió a gritar.
—Eso mismo pensé yo antes de ir a montarle el pollo de su vida en su trabajo. Pero luego averigüé que el regalito era de Adrián. —Las tres me miraron sorprendidas—. Y me dijo que lo suyo con Álex duró casi un año.
Todas contuvieron la respiración.
—Me cago en su puta estampa. Jodido payaso. Espero que se le caiga la chorra y que los cojones se le descuelguen hasta tocar el suelo. —Escuché maldecir a Lola.
—¿Y cómo estás? —preguntó Carmen.
—Asqueada. Me siento como si la niñata esa se hubiera puesto todas mis bragas cuando yo no estaba en casa. —Las tres me miraron sin entender—. Es un decir. Estoy jodida, pero no por Adrián. Eso ya lo superé. Es que creo que cada día que pasa pierdo más la fe en el género humano. Primero Adrián, después Víctor…
Me froté nerviosa la frente. No sabía si iban a entenderme bien. Ni siquiera yo entendía por qué para mí la confesión de Adrián era la guinda que coronaba el pastel de mi relación con Víctor. Quizá algo así como: «Mira, no te quiso ni tu marido, con el que estuviste diez años. ¿Cómo pudiste creer que Víctor iba a quererte?».
A veces somos nuestras peores enemigas.
—¿Y montaste mucho pollo? —preguntó Lola.
—¿A cuál de los dos?
—A los dos —aclaró Nerea.
—A Adrián solo le colgué el teléfono. Ni le contesté.
—¿Y a Víctor?
—A Víctor le monté un numerito bastante espectacular. Terminamos gritando como dos locos.
—¿El flemático Víctor también? —preguntó Lola arqueando una ceja.
—Me da que no fue al flemático Víctor al que vi. Tiró al suelo todo lo que tenía encima de la mesa y le dio una patada… —Me pasé dos dedos entre las cejas.
—Joder… —exclamaron al unísono.
—Ya, ya, es horrible. Pero no es que yo lo hiciera mucho mejor: le tiré un bote de lápices a la cabeza.
—Y os dijisteis cosas horribles, claro —preguntó indirectamente Carmen.
—Entre otras cosas, porque de pronto, cuando más enfadados estábamos, me soltó un te quiero rabioso que fue como una puñalada.
Las tres contuvieron la respiración.
—¿Te dijo que te quería? —preguntó emocionadísima Nerea.
—No fue un te quiero, reina, fue casi un escupitajo en la cara. Me dijo que yo nunca tenía suficiente y que lo que quería era volverlo loco.
—Y ahora ¿qué?
—¿Ahora? Pues ahora tengo que pedirle perdón a Víctor, tomar antibiótico y no tener sexo hasta nuevo aviso. Es todo estupendo.
Me senté en el escalón y me revolví el pelo.
—Te dijo te quiero —remarcó Nerea.
—También me dijo que le contara esas mierdas al resto de los tíos a los que me folle. Esto es un sinsentido —rebufé—. Y Bruno viene el lunes.
—¿Bruno viene el lunes? —me preguntó Carmen con una sonrisilla.
—¡Ah! ¿Es que no os ha contado que se enrolló en un portal con ese tal Bruno? —Se carcajeó Lola aligerando la tensión del ambiente.
—¿¡¡En qué portal!!? —preguntó Nerea alarmada.
—¡Y yo qué sé!
—¡Joder, Lola, se lo has pegado!
—No, no, yo no tengo champiñones —aclaró.
—Imbécil —le espeté—. Si no os lo conté es porque es un rollo sexual que no creo que dure demasiado —dije no muy orgullosa de mí misma y de la nueva Valeria que se morreaba en portales—. No hay nada más. El lunes a lo mejor hasta perdemos el interés por volver a dirigirnos la palabra en toda nuestra vida.
—Eso no es verdad; es más, es imposible, tú no tienes ese tipo de rollos jamás. No sabes. Pero, de todas formas, aclárame eso del lunes —dijo Nerea.
—Bueno, viene a una reunión y hemos convocado una fiesta de pijamas en su hotel… —dije ruborizándome en el acto pero fingiendo que tenía experiencia en ese tipo de cosas.
—Os veis dos veces y… ¿ya a la tercera a la cama? —preguntó Nerea, volviendo a su victorianismo.
—Pues, mujer, no son dos veces… Bueno, sí, pero hemos hablado mucho por teléfono y…
—Que te pica. No pasa nada, Valeria. Te pica y punto. —Y la boca de Lola dibujó una sonrisa malévola en la comisura de sus labios.
—Os recuerdo que no puedo follar —les aclaré.
—Pues mámasela —propuso Lola mientras se servía más vino—. O por el culo.
Nerea dio un gritito de horror y las demás no pudimos más que reírnos.
—Oye, Carmen, ¿y tú no dices nada? —pregunté extrañada de verla tan callada y obviando el comentario de Lola.
—Es que yo tampoco me creo que tú vayas a tener un rollo al más puro estilo Lola.
—¿Acaso nadie va a confiar en mí?
—No —contestaron a coro.
—Pero ¿por qué?
—Porque eres débil y blandita —dijo Lola.
—Porque no eres de esas —añadió Nerea.
—Porque eres una romántica y aún quieres a Víctor —sentenció Carmen.