13

PONGÁMONOS AL DÍA

Carmen se puso unos pendientes de aro de plata y se miró en el espejo, alejándose un poco y contorsionándose para poder atisbar cómo le quedaban aquellos jeans a su culo. Una manaza apareció en escena, plantándose sobre su trasero y apretujándolo.

—¡Borja!

—Es que te pones esos vaqueritos… —se quejó él, y la cogió en volandas por la cintura y la llevó hasta la cama.

—¡Borja, que he quedado dentro de media hora! —Pataleó.

—¿Y no quieres llegar un poco tarde?

Carmen trató de apartarse pero después de un par de besos en el cuello se dijo a sí misma eso de «¿a quién quieres engañar?» y le quitó la corbata, la camisa y el cinturón a un Borja que tampoco perdía el tiempo.

Se tumbaron en la cama medio desnudos y Carmen le pidió un preservativo. Borja gimoteó.

—Carmenchu… —suplicó.

—¡Si me caso preñada a tu madre le va a dar un pasmo y de paso a mí otro! ¡Dos por uno!

Borja se arrodilló en la cama y bajó las braguitas de Carmen.

—¿No quieres tener hijos conmigo? —sonrió él.

—No.

—¿Por qué?

—¿Por qué debería tenerlos? —contestó ella pataleando, resistiéndose un poco a que Borja se acomodara sobre ella con tan poca ropa.

—Pues también tienes razón.

Los dos se echaron a reír y Borja abrió el primer cajón de la mesita y se concentró en la tarea de ponerse uno. Después se acostó sobre Carmen y la abordó enseguida, haciendo que se le escapara un gemido agudo de entre los labios.

—Yo tampoco quiero tener niños aún —le dijo entre jadeos y embestidas duras.

—Me alegro.

—Pero me daría igual si es contigo.

Carmen sonrió y, girando en la cama, se puso sobre él con un movimiento rápido de cadera, que le provocó a Borja un escalofrío de placer.

Lola y Rai se estaban despidiendo en la puerta de casa de ella. Habíamos quedado todas en veinte minutos, pero ¡por Dios, si Rai se animaba ella llegaría tarde! Empezaba a estar más que harta del tema de la castidad y el buen hacer. Llevaba ya una semana fantaseando con hacérselo de todas las formas que conocía… y conocía muchas. Pero él no terminaba de arrancarse.

Lola pensó que, a lo mejor, solo estaba buscando una amiga y no tenía intención alguna de aparearse con ella. Quizá estaba perdiendo facultades y ese termómetro suyo que siempre daba la alarma cuando un hombre se sentía atraído hacia ella se había escacharrado. Pero entonces notó algo frío en la mano. Eran los dedos de Rai, jugueteando con los suyos.

—¿Querrás salir conmigo el fin de semana que viene? —susurró.

—¿Adónde?

—Es sorpresa.

Lola sonrió.

—Bueno. No tengo ningún otro plan.

—Oh, me has roto el corazón —se rio él.

—Ándate con cuidado, porque suelo hacerlo.

—No te preocupes por mí. Soy mayorcito.

La cabeza de Rai se inclinó ligeramente hacia Lola y ella esperó el beso, cerrando los ojos. Como no notó los labios de Rai sobre los suyos volvió a abrirlos para encontrarlo a escasos milímetros, haciéndole cosquillas con su respiración.

—¿A qué esperas?

—Quiero escuchar cómo me lo pides —y sonrió de lado.

Lola lo agarró del cuello de la cazadora, lo acercó un poco más y susurró:

—Bésame de una puta vez.

Después sus bocas encajaron y aunque Lola fue consciente de que aquel beso era uno de esos de verdad, cargado de cosas (entre las que refulgían las ganas de subir a su casa y quitárselo todo, claro), se le hizo muy corto.

Rai se apartó, sonrió y después solo le dijo:

—Te llamaré esta semana para concretar.

—Vale.

Él empezó a alejarse y Lola se sintió en la obligación de decir algo. Soltó lo primero que se le pasó por la cabeza:

—Échame de menos.

Él se giró y con una sonrisa de oreja a oreja dijo:

—¿Lo dudabas?

Nerea fue la primera en llegar a nuestro restaurante, cómo no. Llevaba un vestido negro precioso que me encanta y que, a juzgar por la asiduidad con la que se lo pone, a ella también. Le queda por encima de la rodilla y tiene manga larga, con los puños blancos, y un cuello Peter Pan también blanco. Llevaba el pelo como siempre, liso pero con las puntas onduladas, y evitaba que se le cayera sobre los ojos con una horquilla blanca y negra. Encima, un abriguito entallado negro, y a los pies, unas merceditas de tacón altísimo. Estaba preciosa.

La segunda en llegar fui yo. A pesar de que no me apetecía demasiado arreglarme, desde que pasé aquella época «moscorrofio» cuando estaba casada con Adrián trataba de obligarme siempre a hacerlo y no caer en las mismas malas costumbres. Así que me había puesto un vestido color azul eléctrico caído de un hombro y hasta la rodilla y me había recogido el pelo en una estudiada coleta con la raya al lado. Sobre el modelito, un abrigo de Desigual, estampado a retales y entallado, y unas botas negras altas de tacón alto.

Nerea y yo nos saludamos con un beso en la mejilla y cuando notamos lo frías que teníamos las narices, decidimos que sería mejor esperarlas dentro mientras nos tomábamos una copa de vino.

A los cinco minutos, cuando nos estaban sirviendo la copa, llegó Carmen. Llevaba unos jeans rectos desgastados que le quedaban como un guante y le hacían, además, unas piernas largas y bien torneadas. Cuando se quitó su chaquetón marrón, descubrimos que llevaba una blusa preciosa, escotada, con estampados marrones y color crema y el cuello adornado con un collar dorado viejo de varias vueltas. Venía exultante, algo despeinada y con las mejillas sonrosadas.

—Una copa de vino también para mí —le pidió al camarero. Después se sentó y sonrió—. Estos sábados me dan la vida.

—Pues parece que ya vienes con mucha vida —dijo Nerea refiriéndose a su pelo alborotado.

—Ataque de pasión de última hora. —Y se peinó con la mano.

Nerea y yo sonreímos como tontas.

El camarero trajo dos copas más, como si supiera que en aquel momento iba a entrar Lola, como así fue. Llevaba unos vaqueros pitillo tobilleros negros, unos zapatos negros cuyo tacón era un pintalabios rojo (esta Lola tenía que darle siempre su toque excéntrico a todo) y un jersey de cuello alto también negro, bajo una chupa de cuero. Los ojos pintados de negro y los labios muy rojos, como nos tenía acostumbradas.

—¿¡Habéis empezado sin mí!? —nos increpó sorprendida.

—Solo para entrar en calor —dije tratando de disculparnos.

—Para entrar en calor pides un coñac o le echas un polvo al camarero. —El chico que nos estaba sirviendo la miró sonriente y ella le devolvió la sonrisa a la vez que contestaba—: Yo que tú no me haría muchas ilusiones, zagal.

Después de pedir la cena, que era, más o menos, la de siempre, nos miramos todas, esperando que una tomase la palabra para ir poniéndonos al día. Carmen levantó las cejas y se dirigió a mí:

—¿Qué tal la conferencia?

—¿Qué conferencia? —preguntó Nerea en tono muy agudo.

—Esa que di esta semana en la universidad y en la que ninguna de vosotras se dignó aparecer.

—¡Yo no lo sabía! —se quejó.

—Os envié un email a todas. Te lo envié al del trabajo.

—Es que… he faltado algunos días esta semana y cuando volví tenía tantos que se me debió de pasar. No sabes cuánto lo siento.

—¿Has faltado al trabajo? ¿Y eso? ¿Estabas enferma?

—Luego os lo cuento, primero la conferencia —sentenció Nerea mirándome.

—Pues fue bien. Vinieron mis padres, que sí que me quieren. —Las fulminé con la mirada y Carmen se hundió un poco en su silla—. Y vino Víctor.

—¡¿Fue Víctor?! —dijeron las tres al unísono.

—Sí. No sé con qué intención, pero allí estaba. No se quedó hasta el final. Se fue en cuanto terminó el descanso, después de mi intervención.

—¿Hablasteis entonces?

—No mucho.

—¿Y qué vais a hacer?

—Pues no lo sé. Quedamos en que le llamaría yo. Me dijo que había cosas que aún teníamos que hablar y que me daba un par de semanas; me sonó un poco a ultimátum y no me gustó. Pero, bueno…

Me mordí el labio y Lola levantó la ceja izquierda.

—¿Escondes algo?

—No —dije volviendo a mordisquearme el labio de abajo.

—¡Escondes algo!

—No es nada…, es solo que en la conferencia… conocí a alguien…

—¡Cuenta, cuenta! —exclamó Carmen, necesitada de historias truculentas.

—Pues es otro escritor de la editorial. Escribe esos libros tan sangrientos… ¿A cuál de las tres le dejé el libro…?

—¿De Bruno Aguilar? A mí, pero aún no lo he terminado —dijo Carmen—. Es demasiado violento para leerlo antes de dormir. Me provoca pesadillas.

—¿Y él? ¿Es de los que provoca pesadillas o sueños húmedos? —preguntó, evidentemente, Lola.

—Ni una cosa ni otra. No es guapo lo que se dice guapo. Es muy resultón. Tiene la nariz un poco grande y aún no tengo claro si las orejas pecan de grandes o de pequeñas, pero lo que sí está claro es que no hacen demasiado juego con su cabeza. —Y al decirlo entrecerraba los ojos, mirando hacia el techo, esperando visualizarlo mejor—. O puede ser con el pelo, porque tiene una mata de pelo negro…, brillante, eso también, pero es delgado, bastante alto y…

—¿Y qué pasó con él?

—Pues que empezamos a hablar, una cosa llevó a la otra y terminé en su hotel…

—¡Follando! —gritó Lola haciendo que todo el restaurante se girara hacia nosotras.

—¡No! ¡Y baja la voz! Tomándome una copa. Me invitó a un gin tonic, estuvimos hablando y me pareció muy excéntrico. Me dijo que era así para conseguir que me acordara de él y que le recordaba a Clara Alonso. Ya ves, qué tontería.

Jugueteé con la servilleta, sonrojada.

—Menudo cumplido. Esa chica es una monada —dijo Nerea.

Carmen entornó los ojos y asintió:

—Es verdad que le tienes un aire.

—Deja las drogas. El caso es que en un momento dado, después de un despliegue de adulaciones cada una más gigantesca que la anterior, decidí irme. Él me dijo que me llamaría y yo le contesté que no tenía mi teléfono. Después, simplemente, nos despedimos y me fui.

—¿No te lo pidió?

—No, no, espera. Cuando salí del hotel y cuando estaba a punto de subirme a un taxi, sonó mi teléfono y ¡era él! —Sonreí—. Me ha invitado a cenar la semana que viene.

Todas abrieron los ojos como platos. En esas estábamos cuando nos trajeron la cena.

—¿Y aceptaste? —preguntó Lola, arqueando una ceja.

—Sí. En principio sí. No sabe cuándo va a volver porque depende de unos temas profesionales, así que a lo mejor se queda todo en agua de borrajas. —Lola hizo una mueca—. ¿Qué pasa? —le pregunté—. Escupe sea lo que sea lo que quieres decir.

—No es nada…, es solo que… ¿Y Víctor?

—He ahí la cuestión —dije encogiéndome de hombros—. ¿Y Víctor? Pues Víctor juega a dejar la pelota en mi tejado esperando que sea yo la que agarre el toro por los cuernos y le diga: «oye, chato, ¿qué hacemos?». Y lo peor es que creo que está esperando la pregunta para decirme adiós.

—¿Tú crees? —replicó Lola muy sorprendida—. No es que me extrañe… Víctor suele hacer esas cosas pero… estaba muy colgado.

Eso me dolió. Iba a utilizar conmigo el mismo modus operandi que con el resto de sus ligues, porque yo no había sido más que eso: un ligue más.

—Me siento muy abandonada —confesé en voz baja—. No quiero arrastrar esto y que termine como el rosario de la aurora.

—Déjame que hable con él —pidió ella.

—No, no lo hagas. Esto tenemos que solucionarlo nosotros. Es solo cuestión de tiempo.

Lola torció sus preciosos labios.

—¡Qué asco de hombres! —murmuró y cogió un poco de carpaccio del plato que el camarero había dejado sobre la mesa.

Pasamos un momento en silencio.

—¿De dónde es? —preguntó Nerea mirándome.

—¿Quién? —Fruncí el ceño, sin entenderla.

—El chico este, el escritor.

—¡Ah, Bruno! Asturiano. Tiene un acentillo de lo más gracioso.

—Pilla un poco lejos para venir solo a cenar, ¿no? —dijo Nerea mientras se acercaba la copa a los labios.

—No sé a qué vendrá, pero tiene pinta de ser más bien para aprovechar el viaje, no a propósito. No me parezco tanto a Clara Alonso.

Las cuatro nos reímos. Después de darle un trago a mi vino dije, negando con la cabeza:

—Y el caso es que no será guapo pero tiene algo supersexual. Y sabéis que no iba buscando encontrar algo así… No tengo ninguna intención. Yo no tengo ganas de rollos raros ni de empiltrarme con el primero que me diga que tengo pinta de que los hombres se postran a mis pies.

—Vaya tío. Ándate con cuidado, que ese debe de saber latín.

—Y otras lenguas muertas, seguro —añadió Lola.

—Oye, Lola, hablando de lenguas, ¿conoces ya la de Rai? —dije yo con sorna mientras removía mi ensalada con vinagreta de lima.

—Pues la acabo de conocer, listilla.

—¿Sí? —preguntamos todas soltando los cubiertos.

—Sí, pero poco más que un beso en mi portal. Estoy empezando a pensar que este niño no tiene ninguna intención de aparearse conmigo.

Todas pusimos los ojos en blanco.

—Os estáis conociendo, como una pareja normal —comentó Carmen.

—Tiene veinticuatro años, por Dios santo. Me parece muy raro que… Bueno, da igual, no quiero darle vueltas a la cabeza.

—¿Es posible que estés interesada en tener una relación madura con ese chico? —le dije al borde de la carcajada.

—No, claro que no. Yo tendría que estar buscando a un interesante treintañero dispuesto a pagarme todos mis caprichos, no a un veinteañero monín con el que pasar el rato y sin un duro en el bolsillo. Hay que ver, Lola, qué mal ojo —susurró, reprendiéndose a sí misma.

—¿Y si es amor?

—¡Qué va a ser amor! —exclamó de mala gana al tiempo que cortaba su bocadillo de pan negro con pollo, dátiles y cebolla caramelizada—. Lo que quiero es que me la enchufe, leche.

—Oye, y volviendo a lo tuyo, Nerea, ¿has estado pocha esta semana? —preguntó Carmen.

—No es eso. Es que… —Nerea soltó los cubiertos con los que daba vueltas a su ensalada griega—. Voy a dejar el trabajo.

Las que soltamos los tenedores entonces fuimos nosotras, pero a coro.

—¿Qué dices?

—Si es por lo que te dije la semana pasada, estaba bromeando —afirmó Lola con cara de apuro—. No creo que te vaya a crecer el culo por estar sentada en la oficina, Ne, estaba de coña.

—No es por eso, inútil —le aclaró ella revolviéndose el pelo con los dedos—. Es que estoy harta. No me gusta y no tengo por qué mantener algo que no me gusta solo por comodidad, ¿recordáis?

—Sí, mujer, pero estando las cosas así, un poco turbias en el contexto económico…, ¿crees que es buena idea?

—Ya lo tengo decidido —dijo convencida.

—Pero… ¿cuándo?

—Aún no he dicho nada en la empresa. Tengo que solucionar algunas cosas antes.

—Sí, lo primero, que salga tu madre de la UVI después de saberlo —murmuré.

—Mi madre ya lo sabe y si no le gusta que no mire.

Todas abrimos los ojos un poco más si cabe.

—¿Y qué planes tienes?

—Voy a montar una pequeña empresa de organización de eventos. Sobre todo bodas y fiestas de cumpleaños pijas. Poca inversión y mucho mercado. Lo malo es que el alquiler del bajo que quiero me cuesta un pastón. Estoy mirando abaratar costes porque, como bien decís, ahora que la cuestión económica está turbia los bancos se andan con mucho ojo con eso de los créditos. En el trabajo pediré una excedencia que puedo tener hasta de dos años. Pero, además, me he puesto en contacto con un programa para emprendedores de la comunidad y por ser mujer menor de treinta años me dan muchas ayudas. Espero tenerlo en funcionamiento para abril y a fecha de hoy ya tengo un par de proyectos. —Rebuscó en su fabuloso clutch de Jimmy Choo—. Tomad unas tarjetas. Hacedme publicidad.

Nos costó un mundo cerrar la boca. Después no pudimos más que aplaudir y en menos de lo que canta un gallo varias mesas se habían unido a nosotras y Nerea se levantó, hizo una reverencia y, tras volver a sentarse, se bebió todo el contenido de su copa.

La madre que la parió.