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EL EMAIL

El 2 de enero, apenas cinco días después de mi cita con Bruno, recibí un email en mi cuenta profesional. Sí, esa cuenta de correo electrónico que no tenía el nombre raro y estúpido que inventé a los dieciséis. Solo mi nombre y mi apellido. Desde donde enviaba los emails a la editorial y donde recibía las contestaciones de Jose.

Provenía de una dirección de correo electrónico que no reconocía y aunque en esos casos los correos siempre terminaban en la papelera de reciclaje, algo en el asunto me dio la pista de quién podía ser el remitente: «El señor del priapismo».

Nada de charla introductoria. Nada de tonterías como preguntarme qué tal había pasado el fin de año. Me encantaba que Bruno fuera al grano. Tan directo, tan falto de estrategia, tan natural y poco dramático.

El email estaba formado por un pequeño mensaje con su firma al principio y después un texto compacto y largo, como si fuese el extracto de una novela. «Te envío un capítulo de mi nuevo proyecto para que lo revises. Confío mucho en tu criterio y creo que deberías leerlo. Bruno».

Empecé a leer:

(…) Seguí la mirada de aquel hombre grasiento y jadeante hasta ella y apreté los puños sin poder evitarlo. Sabía que no tenía razón para mostrarme tan a la defensiva, pero la agarré de la muñeca con fuerza y cuando nos ofrecieron una habitación donde lavarnos y descansar pedí que fuera la misma para los dos.

—No sabíamos que la señorita era su… —dijo el hombre corpulento devorándola con la mirada.

—Es mi esposa.

Ella me miró sin expresión alguna en la cara, como si aquella mentira le diera igual. Probablemente le daba igual.

Recorrimos pasillos y pasillos de aquel viejo edificio que, a pesar de haber sido en su día un gran hotel de lujo, olía a humedad, polvo y a eso que se colaba por todas partes… podredumbre. (…)

Nos dieron una habitación en una de las plantas nobles. Era una suite amplia, descascarillada pero limpia, precedida por un pequeño salón lleno de brocados y dorados que la hicieron sonreír mientras paseaba su delicada mano mugrienta sobre las telas. Quise abrazarla y prometerle un millón de cosas absurdas pero lo cierto es que ella no era de esas mujeres que necesitan promesas.

—Siento haberte incomodado diciendo que eras mi esposa —dije al verla entrar en el dormitorio.

Ella me sonrió y se quitó la chaqueta que uno de los soldados le había prestado, dejando a la vista aquel jersey roído a través del cual su ropa interior era tan visible. Tragué saliva y su sonrisa se agrandó.

—No me has incomodado, pero no tienes por qué preocuparte por mí. Sé cuidarme sola.

—Lo sé. Lo he visto con mis propios ojos.

Los dos sonreímos y fuimos hacia el cuarto de baño.

—¿Puedo afeitarme mientras te duchas? —pregunté.

Ella se encogió de hombros. Le dio igual. Como todo.

No le importó, tampoco, que yo estuviera allí a la hora de desnudarse. En tiempos como los que vivíamos, una señorita no sentía pudor al desvestirse delante de un hombre, sobre todo cuando habían matado juntos.

Al quitarse el jersey me sorprendió comprobar que no solo su ropa estaba empapada en sangre. Ella, entera, tenía la piel roja, como si al disfrutar de la masacre de esa tarde se hubiera bañado en la sangre de sus enemigos. Se miró en el reflejo del espejo y su gesto no demostró aprensión alguna. Y lo entendí.

Era una diosa.

Una diosa. Una diosa de la guerra, nacida para ver postrarse a los hombres a sus pies. Hombres como yo. ¿Cómo habría sido antes del desastre? Una diosa llena de un odio que, como una mancha de petróleo, la llenaba entera. ¿O una frágil mujer de mejillas sonrosadas? No. Disfrutaba matando. Lo había visto con mis propios ojos. El odio que sentía era tan grande que incluso se odiaba a sí misma. Si no cambiaba, no tardaría en caer. Los dos lo sabíamos pero, a diferencia de mí, ella parecía tenerlo asumido. El odio nos ciega. Ella sabía que no llegaría a vivir de nuevo la libertad.

No pude despegar mi mirada del lugar exacto del espejo donde se reflejaban sus braguitas, casi hechas jirones. Yo podría postrarme a sus pies, pensé. Me pregunté a mí mismo por qué no podía quedarme con ella allí, por qué debía marcharme al día siguiente.

Pero ella estaba hecha para caminar sobre las cabezas de todo aquel que se arrodillara frente a su cuerpo, venerándola. Si hubiera nacido dos mil años antes, habría podido derribar una civilización con el pestañeo de sus ojos. Como Helena de Troya. Era capaz de hacer que matáramos por ella, que muriéramos por ella. Lo comprendí y la vi, allí, empapada en sangre de otros, como una divinidad que se ha regodeado en la sangre de los sacrificios que se han hecho por ella.

(…)

Al darnos el relevo en la ducha sentí la tentación de arrastrarla conmigo hasta debajo del agua nuevamente y devorarla allí mismo, pero ella y su piel ya eran de nuevo imperturbables. Ella, limpia, parecía una muñeca magullada, pero digna. Una de esas muñecas que deben mantenerse en una vitrina alejadas de las manos de los niños.

Tras unos minutos observando cómo el agua desaparecía por el desagüe en una mezcla de sangre y mugre, disfruté de sentirme limpio, de oler a jabón, de que mi piel dejase de tener aquel aspecto, como si fuese a caerse a jirones. Me sentí feliz de haberme desecho de los restos de carne, piel y sangre de otros. Yo no disfrutaba matando y cada mancha me pesaba.

Salí a la habitación y la encontré en ropa interior poniéndose unos cortísimos pantalones de algodón.

—Han traído ropa para que podamos cambiarnos —susurró sin mirarme.

—Gracias.

—No me las des a mí.

Todo le daba igual. ¿Le daría igual también pensar en cómo la estaba mirando? Lejos del campo de batalla empezaban a despertar sentidos que habían estado dormidos desde que todo aquel infierno se desató. Y de repente su olor, su pelo húmedo secándose frente a la ventana, las formas de su cintura… Siempre he pensado que la muerte y el sexo son dos caras de la misma moneda. Quizá ya venía siendo hora de darle la vuelta a aquella moneda.

Ahora o nunca.

Me acerqué a ella y fulminé los últimos centímetros entre nosotros mientras pensaba cómo hacerlo. Ella lo atajó. Se giró haciendo volar su larguísima melena color cobre y, tomándome del cuello, estampó su jugosa boca contra la mía.

Creí que me correría en cuanto pusiera uno de sus delicados dedos sobre mi cuerpo, pero aguanté.

Nos dejamos caer en la cama, con ella sobre mí, y arrancó la toalla con la que me tapaba, lanzándola hacia la otra punta de la habitación. Se irguió, se quitó el pantalón, la camiseta y las braguitas…, una de esas braguitas a la cadera, pequeñas y bajas. Y cuando la vi desnuda… me sentí morir.

No hubo arrumacos, preliminares, sexo oral o masturbación. Todo estaba listo, y simplemente ella se sentó sobre mí y la penetré despacio. Estaba húmeda. El descanso del guerrero, pensé echando la cabeza hacia atrás y gimiendo hondamente. Ella me recibía cálida, húmeda, suave, pero firme. El descanso del guerrero, pero ella era el guerrero y yo quien tenía que consolarla de los horrores de la guerra.

Sus caderas se movían de arriba abajo y en aquel movimiento ondeaba su espalda, y sus pechos, redondos, perfectos, turgentes, vibraban cada vez que entraba en ella. Se mordió el labio inferior y me miró sin despegar los labios; solo abrió más las piernas y aceleró el movimiento mientras llevaba mis manos hasta sus pechos, que amasé.

Sin más, sin terminar, se bajó de mi regazo y se tumbó a mi lado. Abrió las piernas y, al tiempo que se tocaba suavemente a sí misma, me pidió que siguiera, que me subiera sobre ella. No me hice de rogar, no lo dudé. La penetré hasta con rabia, porque quería que fuera mía y nunca lo sería.

Su mano, entre los dos, acariciaba rítmicamente su clítoris mientras mis penetraciones se hacían más violentas y su respiración más agitada. La escuché gemir con placer, como deshaciéndose, como si la voz se derritiera, y, sin poder evitarlo, me corrí dentro de ella en dos fuertes embestidas. La última la hizo gritar…

No dormimos. Una vez estuve dentro de ella no pude parar y traté de empacharme. Pero tampoco pude. Era deliciosa y ligera a partes iguales. Lo probamos todo, lo hicimos todo. Todo lo que alguna vez deseé hacer con una mujer y todo lo que ni siquiera se me había ocurrido hasta el momento. Todo. Perverso o no, en su cuerpo se hizo tangible. No nos quedó rincón por probar. Y al final, a las cinco de la mañana, empapados de sudor, saliva, su humedad y mi semen, compartimos una ducha.

Al alba salí de la habitación, no sin antes preguntarle cien veces si estaba segura de no querer acompañarme. No, dijo siempre con una sonrisa ahora menos fría. No quiero ir. No puedo ir. Este es mi sitio.

(…)

Salí de la ciudadela pronto y caminé en dirección este cargado con todo lo que los soldados pudieron darme. Iba pensando en ella y en cuándo podría estar de vuelta. (…)

Apenas cinco horas después de salir escuché una explosión que me hizo vibrar los tímpanos y la tierra batida sobre la que caminaba. Miré en dirección al origen del sonido, donde una columna de humo y polvo ondeaba en el horizonte…, justo donde yo sabía que se levantaba el último reducto humano de la península. Justo donde estaba ella.

Cuarenta y dos minutos después de haber salido de allí, dos de ellos se habían colado en la parte baja de manera sigilosa. Nadie se dio cuenta hasta que era demasiado tarde. Niños. Mujeres. Ancianos. Soldados, muchos soldados, algunos casi unos críos. Todos cayeron.

La ciudadela había sido invadida y los sistemas de seguridad no fallaron. Una vez descontrolada la situación y tal y como correspondía al plan de emergencia, se había activado la carga explosiva que lo derribaría todo. Todo. Con ella dentro.

Caí de rodillas y no lloré porque sería ofenderla. A los dioses no se les llora. Se les honra.

A partir de aquel momento siempre mataría por ella. Valeria.

Despegué los ojos de la pantalla, abiertos como platos, y me di cuenta de que tenía la boca abierta.