EL VIAJE DE NEGOCIOS
El lunes por la noche recibí un correo electrónico de Carmen. Lo primero que me decía en él era que se cagaba en todas esas teorías del buen rollo y del karma cósmico, porque ella era el ejemplo viviente de que no había justicia. Luego me contaba que el reencuentro con Borja en el trabajo había sido tan absolutamente normal que había decidido abandonar por siempre la senda de la seducción, porque estaba visto que no valía para ello (y la cito a ella, mi opinión es otra).
Después me contaba la verdadera razón de su absoluta desmotivación. Había estado meses deseando que le concedieran entrar en el equipo de la cuenta de un cliente muy gordo de la agencia y cuando lo consiguió se acordó del dicho de «cuidado con lo que deseas». Le apasionaba y se podía pasar las horas muertas metida en la oficina trabajando en ello, pero (y siempre hay un pero en estas historias) su jefe era el directivo de cuentas, por lo que no solo no se libraba de él, sino que acortaba distancia sin darse cuenta.
Ahora el problema era que debían presentar el proyecto de la nueva campaña de marca en las oficinas del cliente y entre todo el equipo habían decidido que iría ella a defenderlo puesto que, y no es porque sea mi amiga, es una fiera. Su jefe era plaza segura y el azar quiso que Borja terminara de integrar el equipo.
Para despedirse me mandaba miles de besos, sus disculpas por darme el coñazo y las gracias, nuevamente, por haber puesto mi casa para el experimento fallido «Carmen/Borja».
Le contesté de inmediato con una llamada de teléfono, emocionada como si fuese yo la que tuviera que estar haciendo la maleta, y la animé a motivarse. Su contestación fue tajante:
—Este viaje no me viene bien. No quiero pasar ni un minuto más de lo indispensable con Daniel y, además, ir con Borja no me ayuda a olvidarle. Es el peor momento posible, porque justo ayer, planchando, me cargué el único traje que tengo para estas ocasiones y me viene fatal este mes comprarme otro, ya que aún estoy pagando los plazos del máster y de la depilación láser.
La consolé y le dije que sería una prueba de fortaleza de la que saldría victoriosa, pero se despidió desanimada apelando a que necesitaba llenar su vacío interior con un paquete entero de donuts.
Al día siguiente Carmen fue durante la hora de la comida a comprarse un traje. Ya no debían de estar de moda los que a ella le gustaban, así que, además de ponerse de muy mal humor, tuvo que comprarse uno como los que llevaba Nerea, de falda de tubo hasta debajo de la rodilla. Le mosqueó tener el reciente recuerdo de cómo le sentaban a nuestra amiga ese tipo de trajes, porque lo que le devolvía el espejo le parecía mucho más un botijo.
Para animarse, aunque no pudiera permitírselo, se pasó por la sección de ropa interior y se compró un par de conjuntos sexis que, pensó, acabarían pasados de moda en un cajón antes de que los estrenara.
Por la tarde una compañera la aburrió con sus penas mientras se tomaban un café. Tenía treinta y muchos años y la acababa de dejar su novio de toda la vida, y cuando digo de toda la vida hablo de una relación de al menos quince años. Lo decía con los ojos como puños de tanto llorar. Carmen quería decirle que encontraría a otra persona antes de lo que creía…, pero no se atrevía. La chica tenía pelo por todas partes, y cuando Carmen decía por todas partes, solía referirse a cantidades ingentes en la cara y en el cuello. Además, era miope y no podía llevar lentillas, por lo que estaba atada a unas horribles gafas de culo de vaso, a lo que se sumaba la poca habilidad que tenía para sacarse partido y para arreglarse lo más mínimo, además de algunas faltas de higiene, como no lavarse el pelo con la frecuencia necesaria… Resumiendo, que la pobre era un cromo.
El novio que la había dejado tampoco era lo que se dice un adonis, pero eran un roto para un descosido. Y, así, la chica confesó entre llantos que la envidiaba porque era joven e independiente y podía tener al chico que quisiera.
Carmen, apenada, le contó que ella no tenía suerte con los hombres y que estaba segura de que el problema de las dos era de actitud.
—Tenemos que ir por la vida como si nos comiésemos el mundo. Seguro que entonces serían los hombres los que querrían estar con nosotras y nosotras las que querríamos usarlos y tirarlos después.
La compañera se animó, pero supongo que porque mal de muchos, consuelo de tontos.
Cuando llegó a casa, Carmen se probó de nuevo el traje y se sentó para acomodarlo a su cuerpo. Era consciente de que le venía excesivamente justo y de que tenía que darlo un poco de sí. A Carmen no le gustaba ir prieta porque siempre fue una mujer con muchas formas, incluso exuberante, y no le agradaba marcar esa carne que el resto de sus compañeras y amigas no tenían. Bueno, podía no estar delgada, pero apuesto a que todas las mujeres que la conocen la envidian un poco, y en ese grupo me incluyo yo. Tiene los pechos más bonitos que he visto en toda mi vida, por no hablar de lo firme y sedosa que es su piel.
Después de encender el ordenador y echar un vistazo a un par de blogs, se levantó para ponerse de nuevo el pijama y se vio en el espejo… y se miró por fin de verdad.
Recordó a esa chica del trabajo y la imagen que tenía de ella…, y vio sus piernas largas, su boca mullida, la buena mano que tenía para maquillarse y arreglarse el pelo, y entonces pensó que tal vez el traje no le sentara como a Nerea, pero le quedaba mucho mejor que el viejo… Estaba guapa, con el pelo rubio oscuro y ondulado suelto, y con aquellos zapatos de tacón altísimo con los que se lo había probado.
Se animó. Se animó mucho. Dejó el traje en la percha frente a la cama, abrió la bolsa de mano y metió dentro uno de los conjuntos sexis que se había comprado y un pijama mono, unos vaqueros que le quedaban de vicio y una blusa escotada y entallada que hacía años que no se ponía. Ya era hora de actuar en consecuencia.
La mañana siguiente madrugó muchísimo para poder llegar decentemente pronto al aeropuerto y que sus compañeros no tuvieran que esperarla. Daniel ya estaba allí y Borja llegó al cabo de cinco minutos.
En el corto trayecto del avión Carmen cazó un par de miradas de Borja que la animaron. Debía mantenerse firme, comportarse como lo estaba haciendo, porque de pronto se encontraba más cómoda con él y Borja más pendiente de ella. Así que siguió tecleando en su ordenador portátil minúsculo, ultimando los detalles de la presentación de media mañana.
Parecía tan segura de sí misma que ni siquiera Daniel le lanzó ninguna amenaza porque consideró que no era necesaria.
Al aterrizar nos envió un mensaje (a Lola y a mí, porque con Nerea seguía molesta) en el que nos contaba las bonanzas de ser la nueva Carmen, segura de sí misma e independiente. Dio la casualidad de que Lola y yo estábamos almorzando juntas en el centro cuando nos llegó. Lola había terminado una traducción mucho antes de lo convenido y le habían dado el día libre a la espera de otorgarle otro proyecto.
Me quedé muy satisfecha con el cambio de actitud de Carmen y lo comenté con Lola, que estaba de acuerdo conmigo y añadió que ahora seguro que Borja terminaba chuscándosela salvajemente.
Aunque Carmen hizo un magnífico papel en la presentación, Daniel le dijo que había titubeado en un par de ocasiones y que su pronunciación de los términos en inglés dejaba bastante que desear. Por un momento, quiso echarle las manos al cuello, pero la nueva Carmen, que no se dejaba apabullar ni se cabreaba, pasó del comentario como si fuese viento.
Borja y Daniel salieron a comer, pero ella se hizo la interesante y prefirió quedarse en el hotel. Todo tenía una explicación: los zapatos la estaban matando y quería darse una ducha y relajarse. Incluso era posible que le diese tiempo a dar una cabezada. Al día siguiente les quedaba una videoconferencia con los responsables de marca internacional del cliente y quería estar descansada.
Llevaba poco más de diez minutos tirada en la cama, después de su ducha, cuando alguien llamó a la puerta de la habitación. Al abrir se encontró con Borja, que le echó una mirada extraña; Carmen había abierto en pijama, con un short y una camiseta blanca que transparentaba un poco. Probablemente, a Borja no le había pasado por alto la sombra de sus pezones intuyéndose bajo la tela.
—¿Querías algo? —preguntó ella cogiéndose a la puerta para taparse el pecho.
—Nada en particular. Solo… —Se mordió el labio superior, perdió el hilo, miró al suelo, se rio y, después de resoplar, terminó la frase— quería preguntarte si has comido algo…
—Pues no. —Frunció el labio—. Y empiezo a tener hambre.
—Si quieres te acompaño a la cafetería de abajo. —Los dos se miraron y sonrieron. Borja levantó las cejas y después dijo en voz baja—: Venga…
La antigua Carmen se habría puesto nerviosa pensando que detrás de aquella invitación podía haber algo más, pero para la nueva no se escondía absolutamente nada tras la proposición que no fuera «te acompaño a la cafetería».
—Dame un minuto y me cambio de ropa.
Cerró la puerta, se puso el sujetador, se colocó unos vaqueros y la blusa escotada y se marchó con él escaleras abajo…
Pero, oh, sorpresa, sorpresa. El destino le tenía preparadas más pruebas a la nueva Carmen, porque sentado en la cafetería encontraron a Daniel, que escribía en su BlackBerry delante de un café. Sería de muy mal gusto que se sentaran en otra mesa, así que cogieron dos sillas y se unieron a él.
—Hola —dijo Daniel en un tono seco y escueto.
—Hola. Carmen tenía hambre y pensamos que… —Borja y su continua manía de justificarlo todo.
—Bien, bien —cortó Daniel sin levantar los ojos de la BlackBerry.
Carmen pensó que si iba a estar callado, por lo menos la comida le sentaría bien, así que pidió un sándwich y un trozo de tarta.
Para su desgracia, Daniel resucitó de pronto y, con una sonrisa maliciosa, dejó caer:
—Vaya, Carmen, cómo te cuidas. Pues ten cuidado, que a tu edad se os pone todo en las caderas…
Carmen quiso estrangularlo ella misma con las manos hasta que se pusiera morado y luego darle patadas en la entrepierna hasta que se le descolgara lo que quisiera que tuviera allí. Lástima que por estar tan enfrascada en el odio pasara por alto la foto que tenía Daniel como fondo de pantalla de su móvil… Cuando miró hacia la mesa otra vez, la luz ya se había apagado y el teléfono estaba bloqueado.