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LAS MOTOCICLETAS NO SON PARA EL INVIERNO

Lola se peinó antes de ponerse el jersey de cuello alto, lo que provocó que un millón de cabellos reaccionaran a la electricidad estática y tuviera que volver a peinarse. Y encima el tiempo no acompañaba. Era el típico sábado gris y helado en el que el plan perfecto solo incluía un chocolate caliente, una manta y una película dramática, de esas de sobremesa a poder ser basadas en hechos reales. Pero Rai había insistido tanto… Y eso que al día siguiente era Nochebuena.

—Venga Lola. Tengo un plan genial para este fin de semana. No te diré nada más. Pero anímate.

—¿Por qué a mí? —Había lloriqueado ella tras mirar por la ventana después de decir que sí.

Era bastante evidente. ¡Estaban tan bien juntos! Parecían viejos amigos, pero no de esos en los que la camaradería suple la atracción, sino de aquellos entre los cuales saltan chispas con solo rozarse. Yo lo digo en plan elegante; ella lo describía como «ese tipo de amigos a los que aún te quieres follar desaforadamente, cabalgándoles encima hasta partirte en dos». Esa es mi Lola.

Sin embargo, ella estaba empezando a perder la paciencia. Se preguntó si no estaría alucinando e imaginando cosas raras. Se preguntó si Rai no sería en realidad un amigo gay que besa en la boca de vez en cuando.

Miró el reloj. Llegaba tarde. Bajó las escaleras a saltos, cargada con una mochila y las pocas cosas que él le dijo que le harían falta. En el último tramo se encontró a Rai congelado, con su chaqueta de cuero y sus pantalones vaqueros oscuros. Tenía la nariz roja por el frío y al verla se enrolló una gruesa bufanda de lana en el cuello y se puso unos guantes.

—¿Preparada para la aventura?

—Tú lo has dicho… Aventura. Si no morimos congelados en el intento será toda una hazaña.

—Eres una llorica.

Salieron a la calle y Rai se subió a una moto.

—¿Qué haces? ¡Bájate de ahí antes de que el dueño te dé una torta y te mate!

—El dueño me ha dado más de una torta en su vida y no me ha matado. Venga, sube. La moto es de mi hermano.

Lola se echó a reír.

—¿Estás loco? ¡¡Pero si casi está nevando!!

—Pues venga, antes de que la cosa empeore, que aún tenemos que llegar hasta allí.

No se lo pensó. ¿Desde cuándo Lola se paraba a pensar ese tipo de cosas?

Tras tres cuartos de hora en la moto se detuvieron junto a una casita de campo, casi en la sierra. Era una de esas construcciones prefabricadas de madera que te montan de una pieza sobre una parcela, pero tenía un aspecto de lo más acogedor, sobre todo porque las primeras borlas de nieve empezaban a volar entre ellos.

Si Lola temblaba, Rai se convulsionaba. Se había llevado la peor parte tapándole el gélido viento que atravesaba la piel como témpanos afilados de hielo. Pero estoy tratando de ser elegante otra vez. Cuando Lola nos lo contó creo que las palabras exactas fueron: «Rai estaba tan congelado que me preocupé. Imagina que me pongo a cascarle una paja, se le rompe la chorra y me quedo con ella en la mano como un pirulo tropical».

Nerea por poco no se levantó de la mesa al escuchar la narración.

Poesía urbana.

El caso es que cuando entraron dejaron las cosas en el suelo, se taparon con una manta por encima de los hombros y encendieron la chimenea con unos cuantos troncos pequeños y una pastilla de encendido. A Lola no dejó de parecerle peligroso por el hecho de encontrarse en una cabaña de madera, pero la agradable calidez de la llama borró todas sus dudas.

Rai, después de recobrar el color de una persona con vida y conseguir mover las falanges de los dedos de la posición del manillar, se marchó a la cocina, dejando a Lola en el sofá mirando ensimismada el fuego.

Su madre le decía de pequeña que si se quedaba mucho rato mirando las llamas, luego se mearía en la cama. Se sentía naturalmente atraída hacia la danza arrítmica de las llamas y de los fulgurantes colores que se quedaban impresos en su retina. Se sintió relajada, pero no como cuando Miss Shanghái (como ella llamaba a su esteticista, que en realidad era de Palencia) le daba un masaje con aceite de lavanda, sino como… En realidad no recordaba la última vez que se había sentido de esa manera. Por eso le gustaba estar con él.

Escuchó los pasos de Rai a su espalda y con una sonrisa bendita en los labios pintados de rojo se giró hacia él. Llevaba dos copas de vino tinto en la mano y después de entregarle una se sentó a su lado frente al fuego.

—No soy muy buen cocinero, así que he metido unas pizzas en el horno. —Sonrió.

—No necesito más.

No pudo reprimir el impulso de apoyar su espalda sobre el pecho de Rai y dejar que este le acariciara el pelo. Bebió un poco de vino y se acomodó presa de una extraña paz interior.

—¿Pongo algo de música? —preguntó él.

—No. Todo es perfecto así.

La mano de Rai se deslizó hasta su cuello y lo masajeó como una caricia casual.

—¿Sabes? Me cuesta tocar a la gente. No me gusta invadir el espacio vital de nadie porque soy muy celoso con el mío. Sin embargo contigo…

Lola sonrió. Por ella el mundo podía explotar en llamas fuera de aquella habitación.

—Ha valido la pena pasar frío —dijo.

—Sí. Ha valido la pena.

Rai le dejó un beso distraído sobre el pelo antes de levantarse a sacar las pizzas del horno. Luego cenaron en silencio, sentados en la alfombra frente a la chimenea, y terminaron la botella de vino. Con la somnolencia de la tercera copa se recostaron sobre el mullido suelo alfombrado, uno frente al otro, y hablaron durante una hora. Después se cogieron de la mano y se mantuvieron en silencio, mirando hacia otra parte, como si les avergonzara la idea de que sus dedos estuvieran entrelazados.

A las doce parecieron resucitar y salieron envueltos en una misma manta al porche de la casa, donde había un balancín de madera colgado del techo. La nieve no había cuajado. Rai se sentó y la obligó a sentarse en sus rodillas. Se sintieron abrumados por el frío.

—Brrr… Qué noche más fría.

—Es porque se han ido las nubes. Esta noche no nevará. ¿Ves? Se ven todas las estrellas.

Se quedaron en silencio. A Lola le molestó un poco que aquello, que antes le hubiera provocado arcadas de tan dulce que era, le gustara y la reconfortara. Sin embargo algo desvió su atención.

Tenía el cuerpo pegado a Rai, sentada sobre sus rodillas. El balanceo del asiento hacía que sus caderas se movieran rítmicamente y empezó a notar cierto entusiasmo en el cuerpo de él. No, no era posible malentender aquello. Era, evidentemente, una erección. Sonrió, mirando hacia delante, y se impulsó con las puntas de los dedos de los pies, enfundados en abrigados calcetines. El balancín siguió moviéndose, provocando cierta fricción entre ellos. La mano de Rai se coló por debajo de la manta y se apoyó sobre su vientre. Ella esperaba que la bajara y se acomodara dentro de su pantalón vaquero, pero el único movimiento que hubo fue el de un seco frenazo en el vaivén del asiento. Rai había falcado los pies en el suelo. Luego, confusa al sentir su aliento cercano a su oreja, entre su pelo, le escuchó susurrar:

—Lola…, voy a parar mientras pueda.

—¿Por qué? —dijo ella en otro susurro, acercándose un poco retozona, como un gato.

—Porque no quiero que eso mande entre tú y yo. Me importas. Y yo no soy como Sergio.

Lola se sintió estúpida y rechazada. Se levantó dejando que la manta se escurriera de su cuerpo y cayera sobre Rai. No debía haberle contado lo de Sergio. ¿En qué posición se situaba ella? ¿Y desde cuándo aquello le importaba?

Rai se levantó y la volvió a abrigar. La giró hacia él y vio que apretaba los morritos pintados, como siempre que se enfadaba. Sonrió abiertamente.

—¿Sabes? Eres una malcriada. Siempre tienes que salirte con la tuya.

Antes de que ella pudiera rebatirle aquel comentario, la besó, pero casi tontamente, como un juego de niños. Apretó su boca contra la de Lola y luego apresó su labio para dejarlo ir lentamente.

Rai podría querer que aquello no mandara entre ambos, pero Lola es mucha Lola. Y solamente tuvo que dejar caer la manta y entrar de nuevo en el salón. Él la siguió.

Después se besaron profundamente y Rai la tumbó en la alfombra. Lola jamás había tenido tantas ansias contenidas y ahora estaba a punto de explotar. Claro, ella no era de esas chicas acostumbradas a retrasar la gratificación.

Él empezó a desnudarla y a desnudarse a la vez y a Lola por poco no le dio un ataque de risa. Cuando Rai se quedó atrapado entre pantalones y mangas, ella se dio cuenta de que lo más probable era que estuviera hecho un manojo de nervios.

—Tranquilo.

—Estoy tranquilo —dijo él antes de coger aire con la boca a través de los dientes apretados.

Lola sonrió.

—No, no lo estás. Pero no pasa nada.

Lo liberó de la pernera del vaquero que se le había quedado enrollada al brazo y lo empujó hasta que dejó caer la espalda sobre la alfombra. Ella se subió encima, a horcajadas, y Rai cerró los ojos.

—¿Estás excitado?

—Demasiado —contestó él sin abrir los ojos y con el ceño fruncido.

—Eso no tiene por qué preocuparte.

Lolita sabía muy bien lo que se hacía.

Ella misma se quitó el sujetador y lo lanzó sobre el sofá. Se movió sobre Rai y consiguió desnudarlo del todo. Echó un vistazo y le alegró comprobar que al menos había tenido el atino de quitarse los calcetines. Punto para Rai.

—Hum… —murmuró después, evaluando el material.

—¿Qué? —dijo él asustado.

—No está nada mal.

Menuda está hecha Lola. Ya no sé si es que es gran consumidora de porno o es que el porno está inspirado en ella.

Se levantó con agilidad y, despacio, se bajó las braguitas transparentes hasta las rodillas. Rai la miraba con la boca ligeramente abierta; le encantó poder despertar ese sentimiento en alguien.

—¿Qué quieres hacer, Rai? —preguntó, regocijándose en su dominio de la situación.

—Buf…, de todo —contestó él.

Lola no pudo evitar reírse abiertamente. ¿Dónde narices estaba el chico contenido que había visto en el porche? ¿Dónde se habían quedado las buenas razones para esperar y no dejar que el sexo bla bla bla bla bla? Seguro que en los calzoncillos grises que reposaban en el suelo.

Se inclinó sobre él, cogió su erección con una mano y movió lentamente la piel suave arriba y abajo. Rai gimió.

—Avísame si ves que te excitas demasiado. Tú solo di mi nombre y pararé…

Él ni siquiera contestó y ella pasó la lengua despacio por la punta, alrededor.

—Lola… —gimió quejumbroso él.

—Oh, vaya. —Subió hasta su boca y le besó. Rai respiraba agitadamente—. Debo entender que esa novia con la que rompiste hace unos meses era la primera —le dijo con gesto neutro, tratando de no ofenderlo.

—Sí —asintió.

—Pues piensa que soy como ella… —le susurró al oído, antes de darle un mordisquito en el lóbulo.

—Joder, no, no lo eres.

Qué bien le hizo sentir aquello. Si tenía que pasar de los preliminares lo haría sin duda. ¡Qué chico tan dulce!

Tiró del asa de su bolso y alcanzó su neceser. Sacó un preservativo y lo abrió con los dientes. Después sopló sobre él para colocarlo en la posición correcta. Lo puso sobre su punta y fue desenrollándolo despacio sobre la erección de Rai, que tenía la mandíbula tensa. Sin pensarlo mucho más, se subió sobre él y lo introdujo lentamente en su interior. Una oleada de alivio la sacudió y él se removió.

—Lo haré despacio —susurró al tiempo que se levantaba y volvía a dejarse caer con lentitud—. Y tú me avisarás.

Rai asintió y en el siguiente movimiento de Lola levantó las caderas para penetrarla con más fuerza. ¿Resistiría? ¿Terminaría en un par de embestidas más?

Al parecer no.

Uno, dos, tres, cuatro golpes de cadera, cada vez con más fuerza. Fue cogiendo el ritmo y, con él, Lola disfrutó, echando la cabeza hacia atrás y relajándose.

—No quiero parecerte torpe —jadeó él.

—Ahora lo que me pareces es muy mono —contestó ella con la respiración agitada y una sonrisa—. Y un tío con un rabo que me viene como anillo al dedo.

Los dos se rieron y ella le preguntó si quería que cambiaran de postura. La respuesta fue que él giró con fuerza sobre el suelo y ella lo tuvo encima en menos de lo que canta un gallo, empujando con brío entre sus muslos.

No duró mucho, pero la sacudió un orgasmo brutal con el que gritó desatada y Rai, al escucharla, se tensó y lanzó un gemido de satisfacción. Lola acababa de disfrutar como una energúmena. El jueguecito, el que él estuviera tan nervioso, el ser ella la que dominara la situación y ese papel de «deja, que yo te enseño» la habían puesto a cien. Si lo pensaba mucho, ya quería repetir.

Rai se sostuvo con los brazos en tensión sobre Lola y después cayó a su lado sobre la alfombra. No dijeron nada durante un rato, hasta que Lola se animó a apoyarse sobre su pecho, mirándolo.

—¿Te ha gustado? —preguntó él tímidamente intentando controlar su respiración y quitándose el condón usado.

—Claro. Me ha encantado. Y quiero repetir.

Rai sonrió triunfante. Luego la sonrisa se le escurrió por la cara lentamente.

—¿Qué pasa? —preguntó ella alarmada por su cambio de expresión.

—Esto… Lola… Yo debería contarte algo.

Lola pensó un segundo. No, había sido responsable, había utilizado preservativo. Por esa parte no podía llevarse ningún disgusto.

—Dilo ya, no le des más vueltas, hombre.

Rai se removió intranquilo.

—Es que… ha sido tan especial… Al menos lo ha sido para mí. No quiero engañarte, Lola, y hay algo en lo que no he sido del todo sincero contigo.

Ella agarró la manta, se tapó el pecho desnudo, se incorporó y lo miró, pero sin mostrarse realmente preocupada. Él hizo lo mismo, sentándose a su lado.

—Venga. —Sonrió ella—. Que no me como a nadie.

—Lola…, tengo algunos años menos de los que te dije.

Arqueó las cejas. ¿Cómo?

—¿Cuántos menos? —Y fue consciente de que sonaba mucho más seria de lo que pretendía.

—Algunos.

—¿Cuántos son algunos? —Y mentalmente rezaba por que al menos fuera mayor de edad.

—¿Cuántos te dije que tenía?

—Veinticuatro.

—Pues… aún no he cumplido los veinte.

¡Ay, Dios mío!