21

RUTINA

El viernes Víctor terminó de trabajar más tarde de lo habitual. Había tenido que solucionar un contratiempo en una de las obras que tenía entre manos en ese momento. Y había sido tedioso y muy frustrante. Mientras andaba por la calle de camino a su casa solo pensaba en meterse en la cama. Tenía intención de dormir todo el fin de semana.

Pero cuando estaba a punto de llegar recibió un mensaje de un amigo con la dirección del garito en el que habían quedado todos a tomar unas copas. «En plan tranquilo», le decía. Bufó. No le apetecía pero…

Llegó a casa, comió algo de lo poco que le quedaba en la nevera y después se dio una ducha.

Veinte minutos más tarde estaba saliendo de casa vestido con unos vaqueros de un color gris muy oscuro, una camiseta gris clara y un cárdigan del mismo color que los vaqueros, que llevaba abrochado. Mientras se ponía el abrigo en la calle se preguntó por qué narices salía si no tenía ganas. Pensó en lo que realmente le apetecía y apretó el paso.

Cuando llegó al local todos sus amigos estaban allí. Lo saludaron con sonoras palmadas en la espalda y en cuanto se sentó con ellos en uno de los sillones, alguien pidió por él una copa. Pensó que quizá debería beberse dos, para animarse.

—Tíos, una y me piro, estoy destrozado.

Ninguno lo creyó. Él tampoco.

Sentadas en un grupo de sillones como en los que estaban sentados ellos, vio a unas seis o siete chicas. Sus amigos ya estaban ojo avizor. Entre ellas localizó a una pelirroja que desde que había entrado en el local no dejaba de echarle miraditas, como si fueran miguitas de pan. Sonrió sin mirarla, pero en su dirección, y ella imitó su gesto.

Después de dos copas, de hablar sobre el coche que se había comprado uno de sus amigos y de mucho pensárselo, vio a la pelirroja levantarse de su sillón y acercarse a la barra. La escuchó bromear con el camarero y pedir otro combinado. Víctor fue hacia ella.

Se quedaron codo con codo en la barra y se sonrieron.

—¿Qué te pongo? —le preguntó el barman.

—¿Qué bebe ella?

Gin tonic de Tanqueray con lima —le contestó la susurrante voz de la pelirroja.

—Pues ponme lo mismo.

Se quedó mirándola y después de sonreír de esa manera tan a lo galán de cine en blanco y negro, cogió un mechón de pelo de la chica y lo enrolló de manera hábil entre sus dedos. Era suave y de un color precioso, anaranjado, como si fuera natural, pero oscuro y muy brillante.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal?

—Puedes. Ya veré si te la contesto.

—¿Eres pelirroja natural?

—Lo fui de pequeña. —Se encogió de hombros y Víctor echó un vistazo a su delantera, grande, turgente y provocadora.

—Víctor. —Le tendió la mano.

—Cristina —le contestó ella estrechándosela.

—Cristina, tienes unos ojos grises alucinantes, ¿lo sabes?

—¿Sabes tú lo impresionante que es el verde de los tuyos?

Los dos se rieron y el camarero dejó sus dos copas sobre la barra. Víctor le pasó un billete y le preguntó a Cristina si podía invitarla.

—Puedes —contestó ella coqueta.

Bebieron. Después las preguntas. ¿A qué te dedicas? ¿Te gusta? ¿Qué haces por aquí? ¿Qué harás luego?

Luego… No hizo falta saber adónde iría. Cristina no tardó en descolgarse del plan de sus amigas, fingir una migraña y salir a la calle, donde Víctor la esperaba apoyado en la pared.

Caminaron dos calles. Víctor la agarró, la llevó hasta la pared y la besó. Sus lenguas se enredaron y se apretaron. Víctor necesitó acomodarse el pantalón para seguir andando.

Llegaron a casa de Víctor y se besaron en el portal, en el ascensor, en el rellano y finalmente llegaron al dormitorio. Ella se quitó el abrigo y lo dejó sobre el sillón de cuero negro y él la imitó. Se desnudaron uno al otro con manos nerviosas, a zarpazos. La piel de Cristina era blanca, perfecta, casi de porcelana. Tenía las mejillas sonrosadas, probablemente más por el maquillaje que por timidez. Víctor sabía que ella era una de esas chicas difíciles de ruborizar. Se lo decía la experiencia.

Parpadeó. Su exnovia se ruborizaba con la misma rapidez que él le bajaba las braguitas.

Cuando se quedaron en ropa interior, Víctor pensó que Cristina era terriblemente sexi. Tenía los pechos más grandes de lo que parecía con ropa y ni de coña cabría en un pantalón de la talla 40, pero tenía la piel tersa y firme, apretada. Le encantó amasar su trasero cuando ella se sentó a horcajadas sobre él. Era una de esas mujeres con aura. Y su aura gritaba sexo.

—¿Sabes que eres la bomba? —le dijo él en el fragor de la batalla por perder la ropa interior.

—Algo he oído —contestó ella risueña.

El sujetador de encaje negro cayó junto a la cama y pronto lo acompañaron unas braguitas a juego y los calzoncillos negros de Víctor.

Echó mano del primer cajón de la mesita de noche y cogió un preservativo.

—¿Te recuperas pronto? —preguntó ella sentada encima de él, pero dejándole espacio de maniobra para que se lo colocara.

—Relativamente pronto. —Sonrió él con los ojos puestos en el condón que estaba desenrollando sobre su erección—. ¿Por…?

—Quizá deberías sacar dos.

Lanzó una carcajada.

—Bueno, bueno, tranquila. Yo te echo un polvo ahora y si sobrevives hablamos del segundo asalto.

Ella misma lo deslizó hasta su interior. Después Víctor la agarró de las caderas y la dejó moverse a su antojo. La habitación se llenó de los sonidos del sexo. Jadeos, gemidos y golpeteo de la piel.

No tenía el pelo muy largo, pero caía sobre su escote, desordenándose en cada movimiento que ella hacía con sus caderas. Se acordó del pelo de su exnovia. Largo. Suave. Que olía a ella. Cerró los ojos. Jadeó con fuerza y al volver a abrirlos, empujó a Cristina contra el colchón, poniéndose encima.

Ella enroscó sus muslos alrededor de sus caderas mientras él embestía con fuerza. Se colaba en su interior haciendo que ella se arqueara y que sus pezones se endurecieran. Pensó que era placentero y se concentró en esa sensación. Placer.

La sintió temblar debajo de él y supuso que se había corrido. Él siguió, con las manos fuertemente agarradas a la almohada y la vista clavada en el bamboleo de los enormes pechos, que se movían en cada penetración.

—Puedo hacer que te corras otra vez —dijo en voz baja.

—Sí…, sí… —recibió como respuesta.

Se colocó de rodillas en la cama, llevándosela a ella con él, y la sujetó en el aire durante, una, dos, tres, cuatro acometidas más. Después la dejó caer, le dio la vuelta y, tras levantarle las caderas, la penetró desde atrás, agarrándola también de un mechón de pelo, que tironeó con maestría para hacerla gemir más fuerte.

Sintió la mano de ella acariciándose al compás de las penetraciones y alargar los dedos hasta él de vez en cuando. Cerró los ojos. Apretó la carne de ella y aceleró. Toda la habitación se llenó del ritmo de su cadera chocando contra el trasero de su compañera de cama. Gritó ella, gruñó él. Gimieron los dos y, en una explosión, se corrieron.

Víctor se dejó caer en su lado de la cama y tiró del condón húmedo hasta quitárselo. Después lo dejó sobre el envoltorio plateado y se tapó los ojos con el antebrazo, recuperando la respiración.

La escuchó a ella levantarse de la cama, recoger su ropa interior y marcharse al cuarto de baño. Cuando salió miró en su dirección. Sí, seguía pareciéndole sexi. Ella le sonrió.

—Me voy —le dijo con una sonrisa.

—¿No íbamos a repetir? —contestó él con guasa.

—Sé que soy mucha mujer. Pensaba dejarte descansar uno o dos días.

Los dos se echaron a reír. Víctor se incorporó y, tirándola del brazo, la llevó hasta la cama. Le había caído bien.

—Quédate un rato. ¿Tienes un cigarrillo?

—No fumo —contestó ella acomodándose a su lado.

—Cuéntame algo mientras me recupero, Cristina. Cuéntame cosas que no sean tristes.

La mano de ella, que estaba fría, le recorrió el muslo hasta llegar a su entrepierna. Él dio un respingo al sentir sus gélidos dedos cerniéndose alrededor de su pene.

—Érase una vez… —susurró ella— una maga que se llamaba Cristina. Tenía el pelo rojo como el fuego, los ojos grises y la piel blanca.

—Tienes la mano muy fría, cielo. No va a levantarse —comentó él.

—La maga Cristina siempre tenía las manos frías, pero…, como era maga, tenía sus trucos.

Se puso a cuatro patas en la cama y apartó el edredón de plumas, inclinándose sobre lo que sujetaba con la mano. Pronto tuvo la boca demasiado ocupada como para seguir hablando.

Víctor le acarició el pelo mientras le dedicaba aquella mamada. Respiró hondo y se relajó, mirando al techo. Tanto se relajó que le sorprendió comprobar que reaccionaba a las caricias y se había vuelto a endurecer. Lo hacía bien.

—Así…, así… Despacio —le susurró cuando ella la llevó hasta el fondo de su garganta y luego dejó su lengua revolotear mientras la sacaba.

Una imagen de agua cayendo le vino a la cabeza cuando cerró los ojos. Agua cayendo en cascada en su ducha de diseño. Y su exnovia arrodillada delante de él. Apretó la mandíbula, agarró un mechón de pelo rojo y dirigió la cabeza de ella con más rapidez. Jadeó.

Jadeó. Jadeó. Jadeó, se incorporó para mirarla y dijo que no aguantaría mucho más así. Ella siguió y él sintió que volvía a hundirse en caída libre hacia el orgasmo.

—Mírame, mírame —le pidió.

Cuando ella levantó sus ojos grises hacia él, mirándolo a través de sus espesas pestañas maquilladas, Víctor se dejó ir, vaciándose en su boca.

Cristina dio un par de lametazos más antes de incorporarse, limpiarse la comisura de sus labios rosas y sonreír.

—Eso ha sido de regalo. Ahora me voy.

Se puso su vestido negro, las medias y los zapatos mientras Víctor la miraba desde la cama. Cuando incluso se había abrochado ya el abrigo, abrió su bolsito y tiró una tarjeta sobre el pecho de él, que la alcanzó y le echó un vistazo.

—Cristina Soler. Abogada. —Leyó—. Y maga, ¿no?

—Las tarjetas de maga se me han terminado. —Le guiñó un ojo y fue hacia la puerta—. No hace falta que me acompañes. Llámame si te apetece repetir.

—Y de paso te devuelvo el regalo, ¿no?

—Por ejemplo.

Desapareció haciendo resonar sus tacones sobre la tarima flotante. La puerta de su casa se abrió para cerrarse inmediatamente.

Víctor respiró, como si hubiese estado conteniendo el aliento. Se levantó, cogió el preservativo usado y se lo llevó al baño, donde le hizo un nudo y lo tiró. Se miró en el espejo, completamente desnudo, y luego se lavó las manos y la cara con agua fría. La piel le olía a sexo, así que se lo pensó mejor y se metió entero en la ducha. Después cogió un pijama limpio y se lo puso.

Cuando volvió a la cama y se tumbó una nube de perfume desconocido de mujer lo envolvió. Apoyó la cabeza en los antebrazos y se quedó un buen rato mirando al techo. Se acordó de la primera noche que su exnovia durmió en su cama. Cuando se fue olió la almohada y le pareció tan delicioso que quiso ahogarse en ella. Cuando ella se iba, sus sábanas olían a la brisa corporal de Coco Madeimoselle y a su hidratante. Cuando ella se iba… él la echaba de menos.

Se tapó los ojos con una mano y se mordió el labio inferior muy fuerte. No. No era ella la que se había ido de su cama, pero era a ella a la que echaba de menos.

—Joder, Valeria… —musitó a media voz.

Se sentó, se sintió vacío, estúpido y un imbécil infeliz. Después se levantó decidido y arrancó las sábanas de la cama. Quitó la funda de almohada, todo… Y lo dejó en el suelo, junto al sillón de cuero. Después cogió una manta del altillo y se fue a dormir al sofá.