17

LA CENA

Cuando estaba casada con Adrián me gustaban las Navidades. Eran agradables. Mi madre se deshacía en mimos, mi padre se reía y le palmeaba la espalda a Adrián y yo podía pasar tiempo con mi hermana. Adoraba los regalos y las cenas familiares.

Ahora ya nada era tan agradable. Ni siquiera los regalos de mi madre, que se empeñaba en comprar cosas de crochet que terminaba teniendo que cambiar en la tienda o vender en eBay. Y este año, para terminar de mejorarlo, mi madre se había propuesto sonsacarme quién demonios era aquel chico al que me había abrazado el día de la puñetera conferencia.

—Era Víctor —confesé finalmente mientras cortaba la carne en mi plato, sintiendo una punzada en la boca del estómago.

—¿Y quién es Víctor?

—Pues… supongo que… hemos salido alguna vez juntos.

Mi madre soltó los cubiertos dispuesta a hacer de aquello un drama.

—¿Es tu novio?

—Yo no he dicho eso. He dicho que salimos alguna vez. En pasado. Solo una cena o una salida al cine. —Tragué bilis y el resto de mis mentiras. Una cena, una salida al cine, doce polvos salvajes en su cama cuando aún estaba casada, hacerme creer que era el amor de mi vida…; esas cosas.

—¿Y de qué lo conoces?

—Me lo presentó Lola.

El que soltó los cubiertos entonces fue mi padre, que tuvo que agarrar el vaso de agua y darle un trago largo. Mi madre abrió la boca para replicar, pero no le salió ni una palabra. Atajé la situación.

—No tiene nada que ver con ella. Son como el cielo y la tierra —aclaré sin saber si volvía a mentir.

—Pero, Valeria… —se quejó mi padre.

—¿Cuánto hace que lo conoces? Pero ¡si ni siquiera hace tres o cuatro meses que estás separada!

—Hace más de seis meses que me separé. —Mi madre abrió la boca para añadir algo pero yo seguí hablando sin darle la oportunidad de réplica—. Adrián sacó sus cosas de casa en junio. Creedme, lo recuerdo bien.

—¿Entonces? —preguntó mi padre.

—Entonces ¿qué?

—¿Cuánto hace que lo conoces?

Miré a mi hermana de reojo y ella negó ligeramente con la cabeza.

—Pues… —dudé— desde hace algún tiempo. No sabría decirte. No prestaba atención a otros hombres cuando estaba casada.

Rebeca reprimió una risa y se entretuvo haciéndole tonterías a Mar, que soltó una carcajada por ella. Al menos alguien podía reírse abiertamente de mis descaradas mentiras.

—Dile que venga a tomar café —sentenció mi madre con autoridad.

—No va a poder —dije muy seria, antes de levantarme de la mesa y llevar mi plato a la cocina—. Y no tiene por qué. Víctor y yo ya no nos vemos. Ni lo haremos.

Después me pasé el resto del día pensando en él e imaginando cómo sería tenerlo allí. Presentárselo a mis padres y, al fin y al cabo, volver a empezar. Volver a empezar con algo que ya había terminado.

Absurdo.

El 27, día de mi cita con Bruno, llegó pronto, pero gracias al cosmos tuve casi dos días para depurar mi cuerpo de tanta comilona, de tanto turroncito y de la cantidad ingente de vino que había tenido que beber para poder soportar estoicamente el asunto. Así que los vaqueros volvían a abrocharse sin tener que meter tripa, no respirar y tumbarme en la cama.

Pero no iba a ponerme vaqueros para aquella ocasión. No, señor. El ceremonial del pavo real implicaba más logística.

Después de probarme la mitad de los vestidos de mi armario me decidí por una falda negra de cintura alta y a la altura de la rodilla y una blusa negra con unas pocas transparencias (pero nada vulgar, no quería quedar de buscona). Me coloqué unas medias de liguero y unos zapatos de tacón alto también negros y me escondí debajo de un abriguito negro con cuello de zorro. Después me miré en el espejo y me vi favorecida y ridícula a la vez. ¡Valeria teniendo citas! ¿Adónde íbamos a llegar?

Pues al menos a la puerta del restaurante, que fue donde me encontré a Bruno, esperándome. Dios. Por poco no le pedí al taxista que pasara de largo y volviera a llevarme a mi tranquilo piso, donde no tenía que impresionar a nadie, ni parecer sexi, ni interesante, ni inteligente, ni…

¿Y por qué no lo hice? Pues porque por poco no perdí mis braguitas por combustión instantánea en cuanto lo vi. Vaaaayaaaa. La memoria me había jugado una muy mala pasada.

Me bajé del taxi y le sonreí lo más seductoramente que supe, a lo que él me contestó de la misma manera. Por Dios, me alcanzaba aquella corriente sexual incluso sin tocarlo. Eso empezaba a parecerme grave. Parpadeé tratando de calmarme y un par de fotogramas de Víctor y yo en la cama me sacudieron por dentro. Maldito y jodido Víctor. Ya estaría tirándose a otras tías…, seguramente de dos en dos.

Me acerqué con paso seguro entre la gente que se cruzaba en varias direcciones por la acera y cuando me planté delante de él lo saludé y me incliné para darle dos besos. Bruno no me dejó tiempo para reaccionar y me envolvió con los brazos, me giró, poniéndome la espalda contra la pared de ladrillo del restaurante italiano de al lado, y acariciándome el pelo me besó apasionadamente entre la nariz y los labios.

Cuando se separó no pude más que reírme. De nervios, eso lo primero. Me temblaban las manos. Joder, qué rápido, qué fuerte, qué hábil era este Bruno. Había sido una maniobra genial de distracción y distensión.

—Ahora todos pensarán que eres mi chica. —Me guiñó un ojo.

—Gilipollas. —Le di un golpe en el hombro, sin parar de reírme.

Le eché una miradita, dando un paso atrás, en dirección opuesta a él, y evalué lo que tenía delante que no sé por qué siempre me gustó muy mucho. No sé por qué recordaba a Bruno como un hombre tirando a feo y la verdad era que ni se acercaba a eso. A decir verdad, estaba realmente guapo. Averigüé, por fin, que lo que le pasaba a sus orejas era que eran muy pequeñas, pero tremendamente tiernas. Pensaba que su nariz era mucho más grande y que sus ojos eran arratonados, pero de eso nada. Solo una nariz recta y unos ojos oscuros y preciosos.

—¿Entramos? —me preguntó deteniendo mi escáner.

—Hueles muy bien —me atreví a decir mientras caminábamos hacia la entrada del tailandés donde teníamos hecha la reserva.

Y me quedaba corta. Bien no; olía obscenamente bien, para ser más concretos.

—Y tú —dijo acercándose a mí, a modo de confesión.

Y mi pregunta era…: ¿seguía llevando bragas o ya las había carbonizado de ganas?

Al entrar en el restaurante Bruno me puso la mano en el final de mi espalda y permaneció así hasta que llegamos a nuestra mesa. Allí me ayudó a quitarme el abrigo y cuando se lo dimos al camarero para que lo guardara, lanzó una miradita bastante subida de tono hacia mi escote que solo se intuía a través de la tela. Se mordió el labio y yo me reí, sonrojada.

Yo tampoco pude evitar mirar su cuello e ir bajando, comprobando en el recorrido lo bien que le quedaba aquella camisa blanca que descubrió al quitarse la chaqueta.

Y con toda la ceremonia del mundo me retiró la silla, después la acercó a la mesa y se sentó frente a mí. Al fondo del restaurante vi a un chico alto, guapo y moreno, que se movía con gracia para acercar su silla a la de su acompañante. El corazón se me desató en el pecho y por un instante la vista se me llenó de puntitos brillantes…, hasta que ese chico se giró hacia nosotros, buscando un camarero, y comprobé que no, no era Víctor.

—Me temo que debería haberme arreglado un poco más —dijo Bruno mientras se ponía la servilleta sobre el regazo y me devolvía a nuestra mesa.

—No. No. Así estás muy bien. —Y no quise darle un tono pícaro a la frase, porque estaba distraída y atontada, pero supongo que sonó algo sugerente.

—Ah, ¿sí? —contestó él.

—A mí me lo parece.

Y pensando en Víctor, esta vez sí quise sonar pizpireta y coqueta.

—Para —me pidió con una sonrisa—. Para si no quieres que tu sujetador termine colgando de esa viga del techo. —Señaló hacia arriba.

—Pensaba que hoy cenaba con el Bruno normal, no con el Bruno excéntrico.

—Bueno, si he conseguido que aceptaras mi invitación creo que ya puedo relajar la táctica del tío feo.

—Sobre todo porque no lo eres.

—Qué chica más tierna. —Sonrió ladeando la cabeza—. Seguro que te deshaces en la boca.

Y en su cara se dibujó una sonrisa de lobo feroz. Me temblaron las canillas.

—Cuéntame algo de ti. Tú has leído mi libro, que es casi como mi manual de instrucciones —dije acordándome otra vez de Víctor.

«Vete de aquí. Ya. Sal de mi cabeza. Esto es una cita y no te quiero rondando por ahí».

—¿Qué quieres saber? —susurró Bruno.

—Algo que nos ponga en igualdad de condiciones, por ejemplo.

—Viene el camarero a tomarnos nota. Pide tú. Me fío de tu buen criterio. Después cantaré como un ruiseñor.

Alcancé la carta, hojeé las páginas y localicé los platos que más me gustaban. Pedí una botella de agua fría y la cena y me quedé mirando a Bruno, a la espera de que empezase a hablar; sin embargo, él abrió diligentemente la carta de vinos y, de una rápida ojeada, seleccionó uno; luego llamó al camarero antes de que se alejara y lo pidió. Después entrelazó los dedos y se me quedó mirando con una sonrisa.

—Igualdad de condiciones, ¿eh? Pues veamos. —Suspiró—. Antes era cámara en una televisión pública autonómica, aunque también hacía algunos trabajos de fotografía por mi cuenta; BBC, que le llaman: bodas, bautizos y comuniones. Lo dejé todo cuando el tercer libro tuvo buen tirón y se empezaron a vender más ediciones del primero y el segundo. Me gustaba mi trabajo en la tele, pero un día, simplemente, dejó de interesarme; ya sabes cómo es esto. Todo el día con el proyecto en la cabeza, anotando frases y… No quiero aburrirte con cosas de escritor. Debes de estar suficientemente cansada de vivirlas en primera persona. Así que… ¿qué más? —Se acomodó en su silla—. Estoy divorciado. —Puso cara de apuro—. Me casé a los veinticinco, cuando aprobé el examen para la tele, y duró cinco años. Eso tenemos en común: los matrimonios inconscientes a edades tempranas.

—¿Cuántos años tienes? —pregunté.

—Treinta y cinco y… —Levantó con énfasis las cejas—. Una niña de cinco años.

—¿Sí? —contesté interesada.

—Vaya, qué reacción más positiva. —Se rio—. ¿Quieres ver una foto?

—Por favor.

Rebuscó en sus bolsillos y alcanzó la cartera, de la que sacó una foto manoseada de una niña con unos enormes ojos color caramelo y dos coletitas.

—Esta foto ya tiene tiempo. Ahora está mayor. Y no es porque sea su padre, pero cada día que pasa es más guapa.

—No lo dudo. Es preciosa.

—Como su padre. —Se rio.

—Lo normal es decir «como su madre». —Sonrió de lado y se guardó la cartera otra vez—. Si queremos estar en igualdad de condiciones tendrás que contarme también por qué te divorciaste, ¿no? —Sonreí con descaro.

Y crucé los dedos deseando que no me dijera algo como «mi mujer me pilló con la cabeza enterrada entre los muslos de otra mujer» o peor: «mi ex encontró un sujetador que no era suyo entre mis cosas». Eso acabaría con mis ya pobres expectativas sobre el género masculino.

—Pues lo típico, supongo. Muchas desavenencias que con el tiempo se vuelven redecillas infranqueables. Mi ex es una de esas mujeres que necesitan un trato especial. Esas cosas van minándote. En realidad siempre fuimos demasiado diferentes pero cuando éramos más jóvenes no nos importaba. Eso sí, nos llevamos muy bien, por la niña. —Cambió de tema rápidamente—. ¿Y qué más? Vivo en una casa con parcela, pequeñita, y tengo dos gatos con nombres ingratos y extraños.

—¿Cómo se llaman?

—Anisaki y Sanguijuela.

—Joder. —Me reí.

—Lo sé. Soy un friki. ¿Qué más quieres saber?

—¿Cómo tomas el café?

Se echó a reír y una camarera nos trajo el vino.

—¿Es para saber cómo preparármelo mañana por la mañana? —me preguntó.

—Sigue soñando. —Y tuve que apretar los muslos para tratar de terminar con aquel hormigueo.

—Solo, sin azúcar y cargado.

—A mí me gusta igual.

—Ves, no tendré que preparar dos cafeteras mañana.

Se apoyó en la mesa y le dijo a la camarera que él mismo serviría el vino, atajando ese incómodo momento en el que te lo dan a probar esperando que pronuncies tu veredicto. ¿Qué se supone que les vas a decir? «¡Oh, qué gran añada!». Se lo agradecí y le guiñé un ojo.

—¿Tienes más dudas?

—Muchas. ¿Qué odias? —pregunté.

—La telebasura y las tetas de silicona.

—¿Y eso?

—Supongo que no preguntas por mis gustos televisivos. —Se rio y me animó a probar el vino—. No me gusta el tacto. A decir verdad me dan grima. Me sudan hasta las manos de pensarlo.

Me enseñó las palmas de sus manos húmedas.

—¿No será que te pongo nervioso?

—Pues para ser sincero te diré que un poco. Eres con diferencia la tía más buena con la que he estado cenando nunca. Por no hablar de las horribles y pérfidas intenciones que tengo para después —sonrió descarado.

—Debes de estar de coña.

—Y humilde. —Arrugó la nariz, pícaro—. Hummm… Para, que me enamoro.

—No soy lo que suele decirse un dechado de virtudes, cielo —repliqué.

—No puedo pensar mal de una mujer que sé que se casó con el hombre con el que perdió la virginidad y que solo se ha acostado con un hombre más en toda su vida.

—Creo que doy demasiada información personal en mis libros. —Me sonrojé y alcancé la copa de vino. El otro hombre había sido Víctor. Pensé que el definitivo.

—Disculpa. —Se rio—. Hasta a mí me ha parecido fuera de lugar después de decirlo.

—Disculpado. Y oye…, ¿has tocado muchos pechos de silicona?

Lanzó una masculina y sensual carcajada.

—Alguno. Bebe más vino.

—¿Quieres emborracharme?

—Si tienes que preguntármelo es que estoy siendo demasiado sutil. Pero cambiemos de tema. Cuéntame algo de la segunda parte de la novela.

—No —remoloneé.

Víctor.

Víctor en mayúsculas, sonriendo, con sus ojos verdes como el cristal de una botella vacía de mi cerveza preferida.

Víctor diciéndome que me quería mientras me hacía lentamente el amor. Y toda la habitación oliendo a lavanda…

—Por favor —insistió Bruno.

—Pues… —Me acaricié el puente de la nariz tratando de tranquilizarme.

—¿Es él en realidad ese hombre perfecto dispuesto a cambiar de vida por ti?

—No. —Negué con la cabeza y sentí que algo me dolía por dentro—. Al menos no lo ha sido hasta ahora.

—¿Miedo al compromiso?

—Yo no quiero ningún compromiso —respondí secamente.

—Oh, oh. ¿Aún estás colgada?

—¿No crees que son preguntas un tanto personales para la primera cena?

—Y eso que aún no te he preguntado qué clase de ropa interior llevas y de qué color. —Sonrió distendiendo otra vez el ambiente.

—Nunca contestaría a esa pregunta. —Me reí.

—No hace falta. A las mujeres se os ve en la cara qué tipo de lencería usáis. Y la tuya dice cosas que me gustan.

—Sorpréndeme.

Se humedeció los labios y se inclinó hacia mí en la mesa antes de decir:

—Encaje negro. Probablemente liguero. Y una de esas braguitas bajitas, las que van a la altura de la cadera…, ¿cómo las llamáis?

Culotte.

—Exacto. ¿He acertado?

Tuve que darme unos segundos para reponerme de la sorpresa.

—No lo sé, te dije que jamás contestaría a esa pregunta.

—A veces voy al gimnasio. —Sonrió—. Solo a veces, como comprobarás por mi lamentable forma física. Pues en el vestuario ya he visto a más de dos o tres con una ropa interior tremendamente pequeña y apretada y yo me pregunto: ¿tanto os gusta a las chicas como para que un hombre ponga en peligro su virilidad?

—A mí no, desde luego. Me horrorizaría encontrar sobre mi cama a un hombre con ropa interior diminuta.

Víctor. Víctor con unos bóxers negros apretados. Víctor desnudo. Víctor. Mi Víctor.

Parpadeé nerviosamente.

«Joder, vete de aquí. Vete ya, mierda. Te voy a echar de mi vida aunque tenga que hacerlo por la fuerza».

—A ti te van más los hombres con pololos.

—Claro. —Me reí forzadamente—. Que lleven más ropa interior que yo. Eso lo hace interesante.

—Yo llevo pololos —dijo poniéndome morritos.

—Qué mono. ¿Te los regaló tu madre?

—No, me los tejió mi abuela. Son de lana.

Nos echamos a reír y en esas empezó a llegar la comida.

Pedimos otra botella de vino. Dos botellas de vino dan como resultado, con total seguridad, una Valeria bastante achispada. Y el recuerdo constante de Víctor, una Valeria bastante despechada.

Cuando salimos del restaurante eran las doce de la noche. Habíamos coqueteado sin parar. Y aunque no tenía ganas de despedirme aún, tenía claro que, en esta ocasión, prefería respetar la norma número uno de Nerea: no follar en la primera noche. Aunque ella nunca diría follar, sino intimar.

A Bruno mis reticencias a volver a casa le vinieron al pelo, así que propuso ir a tomarse la penúltima a algún sitio.

Paseamos un poco a lo largo de la calle y encontramos una coctelería elegante y agradable que no estaba abarrotada, así que entramos y probamos suerte, acomodándonos en una mesa del fondo, más oscuro y prometedor. Follar no, pero unas manitas…

Vale. Estaba bastante oscuro y yo iba un poco borracha, así que según el mismo Bruno, mis sentidos estaban mermados y quedaba a su merced. Pues no, no me parecía mal plan.

Él se acercó a la barra y pidió un whisky para él y un gin tonic para mí, con limón exprimido y con mi marca de ginebra preferida. Un hombre al que le gustan los pequeños detalles. Me encantó que me prestara la suficiente atención como para acordarse de aquello.

—Déjame pagar a mí —le dije.

—Yo estas cosas me las cobro en carne.

Y me pareció una amenaza taaaaan prometedora.

Volvimos a nuestra mesa en el rincón y seguimos hablando. Nunca hubiera imaginado que las citas eran así de cómodas. O a lo mejor es que aquella estaba siendo una muy buena cita. Charlamos de todo lo que se nos ocurrió: de libros, de exposiciones, de su infancia y de la mía, de las primeras relaciones y hasta de nuestra primera vez. Sin saber por qué, el tema del sexo nos atraía. Bueno, sí sé por qué, porque, de repente, como si me hubieran hecho un trasplante de personalidad, yo quería practicarlo con él muchas veces y muy fuerte.

—Entonces, ¿de rodillas? —me preguntó con la mano sobre mi pierna y en un susurro.

—Definitivamente doy demasiada información personal en el libro —sonreí descaradamente.

—Nunca lo he hecho así. —Se mordió el labio, mirando hacia mi boca, desde cerca.

—¿Por qué hemos terminado hablando de esto?

—Deben de ser las ganas de llegar a la parte donde…

—Cuidado —susurré interrumpiéndolo.

Para mi total sorpresa me cogió las piernas, las puso por encima de las suyas de lado y después me apretó contra él. Bebí de mi copa para distraerme.

—¿Qué tiene de malo hablar de esto? No eres como tu amiga Nerea, y sí, ya lo sé, tampoco eres como Lola. Pero no me pasa por alto tu…

—¿Mi qué? —Me giré a mirarlo y nos encontramos muy cerca.

—¡Dios! —masculló con los ojos perdidos en mi cara, y su mano subió por mi muslo, por encima de la falda—. Tu todo. Emanas algo que me tiene loco. Tú ya sabes de lo que hablo. ¿O no?

—Puede —contesté coqueta mientras dejaba la copa en la mesa.

—Hueles muy bien. ¿Puedo acercarme más?

—Prueba.

Su mano derecha me apartó el pelo suelto. Después la punta de su nariz se posó en mi cuello, poniéndome la piel de gallina, subiendo hasta que sus labios estaban sobre mi oreja. Pellizcó el lóbulo entre sus dientes y jugueteó con mi pendiente antes de volver a bajar con besos húmedos hacia los hombros. Juro que me costó mucho no gemir.

—Mi vuelo sale a las cinco y veinte de la mañana —susurró.

—Espero que eso no haya sido una proposición —repliqué con una sonrisa borracha.

—No lo ha sido. ¿O sí? No lo sé.

—Es la una, deberíamos irnos. Tienes que dormir.

—¿Te vienes conmigo?

Me aparté un poco y lo miré con la ceja levantada.

—No. Creo que no —negué.

Bruno dejó su mano sobre mi muslo e hizo un mohín.

—Juro que no te pondré una mano encima aunque me lo supliques. —Sonrió—. Pero no me apetece dormir solo.

—No soy de las que…

—¿¡Qué más da de las que seas!? —dijo sin abandonar su sonrisa—. No voy a pensar que eres nada. Soy yo el que te lo está pidiendo. ¿Qué más da que no lo hayas hecho nunca o que lo hagas todos los fines de semana? Ven conmigo.

—Estoy borracha —confesé.

—Y está oscuro. —Sonrió—. Venga…

—No puedo. No llevo pijama. Si me hubieras dicho que esto iba a terminar en fiesta de pijamas habría venido preparada.

—Estamos en igualdad de condiciones. Yo tampoco lo he traído.

—La próxima vez.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Sellemos esta promesa.

Bruno me cogió de las caderas y de un tirón me subió sobre sus piernas de lado. Sin poder (ni querer) hacer nada por remediarlo, me besó.

Y cómo me besó.

Cuando sus labios se entreabrieron y su lengua acarició los míos, me deshice por dentro. Jugamos, enrollando nuestras lenguas y… no es por nada, pero qué bien se nos dio nuestro primer beso.

A pesar de eso, algo apareció en mi cabeza ocupándolo todo: Víctor. Un Víctor enorme. Víctor dejándome en aquella cafetería, susurrando junto a mi oído que me quería demasiado.

Agarré a Bruno del cuello de la camisa y lo presioné más contra mí. Ladeé la cabeza y me fundí en un brutal beso con lengua.

«No, Víctor, no. Yo hago mi vida. Me da igual lo que dijeras antes de irte».

Escuché un carraspeo de fondo y al abrir los ojos descubrí que un camarero nos retiraba las copas vacías con cara de no aprobar nuestro achuchón. Avergonzada aparté con suavidad a Bruno y le pedí que nos fuéramos. Creo que sonó desesperadamente a «cómeme» porque él sonrió satisfecho.

Cuando salimos a la calle principal pretendía darle el alto a un taxi e irme antes de que la situación se me fuera de las manos y mis hormonas, también borrachas, montaran un motín. Pero… Bruno me cogió de la cintura y me pegó a la pared del edificio, en la bocacalle perpendicular. Estábamos resguardados del frío y relativamente a oscuras, así que nos dejamos llevar un poco más. Y Bruno besaba de una manera… Joder, de qué manera. Era como si su lengua se deslizara por mi boca con una lentitud mucho más excitante que cualquier otra cosa. Él besaba de una manera lánguida pero tremendamente apasionada.

Una pareja joven salió de un portal junto a nosotros y Bruno, muy rápido, paró la puerta apenas sin separarse de mí. Después tiró de mi brazo y me metió dentro. Junto a la mesa en la que de día debía de estar el portero, encontramos unos sillones…

Blanco y en botella.

Bruno se sentó y yo, delante de él, me subí la falda lo suficiente como para poder sentarme a horcajadas sobre él. Se vieron de refilón las ligas de mis medias y Bruno resopló, envolviéndome de nuevo en sus brazos y apretándome contra su erección. Y vaya…

Estuvimos así un buen rato, besándonos a oscuras. Un beso tras otro. Y otro. Y otro. Pero empezamos a necesitar un poco más y Bruno decidió sacarme la blusa de dentro de la falda de un tirón, dejar caer mi abrigo y subir las manos por dentro de la tela hasta mis pechos.

—Dime una cosa… —susurró tratando de meterlas también por debajo del sujetador—. ¿Eres una morbosa a la que le va hacerlo en sitios públicos o…?

—Eres tú —me quejé, pero sin poder evitar poner cara de morbo—. Eres tú, que me estás llevando al límite. Yo no quiero…

—Oh, sí, se te ve muy disgustada —sonrió mientras volvía a acercarse a mis labios.

Esta vez fui yo quien lo agarró de la camisa y lo estampó contra su boca. No sé qué puñetas tenía, pero me gustaba.

—Vámonos a mi hotel —suplicó.

—No puedo —negué mientras jugueteaba con el lóbulo de su oreja y me frotaba contra su bragueta.

—¿Por qué?

Y las dos manos fueron entonces debajo de la falda, hacia mi trasero. Me incorporé, lo miré y me pregunté a mí misma si realmente había una razón de peso para no hacerlo aquella noche. Él me miraba con el ceño ligeramente fruncido, una sonrisa en los labios entreabiertos y la respiración agitada.

—¿Sabes por qué? —le contesté—. Porque me gustas y si lo hago, mañana estaré tan avergonzada que lo más probable es que no vuelvas a saber de mí.

—Yo no quiero eso.

—No, yo tampoco —sonreí.

Seguimos besándonos y los dedos hábiles de Bruno me desabrocharon la blusa. Dos segundos y ya tenía su boca contra mi piel, sus manos apretando mi trasero y su erección rozándose justo en un punto muy sensible de mí.

Aquello me recordó a las primeras tardes de intimidad con Adrián, cuando yo aún no me sentía preparada para perder la virginidad, él se estaba volviendo loco y las hormonas flotaban convirtiendo el aire en morbo. ¿Qué tenía entonces, dieciocho años otra vez?

Con Víctor no era así. Lo fue con Adrián, pero no con él. Víctor era morbo, era sexo, era placer, pero siempre hubo algo más. Más. Ese fue nuestro secreto durante el tiempo que estuvimos juntos.

«Contigo es más», decía Víctor, con sus labios de bizcocho y los ojos cerrados y expresión intensa y torturada.

No pude más que levantarme. Lo hice sin pensar. No podía llegar más lejos. Al menos no podría hacerlo por el momento. Me bajé la falda a una altura honrosa y recogí el abrigo. Bruno no daba crédito.

—Pero… —empezó a decir.

—Paremos mientras podamos —sonreí avergonzada.

—¿Estás segura de que no quieres? —dijo poniendo morritos.

—Claro que estoy segura. ¿No prefieres hacerlo bien y repetir?

Miró hacia el techo con un resoplido y me pidió que le diera un segundo.

—En un portal cualquiera. —Me reí—. Desvergonzado.

En un portal. Como Lola y Víctor. Seguramente él ya lo habría repetido con otra.

Bruno se levantó y se abrochó el abrigo enseguida, sin dejarme evaluar bien el calibre de lo que se le marcaba en los pantalones.

—Vayámonos pues.

Y tras decir eso, me tendió la mano. Me sentí como una cría y la agarré. Salimos a la calle y fuimos hacia la avenida, donde localizamos una luz verde en la lejanía.

—Por ahí viene un taxi —dijo Bruno—. Te lo pregunto por última vez. ¿Duermes conmigo?

Y al decir esto último me envolvió de nuevo entre sus brazos.

—La próxima vez.

—Estoy impaciente. Te llamo la semana que viene.

—Eso espero. —Sonreí.

Le hice el alto al taxi, que paró a unos metros con un frenazo.

—¿No hay beso? —me dijo reteniéndome.

—Ya te he dado muchos, ¿no?

—Nunca se dan demasiados besos en la vida.

Atrapándome entre la carrocería del coche y su cuerpo, volvimos a besarnos profundamente. Para terminar me dio un beso corto y una palmada en el culo.

—Te veo pronto —dijo mientras se apartaba.

—¿No subes? Haremos dos paradas —pregunté ya desde dentro.

—No —sonrió—. Voy a pasear.

—Hace frío.

—Me vendrá genial para el priapismo.

El taxista se echó a reír y no pude evitar hacer lo mismo. Después le lancé un beso y cerré la puerta. Le di la dirección de mi casa al conductor y me arrebujé en mi asiento mirando por la ventanilla. Bruno se quedó de pie en la acera, viendo cómo me alejaba. Y los dos teníamos una sonrisa estúpida y enorme en los labios. La mía se descolgó poco después.

Víctor.