LA CONFERENCIA
Entré en la universidad con unas ganas de vomitar tremendas, pero las obvié porque sabía que eran de puros nervios y que en cuanto me bebiera una coca cola se me pasarían. Había pasado más tiempo del esperado delante del armario y, además de haber dejado mi cama sepultada por ropa que me había probado y desechado después, llegaba un pelín justa. Y todo para ir con un vaquero, una camiseta de los Ramones y una americana negra… ¡Los Ramones! ¿Qué trataba de hacer? ¿Congraciarme con mi público antes de abrir la boca? Quizá debería haber elegido una de Lady Gaga.
Busqué el salón de actos y me di cuenta, al pasar por delante, de que estaba llenísimo. En ese momento sí temí doblarme en dos y echar hasta la primera papilla. Pero entonces una chica me rescató al preguntarme si era Valeria Férriz.
—Sí, soy yo —dije tratando de sonreír pero dibujando una mueca terrible.
—Hola, soy Susana, ayudante de doña Elena San Fernando, la organizadora de las jornadas.
—Hola. Encantada. —Le di la mano y me obligué a respirar hondo.
—¿Has traído algún tipo de material con el que apoyar la conferencia?
—¿Cómo? —pregunté al borde de la histeria.
—Si has traído, ya sabes, alguna presentación en Power Point o… —Vio mi cara de pánico y añadió sonriendo—: No te preocupes. Mejor. Esas cosas siempre resultan aburridísimas.
—Lo siento. Estoy muy nerviosa. Es la primera vez que… Bueno…
—No te preocupes. Piensa que se trata de un seminario que da créditos de libre elección, no sé si me entiendes. —Me guiñó el ojo.
—Ya, sí. —Suspiré aliviada.
—Si te parece, como la conferencia empezará en unos quince minutos, puedes ir a la sala donde están los demás ponentes. Es justo tras esa puerta. ¿Te apetece algo? ¿Un café, una botella de agua, un refresco?…
—Si me dices dónde hay una máquina, mataría por una coca cola. —Me reí.
—Allí dentro tienes. Bébela tranquila. Serás la segunda en intervenir. Tienes tiempo de relajarte.
Le agradecí los ánimos y entré en la habitación. Junto a una mesa con bebidas encontré a un hombre y una mujer hablando. Los dos tenían unos treinta y pocos y parecían enfrascados en una conversación interesantísima, pero se giraron a mirarme en cuanto me abalancé sobre una coca cola zero, que me bebí casi de un trago. Después, sonriéndoles y reprimiendo las ganas de eructar, les tendí la mano.
—Hola, soy Valeria Férriz.
—Encantada —dijo de manera cortante la mujer—. Soy Marta Goicoechea.
Vaya. Marta Goicoechea. Había empezado a leer uno de sus libros hacía poco y ni siquiera pude terminarlo. Era de un pedante aplastante, y ahora que la miraba pensé que tenía esa pinta tan típica de gafipasti trasnochada encantada de conocerse a sí misma.
Él, sin embargo, alargó la mano hacia mí con una sonrisa amable y atractiva. Nos dimos un apretón de manos y, sin entender por qué, una corriente eléctrica me llegó hasta las braguitas. Lo miré con detenimiento. ¿Qué tenía aquel hombre que me azotaba con tanta intensidad? Entonces habló, con una voz grave y sensual:
—Encantado, Valeria. Soy Bruno Aguilar.
—¡Oh! —dije ilusionada soltándole la mano antes de que notara que la mía estaba sudando—. Leí tu último libro. Muy bueno. ¡Buenísimo! Me enganchó tanto que me pasé de parada en el autobús y tardé hora y media en poder volver a casa.
—¡Qué bien! Por lo de engancharte, no por lo de la hora y media, claro.
Los dos nos miramos y sonreímos. De pronto me sentí cortada, acalorada y sonrojada. Pero qué manera de mirar tenía este hombre…
—Por cierto, ¿quién será el primero en hablar? —pregunté para destensar el ambiente.
—Yo —contestó la pedante—. Es más, creo que deberíamos ir ya.
Ella echó a andar hacia el salón de actos y Bruno me colocó una mano en la espalda.
—Tú primero, por favor.
Asentí y seguí a Marta andando despacio, mientras contenía la respiración. Esa mano me ardía bastante más abajo de donde estaba colocada.
Nos sentamos en el «estrado» y saqué de mi bolso los papeles en los que llevaba mi pequeño discurso garabateado y lleno de tachones. Bruno se sentó a mi izquierda y a mi derecha se ubicó un contacto de la universidad que se presentó como Elena San Fernando. Hablamos brevemente en la típica conversación introductoria educada y después comenzaron las presentaciones y las formalidades.
En ese momento localicé entre el público a mis padres, que me saludaron con la mano. Les sonreí y agaché la cabeza, muerta de vergüenza, esperando que no se pusieran a hacer fotos.
Un ratito de «net working docente» después, todos los alumnos estaban sentados por fin y había el suficiente silencio como para poder empezar la conferencia, así que la señora Elena San Fernando, que parecía haberse tragado una escoba con un palo muy largo, comenzó su perorata:
—Buenos días y bienvenidos a la segunda jornada del seminario universitario «Universo Creativo». Hoy, como ya habréis podido comprobar en el programa, vamos a abordar el concepto de la profesión artística y creativa desde diferentes puntos de vista. Empezamos la mañana con una charla coloquio sobre el mundo editorial. Para ello contamos con la presencia de Marta Goicoechea, autora de Conversaciones al alba y profesora adjunta de Filología Clásica en la Universidad de Granada. Nos acompaña también Bruno Aguilar, escritor de ciencia ficción, ganador de varios premios nacionales y colaborador de publicaciones especializadas, como Cinefilia e Imaginalia, y contertulio en Radio Oviedo. Por último, damos la bienvenida a Valeria Férriz, escritora novel, autora de Oda, con la que ganó dos prestigiosos premios de la crítica, y En los zapatos de Valeria, obra de perfil autobiográfico. Cedemos ahora la palabra a Marta Goicoechea.
Y… menuda cesión de palabra…
Los siguientes veinte minutos fueron una inmersión en el ego de la tal Marta. Fue como una masturbación en público. Un acto de onanismo verbal exacerbado que nos dejó a todos al borde del coma profundo. Bueno, a todos no, porque si te detenías a mirar las caras de algunas de las personas que asistían al coloquio, había más de tres entusiasmados. Tiene que haber gustos para todo, desde luego.
A mi lado, Bruno Aguilar se entretenía garabateando en un papel. Cuando me pudo la curiosidad y le eché un vistazo a la hoja, me di cuenta de que había dibujado a un montón de gente tirándole piedras a una figura que se parecía sospechosamente a Marta Goicoechea. De vez en cuando me lanzaba miraditas, con una sonrisa, para constatar que me gustaban sus ilustraciones. Casi se me olvidó que la Marta de las narices estaba marcándose un monólogo.
Y después de ahondar en la complejidad de los personajes de su novela, todos torturados por un interior acomplejado y una infancia difícil, cómo no, me tocó el turno a mí. Qué bien, porque claro, yo era de una profundidad… Me iban a comer viva.
Mientras me preparaba, a punto ya de abrir la boca y empezar con mi perorata, vi que Bruno me pasaba sigilosamente uno de sus folios con una nota: «Tranquila. Para todo hay una primera vez y a casi todas esas cosas uno termina cogiéndoles el gusto. Me encanta tu nariz».
Reprimí una carcajada y me aclaré la voz.
—Buenos días a todos. —Sonreí y eché un vistazo al papel que había llevado conmigo—. Hace no mucho, unos seis años, asignatura arriba, asignatura abajo, yo estaba sentada donde ahora estáis vosotros. Siempre tuve una vocación: yo siempre quise escribir. Probablemente no he dejado de hacerlo nunca. He escrito mucha basura, de eso estoy segura, pero es basura que me ha hecho madurar como escribiente. No sé si soy escritora aún. Admiro tanto a algunos de mis compañeros de profesión que me cuesta mucho igualarme a ellos y ponerme la medalla de considerarme «escritora». —Miré las caras de la gente en un repaso visual—. Oda, mi primer libro, fue el resultado de lo que para los demás fue un gran esfuerzo. Por aquel entonces yo trabajaba como gestora de contenidos en una página web con un horario muy encorsetado, de los de oficina. Las noches las pasaba delante del ordenador, aunque no era eso lo que implicaba un verdadero esfuerzo, sino la jornada de trabajo, perdiendo frases, enrollando tramas sin poder sentarme a garabatearlas para que no se esfumaran. Pude permitirme dejar el trabajo porque las ventas de mi libro cumplieron con ciertas expectativas por parte de la editorial pero…
La puerta del salón de actos se abrió y levanté la vista. Víctor cerró con suavidad y me dirigió una intensa mirada que me produjo un nudo en la garganta. Me costó arrancar de nuevo. ¿Cómo narices se habría enterado? Y, sobre todo, ¿por qué habría venido? ¿No se suponía que lo habíamos dejado? O lo estábamos dejando… No lo sé. Se apoyó en la pared, al fondo, vestido con uno de sus trajes gris oscuro, con camisa azul clara.
Miré el papel de nuevo, miré a la gente que llenaba la sala y doblándolo decidí que era mejor improvisar. Si iba a cagarla, por lo menos que fuese con naturalidad.
—Bueno, tenía un discurso preparado, pero ¿sabéis? Pienso lo que pienso y probablemente no estoy diciendo nada que os pueda interesar, así que mejor voy a ir al grano. La gente va a tratar de desanimaros continuamente. La misma industria desanima día a día a miles de personas. A mí me devolvieron el borrador de Oda hasta cinco editoriales y todas las cartas de agradecimiento parecían la misma. A punto estuve de mandarlo todo a la mierda. En realidad, era mucho más cómodo quedarme como estaba. Levantarme todos los días para ir a trabajar, escribir en mis ratos libres y fingir que no quería nada más de la vida. Es algo que se nos impone desde pequeños y prácticamente no nos damos cuenta de que repetimos el modelo: sigue a la multitud. No destaques o sé el mejor. No hay término medio y, por desgracia, me da en la nariz… —miré a Bruno, que me sonrió— que eso de «sé el mejor» se refiere más bien a formar parte del elenco de un reality show y montarla parda. —Una risita común en la sala me hizo sonreír. Seguí, apoyándome en la mesa.
»Cuando la gente que conocemos nos lee siempre tiende a decir eso de “¿por qué no lo mueves? ¿Por qué no lo mandas a algún sitio?”. Lo hacen con la mejor intención del mundo, pero no entienden que eso que leen, desde la primera a la última palabra, con cada uno de los personajes y con la mayor parte de las frases y los diálogos, somos nosotros. Es nuestra vida. Es difícil desprenderse de ello y probar suerte.
»En la universidad tuve un profesor muy bueno, cojonudo a decir verdad, de esos cuyas clases nunca te pierdes aunque haya timba de tute en la cafetería. —La gente se rio—. Una vez este hombre nos dijo que la creación, el proceso mismo de creación, siempre ha estado sujeto a la necesidad del ser humano por referenciarse. Y en ese momento lo anoté en mis apuntes y lo subrayé. No era importante para el examen. A decir verdad en el examen cayó, si no recuerdo mal, un comentario de texto sobre los protorrománticos. De lo que tardé en darme cuenta fue de que aquella frase era para mí. La cacé al vuelo porque me hacía falta. Y vaya, cosas de la vida, después de hacer el examen, cuando fui a guardar los apuntes, la releí; aquella noche me emborraché para celebrar el fin de curso y al día siguiente, cuando me desperté, empecé a escribir Oda, una novela en la que invertí dos años y medio de mi vida.
»Y sé que uno se desnuda de muchos pretextos en las cosas que escribe, decídmelo a mí, que publiqué una especie de diario como segundo libro. En los zapatos de Valeria no es más que el espejo en el que vomité todo lo que me pasó desde que me di cuenta de que estaba seca de ideas hasta que me divorcié del que fue mi marido. Y me casé a los veintidós. Que nadie cometa la misma locura.
»Y es significativo, no porque me mole tanto a mí misma que piense que todos tienen que conocer las cosas que me pasan, sino porque me referencié a mí misma. Y, además, quise escribir algo real. Algo de verdad.
»Todos somos creadores, en mayor o menor medida. A todos nos visitan las musas, ya sea después de unas copas o de escuchar una canción de Kings of Leon. —Miré a Víctor cuando dije esto—. Solo hay que buscar nuestro sitio. Y… La verdad, no tengo nada más interesante que contar. Solo un par de consejos, pero tened en cuenta que los consejos y las opiniones son como los culos: todo el mundo tiene uno y no siempre es agradable. —Una carcajada estalló en la sala y yo contesté con una sonrisa.
»Consejo número uno: si alguna vez os publican algo no dejéis el trabajo con aires de escritores torturados. No vivimos del orgullo literario y se necesita dinero, sobre todo si sois de gustos caros como yo y preferís la ginebra de marca. —No se me pasó por alto la cara de estupefacción de mis padres—. Consejo número dos: nunca os fiéis de quien os adula demasiado. A nadie normal puede encantarle todo lo que hacemos porque somos humanos y también la cagamos. Consejo número tres: si alguna vez os creéis tan guays como yo y decidís publicar una autobiografía, hacedlo bajo pseudónimo. Después vuestra madre podrá seguir mirándoos a la cara. Muchas gracias.
Los aplausos me supieron a gloria y me reí con naturalidad. Bruno también aplaudió y me dio la enhorabuena, mientras yo miraba a Víctor, que esbozaba una amplia sonrisa.
Ay, Víctor, por Dios, no me lo hagas más difícil…
Elena San Fernando anunció un descanso de diez minutos y me levanté como un resorte. Bruno me dio una palmadita en el hombro y yo le contesté con una sonrisa. Bajé las escaleras y crucé a través del público, que salía de la sala. Con un gesto les pedí a mis padres que me esperaran allí. Una chica me paró pidiéndome que le firmara un ejemplar de Oda y tras una breve conversación pude seguir mi camino hacia Víctor, que continuaba apoyado junto a la puerta, en un rincón.
Al llegar le sonreí… La primera sonrisa desde hacía demasiado tiempo para dos personas que se han considerado pareja. Cuando estuve frente a él estiró los brazos, me estrechó contra su pecho con cariño y me besó en la sien. No debía haberlo hecho. Ahora necesitaba apretarlo más y más contra mí. Ahora necesitaba que no se fuera. Miré de reojo cómo mis padres, alerta, observaban como quien no quiere la cosa.
—Ha sido genial. Has estado espectacular.
—Casi me muero de vergüenza, ¿sabes? No deberías haber venido. —Me reí, poniendo distancia entre nosotros.
—Lo que debería darte vergüenza es que me haya tenido que enterar por mi hermana de que ibas a dar una conferencia.
—Esto no es una conferencia. Es una charlita. En plan coloquio.
No dijo nada. Solo me miró y me acarició el pelo. Su sonrisa mutó hasta convertirse en una expresión torturada.
—Estás preciosa, ¿lo sabes?
—Qué va. Tú estás muy guapo —dije dando una palmada a la solapa de su traje al tiempo que notaba cómo enrojecía—. ¿Te quedarás hasta el turno de preguntas?
—No, no puedo. Me he escapado un rato, pero tengo que volver.
—Ya.
Respiramos hondo y sonreímos algo cortados. Luego apartó la mirada de mi cara e hizo una mueca:
—Soy imbécil, ¿verdad? —dijo.
—A ratos yo también lo soy. —Pues sí, la imbécil de Valeria, que aún quería justificarlo.
—¿Puedo besarte?
Lo miré sorprendida y poniendo boquita de piñón negué con la cabeza.
—Mis padres están en la otra esquina y no quiero… Ya sabes.
Víctor miró y por el rabillo del ojo vi a mis padres disimular, encontrando muy interesantes de pronto sus zapatos.
Compartimos una mirada. ¿Y si aquel era uno de esos besos importantes de la vida? Sí, uno de esos besos que lo cambian todo, que deciden el rumbo que seguirán finalmente las cosas y llevan de la mano tus decisiones.
Era demasiado tarde. «¿Puedo besarte?». Yo había dicho que no. Y él parecía decepcionado.
—Vale. Bueno… —Se humedeció los labios—. Pues… enhorabuena otra vez. Llámame, ¿vale? Creo que aún tenemos cosas que hablar. Dejo la pelota en tu tejado, al menos un par de semanas.
¿«Al menos un par de semanas»? Sonaba a ultimátum, ¿verdad?
Asentí, nos dimos otro abrazo corto y Víctor se marchó. Cuando salió me sentí desubicada. Aun así anduve hasta donde estaban mis padres y los dejé arrullarme un poco y que demostraran lo contentos que estaban. No es que ellos no hubieran creído en mí, es que siempre pensaron que lo de dejar el trabajo era una equivocación. No es que no lo fuera, mi cuenta corriente no hacía más que darles la razón, pero parecía que las cosas empezaban a marchar. Si Jose me conseguía alguna colaboración mi vida sería muy diferente y se parecería más a una vida adulta, con rutinas y obligaciones. Si no… tendría que volver a empezar de cero y buscar un trabajo por mí misma, como el resto de los mortales. Y como ya había hecho antes.
Después de las adulaciones, mi madre me preguntó quién era el chico al que había ido a saludar.
—Es un amigo —dije escueta.
—Si es más que un amigo… —insistió mi madre, tratando de hacerse la comprensiva.
—No, no lo es. Es solo un buen amigo.
Como respuesta mi madre me dijo que me podía haber esmerado más a la hora de elegir atuendo para la ocasión.
—Pareces una… No sé. ¿No tenías ningún vestido?
Después de unos minutos me sentí en la obligación de volver a la mesa, así que me despedí de ellos y les di permiso para marcharse. Ellos no querían, pero la verdad es que yo no iba a volver a hablar y dudaba mucho que alguien tuviera preguntas que hacerme durante el coloquio, así que al final se fueron a regañadientes.
Al llegar a la mesa el resto de los ponentes estaban charlando con gente de la universidad. Yo me senté, rebusqué en mi bolso y consulté el móvil que, sí, por supuesto, llevaba en silencio. Carmen se disculpaba en un mensaje por no venir a verme, porque no iba a poder escaparse del trabajo. Lola me había mandado un mensaje para decirme que era una pésima amiga, pero que le pillaba muy lejos. De Nerea ni rastro, pero es que Nerea llevaba ya unos días muy rara e intuía que estaba en pleno proceso de búsqueda de ella misma.
Y ese beso que no le había dado a Víctor… ¿me perseguiría?
Cuando levanté la vista otra vez, Bruno estaba sentado a mi lado y me miraba con media sonrisa.
—¿Qué tal lo he hecho? —le pregunté mientras dejaba el móvil dentro del bolso debajo de la mesa, sin mirarlo.
—Muy bien. Buenrollista. Te los has ganado.
—¿He sido demasiado populista?
—Lo justo. —Sonrió.
—¿Sabes, Bruno? Te imaginaba gordo, con coleta y gafas de culo de vaso.
Sus ojillos oscuros y vivarachos brillaron cuando estalló en carcajadas.
—Pues ya ves que no.
—No, a decir verdad quizá te haría falta engordar un poco. —Me reí, apoyándome en la mesa—. A mí en el colegio me llamaban «bicho palo». —Lancé un par de carcajadas.
—Apuesto a que tu apodo tenía algo que ver con tu nariz —dijo.
—No sé si felicitarte por tus dotes de adivinación o darte un guantazo.
—Lo digo en serio. Tienes una naricita muy mona. ¿Sabes a quién me recuerdas?
—Sorpréndeme.
—A Clara Alonso, ¿sabes quién es?
—Claro que sé quién es. Y estás loco.
—Sí. Le tienes un aire —insistió.
—Ni en el blanco de los ojos. Además, debo pesar veinte kilos más que ella. —Me reí.
—Las mujeres siempre termináis haciendo ese tipo de comentarios que los hombres nunca sabemos cómo contestar, porque si te digo que por eso tú estás tan buena pensarás que creo que estás gorda y si te digo «¡qué va!», entonces pensarás que soy un falso de cojones. Así que mejor te digo: me sigues recordando a Clara Alonso y lo de los veinte kilos ha sido una exageración y lo sabes. —Me guiñó un ojo.
—Qué rápido eres.
—La escuela de la vida. Además, las mujeres contáis toda una historia de vosotras mismas con solo miraros. —Se rio y mostró todos sus perfectos y blancos dientes—. Emanáis un manual de instrucciones.
—¿Sí?
—¿Quieres que te cuente lo que me dices tú sin hablar?
—Claro…
Elena San Fernando carraspeó y se reanudó la conferencia, dando paso a Bruno esta vez.
—Luego te lo contaré —murmuró con una sonrisa descarada y sensual.
Se acomodó en su silla y, sonriendo, comenzó a hablar con total tranquilidad. Contó cómo había empezado a escribir, a quién leía, cómo contactó con la editorial, la cantidad de críticas que había recibido su primer libro… Todo como si estuviera tomándose una caña con unos amigos. Estaba tranquilo y de vez en cuando su mano derecha se paseaba un poco por el pelo negro que caía sobre sus ojos.
Objetivamente no era guapo. Si lo mirabas a conciencia, como yo lo estaba haciendo en aquel momento, te dabas cuenta de que sus orejas eran un poco desproporcionadas para el tamaño del óvalo de su cara. Tenía los labios más bien finos y la nariz un poco grande. Aunque los pómulos no estaban demasiado marcados bajo su piel, tenía una cara delgada, como el resto del cuerpo. Sin embargo, había algo. Bruno Aguilar tenía algo que, para más señas, me atraía. Mucho.
Cuando me di cuenta, su turno de palabra ya había pasado y empezaron las preguntas. Como bien predije, no había demasiadas preguntas entre el público. Unos pocos iluminados quisieron seguir ahondando en la trama de Conversaciones al alba y otros tantos optaron por preguntarle a Bruno sobre la obra que estaba escribiendo en aquel mismo momento y sobre los rumores que apuntaban a que había vendido los derechos de una de sus novelas para hacer una serie de televisión. A mí, bueno, a mí me preguntó la tal Elena San Fernando para que no me quedara sin participar y tuve que responder sobre cuestiones un poco más concretas acerca de cómo había contactado con las editoriales y qué gestiones tiene que hacer alguien a la hora de enviar un manuscrito. Aproveché para que la editorial se sintiera feliz conmigo y hablé de la gran labor de mecenazgo que llevaba a cabo y cómo los consideraba mis padrinos.
Después dimos por cerrada la charla coloquio. Y si algo no me podía quitar de la cabeza, era a Víctor. Jodido Víctor. ¿Por qué había tenido que venir? Ya no éramos novios y yo entendía que tampoco éramos nada más. A excepción del cruce de mensajes después de nuestra discusión, no habíamos vuelto a hablar del tema. Y no pintaba bien, la verdad. Algo me decía que Víctor sería fiel a sí mismo y huiría como un gato escaldado.
Me levanté, charlé con los contactos tanto de la universidad como de la editorial y cuando pude me despedí, escabulléndome cual rata. No me gusta lo de autopromocionarme y a decir verdad se me da fatal. Aunque hubiera podido echarle una miradita coqueta a Bruno, fui hacia la puerta sin mirar atrás, porque iba metida de lleno en mis razonamientos internos y ni siquiera reparé en él. Bruno apretó el paso para salir detrás de mí.
Junto a la puerta fue abordado por una horda de fans frikis y tuvo que pararse a firmar varios ejemplares. Yo seguí andando hacia la salida, donde llamé a Teletaxi para que pasaran a recogerme y me encendí un cigarrillo.
Marta Goicoechea salió y se quedó parada a mi lado. Me sonrió de manera tirante y se giró hacia la puerta en cuanto Bruno salió rebuscando en sus bolsillos. Pronto alcanzó un paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo. Sexi, escritor y fumador. ¡Ya basta! ¡Era mi hombre ideal! Pero eso solo fue una broma interna porque bien sabía yo que mi hombre ideal era otro, al que había negado un beso…
La pedante se acercó a Bruno y carraspeando llamó su atención. Él la miró primero a ella y después a mí.
—Oye, Bruno, me he quedado con ganas de decirte lo brillante que me pareció España caníbal. —Y él seguía mirándome a mí—. Me parece una metáfora increíble de la crisis de valores que vivimos actualmente y de cómo el país ha intentado subirse al carro de la modernidad a través del consumismo exacerbado…
Bruno le dio una honda calada al cigarrillo y levantó las cejas, devolviendo la mirada hacia la cara de Marta mientras dejaba salir el humo.
—¿Qué dices que fumaste cuando lo leíste? Vas a tener que darme el teléfono de tu camello.
—¿Me equivoco? —dijo ella poniéndole una voz suave y amable—. Quizá me quedé con una visión simplista o…
—España caníbal va sobre una pandilla de adolescentes colgados y frikis que deciden comerse a todo el que les da por culo. Me da que el simplista fui yo.
—Pero…
Él se echó a reír, le dio un par de palmaditas en el hombro, se giró hacia mí y dijo:
—¿Vas hacia el centro?
—Sí, acabo de pedir un taxi.
—Mira qué bien, yo también. —Se giró hacia Marta—. Marta, no hace falta que llames a un taxi. Coge el mío. Yo me iré con Valeria. —Y me sonrió.
Y en esas estábamos cuando llegó el primer taxi. Creo que Marta tardó un par de horas en cerrar la boca. Y yo otras tantas.
Cuando Bruno y yo nos acomodamos en la parte trasera del coche me sentí algo violenta. Pero él… ¿Él? Como en su casa.
—Al hotel NH. Espere, que le digo cómo se llama.
—Haremos dos paradas —repliqué yo—. Yo voy a la calle…
—Tome, aquí está la dirección del hotel. —Le pasó un papel cortándome y se giró hacia mí—. ¿Has oído eso? Metáfora del consumismo.
Después se acomodó en su asiento y empezó a soltar carcajadas. Yo me contagié.
—¿Has leído su libro? —le pregunté viendo cómo arrancaba el coche.
—Lo tengo en la mesita de noche. Pensaba empezarlo la semana que viene, pero me parece que mejor paso…
—Sí, mejor.
Nos miramos y nos reímos.
—¿Qué hacemos en el mismo taxi? —le pregunté, muy valiente yo.
—Voy a invitarte a tomar una copa.
—¿Y si yo no quiero? —objeté.
—Anda, sé buena chica. —Hizo un puchero—. No te voy violar… Creo.
Puse los ojos en blanco y miré por la ventanilla a la vez que le decía:
—Antes me comentabas que cuento una historia.
—No seas impaciente. —Se acercó al asiento delantero y con una sonrisa hacia mí le dijo al conductor—: Haremos una sola parada.