FIN DE FIESTA
A las dos de la madrugada después de una noche distendida (a excepción de Nerea y Carmen, que apenas volvieron a dirigirse la palabra en toda la velada), todos se fueron marchando dejando los ceniceros llenos de colillas y el lavavajillas a rebosar.
Lola fue la primera en irse. Cuando me estaba dando los dos besos de despedida, me dijo en un susurro que me llamaría para explicármelo todo.
Sin necesidad de que me contara nada, ya intuía que era una cuestión de celos por parte de Sergio, que, aunque resultara realmente estúpido, no soportaba pensar que Lola siguiera su consejo de hacer su vida. Creo que de una manera más o menos consciente, él quería dominarla por completo y volverla inútil. Es fácil sentirse bien con uno mismo si al lado tenemos a alguien que se ha diluido en la total adoración hacia nuestra persona. Quizá yo debería buscarme un seguidor de este tipo…
En la cuestión superficial, la verdad es que el chico llamaba mucho la atención. Era un hombre guapo y atractivo, las dos cosas. Tenía un cuerpo muy trabajado por horas de gimnasio y dieta sana, y unos ojos castaños, oscuros y profundos. Sin embargo, por mucho que físicamente fuera un adonis, personalmente no dejaba de ser una patata grillada y, al menos para mí, eso le restaba atractivo. Me daba igual que la tuviera como un antebrazo humano, porque, lo primero…, dejadme dudar de ese tipo de comentarios cuando salen de la boca de Lola.
Lo que sí es verdad es que se fueron juntos. Lo sé porque, como quien no quiere la cosa, me deslicé hacia la ventana y los vi entrar en el mismo coche… Era fácil adivinar cómo iba a acabar la noche.
A Lola le encantaba ver conducir a Sergio. Venga, lo diré sin eufemismos…: a Lola le ponía cachonda como una mona ver conducir a Sergio; esa es la verdad. Pero lo callaba. No le hacía falta decirle nada en referencia a lo mucho que le gustaba tal o pascual de él, porque luego esas cosas se convertían en armas arrojadizas que él utilizaba para sentirse más seguro de sí mismo y tratarla como lo hacía, con desdén.
En silencio, los dos se miraban de reojo. La novia de Sergio había salido con unas amigas aquella noche y él, haciéndose el buen chico, sincero y sin dobleces, le dijo abiertamente que saldría con una amiga a tomar algo. Pero claro, no hay mentira más grande que una verdad de ese tipo a medias: omitió el hecho de que esa amiga era su amante, con la que llevaba casi un año; no le contó lo muchísimo que le costaba no mirarla en el trabajo y lo amargamente que le excitaba esa situación prohibida cuando le quitaba las bragas en el aparcamiento de la empresa y la empotraba contra una furgoneta de reparto.
Y, paradojas de la vida, cuando llamó a Lola se encontró con que ella ya tenía plan. Había invitado a un amigo a una fiesta en casa de una pareja amiga; nuestra fiesta, evidentemente.
Él montó en cólera, pero disimuló. Sabía muy bien cómo llevarla a su terreno, así que se limitó a decirle lo mucho que le apetecía verla aquella noche. Se moría de ganas, decía, de abrazarla contra su pecho, de besarla y morderle suavemente la barbilla…
Lola tardó en anular la cita que tenía e invitar a Sergio a acompañarla tres avemarías. Sergio dijo que sí, pero simplemente porque el plan le parecía interesante. Después incluso podría «sincerarse» con su novia y decirle que habían estado en una fiesta viendo la nueva colección de ese fotógrafo que trabajaba para la revista Horizonte. Sonaría bien y no tendría que preocuparse de inventar algo con lo que tapar las horas en la cama con Lola.
Ahora, en el coche, Sergio rompió el silencio:
—Y tus amigos ¿saben quién soy?
—Supongo que saben que eres mi jefe, si es a eso a lo que te refieres.
—No soy tu jefe, Lola. —Sonrió.
—Pero casi. —Ella no lo hizo; miraba a través de la ventanilla.
—Si decir eso te da morbo, por mí estupendo. ¿Saben que nos acostamos?
—Sí. —Lola no tenía ganas de mentir a esas horas.
—¿Y qué más saben?
—Pues lo que yo les cuento: que eres un capullo egocéntrico con novia pero que en la cama eres un dios.
Sonrió pagado de sí mismo, mirando hacia la carretera. Era lo que necesitaba saber.
—Y parece que con eso te basta, ¿no? —susurró sensualmente él.
—Pues parece.
—Que no se te olvide entonces.
Se miraron los dos y Lola se odió durante un rato al darse cuenta de lo mucho que traicionaba aquello su verdadera manera de ser. Ella era una mujer fuerte, independiente. Había salido de casa de sus padres a los dieciocho años a estudiar idiomas en el extranjero y nunca, a partir de aquel momento, había necesitado más ayuda que el apoyo de sus amigas a la hora de tomar decisiones.
Ganaba su dinero, ahorraba y gastaba, salía, conocía a gente sin cesar, pasó de un país a otro y en seis años, sin darse apenas cuenta, se había convertido en la persona que quería ser. A los veinticuatro años encontró un trabajo que le permitía seguir estudiando y en menos de seis meses se independizó.
Nunca había necesitado a nadie como necesitaba ahora a Sergio, que encima la trataba como la trataba. Ella, que siempre había andado con un par de chicos a la vez, que nunca se había colgado de nadie y que no había emprendido una relación seria porque no le había apetecido, sufría porque con el que ahora soñaba tenerla no quería.
Llegaron a casa de Lola. Ella no entendía por qué tenía que ser siempre allí. Estaba un poco harta de esconderse en su propio apartamento, pero luego se dio cuenta de que de esa manera él luego no tendría que borrar el rastro de Lola para que su novia no los descubriera.
Y por más que la situación le molestara, sucumbió, como siempre. Subieron por las escaleras enredados ya. En el rellano de su casa, a Lola le faltaban ya las braguitas y Sergio había metido la mano entre sus piernas. Esta vez lo hicieron en la cocina, encima de la escueta encimera, durante cerca de una hora. Sergio: La Bestia. Sudar, gemir, decir guarradas y darle a Lola unos orgasmos brutales se le daba estupendamente bien.
Después, como siempre, se dieron una ducha y él se fue, aduciendo responsabilidades el sábado por la mañana que ni siquiera se creía.
Lola se acurrucó en la cama, sola. No solía importarle estarlo, pero ahora hasta le dolía. Se sintió sucia. El placer la subía a las nubes y luego, cuando el efecto de este se borraba, el tortazo contra el suelo era de órdago.
Quiso llorar, pero dudo que Lola sepa hacerlo. Es demasiado fuerte como para sentirse como se sentía… Entonces, ¿por qué?
Carmen y Borja se fueron después. Mientras se marchaban escuché cómo Borja se ofrecía a llevarla a casa y pensé que la cosa estaba hecha. Ya se sabe, beso romántico en el portal y después chingui chingui primerizo en el sofá. Pero… al subirse al coche, Carmen vio claro que aquella noche tampoco iba a pasar nada: Borja volvió a sumirse en ese estado meditabundo.
Carmen había estado toda la noche intentando parecer una mujer sexi y cosmopolita, con sus pantalones pitillo y los taconazos, rodeada de sus amigos fashion (¿fashion?, Dios mío, si yo me pasaba la mayor parte del día andando por casa con pantuflas), pero parecía que no había manera de impresionarle. Tenía que aceptarlo, no le gustaba; pero no pudo evitar malhumorarse como una chiquilla.
—Me lo he pasado muy bien —susurró Borja atento al tráfico que sorprendentemente había en el centro a esas horas.
—Sí, claro. Yo también —dijo ella con desdén.
—Tus amigos son muy simpáticos y las fotografías de Adrián son una pasada.
Carmen sonrió para sí. Al menos no la había descubierto y su coartada seguía en pie, junto a su dignidad. Se animó a hablar un poco más, convenciéndose a sí misma de que tenerlo como amigo era suficiente.
—¿Viste las que tiene en el baño?
—Oh, sí. —Borja sonrió—. Son muy… artísticas.
Se miraron un momento, callados, con una sonrisa un tanto explícita en la boca. Hablaban de unas fotografías que me había hecho Adrián casi al comienzo de nuestra relación. Con diecinueve años que tu novio te proponga una sesión de fotos desnuda te parece de lo más emocionante, pero casi nunca te das cuenta de que ocho años después esas fotos pueden avergonzarte un poco, sobre todo si tu marido las tiene colgadas en el cuarto de baño. Pero, bueno, tenían razón; objetivamente eran bonitas, no demasiado escandalosas y con una luz preciosa. Eran de las pocas cosas que me recordaban aún que yo, bajo esa apariencia aburrida, seguía siendo una mujer que podía resultar deseable.
—¿Tú te atreverías a hacerte unas fotos así?
—Bueno, bien visto no se le ve nada —contestó Carmen sonrojada.
—Algo se ve. —Volvieron a reírse, esta vez abiertamente—. Muchas gracias por invitarme, Carmen.
—Muchas gracias a ti por acompañarme.
Llegaron pronto. Se despidieron con dos besos y Borja, como siempre, esperó a que ella entrara en el portal; luego se saludaron con la mano y él desapareció calle abajo.
Carmen se sentó en la cama casi desnuda, como le gustaba dormir, y se juró a sí misma que jamás volvería a hacer un esfuerzo por acercarse a Borja, porque él no sentía lo mismo que ella. No podía estar buscando eternamente algo que no existía.
Se metió en la cama, se colocó el iPod con el volumen al máximo y se permitió fantasear por última vez, mientras escuchaba una canción de Lenny Kravitz.
Nerea fue la última en irse, intentando justificar el comentario que tanto había molestado a Carmen.
—Valeria, sabes a lo que me estaba refiriendo. Ella es mucho más…, no sé, es mucho más de todo. El chico no es que sea un monstruo, pero para mi amiga Carmen me gustaría otro tipo de chico.
—Pero a Carmen le gusta y, la verdad, me parece genial que le encante alguien que no entra en el perfil del tío bueno.
—Bien, aceptado, le pediré disculpas mañana —refunfuñó.
Adrián pasaba por allí mientras yo me fumaba el último cigarrillo descalza junto a la ventana, Jordi ojeaba unos álbumes de Adrián y Nerea miraba al infinito. Él no solía meterse en esas cosas, pero se acercó y se sentó sobre un taburete, junto a Nerea.
—¿Quieres un consejo? —le susurró, dulce.
Ella se giró y apoyó la cabeza en su hombro.
—No sueles darlos, así que aceptaré que es algo sabio que me hace falta aprender.
—La belleza es una dictadura que acaba con el tiempo. Lo único que se puede hacer para retenerla es fotografiarla, porque queda como muerta sobre un papel. Pero nada más. Solo muerta en un papel. —Y, después de decirlo, Adrián se arremangó su jersey oversize y se revolvió el pelo. Mis bragas se volatilizaron.
—No es una cuestión de superficialidad, Adrián, es una cuestión de…, no sé. No sabría explicártelo. Nunca imaginé que le gustasen ese tipo de tíos.
—Es que no le gustan ese tipo de tíos, le gusta él. ¿Le has preguntado qué es lo que le gusta de él?
—No —respondió Nerea algo avergonzada—. No se lo he preguntado, la verdad.
Los dos me miraron a mí y yo contesté:
—Le gusta porque la hace sentir muy mujer, muy especial. Le encanta la manera que tiene de reírse, el vello de sus antebrazos, no me preguntéis por qué; también cómo coge los cigarrillos, cómo sopla el café para que se enfríe, cómo la miró aquella vez que bailaron juntos en una fiesta y la cogió de la cintura, sus manos…
—Vale, vale… —Nerea levantó las manos en son de paz—. Mañana la llamaré. Ahora me voy a casa a pensar en lo muy perra que soy. —Sonrió.
Adrián le dio una palmadita en la espalda y la condujo hacia la puerta.
—Venga, Valeria, vámonos a la cama, que estos señores ya tendrán ganas de irse.
Todos nos reímos.
Cuando Nerea llegó a su casa se quedó un rato en el coche, parada y con la música puesta. Se sentía superficial y tonta por haber hecho que Carmen lo pasase mal. No creía que hubiera sido para tanto, pero es que realmente aquel chico no le gustaba nada. Jordi le había dicho que era una perra mala; quizá tuviera razón. El problema era que Nerea se preocupaba demasiado por lo que pensaran las demás de sus parejas. No entendía esa especie de amor ciego que permitía a una mujer como Carmen, con ese atractivo y sensualidad, fijarse en alguien que no le hacía justicia en absoluto.
De pronto pensó en su chico… Le apetecía tanto saber de él… Sabía que no debía, pero solo un mensaje de buenas noches…
Alcanzó su móvil.
«Buenas noches, Dani. Sueña con cosas bonitas. Mañana te veo».
Cuando ya se metía en la cama sonó un mensaje en su BlackBerry:
«Entonces soñaré contigo, pequeña. Buenas noches y hasta mañana».
Bailoteó como una niña el día de su cumpleaños y se le olvidó lo de Carmen.