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¿PUEDO SALIR A CENAR?

Jose me llamó aquella misma semana para decirme que no había habido suerte con la revista a la que habíamos enviado el artículo porque no estaba teniendo muy buenas cifras de venta. Viéndole las orejas a un lobo llamado «ERE», entendía que no estuvieran convencidos de contratar nada.

Lo que me faltaba. Qué suerte la mía. Igual si salía de casa tenía la fortuna de que me cayera un piano encima.

Sin embargo, viendo un poco de luz al final del túnel, me pidió que preparara otro más largo para mandarlo a una publicación mensual que, por cierto, me encantaba. Sé que no tenía ninguna obligación de hacer todas aquellas cosas por mí, pero creo que en un momento dado a Jose le di pena. Y no lo culpo; yo misma me tenía una pena inmensa. Solo esperé no decepcionarlo llegado el momento y no estar provocándole muchas molestias.

Me pasé los tres días siguientes dándole vueltas a mi artículo, escribiendo, borrando, reescribiendo y corrigiendo. Bueno, y llorando de vez en cuando, debo confesarlo. Cada vez que me acordaba de Víctor lo hacía de nuestra ruptura y la veía desde fuera, como si en vez de estar sentada en aquella silla en la tetería hubiera estado observando desde otra mesa. Y eso me hacía sentir más lástima de mí misma.

Pobre Valeria, con la ilusión que puso en esa relación… Pobre Valeria, con lo enamorada que estaba de ese chico… Pobre Valeria, todas las relaciones le salen mal…

Pero tenía que concentrarme y entender que no es que dijéramos adiós a los mejores días de nuestra vida. Por esa parte había sido un alivio saber al menos a qué atenerme cada vez que pensase en Víctor. Por esa parte. Todo lo demás era una mierda.

Ya no había Víctor. Y esta vez era de verdad.

Como si respondiera a un plan, un día una llamada de teléfono me hizo resucitar de entre los muertos.

Estaba tomándome una taza de café americano, solo y sin azúcar, sentada sobre el banco de la cocina. Aún llevaba puesto el pijama y tenía el pelo recogido en un moño que no era demasiado favorecedor pero sí muy práctico. Ya pensaba en ir a peinarme cuando sonó el teléfono fijo de casa.

Alcancé el auricular del inalámbrico. Pensaba que sería mi madre para preguntarme qué quería cenar en Nochebuena y deseaba poder contestarle algo supermelodramático, pero lo que me encontré fue una voz masculina que me resultó familiar y que al poco reconocí como la de Bruno Aguilar. Sonreí e intenté pasar por alto ese repentino cosquilleo entre los muslos.

—Buenos días, señorita Férriz.

—Buenos días, señor Aguilar. ¿Cómo has conseguido el teléfono de mi casa?

—¿Tú conoces a algún mago que cuente el misterio de sus trucos? —Y lo imaginé diciendo aquello con una sonrisa provocadora.

Me descentró. Pestañeé, tratando de tranquilizarme y contesté:

—No, tienes razón. Y dime, ¿qué tal el día?

—Pues bien. Liado. Estoy terminando una novela y, ya sabes, en ese punto en el que no puedo hacer nada más porque lo contamino todo.

Fruncí el ceño al recordar de pronto a Víctor. A Bruno aquella pregunta le pareció típica y cordial. A Víctor le había hecho reír de esa manera… Pensé en el primer café que nos tomamos juntos, antes de que ninguno de los dos… se encariñara. Yo le había preguntado en su coche qué tal le había ido el día y él había reído…

—¿Valeria? —preguntó Bruno.

—Sí, sí. Estoy aquí. —Víctor, por Dios, sal de aquí dentro. Necesité suspirar hondo para volver a centrarme en la conversación—. ¿Caníbales otra vez? —le pregunté.

—No, pero no quiero spoilearte nada. Solo que esta vez es menos sangrienta. Bueno, al menos nadie se come a nadie…, creo. Espero no defraudarte.

—Seguro que no.

—Te la enviaré en el mismo momento en el que la termine. Sales en alguno de los últimos capítulos.

—¿Sí? —dije ilusionada—. Seguro que me matas.

—Sí, me temo que sí. Pero das mucho juego hasta entonces. Sobre todo en el último capítulo en el que sales.

—Dime que no es lo que creo. —Me reí.

—Ya lo verás. Oye, el caso es que yo te llamaba para decirte algo. Con esto de las Navidades he retrasado mi viaje para la semana que viene en vez de esta. ¿Te parece que cenemos por ejemplo el día 27?

—Espera. ¿De este mes?

—Sí, de diciembre.

Fui a mi ordenador portátil, abrí mi cuenta de Outlook y después accedí al calendario. El 27 no tenía ningún compromiso. Ni el 27 ni ningún otro día. Pero qué tristeza más infinita…

—En principio no tengo problema —contesté haciéndome la interesante—. Pero aclárame una cosa. ¿Qué temática tiene la cena? ¿Va de dos escritores que cenan juntos para hacer lucha de egos? ¿O de dos…? —No me dejó terminar.

—De dos adultos que se conocen un poco con unas copas de vino. ¿Eliges tú un restaurante en consonancia? —Y me gustó su tono, porque no parecía darle más importancia a las cosas de la que tenían. Nada de dramas pero una pizca de… ¿interés sensual?

—¿Suena a cita? —dije bromeando—. Es por elegir bien el restaurante.

—A lo mejor quiero robarte ideas para mi próxima novela. Ya sabes, para hacer las paces con mi lado femenino.

—Eres imbécil. —Me reí.

—Me alegro de que lo hayas descubierto ya, así no tendrás muchas expectativas.

—¿Qué tipo de comida te gusta?

—Oh, pues cualquiera. Soy de buen comer.

—OK, pues apúntate la dirección —dije mientras sacaba del primer cajón del escritorio el tarjetero donde guardaba las tarjetas de los restaurantes—. Cenaremos comida tailandesa entonces.

Después nos despedimos hasta el 27 a las diez y colgamos. Acto seguido y de manera compulsiva, reservé mesa para dos en mi restaurante tailandés preferido, en el que había cenado hacía relativamente poco con Víctor, y un año antes con Adrián.

Al pensar en ello me sentí mal. A decir verdad, mal se queda corto. Me sentí fatal. Necesitaba consultar al oráculo si no sería que había terminado por hacer de mi capa un sayo…

—Lola —dije con el auricular pegado a la oreja—. Me ha llamado.

—¿Quién? —A ella no le extrañó que no le dijera cosas como «hola» o «¿qué tal?».

—Bruno.

—No sé si me gusta. Tiene nombre de colonia chunga de tío.

—Creo que te refieres a Brummel —contesté irritada.

—Lo que tú quieras. ¿Y qué que te haya llamado?

—Me ha invitado a cenar la semana que viene con él. ¿Crees que debo?

—¿Por qué no vas a deber?

—Acabo de romper con Víctor. Creo que ni siquiera debería apetecerme.

—Hostias, Valeria, ¿le has dicho que no?

—No solo le he dicho que sí, sino que yo misma he reservado mesa. —Y me avergoncé, tapándome la cara con una mano.

—Pues, entonces, ¿qué más da?

—¿Y Víctor?

Me mordí las uñas. Lola y Víctor habían sido amigos con derecho a roce íntimo durante mucho tiempo y, además, se apreciaban de verdad. Me daba miedo hacer algo indebido y que Lola se molestara conmigo por ser una perra mala y superar la ruptura demasiado pronto. Porque… ¿era eso lo que estaba haciendo? ¿Estaba superándolo demasiado pronto? Por el suspiro de Lola entendí que no irían por ahí los tiros. Al menos no por el momento.

—¿Víctor? Ay, chata, no me puedes estar diciendo esto de verdad. ¿Lo que quieres decir es que quieres estar mal, regodearte en tu tristeza y sentir ganas de morirte?

—No, pero…

—¿Me dejas ser borde?

—Sí, pero controla la lengua.

—No suelen decirme mucho eso de controla la lengua —carraspeó y siguió—. Víctor te ha plantado. Te ha dejado tirada porque es un mierder, pero no temas, que ya se lo he dicho y te sorprenderá saber que él está de acuerdo con esa afirmación. Y encima antes de irse le pone la guinda al pastel y te dice que te quiere demasiado. No voy a hacer leña del árbol caído, Valeria, pero Víctor está hecho una mierda y lo peor es que se lo merece. Tú no. Tú no le has dejado porque no das la talla. Haz el favor. Sal a cenar con ese. Y si es un gilipollas, sal a cenar con otro. La vida es así. Así lo hacemos las demás. Folla, que el mundo se acaba.

—¿Te pillo mal, verdad? —pregunté levantando una ceja.

—No muy bien, para ser sincera. Tengo un pegote de cera enorme a medio quitar de uno de mis labios vaginales externos. ¿Se me nota?

—Sí. Tira con cuidado.

Lola colgó, sin más, como siempre.

—¿Dígame?

—Hola, Carmen —dije en tono cariñoso—. Feliz Navidad.

—¡Oh! ¡Qué mona! Feliz Navidad, Val. Eres la primera en felicitarme las fiestas.

—Me acabo de acordar de que te vas al pueblo y como allí solo tienes cobertura en el collado ese que no sé ni lo que es…

—Ni te interesa, te lo aseguro. ¡Qué muermo de pueblo!

—Oye, y así, en plan perra egoísta, ¿podría preguntarte algo?

—Claro.

—Me ha llamado Brummel…, digo, Bruno.

—¿Bruno? ¿Bruno Aguilar? ¿El del libro sanguinolento? —contestó emocionadísima.

—Sí.

—¿Para invitarte a salir tipo película americana?

—Eres tonta del culo. —Me reí—. Para invitarme a cenar, sí. Ya he reservado mesa.

—¿Cuándo?

—La semana que viene.

—Oh, qué bien. Me alegro mucho.

—La cosa es… ¿está bien que vaya a cenar con él estando tan reciente lo de Víctor?

—Hablas de Víctor como si en realidad se hubiera muerto.

—No es que no haya deseado a ratos que lo atropelle un autobús…

—Valeria, es normal que estés animada y que te apetezca. Llevabas muchos meses malos con Víctor. Lo importante es que te hace ilusión ir a cenar con ese chico. Sal y diviértete. Y si esa cita no sale bien…

—Ni siquiera creo que sea una cita. Es… un ceremonial de coqueteo, a lo pavo real. —Y me avergoncé, no sé por qué.

—El ceremonial de los pavos reales suele terminar en apareamiento. Y con un montón de plumas por el aire.

—No será mi caso, me temo. Ni apareamiento ni plumas.

—Val, si quieres ir a cenar con ese chico, ve a cenar con él. Si no quieres que pase nada, que no pase, y si quieres, ¿por qué no? Es así. ¿Y si es el hombre de tu vida?

—No. No lo es —dije jugueteando con las llaves de casa que tenía sobre el escritorio—. El hombre de mi vida era otro.

—Cielo, cómo te complicas. ¿Te das cuenta? Víctor, Víctor, Víctor…

—Ya. —Me revolví el pelo.

—Diviértete. Date una oportunidad, Valeria. Y feliz Navidad, cariño. —Y lo dijo de esa manera tan dulce que todo empezó a preocuparme un poco menos.

—Por cierto, los Reyes trajeron algo para ti a casa.

—Oh, qué casualidad, ahora mismo me pillas envolviendo lo que dejaron en la mía para ti.

Cuando colgué el teléfono me quedé un rato pensando, divagando cosas sin mucho sentido y sin hilvanar. Y pensé otra vez en aquel beso.

«¿Puedo besarte?», me había dicho Víctor, mirándome los labios.

Yo dije que no porque mis padres miraban. Quizá ahí estaba la diferencia. Quizá un sí lo hubiera cambiado todo y ahora, en lugar de estar preguntándome si hacía bien en quedar con otra persona para superar nuestra ruptura, estaría tumbada en la cama con él, hablando y besándonos.

Perdí nuestro último beso y quizá… Quizá mucho más que eso.