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NEREA, LA TEMPLADA

Nerea… Ay, Nerea.

Nerea estaba organizando una boda que le quitaba hasta el sueño y el apetito, aunque no fuera la suya. Vivía en un continuo estado de desenfreno creativo del que solamente la sacaban las pocas cosas de su trabajo en las que lograba concentrarse y las llamadas del fotógrafo, del encargado del vídeo o del pastelero que haría la tarta. Iba a ser una boda perfecta.

Sin embargo, una tarde, al llegar a casa después del trabajo, mientras le daba vueltas a la idea de colocar un libro de firmas a la entrada del salón de bodas, se dio cuenta de una cosa que no la hizo del todo feliz… A decir verdad, la hizo sentirse bastante desgraciada. La boda iba a ser perfecta, insuperable. Y ella no iba a ser la novia.

Llamó a su hermana, pero esta no estaba para monsergas. Simplemente, y de malas maneras, le dijo que había sacado la misma tontuna decimonónica de su madre y que si se preocupaba por esas cosas es que carecía de nada más interesante en lo que pensar. Luego colgó.

Dudó. No debía llamar a su madre, pero necesitaba contárselo a alguien. La querida mamá de Nerea (a la que yo no podía soportar desde que me dio a entender que yo sufría el mal del Tordo) sentenció la breve conversación con un: «Es que eres tonta. Menos preocuparte por los demás y más por ti, que cuando quieras darte cuenta ya no estarás de tan buen ver y nadie se querrá casar contigo, pánfila».

Ella se mordió las uñas, preocupada. Por mucho que se lo negase a sí misma, Nerea pensaba lo mismo. Lo mismo y muchas otras cosas más que no dejaban de acosarla desde el viaje a Ámsterdam.

Un día, en su trabajo, se dio cuenta de que llevaba un rato sentada a su mesa contemplando la pantalla del ordenador sin mirar nada en concreto. Absolutamente nada. Y es que tampoco había nada que le interesara dentro de aquella caja tonta.

Le dio un sorbo a su café, pero estaba frío. Tras una mirada al reloj descubrió que llevaba así más de una hora y que ya debía ir a comer. Pero no tenía hambre, lo cual no estaba relacionado con el hecho de que a veces se autoconvenciera de que no tenía hambre para seguir estando estupenda. No. Es que tenía el estómago cerrado.

Respiró hondo un par de veces cuando la idea volvió a pasarle por la cabeza. El corazón le bombeaba rápido cada vez que lo pensaba porque, cuanto más lo hacía, más le gustaba. Se le había ocurrido el sábado por la noche, cuando hojeaba una revista y hablaba con Carmen por teléfono. Y ya no había podido quitársela de la mente. Era lunes, eran las dos y media y ella seguía pensando en ello.

¿Por qué no? Era lo que no dejaba de pensar.

¿Por qué no?

Porque no podía hacer una locura de esas características con los tiempos que corrían. Era de locos pensar que podía funcionar. Además sus padres la matarían. Con lo que les había costado a todos que ella estuviera donde estaba, universidad prestigiosa y privada de por medio…

Pero… ¿por qué no?

Al fin y al cabo, ¿qué más daban sus padres? Era su vida. Era su vida y no quería, definitivamente, pasarla, desaprovecharla, derrocharla en cosas que no valían la pena.

Pronto tendría veintinueve años. A un año de la treintena. Sí, era gerente en una multinacional. ¿Y qué? Estaba bien pagada y tenía el armario lleno de ropa preciosa. Eso y un cuerpo que muchas querrían. ¿Qué más? Tenía tres amigas íntimas, tres mejores amigas. Es más de lo que muchos pueden decir. Pero, aparte de aquello, ¿qué más tenía?

Nada.

Ni sueños, ni pasiones, ni aspiraciones propias, ni obsesiones, ni hobbies, ni pareja, ni planes de futuro, ni ganas de seguir estando donde estaba.

Se levantó de la silla, recogió fríamente todas sus cosas y las metió en el bolso. Después se acercó al gancho redondeado que hacía las veces de perchero, adosado a la puerta, y se puso su precioso abrigo de cachemir con el cuello de zorro. Cogió el bolso y salió del despacho, cerrando con llave.

Se acercó a la mesa de la secretaria de planta y con una sonrisa le dijo:

—Disculpa… Marisa, ¿verdad?

—Sí. Dime, Nerea —contestó la secretaria dejando claro que ella sí sabía su nombre con seguridad.

—No me encuentro muy bien. Voy a irme a casa. Si llaman por algo urgente, siempre que realmente sea urgente, me pueden localizar en la BlackBerry.

—Muy bien.

—Gracias, Marisa. Y que pases buena tarde.

Nerea salió del edificio con un subidón de adrenalina y nada más llegar a su barrio aparcó el coche en su plaza de garaje, subió a casa y encendió el ordenador.

El resto de la tarde la pasó dándole forma al proyecto. Su proyecto. Al día siguiente llamó al trabajo para decir que estaba enferma y dedicó dos horas de su mañana a hablar con el interventor de la sucursal bancaria con la que operaba. Ya estaba en marcha.

Nunca más Nerea la fría. Eso sí, con moderación. Después se hizo la manicura, se puso una mascarilla en la cara y en el pelo y decidió qué se pondría al día siguiente para hablar con sus padres.